Si consideramos, por ejemplo, la tradición hebrea, vemos que se habla, en el Sefer Yetsiráh, del “santo Palacio” o “Palacio interior”, que es el verdadero “Centro del Mundo”, en el sentido cosmogónico del término; y vemos también que ese “santo Palacio” tiene su imagen en el mundo humano por la residencia, en cierto lugar, de la Shejináh, que es la “presencia real” de la Divinidad (Ver nuestros artículos sobre “Le Coeur du Monde dans la Kabbale hébraïque” y “La Terre Sainte et le Coeur du Monde”, en la revista Reg., julio-agosto y septiembre-octubre de 1926. (Estos artículos habían sido retomados, por una parte, en Le Roi du Monde (1927), caps. III y VI, y por otra debían serlo de nuevo en Le Symbolisme de la Croix (1931), caps. IV y VII)). Para el pueblo de Israel, esa residencia de la Shejináh era el Tabernáculo (Mishkán), que por esa razón era considerado por él como el “Corazón del Mundo”, pues constituía efectivamente el centro espiritual de su propia tradición. Este centro, por lo demás, no fue al comienzo un lugar fijo; cuando se trata de un pueblo nómada, como era el caso, su centro espiritual debe desplazarse con él, aunque permaneciendo siempre en el corazón de ese desplazamiento. “La residencia de la Shejináh —dice P. Vuillaud— sólo se fijó el día en que se construyó el Templo, para el cual David había preparado el oro, la plata y todo cuanto era necesario a Salomón para dar cumplimiento a la obra (Es bien notar que las expresiones aquí empleadas evocan la asimilación, frecuentemente establecida, entre la construcción del Templo, encarada en su significación ideal, y la “Gran Obra” de los hermetistas). El Tabernáculo de la Santidad de Jehováh, la residencia de la Shejináh, es el Sanctasantórum que es el corazón del Templo, el cual es a su vez el centro de Sión (Jerusalén), como la santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la Tierra de Israel es el centro del mundo” (La Kabbale juive, t. I, pág. 509). Puede advertirse que hay aquí una serie de extensiones, dada gradualmente a la idea de centro en las aplicaciones que de ella se hacen sucesivamente, de suerte que la denominación de “Centro del Mundo” o de “Corazón del Mundo” es finalmente extendida a la Tierra de Israel en su totalidad, en tanto que considerada como la “Tierra Santa”; y ha de agregarse que, en el mismo respecto, recibe también, entre otras denominaciones, la de “Tierra de los Vivos”. Se habla de la “Tierra de los Vivos que comprende SIETE tierras”, y P. Vuillaud observa que “esta Tierra es Canaán, en la cual había SIETE pueblos” (La Kabbale, t. II, pág.116), lo cual es exacto en el sentido literal, aunque sea igualmente posible una interpretación simbólica. La expresión “Tierra de los Vivos” es exactamente sinónima de “morada de inmortalidad”, y la liturgia católica la aplica a la morada celeste de los elegidos, que estaba en efecto figurada por la Tierra Prometida, puesto que Israel, al penetrar en ésta, debía ver el fin de sus tribulaciones. Desde otro punto de vista más, la Tierra de Israel, en cuanto centro espiritual, era una imagen del Cielo, pues, según la tradición judía, “todo lo que los israelitas hacen en la tierra se cumple según los tipos de lo que ocurre en el mundo celeste” (Ibid., t. I, pág. 501). 165 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Dicho esto, importa destacar que el Zodiaco de Glastonbury presenta ciertas peculiaridades que, desde nuestro punto de vista, podrían considerarse como marcas de su “autenticidad”; en primer lugar, parece por cierto que está ausente el símbolo de Libra o la Balanza. Ahora bien; como lo hemos explicado en otro lugar (Ibid., cap. X), la Balanza celeste no fue siempre zodiacal, sino primeramente polar, pues ese nombre se aplicó primitivamente sea a la Osa Mayor, sea al conjunto de las Osas Mayor y Menor, constelaciones a cuyo simbolismo, por notable coincidencia, está directamente referido el nombre de Arturo. Cabría admitir que dicha figura, en cuyo centro, por lo demás, el Polo está señalado por una cabeza de serpiente manifiestamente referida al “Dragón celeste” (Cf. el Séfer Yetsiráh: “El Dragón está en medio del cielo como un rey en su trono”. La “sabiduría de la serpiente” a que el autor alude a este respecto, podría en cierto sentido identificarse aquí con la de los SIETE Rshi polares. Es también curioso que el dragón, entre los celtas, sea el símbolo del jefe, y que Arturo sea hijo de Úther Péndragon. (Rshi; cada uno de los antiguos sabios a quienes la tradición hindú atribuye la composición de los himnos védicos, por revelación directa. (N. del T))), deba ser retrotraída a un período anterior a la transferencia de la Balanza al Zodíaco; y, por otra parte, cosa que importa considerar especialmente, el símbolo de la Balanza polar está en relación con el nombre de Tula originariamente dado al centro hiperbóreo de la tradición primordial, centro del cual el “templo estelar” de que se trata fue sin duda una de las imágenes constituidas, en el curso de los tiempos, como sedes de poderes espirituales emanados o derivados más o menos directamente de esa misma tradición (Esto permite también comprender ciertas relaciones destacadas por el autor entre dicho simbolismo del Polo y el del “Paraíso terrestre”, sobre todo en cuanto a la presencia del árbol y la serpiente; en todo ello, en efecto, se trata siempre de la figuración del centro primordial, y los “tres vértices del triángulo” están también en relación con este simbolismo). 185 SFCS LA TIERRA DEL SOL
La letra qâf es, además, la primera del nombre árabe del Polo, Qutb, y también a tal título puede servir para designarlo abreviadamente, según un procedimiento muy usual (Es así que la letra mîm, por ejemplo, sirve a veces para designar al Mahdî; Mohyiddìn ibn ‘Arabi, especialmente, le da esta significación en ciertos casos); pero hay también otras concordancias no menos notables. Así, la sede (la palabra árabe es márkaz, que significa propiamente ‘centro’) del Polo supremo (llamado el–Qutb el-Gawth, para diferenciarlo de los SIETE Aqtâb o polos. secundarios y subordinados) (Los SIETE Aqtâb corresponden a las “SIETE Tierras”, que se encuentran igualmente en otras tradiciones; y esos SIETE Polos terrestres son un reflejo de los SIETE Polos celestes, que presiden respectivamente a los SIETE Cielos planetarios), se describe simbólicamente como situado entre cielo y tierra en un punto ubicado exactamente por sobre la Ka’bah, la cual tiene, precisamente, forma de cubo y es también una de las representaciones del “Centro del Mundo”. Puede, pues, considerarse la pirámide, invisible por ser de naturaleza puramente espiritual, como elevándose encima de este cubo, que es visible porque se refiere al mundo elemental, signado por el número cuaternario; y, a la vez, este cubo, sobre el cual reposa así la base de la pirámide, o de la jerarquía de la cual ésta es figura y a cuya cúspide corresponde el Qutb, es también, por su forma, un símbolo de la estabilidad perfecta. 220 SFCS UN JEROGLIFICO DEL POLO
Para comprender de qué se trata, ha de recordarse que los pueblos de que acabamos de hablar son de aquellos que se consideran a sí mismos como ocupantes de una situación “central”; es muy conocida, en particular, la designación de la China como el “Reino del Centro” (Chung-kuo), así como el hecho de que Egipto era asimilado por sus habitantes al “Corazón del Mundo”. Esta situación “central” está, por lo demás, enteramente justificada desde el punto de vista simbólico, pues cada una de las comarcas a las cuales se atribuía era efectivamente sede del centro espiritual de una tradición, emanación e imagen del centro espiritual supremo y representante de él para aquellos que pertenecían a esa tradición particular, de suerte que era para ellos verdadera y efectivamente el “Centro del Mundo” (Ver La Grande Triade, cap. XVI). Pero el centro es, en razón de su carácter principial, lo que podría llamarse el “lugar” de la no-manifestación; como tal, el color negro, entendido en su sentido superior, le conviene realmente. Es preciso, por lo demás, notar que, al contrario, el color blanco conviene también al centro según otro respecto; queremos decir, en cuanto que es el punto de partida de una “irradiación” asimilada a la de la luz (Ver “Les septs rayons et l’arc-en-ciel” (aquí, cap. LVII: “Los SIETE rayos y el arco iris”)); podría decirse, pues, que el centro es “blanco” exteriormente y con respecto a la manifestación que de él procede, mientras que es “negro” interiormente y en sí mismo; y este último punto de vista es, naturalmente, el de los seres que, por una razón como la que acabamos de mencionar, se sitúan simbólicamente en el centro mismo. 231 SFCS LOS “CABEZAS NEGRAS”
En la misma tradición, el nombre más común de la Osa Mayor es Sapta- Rksha; y la palabra sánscrita rksha es el nombre del oso, lingüísticamente idéntico al que se le da en otras lenguas: el céltico arth, el griego árktos, e inclusive el latín ursus. Empero, cabe preguntarse si es ése el sentido primero de la expresión Sapta-Rksha, o si más bien, en correspondencia con la sustitución a que acabamos de referirnos, no se trata de una especie de superposición de palabras etimológicamente distintas pero vinculadas y hasta identificadas por la aplicación de cierto simbolismo fónico. En efecto, rksha es también, de modo general, una estrella, es decir, en suma, una “luz” (archis, de la raíz arch- o ruch- ‘brillar’ o ‘iluminar’); y por otra parte el Sapta-Rksha es la morada simbólica de los SIETE Rshi, los cuales, aparte de que su nombre se refiere a la “visión” y por lo tanto a la luz, son además las SIETE “Luces” por las cuales se trasmitió al ciclo actual la Sabiduría de los ciclos anteriores (Se advertirá la persistencia de estas “SIETE Luces” en el simbolismo masónico: la presencia de un mismo número de personas que las representan es necesaria para la constitución de una logia “justa y perfecta”, así como para la validez de la transmisión iniciática. Señalemos también que las SIETE estrellas de que se habla al comienzo del Apocalipsis (1, 16 y 20) serían, según ciertas interpretaciones, las de la Osa Mayor). La vinculación así establecida entre el oso y la luz no constituye, por lo demás, un caso aislado en el simbolismo animalístico, pues se encuentra algo semejante para el lobo, tanto entre los celtas como entre los griegos (En griego, el lobo es lykos y la luz lykê; de ahí el epíteto, de doble sentido, del Apolo Licio), de donde resultó la atribución de ese animal al dios solar, Belen o Apolo. 316 SFCS EL JABALI Y LA OSA
En cierto período, el nombre de Sapta-Rksha no fue aplicado ya a la Osa Mayor sino a las Pléyades, que comprenden igualmente SIETE estrellas: esta transferencia de una constelación polar a una constelación zodiacal corresponde a un paso del simbolismo solsticial al equinoccial, que implica un cambio en el punto de partida del ciclo anual así como en el orden de predominio de los puntos cardinales, los cuales están en relación con las diferentes fases de ese ciclo (La transferencia de la Balanza al Zodiaco tiene, naturalmente, una significación similar). Tal cambio es del norte al oeste, que se refiere al período atlante; y esto se encuentra netamente confirmado por el hecho de que, entre los griegos, las Pléyades eran hijas de Atlas y, como tales, llamadas las Atlántidas. Las transferencias de este género son, por otra parte, causa frecuente de múltiples confusiones, pues los mismos nombres han recibido según los períodos aplicaciones diferentes, y ello tanto para las regiones terrestres como para las constelaciones, de modo que no siempre es fácil determinar a qué se refieren exactamente en cada caso, e inclusive no es realmente posible sino a condición de referir las diversas “localizaciones” a los caracteres propios de las formas tradicionales correspondientes, como acabamos de hacerlo para las del Sapta-Rksha. 317 SFCS EL JABALI Y LA OSA
Para volver a la espada del jatîb, diremos que simboliza ante todo el poder de la palabra, lo que por lo demás debería ser harto evidente, tanto más cuanto que es una significación muy generalmente atribuida a la espada y no ajena a la tradición cristiana tampoco, como lo muestran claramente estos textos apocalípticos: “Y tenía en la mano derecha SIETE estrellas, y de su boca salía una espada de dos filos aguda, y su semblante como el sol cuando resplandece con toda su fuerza” (Apocalipsis, I. 16. Se observará aquí la reunión del simbolismo polar (las SIETE estrellas de la Osa Mayor, o del Sapta-Rksha de la tradición hindú) con el simbolismo solar, que hemos de encontrar igualmente en la significación tradicional de la espada). “Y de su boca (Se trata de “el que estaba montado en el caballo blanco”, el Kalkiavatára de la tradición hindú) de él sale una espada aguda con que herir a las gentes…” (Ibid, XIX, 15) La espada que sale de la boca no puede, evidentemente, tener otro sentido que ése, y ello tanto más cuanto que el ser así descripto en ambos pasajes no es otro que el Verbo mismo o una de sus manifestaciones; en cuanto al doble filo de la espada, representa un doble poder, creador y destructor, de la palabra, y esto nos reconduce precisamente al vajra. Éste, en efecto, simboliza también una fuerza que, si bien única en su esencia, se manifiesta en dos aspectos contrarios en apariencia pero complementarios en realidad; y esos dos aspectos, así como están figurados por los dos filos de la espada o de otras armas similares (Recordaremos particularmente aquí el símbolo egeo y cretense de la doble hacha; ya hemos explicado que el hacha es en especial un símbolo del rayo, y por lo tanto un estricto equivalente del vajra (cf. cap. XXVI), lo están aquí por las dos puntas opuestas del vajra; este simbolismo, por otra parte, es válido para todo el conjunto de las fuerzas cósmicas, de modo que la aplicación hecha a la palabra no constituye sino un caso particular, pero el cual, debido a la concepción tradicional del Verbo y de todo lo que ella implica, puede tomarse para simbolizar todas las otras aplicaciones posibles en conjunto (Sobre el doble poder del vajra y sobre otros símbolos equivalentes (en especial el “poder de las llaves”), véanse las consideraciones que hemos formulado en La Grande Triade, cap. VI). 355 SFCS SAYFU-L-ISLÂM
En el curso de su estudio sobre el simbolismo del domo, Ananda K. Coomaraswamy ha señalado un punto particularmente digno de atención en lo que concierne a la figuración tradicional de los rayos solares y su relación con el “Eje del Mundo”: en la tradición védica, el sol está siempre en el centro del Universo y no en su punto más alto, aunque, desde un punto cualquiera, aparezca empero como situado en la “cúspide del árbol” (Hemos indicado en otras oportunidades la representación del sol, en diferentes tradiciones, como el fruto del “Árbol de Vida”), y esto es fácil de comprender si se considera al Universo como simbolizado por la rueda, pues entonces el sol se encuentra en el centro de ésta y todo estado de ser se halla en su circunferencia (Esta posición central y, por consiguiente, invariable del sol le da aquí el carácter de un verdadero “polo”, a la vez que lo sitúa constantemente en el cenit con respecto a cualquier punto del Universo). Desde cualquier punto de esta última, el “Eje del Mundo” es a la vez un radio del círculo y un rayo de sol, y pasa geométricamente a través del sol para prolongarse más allá del centro y completar el diámetro; pero esto no es todo, y el “Eje del Mundo” es también un “rayo solar” cuya prolongación no admite ninguna representación geométrica. Se trata aquí de la fórmula según la cual el sol se describe como dotado de SIETE rayos; de éstos, seis, opuestos dos a dos, forman el trivid vajra (‘triple vajra’), es decir, la cruz de tres dimensiones; los que corresponden al cenit y al nadir coinciden con nuestro “Eje del Mundo” (skambha), mientras que los que los que corresponden al norte y al sur, al este y al oeste, determinan la extensión de un “mundo” (loka) figurado por un plano horizontal. En cuanto al “séptimo rayo”, que pasa a través del sol, pero en otro sentido que el antes indicado, para conducir a los mundos suprasolares (considerados como el dominio de la “inmortalidad”), corresponde propiamente al centro y, por consiguiente, no puede ser representado sino por la intersección misma de los brazos de la cruz de tres dimensiones (Es de notar que, en las figuraciones simbólicas del sol de SIETE rayos, en especial en antiguas monedas indias, aunque esos rayos no estén todos forzosamente trazados en disposición circular en torno del disco central, el “séptimo rayo” se distingue de los otros por una forma netamente diferente); su prolongación allende el sol no es representable en modo alguno, y esto corresponde precisamente al carácter “incomunicable” e “inexpresable” de aquello de que se trata. Desde nuestro punto de vista, y desde el de todo ser situado en la “circunferencia” del Universo, ese rayo termina en el sol mismo y se identifica en cierto modo con él en tanto que centro, pues nadie puede ver a través del disco solar por ningún medio físico o psíquico que fuere, y ese paso “allende el sol” (que es la “última muerte” y el paso a la “inmortalidad” verdadera) no es posible sino en el orden puramente espiritual. 474 SFCS LA PUERTA ESTRECHA
Por eso, sobre todo cuando la escala se emplea como elemento de ciertos ritos iniciáticos, sus peldaños se consideran expresamente como representación de los diversos cielos, es decir, de los estados superiores del ser; así, especialmente, en los misterios de Mithra, la escala tenía SIETE peldaños puestos en relación con los SIETE planetas, y, según se dice, hechos de los metales correspondientes respectivamente a aquellos; el recorrido de tales peldaños figuraba el de otros tantos grados sucesivos de iniciación. Esta escala de SIETE peldaños se encuentra también en ciertas organizaciones iniciáticas medievales, de donde pasó sin duda, más o menos directamente, a los altos grados de la masonería escocesa, segun lo hemos señalado al hablar de Dante (L’Ésotérisme de Dante, caps. II y III); aquí los peldaños están referidos a otras tantas “ciencias”, pero esto no implica en el fondo diferencia alguna, ya que, según Dante mismo, esas “ciencias” se identifican con los “cielos” (Convivio, II, XIV). Va de suyo que, para corresponder así a estados superiores y a grados de iniciación, esas ciencias no podían ser sino ciencias tradicionales entendidas en su sentido más profundo y más propiamente esotérico, y ello inclusive para aquellas cuyos nombres, para los modernos, no designan ya, en virtud de la degradación a que hemos aludido repetidamente, sino ciencias o artes profanas, es decir algo que, con relación a aquellas verdaderas ciencias, no es en realidad nada mas que una cascara huera y un “residuo” privado de vida. 587 SFCS EL SIMBOLISMO DE LA ESCALA
Hemos hablado en diferentes oportunidades del simbolismo de los “SIETE rayos” del sol ( (Ver cap. XLI: “La Puerta estrecha”, y L: “Los símbolos de la analogía”)); cabría preguntarse si estos “SIETE rayos” no tienen alguna relación con lo que se designa ordinariamente como los “SIETE colores” del arco iris, pues éstos representan literalmente las diferentes radiaciones de que se compone la luz solar. Hay, en efecto, una relación, pero a la vez esos supuestos “SIETE colores” son un ejemplo típico del modo en que un dato tradicional auténtico puede ser deformado a veces por la incomprensión común. Esa deformación, en un caso como éste, es, por lo demás, fácilmente explicable: se sabe que debe haber un septenario, pero, como uno de sus términos no resulta hallable, se lo sustituye por otro que no tiene en realidad ninguna razón de ser; el septenario parece asi quedar reconstituido, pero lo es de tal manera que su simbolismo resulta enteramente falseado. Si ahora se pregunta por qué uno de los términos del verdadero septenario escapa así al vulgo, la respuesta es igualmente fácil: ese término es el que corresponde al “séptimo rayo”, es decir, al rayo “central” o “axial” que pasa “a través del sol” y que, no siendo un rayo como los otros, no es representable como ellos (Con referencia al comienzo del Tao-te king, podría decirse que cada uno de los demás rayos es “una vía”‘ pero que el séptimo es “la Vía”); por eso mismo, y tambien en razón de todo el conjunto de sus conexiones simbólicas y propiamente iniciáticas, dicho término tiene un carácter particularmente misterioso; y, desde este punto de vista, podría decirse que la sustitución de que tratamos tiene por efecto disimular el misterio a los ojos de los profanos; poco importa, por lo demás, que el origen de ello haya sido intencional o se haya debido a una mala inteligencia involuntaria, lo que sin duda sería harto difícil determinar exactamente (Hemos encontrado, desgraciadamente sin referencia precisa, una indicación bastante curiosa a este respecto: el emperador Juliano alude en algún lugar a la “divinidad de los SIETE rayos (luminosos)” (Heptaktis) cuyo carácter solar es evidente, diciendo que era en la doctrina de los Misterios un tema sobre el cual convenía guardar la mayor reserva; si llegara a establecerse que la errónea noción de los “SIETE colores” se remonta a la Antigüedad, cabría preguntarse si no fue difundida deliberadamente por los iniciados en esos Misterios, que habrían encontrado así el medio de asegurar la conservación de un dato tradicional sin empero dar a conocer exteriormente el verdadero sentido; en caso contrario, habría que suponer que el término sustitutivo haya sido inventado en cierto modo por el vulgo mismo, el cual tendría simplemente conocimiento de la existencia de un septenario cuya real constitución ignoraba; por otra parte, puede que la verdad se encuentre en una combinación de ambas hipótesis, pues es muy posible que la opinión actualmente corriente de los “SIETE colores” represente la culminación de varias deformaciones sucesivas del dato inicial). 609 SFCS LOS SIETE RAYOS Y EL ARCO IRIS
En realidad, el arco iris no tiene SIETE colores, sino solamente seis; y no hace falta reflexionar demasiado para darse cuenta de ello, pues basta apelar a las más elementales nociones de física: hay tres colores fundamentales, el azul, el amarillo y el rojo, y tres colores complementarios de ellos, es decir, respectivamente, el anaranjado, el violeta y el verde, o sea, en total, seis colores. Existe también, naturalmente, una infinidad de matices intermediarios, y la transición de uno a otro se opera en realidad de manera continua e insensible; pero evidentemente no hay ninguna razón valedera para agregar uno cualquiera de esos matices a la lista de los colores, pues si no se podría igualmente considerar toda una multitud, y, en tales condiciones, la limitación misma de los colores a SIETE se hace, en el fondo, incomprensible; no sabemos si algún adversario del simbolismo ha hecho nunca esta observaciosn, pero en tal caso sería bien sorprendente que no haya aprovechado la oportunidad para calificar a ese número de “arbitrario”. El índigo, que se acostumbra enumerar entre los colores del arco iris, no es en realidad sino un simple matiz intermediario entre el violeta y el azul (La designación misma de “índigo” es manifiestamente moderna, pero puede que haya reemplazado a alguna otra designación más antigua, o que ese matiz mismo haya en alguna época sustituido a otro para completar el septenario vulgar de los colores; para verificarlo, sería necesario, naturalmente, emprender investigaciones históricas para las cuales no disponemos del tiempo ni del material necesarios; pero este punto, por lo demás, no tiene para nosotros sino una importancia enteramente secundaria, ya que nos proponemos solo mostrar en qué es errónea la concepción actual expresada por la enumeración ordinaria de los colores del arco iris, y cómo deforma la verdadera concepción tradicional), y no hay más razón para considerarlo como un color distinto de la que habría para considerar del mismo modo cualquier otro matiz, como, por ejemplo, un azul verdoso o amarillento; además, la introducción de ese matiz en la enumeracioón de los colores destruye por completo, la armonía de la distribución de los mismos, la cual, si, al contrario, nos atenemos a la noción correcta, se efectúa regularmente. según un esquema geométrico muy simple y a la vez muy significativo desde el punto de vista simbólico. En efecto, pueden colocarse los tres colores fundamentales en los vértices de un triángulo y los tres complementarios respectivos en los de un segundo triángulo inverso con respecto al primero, de modo que cada color fundamental y su complementario se encuentren situados en dos puntos diametralmente opuestos; y se ve que la figura así formada no es sino la del “sello de Salomón”. Si se traza la circunferencia en la cual ese doble triángulo se inscribe, cada uno de los colores complementarios ocupará en ella el punto medio del arco comprendido entre los puntos donde se sitúan los dos colores fundamentales cuya combinación lo produce (y que son, por supuesto, los dos colores fundamentales distintos de aquel que tiene por complementario el color considerado); los matices intermediarios corresponderán, naturalmente, a todos los demás puntos de la circunferencia (Si se quisiera considerar un color intermedio entre cada uno de los seis principales, como lo es el índigo entre el violeta y el azul, se tendrían en total doce colores y no SIETE; y, si se quisiera llevar aún más lejos la distinción de los matices, sería preciso, siempre por evidentes razones de sistema, establecer un mismo número de divisiones en cada uno de los intervalos comprendidos entre dos colores; no es, en suma, sino una aplicación enteramente elemental del principio de razón suficiente) pero, en el doble triángulo, que es aquí lo esencial, evidentemente no hay lugar sino para seis colores (Podemos observar de paso que el hecho de que los colores visibles ocupen así la totalidad de la circunferencia y se unan en ella sin discontinuidad alguna muestra que constituyen real y verdaderamente un ciclo completo (participando a la vez el violeta del azul, del que es vecino, y del rojo, que se encuentra en el otro borde del arco iris), y que, por consiguiente, las demás radiaciones solares no visibles, como las que la física moderna llama “rayos infrarrojos” y “ultravioletas”, no pertenecen en modo alguno a la luz y son de naturaleza enteramente diferente de ésta; no hay, pues, como algunos parecen creerlo, “colores” que una imperfección de nuestros órganos nos impide ver, pues esos supuestos colores no podrían situarse en ningún lugar del círculo, y seguramente no podría sostenerse que éste sea una figura imperfecta o que presente alguna discontinuidad). Estas consideraciones podrían inclusive parecer demasiado simples para que fuera útil insistir tanto en ellas; pero, a decir verdad, es menester muy a menudo recordar cosas de este género, para rectificar las ideas comúnmente aceptadas, pues lo que debería ser lo más inmediatamente aparente es precisamente lo que la mayoría de la gente no sabe ver; el “buen sentido” verdadero es muy diferente del “sentido común” con el cual se tiene la fastidiosa costumbre de confundirlo, y sin duda alguna está muy lejos de ser, como lo pretendía Descartes, “la cosa mejor repartida del mundo”. 610 SFCS LOS SIETE RAYOS Y EL ARCO IRIS
El verdadero septenario, pues, está formado aquí por la luz blanca y los seis colores en los cuales se diferencia; y va de suyo que el séptimo término es en realidad el primero, puesto que es el principio de todos los demás, los cuales no podrían tener sin él existencia alguna; pero es también el último, en el sentido de que todos retornan finalmente a él: la reunión de todos los colores reconstituye la luz blanca que les ha dado nacimiento. Podría decirse que, en un septenario así constituido, uno está en el centro y seis en la circunferencia; en otros términos, tal septenario está formado por la unidad y el senario, correspondiendo la unidad al principio no-manifestado y el senario al conjunto de la manifestación. Podemos establecer una vinculación entre esto y el simbolismo de la “semana” en el Génesis hebreo, pues también aquí el séptimo término es esencialmente diferente de los otros seis: la Creacioón, en efecto, es la “obra de los seis días” y no de los SIETE; y el séptimo día es el del “reposo”. Este séptimo término, que podría distinguirse como “término sabático”, es verdaderamente también el primero, pues tal “reposo” no es sino el retorno del Principio creador al estado inicial de no-manifestación, estado del cual, por lo demás, no ha salido sino en apariencia, con respecto a la creación y para producirla según el ciclo senario, pero sin salir nunca de él en realidad, considerado en sí mismo. Así como el punto no es afectado por el despliegue del espacio, aunque parezca salir de sí mismo para describir en él las seis direcciones, ni la luz blanca lo es por la irradiación del arco iris, aunque parezca dividirse en él para formar los seis colores, del mismo modo el Principio no-manifestado, sin el cual la manifestación no podría ser en modo alguno, aunque parezca actuar y expresarse en la “obra de los seis días” no es empero afectado en absoluto por esa manifestación; y el “séptimo rayo” es la “Vía” por la cual el ser, habiendo recorrido el cielo de la manifestación, retorna a lo no-manifestado y se une efectivamente al Principio, del cual, empero, en la manifestación misma, jamás ha estado separado sino en modo ilusorio. 612 SFCS LOS SIETE RAYOS Y EL ARCO IRIS
Ha de reconocerse que en realidad el simbolismo del arco iris es muy complejo y presenta aspectos múltiples; pero, entre ellos, uno de los más importantes quizá, aunque pueda parecer sorprendente a primera vista, y en todo caso el que tiene más manifiesta relación con lo que acabamos de indicar, es el que lo asimila a una serpiente, y que se encuentra en muy diversas tradiciones. Se ha observado que los caracteres chinos que designan al arco iris contienen el radical ‘serpiente’, aunque esta asimilación no está formalmente expresada de otro modo en la tradición extremo-oriental, de modo que podría verse en ello algo así como un recuerdo de algo que se remonta probablemente muy lejos (Cf. Arthur Waley, The Book of Songs, p. 328). Parecería que este simbolismo no haya sido enteramente desconocido de los mismos griegos, por lo menos en el período arcaico, pues, según Homero, el arco iris estaba representado en la coraza de Agamenón por tres serpientes cerúleas, “imitación del arco de Iris y signo memorable para los humanos, que Zeus imprimió en las nubes” (Ilíada, XI. Lamentamos no haber podido encontrar la referencia de modo más preciso, tanto más cuanto que esa figuración del arco iris por tres serpientes parece a primera vista harto extraña y merecería sin duda más atento examen. (La falta de referencia precisa se debe sin duda a que el autor vivía, cuando compuso el artículo, una vida relativamente retirada en un suburbio de El Cairo. El pasaje homérico dice, literalmente (Il., XI, 26-28): “y a ambos lados tres serpientes (o dragones: drákontes) color de acero se erguían por el cuello, semejantes al iris que el Cronida fijó en la nube, señal prodigiosa (téras) para los hombres… (N. del T))). En todo caso, en ciertas regiones de África y particularmente en el Dahomey, la “serpiente celeste” está asimilada al arco iris y a la vez se la considera como señora de las piedras preciosas y la riqueza; por lo demás, puede parecer que hay en ello cierta confusión entre dos aspectos diversos del simbolismo de la serpiente, pues, si bien el papel de señor o guardián de los tesoros se atribuye, en efecto, a serpientes y dragones, entre otras entidades descritas con formas variadas, dichos seres tienen entonces un carácter subterráneo, más bien que celeste; pero puede ser también que haya entre esos dos aspectos aparentemente opuestos una correspondencia comparable a la existente entre los planetas y los metales (Cf. La Règne de la quantité et les signes des temps, cap. XXII). Por otra parte, es por lo menos curioso que, a ese respecto, la “serpiente celeste” tenga una semejanza bastante notable con la “serpiente verde” que en el conocido cuento simbólico de Goethe se transforma en puente y después se fragmenta en pedrería; si tal serpiente debiera considerarse también en relación con el arco iris, se encontraría en tal caso la identificación de éste con el puente, lo que en suma poco podría sorprender, pues Goethe muy bien pudo, a este respecto, haber pensado más particularmente en la tradición escandinava. Ha de decirse, por lo demás, que ese cuento es muy poco claro tanto en cuanto a la procedencia de los diversos elementos del simbolismo en que Goethe pudo inspirarse, como en cuanto a su significación misma, y que todas las interpretaciones que se han intentado son en realidad poco satisfactorias en conjunto (Por otra parte, a menudo hay algo de confuso y nebuloso en la manera en que Goethe usa del simbolismo, y puede comprobárselo también en su reelaboración de la leyenda de Fausto; agreguemos que habría más de una pregunta que formularse sobre las fuentes a las que pudo recurrir más o menos directamente, así como sobre la naturaleza exacta de las vinculaciones iniciáticas que pudo tener, aparte de la masonería); no queremos insistir más en esto, pero nos ha parecido que podía no carecer de interés el señalar ocasionalmente esa posible y algo inesperada conexión (Para la asimilación más o menos completa de la serpiente de Goethe con el arco iris, no podemos tomar en consideración el color verde que se le atribuye, por más que algunos hayan querido hacer del verde una especie de síntesis del arco iris, porque sería el color central; pero, de hecho, el verde solo ocupa esa posición central a condición de admitir la introducción del índigo en la lista de los colores, y hemos explicado anteriormente las razones por las cuales esa introducción es en realidad insignificante y desprovista de todo valor desde el punto de vista simbólico (“Les septs rayons et l’arc-en-ciel” (aquí, cap. LVII: “Los SIETE rayos y el arco iris”)). A este respecto, haremos notar que el eje corresponde propiamente al “séptimo rayo” y por consiguiente al color blanco, mientras que la diferenciación misma de los colores del arco iris indica cierta “exterioridad” con relación al rayo axial). 670 SFCS EL PUENTE Y EL ARCO IRIS
Otro ejemplo notable, desde el punto de vista del simbolismo de los “encuadres”, está dado por ciertos caracteres chinos que se referían primitivamente a ritos de fijación o estabilización (Estos ritos corresponden evidentemente a un caso particular de lo que en el lenguaje hermético se designa como “coagulación” (ver La Grande Triade, cap. VI)) consistentes en trazar círculos concéntricos o una espiral en torno de los objetos; el carácter heng, que designa tal rito, estaba formado en la escritura antigua por una espiral o dos círculos concéntricos entre dos rectas. En todo el mundo antiguo, las nuevas fundaciones, ya se tratara de campamentos, de ciudades o de aldeas, eran “estabilizadas” trazando espirales o círculos en torno de ellas (A. Waley, “The Book of Changes” en Bulletin of the Museum of Far Eastern Antiquities, nº 5, Estocolmo, 1934), y agregaremos que en ello puede verse también la identidad real de los “encuadres” con los laberintos. Con respecto al carácter chie (Escrito chieh4 en el sistema Wade; en otros sistemas, kie, o, raramente, kiái; jiè en la romanización actualmente en uso en China continental. El ideograma se compone de dos trazos verticales coronados por un ángulo en forma de alero. (N. del T)), que los comentaristas recientes traducen simplemente por ‘grande’, el citado autor dice que denota la magia que asegura la integridad de los espacios “encuadrándolos” de signos protectores; tal es la finalidad de los dibujos de bordados en las antiguas obras de arte. Un chie-fu es una bendición que ha sido directa o simbólicamente “encuadrada” o “enmarcada” de ese modo; también una plaga puede ser “encuadrada” para impedir que se difunda. Tampoco aquí se trata explícitamente sino de “magia”, o de lo que se supone tal; pero la idea de “fijación” o “estabilización” muestra con harta claridad lo que hay en el fondo: se trata de la función, que tiene esencialmente el “marco” o “encuadre”, según lo hemos dicho antes, de reunir y mantener en su sitio los diversos elementos rodeados por él. Por otra parte, en Lao-tsë hay pasajes donde figuran esos caracteres y que son muy significativos a este respecto: “Cuando se hace de modo de encuadrar (o circunscribir, ying, carácter que evoca una idea similar a la de heng) los SIETE espíritus animales y de abarcar la Unidad, se puede ser cerrado, concluso e incorruptible” (Tao-te Kíng, cap. X, traducción inédita de Jacques Lionnet. (Texto levemente diferente en la edición publicada en 1962). (Para éste como para el pasaje siguiente de Lao-tsë, se tendrá en cuenta que, por razones en parte filológicas, las traducciones existentes del Tao-te King divergen, de un modo a menudo muy extremo. (N. del T))); y en otro lugar: “Gracias a un conocimiento convenientemente encuadrado (chie), marchamos a pie llano por la gran Vía” (Ibid., cap, LIII, misma traducción (y misma nota acerca de la edición de 1962)). En el primero de estos dos pasajes, se trata evidentemente de establecer o mantener el orden normal de los diversos elementos constitutivos del ser para unificarlo; en el segundo, un “conocimiento bien encuadrado” es propiamente un conocimiento en que cada cosa está puesta exactamente en el lugar que le conviene. Por lo demás, la significación cósmica del “marco” o “encuadre” no ha desaparecido en modo alguno en tal caso: en efecto, el ser humano, según todas las concepciones tradicionales, ¿no es el “microcosmo”, y el conocimiento no debe también comprender en cierto modo el cosmos en su totalidad? 686 SFCS ENCUADRES Y LABERINTOS