René Guénon – Apreciações sobre a Iniciação (RGAI)
EL SIMBOLISMO DEL TEATRO
Hemos comparado hace un momento la confusión de un ser con su manifestación exterior y profana a la que se cometería al querer identificar a un actor con un personaje cuyo papel representa; para hacer comprender hasta qué punto esta comparación es exacta, algunas consideraciones generales sobre el simbolismo del teatro no estarán aquí fuera de propósito, aunque no se apliquen de una manera exclusiva a lo que concierne propiamente al dominio iniciático. Bien entendido, este simbolismo puede ser vinculado al carácter primero de las artes y de los oficios, que poseían todos un valor de este orden por el hecho de que estaban vinculados a un principio superior, del cual derivaban a título de aplicaciones contingentes, y que no han devenido profanos, como lo hemos explicado muy frecuentemente, más que a consecuencia de la degeneración espiritual de la humanidad en el curso de la marcha descendente de su ciclo histórico.
De una manera general, puede decirse que el teatro es un símbolo de la manifestación, cuyo carácter ilusorio expresa tan perfectamente como es posible1; y este simbolismo puede ser considerado, ya sea desde el punto de vista del actor, ya sea desde el del teatro mismo. El actor es un símbolo del «Sí mismo» o de la personalidad que se manifiesta por una serie indefinida de estados y de modalidades, que pueden ser considerados como otros tantos papeles diferentes; y es menester notar la importancia que tenía el uso antiguo de la máscara para la perfecta exactitud de este simbolismo2. Bajo la máscara, en efecto, el actor permanece él mismo en todos sus papeles, como la personalidad es «no afectada» por todas sus manifestaciones; la supresión de la máscara, al contrario, obliga al actor a modificar su propia fisonomía y así parece alterar de alguna manera su identidad esencial. No obstante, en todos los casos, el actor permanece en el fondo otra cosa que lo que parece ser, del mismo modo que la personalidad es otra cosa que los múltiples estados manifestados, que no son más que las apariencias exteriores y cambiantes de las que se reviste para realizar, según los modos diversos que convienen a su naturaleza, las posibilidades indefinidas que contiene en sí misma en la permanente actualidad de la no manifestación.
Si pasamos a otro punto de vista, podemos decir que el teatro es una imagen del mundo: uno y otro son propiamente una «representación», ya que el mundo mismo, que no existe más que como una consecuencia y una expresión del Principio, del que depende esencialmente en todo lo que es, puede ser considerado como simbolizando a su manera el orden principial, y este carácter simbólico le confiere, por lo demás, un valor superior a lo que es en sí mismo, puesto que es por eso por lo que participa de un grado de realidad más alto3. En árabe, el teatro es designado por la palabra tamthîl, que, como todas aquellas que derivan de la misma raíz mathl, tiene propiamente los sentidos de semejanza, comparación, imagen o figura; y algunos teólogos musulmanes emplean la expresión alam tamthîl, que se podría traducir por «mundo figurado» o por «mundo de representación», para designar todo lo que, en las Escrituras sagradas, se describe en términos simbólicos y que no debe ser tomado en sentido literal. Es destacable que algunos aplican concretamente esta expresión a lo que concierne a los ángeles y a los demonios, que «representan» efectivamente los estados superiores e inferiores del ser, y que, por lo demás, evidentemente no pueden ser descritos más que simbólicamente con términos tomados al mundo sensible; y, por una coincidencia al menos singular, se sabe, por otra parte, el papel considerable que tenían precisamente estos ángeles y estos demonios en el teatro religioso de la edad media occidental.
El teatro, en efecto, no está forzosamente limitado a representar el mundo humano, es decir, un solo estado de manifestación; puede representar también al mismo tiempo los mundos superiores e inferiores. Por esta razón, en los «misterios» de la edad media, la escena estaba dividida en varios pisos que correspondían a los diferentes mundos, generalmente repartidos según la división ternaria: cielo, tierra, infierno; y al representarse la acción simultáneamente en estas diferentes divisiones, representaba en efecto la simultaneidad esencial de los estados del ser. Los modernos, que ya no comprenden nada de este simbolismo, han llegado a considerar como una «ingenuidad», por no decir como una torpeza, lo que constituía aquí, precisamente, su sentido más profundo; y lo que es sorprendente, es la rapidez con la que ha sobrevivido esta incomprehensión, tan llamativa ya en los escritores del siglo XVII; esta ruptura radical entre la mentalidad de la edad media y la de los tiempos modernos no es ciertamente uno de los menores enigmas de la historia.
Puesto que acabamos de hablar de los «misterios», no creemos inútil señalar la singularidad de esta denominación con doble sentido: en todo rigor etimológico, se debería escribir «ministerios», ya que esta palabra se deriva del latín ministerium, que significa «oficio» o «función», lo que indica claramente hasta qué punto, en el origen, las representaciones teatrales de este tipo se consideraban como formando parte integrante de la celebración de las fiestas religiosas4. Pero lo que es extraño, es que este nombre se haya contraído y abreviado para devenir exactamente homónimo de «misterios», y de ser confundido finalmente con esta otra palabra, de origen griego y de derivación completamente diferente; ¿es sólo por alusión a los «misterios» de la religión, puestos en escena en las piezas así designadas, por lo que esta asimilación ha podido producirse? Esto puede ser sin duda una razón bastante plausible; pero por otra parte, si se piensa que representaciones simbólicas análogas habían tenido lugar en los «misterios» de la antigüedad, en Grecia y probablemente también en Egipto5, se puede estar tentado de ver en eso algo que se remonta mucho más lejos, y como un indicio de la continuidad de una cierta tradición esotérica e iniciática, que se afirmaba al exterior, a intervalos más o menos espaciados, por manifestaciones similares, con la adaptación requerida por la diversidad de las circunstancias de los tiempos y los lugares6. Por lo demás, bastante frecuentemente, en otras ocasiones, ya hemos tenido que señalar la importancia, como procedimiento del lenguaje simbólico, de las asimilaciones fonéticas entre términos filológicamente distintos; se trata de algo que, en verdad, no tiene nada de arbitrario, piensen lo que piensen de ello la mayor parte de nuestros contemporáneos, y que se emparienta bastante directamente a los modos de interpretación que dependen del nirukta hindú: pero los secretos de la constitución íntima del lenguaje están tan completamente perdidos hoy día que apenas es posible hacer alusión a ellos sin que cada quien se imagine que se trata de «falsas etimologías», incluso de vulgares «juegos de palabras»; y Platón mismo, que a veces ha recurrido a este género de interpretación, como lo hemos observado incidentalmente a propósito de los «mitos», no encuentra gracia ante la «crítica» pseudocientífica de los espíritus limitados por los prejuicios modernos.
Para terminar estas pocas precisiones, indicaremos todavía, en el simbolismo del teatro, otro punto de vista, el que se refiere al autor dramático: puesto que los diferentes personajes son como producciones mentales de éste, pueden considerarse como representando modificaciones secundarias y, en cierto modo, como prolongamientos de sí mismo, casi de la misma manera que las formas sutiles producidas en el estado de sueño7. Por lo demás, la misma consideración se aplicaría evidentemente a la producción de toda obra de imaginación, de cualquier género que sea; pero, en el caso particular del teatro, hay esto de especial, a saber, que esta producción se realiza de una manera sensible, que da la imagen misma de la vida, así como tiene lugar igualmente en el sueño. Por consiguiente, el autor tiene a este respecto, una función verdaderamente «demiúrgica», puesto que produce un mundo que extrae todo entero de sí mismo; se trata del símbolo mismo del Ser produciendo la manifestación universal. En este caso tanto como en el del sueño, la unidad esencial del productor de las «formas ilusorias» no es afectada por esa multiplicidad de modificaciones accidentales, como tampoco la unidad del Ser es afectada por la multiplicidad de la manifestación. Así, desde cualquier punto de vista donde uno se coloque, se encuentra siempre en el teatro ese carácter que es su razón profunda, por desconocida que pueda ser para aquellos que han hecho de él algo puramente profano, razón que es constituir, por su naturaleza misma, uno de los símbolos más perfectos de la manifestación universal.
No decimos irreal; entiéndase bien que la «ilusión» sólo debe ser considerada como una realidad menor. ↩
Por lo demás, hay lugar a destacar que esta máscara se llamaba en latín persona; la personalidad es, literalmente, lo que se oculta bajo la máscara de la individualidad. ↩
Es también la consideración del mundo, ya sea como referido al Principio, ya sea únicamente en lo que es en sí mismo, lo que diferencia fundamentalmente el punto de vista de las ciencias tradicionales y el de las ciencias profanas. ↩
Es igualmente de ministerium, en el sentido de función, de donde se deriva por otra parte la palabra metier (oficio), así como ya lo hemos señalado en otra parte (RQST, capítulo VIII). ↩
Por lo demás, a estas representaciones simbólicas se puede vincular directamente la «puesta en acción» ritual de las «leyendas» iniciáticas de las que hemos hablado más atrás. ↩
La «exteriorización» en modo religioso, en la edad media, puede haber sido la consecuencia de una tal adaptación; por consiguiente, eso no constituye una objeción contra el carácter esotérico de esta tradición en sí misma. ↩
Cf. EME, capítulo VI. ↩