Por otra parte, cuando lo que está fuera de la caverna representaba solamente el mundo profano o las “tinieblas exteriores”, la caverna aparecía como el único lugar iluminado, y, por lo demás, iluminado forzosamente desde el interior; ninguna luz, en efecto, podía entonces venirle de afuera. Ahora, puesto que hay que tener en cuenta las posibilidades “extracósmicas”, la caverna, pese a tal iluminación, se hace relativamente oscura, por relación, no diremos a lo que está simplemente fuera de ella, sino más precisamente a lo que está por sobre ella, allende su bóveda, pues esto es lo que representa al dominio “extracósmico”. Podría entonces, según este nuevo punto de vista, considerarse la iluminación interior como el mero reflejo de una luz que penetra a través del “techo del mundo”, por la “puerta solar”, que es el “ojo” de la bóveda cósmica o la abertura superior de la caverna. En el orden microcósmico esta abertura corresponde al Brahma-randhra (el séptimo chakra), es decir, al punto de contacto del individuo con el “SÉPTIMO RAYO” del sol espiritual (Cf. A. K. Coomaraswamy, loc. cit), punto cuya “localización” según las correspondencias orgánicas se encuentra en la coronilla (Ver L’Homme et son devenir selon le Védánta, cap. XXI), y que se figura también por la abertura superior del athanor hermético (El “tercer nacimiento” podría ser considerado, empleando la terminología alquímica, como una “sublimación”). Agreguemos a este respecto que el “huevo filosófico”, el cual desempeña manifiestamente el papel de “Huevo del Mundo”, está encerrado en el interior del athanor, pero que éste mismo puede ser asimilado al “cosmos”, y ello en la doble aplicación, “macrocósmica” y “microcósmica”; la caverna, pues, podrá también identificarse simbólicamente a la vez con el “huevo filosófico” y con el athanor, según que la referencia sea, si así quiere decirse, a grados de desarrollo diferentes en el proceso iniciático, pero, en todo caso, sin que su significación fundamental se altere en modo alguno. 411 SFCS LA CAVERNA Y “EL HUEVO DEL MUNDO
En el curso de su estudio sobre el simbolismo del domo, Ananda K. Coomaraswamy ha señalado un punto particularmente digno de atención en lo que concierne a la figuración tradicional de los rayos solares y su relación con el “Eje del Mundo”: en la tradición védica, el sol está siempre en el centro del Universo y no en su punto más alto, aunque, desde un punto cualquiera, aparezca empero como situado en la “cúspide del árbol” (Hemos indicado en otras oportunidades la representación del sol, en diferentes tradiciones, como el fruto del “Árbol de Vida”), y esto es fácil de comprender si se considera al Universo como simbolizado por la rueda, pues entonces el sol se encuentra en el centro de ésta y todo estado de ser se halla en su circunferencia (Esta posición central y, por consiguiente, invariable del sol le da aquí el carácter de un verdadero “polo”, a la vez que lo sitúa constantemente en el cenit con respecto a cualquier punto del Universo). Desde cualquier punto de esta última, el “Eje del Mundo” es a la vez un radio del círculo y un rayo de sol, y pasa geométricamente a través del sol para prolongarse más allá del centro y completar el diámetro; pero esto no es todo, y el “Eje del Mundo” es también un “rayo solar” cuya prolongación no admite ninguna representación geométrica. Se trata aquí de la fórmula según la cual el sol se describe como dotado de siete rayos; de éstos, seis, opuestos dos a dos, forman el trivid vajra (‘triple vajra’), es decir, la cruz de tres dimensiones; los que corresponden al cenit y al nadir coinciden con nuestro “Eje del Mundo” (skambha), mientras que los que los que corresponden al norte y al sur, al este y al oeste, determinan la extensión de un “mundo” (loka) figurado por un plano horizontal. En cuanto al “SÉPTIMO RAYO”, que pasa a través del sol, pero en otro sentido que el antes indicado, para conducir a los mundos suprasolares (considerados como el dominio de la “inmortalidad”), corresponde propiamente al centro y, por consiguiente, no puede ser representado sino por la intersección misma de los brazos de la cruz de tres dimensiones (Es de notar que, en las figuraciones simbólicas del sol de siete rayos, en especial en antiguas monedas indias, aunque esos rayos no estén todos forzosamente trazados en disposición circular en torno del disco central, el “SÉPTIMO RAYO” se distingue de los otros por una forma netamente diferente); su prolongación allende el sol no es representable en modo alguno, y esto corresponde precisamente al carácter “incomunicable” e “inexpresable” de aquello de que se trata. Desde nuestro punto de vista, y desde el de todo ser situado en la “circunferencia” del Universo, ese rayo termina en el sol mismo y se identifica en cierto modo con él en tanto que centro, pues nadie puede ver a través del disco solar por ningún medio físico o psíquico que fuere, y ese paso “allende el sol” (que es la “última muerte” y el paso a la “inmortalidad” verdadera) no es posible sino en el orden puramente espiritual. 474 SFCS LA PUERTA ESTRECHA
Ahora, lo que importa señalar, para vincular estas consideraciones con las que hemos expuesto anteriormente, es esto: por ese “SÉPTIMO RAYO” está vinculado directamente al sol el “corazón” de todo ser particular; él es, pues, el “rayo solar” por excelencia, el sushumna por el cual esa conexión se establece de modo constante e invariable (Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XX); y él es también el sûtrâtmâ (‘hilo del Âtmâ’) que une todos los estados del ser entre sí y con su centro total (A esto se refiere, en la tradición islámica, uno de los sentidos de la palabra es-sirr, literalmente, ‘el secreto’, empleada para designar lo que hay de más central en todo ser, y a la vez su relación directa con el “Centro supremo”, ello en razón de ese carácter de “incomunicabilidad” a que acabamos de aludir). Para quien ha retornado al centro de su propio ser, ese “SÉPTIMO RAYO” coincide necesariamente con el “Eje del Mundo”, y del tal se dice que para él “el Sol se levanta siempre en el cenit y se pone en el nadir” (Chhândogya-Upânishad, Prapàthaka 3º Khanda 8º çruti 10). Así, aunque el “Eje del Mundo” no sea actualmente ese “SÉPTIMO RAYO” para un ser cualquiera situado en tal o cual punto particular de la circunferencia, lo es siempre, empero, virtualmente, en el sentido de que tiene la posibilidad de identificarse con él por medio de ese retorno al centro, cualquiera sea, por otra parte, el estado de existencia en que ese retorno se efectúe. Podría decirse también que ese “SÉPTIMO RAYO” es el único “Eje” verdaderamente inmutable, el único que, desde.el punto de vista universal, pueda designarse verdaderamente con ese nombre, y que todo “eje” particular, relativo a una situación contingente, no es realmente “eje” sino en virtud de esa posibilidad de identificación con él; y esto es, en definitiva, lo que da toda su significación a cualquier representación simbólicamente localizada del “Eje del Mundo”, por ejemplo aquella que hemos considerado antes en la estructura de los edificios construidos según reglas tradicionales, y en especial de aquellos que están coronados por un techo en forma de cúpula, pues precisamente a este tema de la cúpula o el domo debemos volver ahora. 475 SFCS LA PUERTA ESTRECHA
La correspondencia “microcósmica” de esta “puerta solar” es fácil de descubrir, sobre todo si se recuerda la similitud del domo con el cráneo humano, que hemos mencionado anteriormente ( (Ver cap. XL: “La cúpula y la rueda”)): la sumidad del domo es la “coronilla” de la cabeza, es decir, el punto donde termina la “arteria coronal” sutil o sushumnâ, que está en la prolongación directa del rayo solar llamado análogamente sushumna, y que, inclusive, no es en realidad, al menos virtualmente, sino su porción axial, “intrahumana” si es dado expresarse así. Este punto es el orificio llamado Brahma-randhra, por el cual escapa el espíritu del ser en vías de liberación, cuando se han roto los vínculos que lo unían al compuesto corpóreo y psíquico humano (en tanto que jîvâtmâ) (A esto se refiere, de modo muy neto, el rito de trepanación póstuma, cuya existencia se ha comprobado en muchas sepulturas prehistóricas, y que incluso se ha conservado hasta épocas mucho más recientes entre ciertos pueblos; por otra parte, en la tradición cristiana, la tonsura de los sacerdotes, cuya forma es también la del disco solar y la del “ojo” de la cúpula, se refiere manifiestamente al mismo simbolismo ritual); y va de suyo que esta vía está exclusivamente reservada al caso del ser “cognoscente” (vid-vân), para quien el “eje” se ha identificado efectivamente con el “SÉPTIMO RAYO”, y que desde entonces está presto para salir definitivamente del “cosmos”, pasando “allende el Sol”. 477 SFCS LA PUERTA ESTRECHA
La figura más simple, y base de todas las otras, es la constituida únicamente por el conjunto de los seis rayos; éstos, opuestos dos a dos a partir del centro, forman tres diámetros, uno vertical y los otros dos oblicuos y de igual inclinación a uno y otro lado del primero. Si se considera al sol como ocupando el centro, se trata de los seis rayos de que hemos hablado en un estudio anterior ( (Cap. XLI: “La porte étroite”)); y en tal caso el “SÉPTIMO RAYO” no está representado sino por el centro mismo. En cuanto a la relación que hemos indicado con la cruz de tres dimensiones, se establece de modo inmediato: el eje vertical permanece sin cambio, y los dos diámetros oblicuos son la proyección, en el plano de la figura, de los dos ejes que forman la cruz horizontal; esta última consideración, muy necesaria para la inteligencia completa del símbolo, está, por otra parte, fuera de aquellas que hacen de él una representación de la analogía, para las cuales basta tomarlo en la forma que representa en sí mismo, sin necesidad de vincularlo con otros símbolos con los cuales está emparentado por aspectos diferentes de su compleja significación. 552 SFCS LOS SÍMBOLOS DE LA ANALOGÍA
Hemos hablado en diferentes oportunidades del simbolismo de los “siete rayos” del sol ( (Ver cap. XLI: “La Puerta estrecha”, y L: “Los símbolos de la analogía”)); cabría preguntarse si estos “siete rayos” no tienen alguna relación con lo que se designa ordinariamente como los “siete colores” del arco iris, pues éstos representan literalmente las diferentes radiaciones de que se compone la luz solar. Hay, en efecto, una relación, pero a la vez esos supuestos “siete colores” son un ejemplo típico del modo en que un dato tradicional auténtico puede ser deformado a veces por la incomprensión común. Esa deformación, en un caso como éste, es, por lo demás, fácilmente explicable: se sabe que debe haber un septenario, pero, como uno de sus términos no resulta hallable, se lo sustituye por otro que no tiene en realidad ninguna razón de ser; el septenario parece asi quedar reconstituido, pero lo es de tal manera que su simbolismo resulta enteramente falseado. Si ahora se pregunta por qué uno de los términos del verdadero septenario escapa así al vulgo, la respuesta es igualmente fácil: ese término es el que corresponde al “SÉPTIMO RAYO”, es decir, al rayo “central” o “axial” que pasa “a través del sol” y que, no siendo un rayo como los otros, no es representable como ellos (Con referencia al comienzo del Tao-te king, podría decirse que cada uno de los demás rayos es “una vía”‘ pero que el séptimo es “la Vía”); por eso mismo, y tambien en razón de todo el conjunto de sus conexiones simbólicas y propiamente iniciáticas, dicho término tiene un carácter particularmente misterioso; y, desde este punto de vista, podría decirse que la sustitución de que tratamos tiene por efecto disimular el misterio a los ojos de los profanos; poco importa, por lo demás, que el origen de ello haya sido intencional o se haya debido a una mala inteligencia involuntaria, lo que sin duda sería harto difícil determinar exactamente (Hemos encontrado, desgraciadamente sin referencia precisa, una indicación bastante curiosa a este respecto: el emperador Juliano alude en algún lugar a la “divinidad de los siete rayos (luminosos)” (Heptaktis) cuyo carácter solar es evidente, diciendo que era en la doctrina de los Misterios un tema sobre el cual convenía guardar la mayor reserva; si llegara a establecerse que la errónea noción de los “siete colores” se remonta a la Antigüedad, cabría preguntarse si no fue difundida deliberadamente por los iniciados en esos Misterios, que habrían encontrado así el medio de asegurar la conservación de un dato tradicional sin empero dar a conocer exteriormente el verdadero sentido; en caso contrario, habría que suponer que el término sustitutivo haya sido inventado en cierto modo por el vulgo mismo, el cual tendría simplemente conocimiento de la existencia de un septenario cuya real constitución ignoraba; por otra parte, puede que la verdad se encuentre en una combinación de ambas hipótesis, pues es muy posible que la opinión actualmente corriente de los “siete colores” represente la culminación de varias deformaciones sucesivas del dato inicial). 609 SFCS LOS SIETE RAYOS Y EL ARCO IRIS
Para resolver la cuestión del séptimo término que debe realmente agregarse a los seis colores para completar el septenario, es menester que nos refiramos a la representación geométrica de los “siete rayos”, tal como la hemos explicado en otra oportunidad, por las seis direcciones del espacio, que forman la cruz de tres dimensiones, y por el centro mismo de que esas direcciones emanan. Importa señalar ante todo las estrechas similitudes de esta representación con la que acabamos de indicar para los colores: como éstos, las seis direcciones se oponen dos a dos, según tres rectas que, extendiéndose de una a otra parte del centro, corresponden a las tres dimensiones del espacio; y, si se quiere dar una representación plana, evidentemente no se puede sino figurarlas por tres diámetros que forman la rueda de seis rayos (esquema general del “crisma” y de los otros diversos símbolos equivalentes); ahora bien: esos diámetros son los que unen los vértices opuestos de los dos triángulos del “sello de Salomón”, de modo que las dos representaciones en realidad se identifican (Señalemos además que podría considerarse una multitud indefinida de direcciones, haciendo intervenir todas las direcciones intermedias, las cuales corresponden así a los matices intermedios entre los seis colores principales; pero no cabe considerar distintamente sino las seis direcciones “orientadas” que forman el sistema de coordenadas ortogonales al cual todo el espacio está referido y por el cual está en cierto modo “mensurado” íntegramente; a este respecto también, la correspondencia entre las seis direcciones y los seis colores es, pues, perfectamente exacta). Resulta de aquí que el séptimo término deberá desempeñar, con respecto a los seis colores, el mismo papel que el centro con respecto a las seis direcciones; y, en efecto, se situará también en el centro del esquema, es decir, en el punto donde las oposiciones aparentes, que en realidad no son sino complementarismos, se resuelven en la unidad. Esto equivale a decir que ese séptimo término no es un color, así como el centro no es una dirección, pero que, como el centro es el principio de que procede todo el espacio con las seis direcciones, así también dicho término debe ser el principio de que derivan los seis colores y en el cual están sintéticamente contenidos. No puede ser, pues, sino el blanco, que es, efectivamente, “incoloro”, como el punto es “sin dimensiones”; no aparece en el arco iris, así como tampoco el “SÉPTIMO RAYO” aparece en una representación geométrica; pero todos los colores no son sino el producto de una diferenciación de la luz blanca, así como las direcciones del espacio no son sino el desarrollo de las posibilidades contenidas en el punto primordial. 611 SFCS LOS SIETE RAYOS Y EL ARCO IRIS
El verdadero septenario, pues, está formado aquí por la luz blanca y los seis colores en los cuales se diferencia; y va de suyo que el séptimo término es en realidad el primero, puesto que es el principio de todos los demás, los cuales no podrían tener sin él existencia alguna; pero es también el último, en el sentido de que todos retornan finalmente a él: la reunión de todos los colores reconstituye la luz blanca que les ha dado nacimiento. Podría decirse que, en un septenario así constituido, uno está en el centro y seis en la circunferencia; en otros términos, tal septenario está formado por la unidad y el senario, correspondiendo la unidad al principio no-manifestado y el senario al conjunto de la manifestación. Podemos establecer una vinculación entre esto y el simbolismo de la “semana” en el Génesis hebreo, pues también aquí el séptimo término es esencialmente diferente de los otros seis: la Creacioón, en efecto, es la “obra de los seis días” y no de los siete; y el séptimo día es el del “reposo”. Este séptimo término, que podría distinguirse como “término sabático”, es verdaderamente también el primero, pues tal “reposo” no es sino el retorno del Principio creador al estado inicial de no-manifestación, estado del cual, por lo demás, no ha salido sino en apariencia, con respecto a la creación y para producirla según el ciclo senario, pero sin salir nunca de él en realidad, considerado en sí mismo. Así como el punto no es afectado por el despliegue del espacio, aunque parezca salir de sí mismo para describir en él las seis direcciones, ni la luz blanca lo es por la irradiación del arco iris, aunque parezca dividirse en él para formar los seis colores, del mismo modo el Principio no-manifestado, sin el cual la manifestación no podría ser en modo alguno, aunque parezca actuar y expresarse en la “obra de los seis días” no es empero afectado en absoluto por esa manifestación; y el “SÉPTIMO RAYO” es la “Vía” por la cual el ser, habiendo recorrido el cielo de la manifestación, retorna a lo no-manifestado y se une efectivamente al Principio, del cual, empero, en la manifestación misma, jamás ha estado separado sino en modo ilusorio. 612 SFCS LOS SIETE RAYOS Y EL ARCO IRIS
Este último caso es el del hombre ordinario, que, pasando por la muerte, debe retornar a otro estado de manifestación, mientras que el primer caso es el del ser “calificado para pasar a través del medio del Sol” (Jaiminîya-Upánishad-Bràhmana, I, 6, 1), por vía del “SÉPTIMO RAYO”, porque ya se ha identificado con el Sol mismo y así, a la pregunta: %quién eres tú?”, que se le formula cuan do llega a esa puerta, puede responder con verdad: “Yo soy Tú”. 629 SFCS “KÁLA-MUKHA”
Podemos agregar aún otra observación: el eje de que se trata es asimilable, según otro simbolismo del cual hemos hablado ya, al “SÉPTIMO RAYO” del sol; si se representa un mundo por una esfera, dicho eje no debería ser en realidad ninguno de los diámetros de esta esfera, pues, si se consideran los tres diámetros ortogonales que forman los ejes de un sistema de coordenadas tridimensionales, las seis direcciones opuestas dos a dos que ellos determinan no son sino los otros seis rayos del sol; el “SÉPTIMO RAYO” debería ser igualmente perpendicular a todos ellos, pues solo él, en cuanto eje de la manifestación universal, es lo que podría llamarse la vertical absoluta, con respecto a la cual los ejes de coordenadas del mundo considerado son todos relativamente horizontales. Es evidente que esto no es geométricarnente representable (Algunos podrían sentirse tentados de hacer intervenir aquí la “cuarta dimensión”, pero ésta no es representable en sí misma, pues no constituye en realidad sino una construcción algebraica expresada en lenguaje geométrico) lo que muestra que toda representación es forzosamente inadecuada; por lo menos, el “SÉPTIMO RAYO” no puede representarse sino por un solo punto, que coincide con el centro mismo de la esfera; y esto indica también que, para todo ser encerrado en los límites de determinado mundo, es decir, en las condiciones especiales de determinado estado de existencia, el eje mismo es verdaderamente “invisible” y solo puede percibirse de él el punto que es su “vestigio” en ese mundo. Por lo demás, va de suyo que esta última observación, necesaria para que el simbolismo del eje y de sus relaciones con los mundos por él unidos pueda concebirse del modo más completo posible, no impide en modo alguno que, de hecho, la “cadena de los mundos” se represente lo más a menudo, según lo hemos dicho al comienzo, por una serie de esferas (En ciertos casos, estas esferas se reemplazan por rodajas perforadas en el centro, que corresponden a los discos, considerados como horizontales con relación al eje, de que acabamos de hablar) ensartadas al modo de las perlas de un collar (Por lo demás, cabe suponer legítimamente que tal collar ha debido ser originariamente un símbolo de la “cadena de los mundos”, pues, como a menudo hemos señalado, el hecho de atribuir a un objeto un carácter simplemente “decorativo” u “ornamental” es siempre el resultado de cierta degradación que entraña una incomprensión del punto de vista tradicional); y, a decir verdad, no sería posible sin duda, dar otra figuración sensible. 645 SFCS LA CADENA DE LOS MUNDOS
Ha de reconocerse que en realidad el simbolismo del arco iris es muy complejo y presenta aspectos múltiples; pero, entre ellos, uno de los más importantes quizá, aunque pueda parecer sorprendente a primera vista, y en todo caso el que tiene más manifiesta relación con lo que acabamos de indicar, es el que lo asimila a una serpiente, y que se encuentra en muy diversas tradiciones. Se ha observado que los caracteres chinos que designan al arco iris contienen el radical ‘serpiente’, aunque esta asimilación no está formalmente expresada de otro modo en la tradición extremo-oriental, de modo que podría verse en ello algo así como un recuerdo de algo que se remonta probablemente muy lejos (Cf. Arthur Waley, The Book of Songs, p. 328). Parecería que este simbolismo no haya sido enteramente desconocido de los mismos griegos, por lo menos en el período arcaico, pues, según Homero, el arco iris estaba representado en la coraza de Agamenón por tres serpientes cerúleas, “imitación del arco de Iris y signo memorable para los humanos, que Zeus imprimió en las nubes” (Ilíada, XI. Lamentamos no haber podido encontrar la referencia de modo más preciso, tanto más cuanto que esa figuración del arco iris por tres serpientes parece a primera vista harto extraña y merecería sin duda más atento examen. (La falta de referencia precisa se debe sin duda a que el autor vivía, cuando compuso el artículo, una vida relativamente retirada en un suburbio de El Cairo. El pasaje homérico dice, literalmente (Il., XI, 26-28): “y a ambos lados tres serpientes (o dragones: drákontes) color de acero se erguían por el cuello, semejantes al iris que el Cronida fijó en la nube, señal prodigiosa (téras) para los hombres… (N. del T))). En todo caso, en ciertas regiones de África y particularmente en el Dahomey, la “serpiente celeste” está asimilada al arco iris y a la vez se la considera como señora de las piedras preciosas y la riqueza; por lo demás, puede parecer que hay en ello cierta confusión entre dos aspectos diversos del simbolismo de la serpiente, pues, si bien el papel de señor o guardián de los tesoros se atribuye, en efecto, a serpientes y dragones, entre otras entidades descritas con formas variadas, dichos seres tienen entonces un carácter subterráneo, más bien que celeste; pero puede ser también que haya entre esos dos aspectos aparentemente opuestos una correspondencia comparable a la existente entre los planetas y los metales (Cf. La Règne de la quantité et les signes des temps, cap. XXII). Por otra parte, es por lo menos curioso que, a ese respecto, la “serpiente celeste” tenga una semejanza bastante notable con la “serpiente verde” que en el conocido cuento simbólico de Goethe se transforma en puente y después se fragmenta en pedrería; si tal serpiente debiera considerarse también en relación con el arco iris, se encontraría en tal caso la identificación de éste con el puente, lo que en suma poco podría sorprender, pues Goethe muy bien pudo, a este respecto, haber pensado más particularmente en la tradición escandinava. Ha de decirse, por lo demás, que ese cuento es muy poco claro tanto en cuanto a la procedencia de los diversos elementos del simbolismo en que Goethe pudo inspirarse, como en cuanto a su significación misma, y que todas las interpretaciones que se han intentado son en realidad poco satisfactorias en conjunto (Por otra parte, a menudo hay algo de confuso y nebuloso en la manera en que Goethe usa del simbolismo, y puede comprobárselo también en su reelaboración de la leyenda de Fausto; agreguemos que habría más de una pregunta que formularse sobre las fuentes a las que pudo recurrir más o menos directamente, así como sobre la naturaleza exacta de las vinculaciones iniciáticas que pudo tener, aparte de la masonería); no queremos insistir más en esto, pero nos ha parecido que podía no carecer de interés el señalar ocasionalmente esa posible y algo inesperada conexión (Para la asimilación más o menos completa de la serpiente de Goethe con el arco iris, no podemos tomar en consideración el color verde que se le atribuye, por más que algunos hayan querido hacer del verde una especie de síntesis del arco iris, porque sería el color central; pero, de hecho, el verde solo ocupa esa posición central a condición de admitir la introducción del índigo en la lista de los colores, y hemos explicado anteriormente las razones por las cuales esa introducción es en realidad insignificante y desprovista de todo valor desde el punto de vista simbólico (“Les septs rayons et l’arc-en-ciel” (aquí, cap. LVII: “Los siete rayos y el arco iris”)). A este respecto, haremos notar que el eje corresponde propiamente al “SÉPTIMO RAYO” y por consiguiente al color blanco, mientras que la diferenciación misma de los colores del arco iris indica cierta “exterioridad” con relación al rayo axial). 670 SFCS EL PUENTE Y EL ARCO IRIS