No es posible desarrollar aquí todas las consecuencias de semejante estado de cosas; limitémonos a indicar algunas, entre ellas las que se refieren más particularmente al punto de vista religioso. Ante todo, es de notar que el desprecio y la repulsión experimentados por los demás pueblos, los orientales sobre todo, con respecto a los occidentales, provienen en gran parte de que éstos se les aparecen en general como hombres sin tradición, sin religión, lo que es a sus ojos una verdadera monstruosidad. Un oriental no puede admitir una organización social que no descanse sobre principios tradicionales; para un musulmán, por ejemplo, la legislación íntegra no es sino una simple dependencia de la religión. Otrora, ha sido lo mismo en Occidente; piénsese en lo que era la Cristiandad en la Edad Media; pero hoy las relaciones se han invertido. En efecto, se encara ahora la religión como un simple hecho social; en vez de que el orden social íntegro esté vinculado a la religión, ésta, al contrario, cuando aún se consiente en otorgarle un sitio, no se ve ya sino como uno cualquiera de los elementos constituyentes del orden social; Y ¡cuántos católicos, ay, admiten sin la menor dificultad este modo de ver! Es tiempo de reaccionar contra esta tendencia y, a este respecto, la afirmación del Reino social de Cristo es una manifestación particularmente oportuna; pero, para hacer de ella una realidad, es preciso reformar toda la mentalidad moderna. 6 SFCS LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA
Pero sin duda el obstáculo más grave es esa especie de desconfianza de que se da muestras, en demasiados medios católicos, y aun eclesiásticos, con respecto a la intelectualidad en general; decimos el más grave, porque es una señal de incomprensión hasta entre aquellos mismos a quienes incumbe la tarea de enseñanza. Han sido tocados por el espíritu moderno hasta el punto de no saber ya, lo mismo que los filósofos a los cuales antes aludíamos, lo que es la intelectualidad verdadera, hasta el punto de confundir a veces intelectualismo con racionalismo, facilitando así involuntariamente el juego a los adversarios. Nosotros pensamos, precisamente, que lo que importa ante todo es restaurar esa verdadera intelectualidad, y con ella el sentido de la doctrina y de la tradición; es hora de mostrar que hay en la religión otra cosa que un asunto de devoción sentimental, otra cosa también que preceptos morales o consolaciones para uso de espíritus debilitados por el sufrimiento; que puede encontrarse en ella el “sólido alimento” de que habla san Pablo en la Epístola a los Hebreos. 10 SFCS LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA
Bien sabemos que esto tiene el inconveniente de ir contra ciertos hábitos adquiridos y de que es difícil liberarse; y empero, no se trata de innovar: lejos de ello, se trata al contrario de retornar a la tradición de que se han apartado, de recobrar lo que se ha dejado perder. ¿No valdría esto más que hacer al espíritu moderno las concesiones más injustificadas, por ejemplo las que se encuentran en tanto tratado de apologética, donde el autor se esfuerza por conciliar el dogma con todo lo que de más hipotético y menos fundado hay en la ciencia actual, para volver a poner en cuestión todo, cada vez que esas teorías sedicentes científicas vienen a ser reemplazadas por otras? Sería muy fácil, empero, mostrar que la religión y la ciencia no pueden entrar realmente en conflicto, por la sencilla razón de que no se refieren al mismo dominio. ¿Cómo no se advierte el peligro que existe en parecer buscar, para la doctrina que concierne a las verdades inmutables y eternas, un punto de apoyo en lo que hay de más cambiante e incierto? ¿Y qué pensar de ciertos teólogos católicos afectados por el espíritu “cientificista” hasta el punto de creerse obligados a tener en cuenta, en mayor o menor medida, los resultados de la exégesis moderna y de la “crítica textual”, cuando seria tan fácil, a condición de poseer una base doctrinal un poco segura, poner en evidencia la inanidad de todo ello? ¿Cómo no se echa de ver que la pretendida “ciencia de las religiones”, tal como se la enseña en los medios universitarios, no ha sido jamás en realidad otra cosa que una máquina de guerra dirigida contra la religión y, más en general, contra todo lo que pueda subsistir aún de espíritu tradicional, al cual quieren, naturalmente, destruir aquellos que dirigen al mundo moderno en un sentido que no puede sino desembocar en una catástrofe? 11 SFCS LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA
Esta reforma de la mentalidad moderna, con todo lo que implica: restauración de la intelectualidad verdadera y de la tradición doctrinal, que para nosotros no se separan una de otra, es, ciertamente, tarea considerable; pero, ¿constituye. esto una razón para no emprenderla? Nos parece, al contrario, que tarea tal constituye una de las finalidades más altas e importantes que pueda proponerse a la actividad de una sociedad como la de la Irradiación intelectual del Sagrado Corazón, tanto más cuanto que todos los esfuerzos realizados en ese sentido estarán necesariamente. orientados hacia el Corazón del Verbo Encarnado, Sol espiritual y Centro del mundo “en el cual se ocultan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” no de esa vana ciencia profana, única conocida por la mayoría de nuestros contemporáneos, sino de la verdadera ciencia sagrada, que abre, a quienes la estudian como conviene, horizontes insospechados y verdaderamente ilimitados. 13 SFCS LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA
El Verbo divino se expresa en la Creación, decíamos, y ello es comparable, analógicamente y salvadas todas las proporciones, al pensamiento que se expresa en formas (no cabe ya aquí distinguir entre el lenguaje y los símbolos propiamente dichos) que lo velan y lo manifiestan a la vez. La Revelación primordial, obra del Verbo como la Creación, se incorpora también, por así decirlo, en símbolos que se han transmitido de edad en edad desde los orígenes de 1a humanidad; y este proceso es además análogo, en su orden al de la Creación misma. Por otra parte, ¿no puede verse, en esta incorporación simbólica de la tradición “no humana”, una suerte de imagen anticipada, de “prefiguración”, de la Encarnación del Verbo? ¿Y ello no permite también percibir, en cierta medida, la misteriosa relación existente entre la Creación y la Encarnación que la corona? 25 SFCS EL VERBO Y EL SIMBOLO
Concluiremos con una última observación relativa a la importancia del simbolismo universal del Corazón y más especialmente de la forma que reviste en la tradición cristiana, la del Sagrado Corazón. Si el simbolismo es, en su esencia, estrictamente conforme al “plan divino”, y si el Sagrado Corazón es el centro del ser, de modo real y simbólico juntamente, este símbolo del Corazón, por sí mismo o por sus equivalentes, debe ocupar en todas las doctrinas emanadas más o menos directamente de la tradición primordial un lugar propiamente central ( (El autor agregaba aquí una referencia al lugar efectivamente central que ocupa el corazón, en medio de los círculos planetario y zodiacal, en un mármol astronómico de Saint-Denis-d’Orques (Sarthe), esculpido por un cartujo hacia fines del siglo XV. La figura había sido reproducida primeramente por L. Charbonneau-Lassay en Reg., febrero de 1924; cf., del mismo, Le Béstiaire du Christ, pág. 102. Se tratará de nuevo este punto en el cap. LXIX)); es lo que trataremos de mostrar en algunos de los estudios que siguen ( (R. Guénon ya había tratado sobre el corazón como centro del ser, y más especialmente como “morada de Brahma” o “residencia de Âtmâ” en L’Homme et son devenir selon le Vêdânta (1925); en el marco de Reg., donde nunca hacía referencia a sus obras sobre el hinduismo, debía retomar de modo nuevo ese tema)). 26 SFCS EL VERBO Y EL SIMBOLO
En efecto, el Santo Graal es la copa que contiene la preciosa sangre de Cristo, y que la contiene inclusive dos veces, ya que sirvió primero para la Cena y después José de Arimatea recogió en él la sangre y el agua que manaba de la herida abierta por la lanza del centurión en el costado del Redentor. Esa copa sustituye, pues, en cierto modo, al Corazón de Cristo como receptáculo de Su sangre, toma, por así decirlo, el lugar de aquél y se convierte en un como equivalente simbólico: ¿y no es más notable aún, en tales condiciones, que el vaso haya sido ya antiguamente un emblema del corazón? Por otra parte, la copa, en una u otra forma, desempeña, al igual que el corazón mismo, un papel muy importante en muchas tradiciones antiguas; y sin duda era así particularmente entre los celtas, puesto que de éstos procede lo que constituyó el fondo mismo o por lo menos la trama de la leyenda del Santo Graal. Es lamentable que no pueda apenas saberse con precisión cuál era la forma de esta tradición con anterioridad al cristianismo, lo que, por lo demás, ocurre con todo lo que concierne a las doctrinas célticas, para las cuales la enseñanza oral fue siempre el único modo de transmisión utilizado; pero hay, por otra parte, concordancia suficiente para poder al menos estar ciertos sobre el sentido de los principales símbolos que figuraban en ella, y esto es, en suma, lo más esencial. 33 SFCS EL SAGRADO CORAZON Y LA LEYENDA DEL SANTO GRAAL
Pero volvamos a la leyenda en la forma en que nos ha llegado; lo que dice sobre el origen mismo del Graal es muy digno de atención: esa copa habría sido tallada por los ángeles en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer en el momento de su caída ( (El autor ha retomado casi textualmente el pasaje que sigue, pero acompañándolo de nuevos desarrollos, en Le Roi du Monde (cap. V), aparecido en 1927)). Esta esmeralda recuerda de modo notable la urnâ, perla frontal que, en la iconografía hindú, ocupa a menudo el lugar del tercer ojo de Çiva, representando lo que puede llamarse el “sentido de la eternidad”. Esta relación nos parece más adecuada que cualquier otra para esclarecer perfectamente el simbolismo del Graal; y hasta puede captarse en ello una vinculación más con el corazón, que, para la tradición hindú como para muchas otras, pero quizá todavía más netamente, es el centro del ser integral, y al cual, por consiguiente, ese “sentido de la eternidad debe ser directamente vinculado. 34 SFCS EL SAGRADO CORAZON Y LA LEYENDA DEL SANTO GRAAL
Lo que sigue es más enigmático: Set logró entrar en el Paraíso terrestre y pudo así recuperar el precioso vaso; ahora bien: Set es una de las figuras del Redentor, tanto más cuanto que su nombre mismo expresa las ideas de fundamento y estabilidad, y anuncia de algún modo la restauración del orden primordial destruido por la caída del hombre. Había, pues, desde entonces, por lo menos una restauración parcial, en el sentido de que Set y los que después de él poseyeron el Graal podían por eso mismo establecer, en algún lugar de la tierra, un centro espiritual que era como una imagen del Paraíso perdido. La leyenda, por otra parte, no dice dónde ni por quién fue conservado el Graal hasta la época de Cristo, ni cómo se aseguró su transmisión; pero el origen céltico que se le reconoce debe probablemente dejar comprender que los druidas tuvieron una parte de ello y deben contarse entre los conservadores regulares de la tradición primordial. En todo caso, la existencia de tal centro espiritual, o inclusive de varios, simultánea o sucesivamente, no parece poder ponerse en duda, como quiera haya de pensarse acerca de la localización; lo que debe notarse es que se adjudicó en todas partes y siempre a esos centros, entre otras designaciones, la de “Corazón del Mundo”, y que, en todas las tradiciones, las descripciones referidas a él se basan en un simbolismo idéntico, que es posible seguir hasta en los más precisos detalles. ¿No muestra esto suficientemente que el Graal, o lo que está así representado, tenía ya, con anterioridad al cristianismo, y aun de todo tiempo, un vínculo de los más estrechos con el Corazón divino y con el Emmanuel, queremos decir, con la manifestación, virtual o real según las edades, pero siempre presente, del Verbo eterno en el seno de la humanidad terrestre? 36 SFCS EL SAGRADO CORAZON Y LA LEYENDA DEL SANTO GRAAL
Después de la muerte de Cristo, el Santo Graal, según la leyenda, fue llevado a Gran Bretaña por José de Arimatea y. Nicodemo; entonces comienza a desarrollarse la historia de los Caballeros de la Tabla Redonda y sus hazañas, que no es nuestra intención seguir aquí. La Tabla Redonda estaba destinada a recibir al Graal cuando uno de sus caballeros lograra conquistarlo y transportarlo de Gran Bretaña a Armórica; y esa Tabla (o Mesa) es también un símbolo verosímilmente muy antiguo, uno de aquellos que. fueron asociados a la idea de esos centros espirituales a que acabamos de aludir. La forma circular de la mesa está, por otra parte, vinculada con el “ciclo zodiacal” (otro símbolo que merecería estudiarse más especialmente) por la presencia en torno de ella de doce personajes principales, particularidad que se encuentra en la constitución de todos los centros de que se trata. Siendo así, ¿no puede verse en el número de los doce Apóstoles una señal, entre multitud de otras, de la perfecta conformidad del cristianismo con la tradición primordial, a la cual el nombre de “precristianismo” convendría tan exactamente? Y, por otra parte, a propósito de la Tabla Redonda, hemos destacado una extraña concordancia en las revelaciones simbólicas hechas a Marie des Vallées (Ver Reg., noviembre de 1924), donde se menciona “una mesa redonda de jaspe, que representa el Corazón de Nuestro Señor”, a la vez que se habla de “un jardín que es el Santo Sacramento del altar” y que, con sus “cuatro fuentes de agua viva”, se identifica misteriosamente con el Paraíso terrestre; ¿no hay aquí otra confirmación, harto sorprendente e inesperada, de las relaciones que señalábamos? 37 SFCS EL SAGRADO CORAZON Y LA LEYENDA DEL SANTO GRAAL
De todas las relaciones que acabamos de señalar, extraeremos ya una consecuencia que esperamos poder hacer aún más manifiesta ulteriormente: cuando por todas partes se encuentran tales concordancias, ¿no es ello algo más que un simple indicio de la existencia de una tradición primordial? Y ¿cómo explicar que, con la mayor frecuencia, aquellos mismos que se creen obligados a admitir en principio esa tradición primordial no piensen más en ella y razonen de hecho exactamente como si no hubiera jamás existido, o por lo menos como si nada se hubiese conservado en el curso de los siglos? Si se detiene uno a reflexionar sobre lo que hay de anormal en tal actitud, estará quizá menos dispuesto a asombrarse de ciertas consideraciones que, en verdad, no parecen extrañas sino en virtud de los hábitos mentales propios de nuestra época. Por otra parte, basta indagar un poco, a condición de hacerlo sin prejuicio, para descubrir por todas partes las marcas de esa unidad doctrinal esencial, la conciencia de la cual ha podido a veces oscurecerse en la humanidad, pero que nunca ha desaparecido enteramente; y, a medida que se avanza en esa investigación, los puntos de comparación se multiplican como de por sí, y a cada instante aparecen más pruebas; por cierto, el Quaerite et invenietis del Evangelio no es palabra vana. 46 SFCS EL SAGRADO CORAZON Y LA LEYENDA DEL SANTO GRAAL
Dicho esto, no vemos por qué se atribuiría al “folklore”, sin más examen, todo lo que pertenece a tradiciones otras que el cristianismo, haciendo de éste la única excepción; tal parece ser la intención del señor Waite, cuando acepta esa denominación para los elementos “precristianos”, y particularmente célticos, que se encuentran en las” leyendas del Graal. No hay, a este respecto, formas tradicionales privilegiadas; la única distinción que ha de hacerse es la de formas desaparecidas y formas actualmente vivas; y, por consiguiente, todo el problema se reduciría a saber si la tradición céltica había realmente cesado de vivir cuando se constituyeron las leyendas de que se trata. Esto es, por lo menos, discutible: por una parte, esa tradición pudo haberse mantenido mucho más tiempo de lo que ordinariamente se cree, con una organización más o menos oculta; y, por otra, esas leyendas mismas pueden ser más antiguas de lo que lo piensan los “críticos”, no porque haya habido forzosamente textos hoy perdidos, en los que no creemos más que el señor Waite, sino porque pueden haber sido primeramente objeto de una tradición oral que puede haber durado varios siglos, lo que está lejos de ser un hecho excepcional. Por nuestra parte, vemos en ello la señal de una “junción” entre dos formas tradicionales, una antigua y otra entonces nueva: la tradición céltica y la tradición cristiana, junción por la cual lo que debía ser conservado de la primera fue en cierto modo incorporado a la segunda, modificándose sin duda hasta cierto punto en cuanto a la forma exterior, por adaptación y asimilación, pero no transponiéndose a otro plano, como lo pretende el señor Waite, pues hay equivalencias entre todas las tradiciones regulares; hay, pues, muy otra cosa que una simple cuestión de “fuentes”, en el sentido en que lo entienden los eruditos. Sería quizá difícil precisar exactamente el lugar y la fecha en que se ha operado esa junción, pero ello no tiene sino un interés secundario y casi exclusivamente histórico; es, por lo demás, fácil de comprender que esas cosas son las que no dejan huellas en “documentos” escritos. Quizá la “Iglesia céltica” o “culdea” merece, a este respecto, más atención de la que el señor Waite parece dispuesto a concederle; su denominación misma podría darlo a entender así; no hay nada de inverosímil en que haya tras ella algo de otro orden, no ya religioso, sino iniciático, pues, como todo lo que se refiere a los vínculos existentes entre las diversas tradiciones, aquello de que aquí se trata se refiere necesariamente al dominio iniciático o esotérico. El exoterismo, sea religioso o no, no va jamás más allá de los límites de la forma tradicional a la cual pertenece propiamente; lo que sobrepasa estos límites no puede pertenecer a una “Iglesia” como tal, sino que ésta puede servirle solamente de “soporte” exterior; y ésta es una observación sobre la que tendremos oportunidad de volver más adelante. 60 SFCS EL SANTO GRAAL
Otra observación, que concierne más en particular al simbolismo, se impone también; hay símbolos que son comunes a las formas tradicionales más diversas y alejadas, no a consecuencia de “préstamos” que en muchos casos serían totalmente imposibles, sino porque pertenecen en realidad a la tradición primordial, de la cual todas esas formas proceden directa o indirectamente. Tal es precisamente el caso del vaso o de la copa; ¿por que lo que a estos objetos se refiere no sería sino “folklore” cuando se refiere a tradiciones “precristianas”, mientras que en solo el cristianismo sería un símbolo esencialmente “eucarístico”? 61 SFCS EL SANTO GRAAL
En primer lugar, nótese bien que decimos “esoterismo cristiano” y no “cristianismo esotérico”; no se trata de modo alguno, en efecto, de una forma especial de cristianismo, sino del lado “interior” de la tradición cristiana; y es fácil comprender que hay en ello más que un simple matiz. Además, cuando cabe distinguir así en una forma tradicional dos faces, una exotérica y otra esotérica, debe tenerse bien presente que no se refieren ambas al mismo dominio, de manera que no puede existir entre ellas conflicto ni oposición de ninguna clase; en particular, cuando el exoterismo reviste el carácter específicamente religioso, como es el caso aquí, el esoterismo correspondiente, aunque tomando en aquél su base y soporte, no tiene en sí mismo nada que ver con el dominio religioso, y se sitúa en un orden enteramente diverso. Resulta de ello, inmediatamente, que este esoterismo no puede en caso alguno estar representado por “Iglesias” o por “sectas” cualesquiera, que, por definición misma, son siempre religiosas y por ende exotéricas; éste es también un punto que hemos tratado ya en otras circunstancias, y que por lo tanto nos basta recordar someramente. Algunas “sectas” han podido surgir de una confusión entre ambos dominios y de una “exteriorización” errónea de datos esotéricos mal comprendidos y aplicados; pero las organizaciones iniciáticas verdaderas, manteniéndose estrictamente en su terreno propio, permanecen forzosamente ajenas a tales desviaciones, y su “regularidad” misma las obliga a no reconocer sino lo que presenta carácter de ortodoxia, inclusive en el orden exotérico. Es, pues, seguro que quienes quieren referir a “sectas” lo que concierne al esoterismo o la iniciación yerran el camino y no pueden sino extraviarse; no hay necesidad alguna de mayor examen para descartar toda hipótesis de esa especie; y, si se encuentran en algunas “sectas” elementos que parecen ser de naturaleza esotérica, ha de concluirse, no que tengan en ella su origen, sino muy al contrario, que han sido desviados de su verdadera significación. 68 SFCS EL SANTO GRAAL
No podría ser ése verdaderamente el “secreto del Santo Graal”, así como tampoco ningún otro real secreto iniciático; si se quiere saber dónde se encuentra ese secreto, es menester referirse a la constitución, muy “positiva”, de los centros espirituales, tal como lo hemos indicado de modo bastante explícito en nuestro estudió sobre Le Roi du Monde ( (Véase también Aperçus sur l’Initiation, cap. X)). A este respecto, nos limitaremos a destacar que el señor Waite toca a veces cosas cuyo alcance parece escapársele: así, ocurre que hable, en diversas oportunidades, de cosas “sustituidas” que pueden ser palabras u objetos simbólicos; pero esto puede referirse sea a los diversos centros secundarios en tanto que imágenes o reflejos del Centro supremo, sea a las fases sucesivas del “oscurecimiento” que se produce gradualmente, en conformidad con las leyes cíclicas, en la manifestación de esos mismos centros con relación al mundo exterior. Por otra parte, el primero de estos dos casos entra en cierta manera en el segundo, pues la constitución misma de los centros secundarios, correspondientes a las formas tradicionales particulares, cualesquiera fueren, señala ya un primer grado de oscurecimiento con respecto a la tradición primordial; en efecto, el Centro supremo, desde entonces, ya no está en contacto directo con el exterior, y el vínculo no se mantiene sino por intermedio de centros secundarios. Por otra parte, si uno de éstos llega a desaparecer, puede decirse que en cierto modo se ha reabsorbido en el Centro supremo, del cual no era sino, una emanación; también aquí, por lo demás, cabe observar grados: puede ocurrir que un centro tal se haga solamente más oculto y más cerrado, y esto puede ser representado por el mismo simbolismo que su desaparición completa, ya que todo alejamiento del exterior es simultáneamente, y en equivalente medida, un retorno hacia el Principio. Queremos aludir aquí al simbolismo de la desaparición definitiva del Graal: que éste haya sido arrebatado al Cielo, según ciertas versiones, o que haya sido transportado al “Reino del Preste Juan”, según otras, significa exactamente la misma cosa, lo cual el señor Waite parece no sospechar (De que una carta atribuida al Preste Juan es manifiestamente apócrifa, señor Waite pretende concluir la inexistencia de aquél, lo cual constituye una argumentación por lo menos singular; la cuestión de las relaciones de la leyenda del Graal con la orden del Temple es tratada por el autor de una manera apenas menos sumaria; parece tener, inconscientemente sin duda, cierta prisa por descartar cosas demasiado significativas e inconciliables con su “misticismo”; y, de modo general, las versiones alemanas de la leyenda nos parecen merecer más consideración de la que les otorga). 72 SFCS EL SANTO GRAAL
Se trata siempre de esa misma retirada de lo exterior hacia lo interior, en razón del estado del mundo en determinada época; o, para hablar con más exactitud, de esa porción del mundo que se encuentra en relación con la forma tradicional considerada; tal retirada no se aplica aquí, por lo demás, sino al lado esotérico de la tradición, ya que en el caso del cristianismo el lado exotérico ha permanecido sin cambio aparente; pero precisamente por el lado esotérico se establecen y mantienen los vínculos efectivos y conscientes con el Centro supremo. Que algo de él subsista empero, aun en cierto modo invisiblemente, es forzosamente necesario en tanto que la forma tradicional de que se trata permanezca viva; de no ser así, equivaldría a decir que el “espíritu” se ha retirado enteramente de ella y que no queda sino un cuerpo. muerto. Se dice que el Graal no fue. ya visto como antes, pero no se dice que nadie le haya visto más; seguramente, en principio por lo menos, se halla siempre presente para aquellos que están “cualificados”; pero, de hecho estos se han hecho cada vez más raros, hasta el punto de no constituir ya sino una ínfima excepción; y, desde la época en que se dice que los Rosacruces se retiraron al Asia, se entienda esto literal o simbólicamente, ¿qué posibilidades de alcanzar la iniciación efectiva pueden aquéllos encontrar aún abiertas en el mundo occidental? 73 SFCS EL SANTO GRAAL
Hemos expuesto ya en otra parte el papel del psicoanálisis en la obra de subversión que, sucediendo a la “solidificación” materialista del mundo, constituye la segunda fase de la acción antitradicional característica de la época moderna en su totalidad (Ver Le Régne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XXXIV). Es preciso que volvamos aún sobre este asunto, pues desde hace algún tiempo notamos que la ofensiva psicoanalista va cada vez más lejos, en el sentido de que, dirigiéndose directamente a la tradición so pretexto de explicarla, tiende ahora a deformar su noción misma del modo más peligroso. A este respecto, cabe hacer una distinción entre variedades desigualmente “avanzadas” del psicoanálisis: éste, que había sido concebido primeramente por Freud, se encontraba todavía limitado hasta cierto punto por la actitud materialista que él se proponía siempre mantener; por supuesto, el psicoanálisis no por eso dejaba de tener ya un carácter netamente “satánico”, pero por lo menos ello le vedaba todo intento de penetrar en ciertos dominios, o, aun si a pesar de todo lo pretendía, no lograba de hecho sino falsificaciones harto groseras, de donde confusiones que era aún relativamente fácil disipar. Así, cuando Freud hablaba de “simbolismo”, lo que él designaba abusivamente así no era en realidad sino un simple producto de la imaginación humana, variable de un individuo a otro, y sin nada de común verdaderamente con el auténtico simbolismo tradicional. No era sino una primera etapa, y estaba reservado a otros psicoanalistas modificar las teorías de su “maestro” en el sentido de una falsa espiritualidad, con el fin de poder, por una confusión mucho más sutil, aplicarlas a una interpretación del simbolismo tradicional mismo. Fue sobre todo el caso de C. G. Jung cuyas primeras tentativas en este dominio datan ya de hace bastante tiempo (Ver a este respecto A. Préau, La Fleur d’or ou le Taoïsme sans Tao); es de notar, pues resulta muy significativo, que para esa interpretación partió de una comparación que creyó poder establecer entre ciertos símbolos y algunos dibujos realizados por enfermos; y ha de reconocerse que, en efecto, estos dibujos presentan a veces, con respecto a los símbolos verdaderos, una suerte de semejanza “paródica” que no deja de ser más bien inquietante en cuanto a la naturaleza de lo que los inspira. 77 SFCS TRADICIÓN E “INCONSCIENTE”
Cabe realizar todavía otra observación importante: entre las muy diversas cosas que se supone explicables por el “inconsciente colectivo”, hay que contar, naturalmente, el “folklore”, y éste es uno de los casos en que la teoría puede presentar alguna apariencia de verdad. Para ser más exacto, debería hablarse de una suerte de “memoria colectiva”, que es como una imagen o un reflejo, en el dominio humano, de esa “memoria cósmica” correspondiente a uno de los aspectos del simbolismo de la luna. Solo que pretender concluir de la naturaleza del “folklore” al origen mismo de la tradición, es cometer un error en todo semejante a aquel, tan difundido en nuestros días, que hace considerar como “primitivo” lo que no es sino el producto de una degradación. Es evidente, en efecto, que el “folklore”, constituido esencialmente por elementos pertenecientes a tradiciones extintas, representa inevitablemente un estado de degradación con respecto a ellas; pero, por otra parte, es el único medio por el cual algo de ellas puede salvarse. Sería menester preguntarse también en qué condiciones la conservación de tales elementos ha sido confiada a la “memoria colectiva”; como hemos tenido ya oportunidad de decirlo ( (Véase cap. IV: “El Santo Graal”)), no podemos ver en ello sino el resultado de una acción plenamente consciente de los últimos representantes de antiguas formas tradicionales a punto de desaparecer. Lo seguro es que la mentalidad colectiva, en la medida en que exista algo que así pueda llamarse, se reduce propiamente a una memoria, lo que se expresa en términos de simbolismo astrológico diciendo que es de naturaleza lunar; dicho de otro modo, puede desempeñar cierta función conservadora, en la cual consiste precisamente, el “folklore”, pero es totalmente incapaz de producir o de elaborar nada, ni sobre todo cosas de orden trascendente como todo dato tradicional lo es por definición misma. 80 SFCS TRADICIÓN E “INCONSCIENTE”
La interpretación psicoanalítica apunta en. realidad a negar esta trascendencia de la tradición, pero de un modo nuevo, podría decirse, y diferente de los que estaban en curso hasta ahora: no se trata ya, como con el racionalismo en todas sus formas, sea de una negación radical, sea de una pura y simple ignorancia de la existencia de todo elemento “no humano”. Al contrario, parece admitirse que la tradición tenga efectivamente un carácter “no humano”, pero desviando completamente la significación de este término; así, al final del artículo antes citado, leemos lo siguiente: “Volveremos tal vez sobre estas interpretaciones psicoanalíticas de nuestro tesoro espiritual, cuya ‘constante’ a través de tiempos y civilizaciones diversos demuestra a las claras el carácter tradicional, no humano, si se toma la palabra ‘humano’ en el sentido de separativo, de individual”. Aquí se muestra quizá de la mejor manera posible cuál es, en el fondo, la verdadera intención de todo eso, intención que, por lo demás —queremos creerlo— no es siempre consciente en quienes escriben cosas de ese género, pues debe quedar bien claro que lo que se pone en cuestión a este respecto no es tal o cual individualidad, así sea la de un “jefe de escuela” como Jung, sino la “inspiración”, de lo más sospechosa, de la cual esas interpretaciones proceden. No es necesario haber ido muy lejos en el estudió de las doctrinas tradicionales para saber que, cuando se trata de un elemento “no humano” lo que se entiende por ello, y que pertenece esencialmente a los estados supraindividuales del ser, no tiene nada que ver absolutamente con un factor “colectivo”, el cual, en sí mismo, no pertenece en realidad sino al dominio individual humano, al igual que lo que se califica de “separativo”, y que, además, por su carácter “subconsciente”, no puede en todo caso abrir una comunicación con otros estados sino en la dirección de lo infrahumano.. Se capta, pues, de manera inmediata, el procedimiento de subversión que consiste, apoderándose de ciertas nociones tradicionales, en invertirlas en cierto modo sustituyendo el “supraconsciente” por el “subconsciente”, lo suprahumano por lo infrahumano. ¿No es está subversión mucho más peligrosa aún que una simple negación, y se creerá que exageramos al decir que contribuye a preparar las vías a una verdadera “contratradición”, destinada a servir de vehículo a esa “espiritualidad al revés” de la cual, hacia el fin del actual ciclo, el “reino del Anticristo” ha de señalar el triunfo aparente y pasajero? 81 SFCS TRADICIÓN E “INCONSCIENTE”
Podemos decir esto: así como todo centro espiritual secundario es como una imagen del Centro supremo y primordial, según lo hemos explicado en nuestro estudio sobre Le Roi du Monde, toda lengua sagrada, o “hierática” si se, quiere, puede considerarse como una imagen o reflejo de la lengua original, que es la lengua sagrada por excelencia; ésta es la “Palabra perdida”, o más bien escondida a los hombres de la “edad oscura”, así como el Centro supremo se ha vuelto para ellos invisible e inaccesible. Pero no se trata de “residuos y deformaciones”; se trata, al contrario, de adaptaciones regulares exigidas por las circunstancias de tiempos y lugares, es decir, en suma, por el hecho de que, según lo que enseña Seyîdî Mohyddìn ibn Arabia al comienzo de la segunda parte de El-Futûhâtu-l-Mekkiyah (‘Las revelaciones de la Meca’), cada profeta o revelador debía forzosamente emplear un lenguaje capaz de ser comprendido por aquellos a quienes se dirigía, y por lo tanto más especialmente apropiado a la mentalidad de tal pueblo o de tal época. Tal es la razón de la diversidad misma de las formas tradicionales, y esta diversidad trae aparejada, cómo consecuencia inmediata, la de las lenguas que deben servirles como medios de expresión respectivos; así, pues, todas las lenguas sagradas deben considerarse como verdaderamente obra de “inspirados”, sin lo cual no serían aptas para la función a que están esencialmente destinadas. En lo que respecta a la lengua primitiva, su origen debía ser “no humano”, como el de la tradición primordial misma; y toda lengua sagrada participa aún de ese carácter en cuanto es, por su estructura (el-mabâni) y su significación (el-ma’âni), un reflejo de aquella lengua primitiva. Esto puede, por lo demás, traducirse en diferentes formas, que no todos los casos tienen la misma importancia, pues la cuestión de adaptación interviene también aquí: tal es, por ejemplo, la forma simbólica de los signos empleados por la escritura (Esta forma puede, por lo demás, haber sufrido modificaciones correspondientes a readaptaciones tradicionales ulteriores, como ocurrió con el hebreo después de la cautividad de Babilonia; decimos que se trata de una readaptación, pues es inverosímil que la antigua escritura se haya perdido realmente en un corto periodo de setenta años, y es inclusive asombroso que esto pase generalmente inadvertido. Hechos del mismo género, en épocas más o menos alejadas, han debido producirse igualmente para otras escrituras, en particular para el alfabeto sánscrito y, en cierta medida, para los ideogramas chinos); tal es también, y más en particular para el hebreo y el árabe, la correspondencia de los números con las letras, y por consiguiente con las palabras compuestas por ellas. 88 SFCS LA CIENCIA DE LAS LETRAS (‘ILMU-L-HURÛF)
Para exponer el principio metafísico de la “ciencia de las letras” (en árabe ‘ilmu-l-hurûf), Seyîdî Mohyiddîn, en El-Futûhâtu-l-Mekkiyah, considera el universo como simbolizado por un libro: es el símbolo, bien conocido, del Liber Mundi de los Rosacruces, así como del Liber Vitae apocalíptico (Hemos tenido ya oportunidad de señalar la relación existente entre este simbolismo del “Libro de Vida” y el del “Árbol de Vida”: las hojas del árbol y los caracteres del libro representan igualmente todos los seres del universo (los “diez mil seres” de la tradición extremo-oriental)). Los caracteres de ese libro son, en principio, escritos todos simultánea e indivisiblemente por la “pluma divina” (el-Qâlamu-l-ilâhi); estas “letras trascendentes”, son las esencias eternas o ideas divinas; y, siendo toda letra a la vez un número, se advertirá el acuerdo de esta enseñanza con la doctrina pitagórica. Esas mismas “letras trascendentes”, que son todas las criaturas, después de haber sido condensadas principialmente en la omnisciencia divina, han descendido, por el soplo divino, a las líneas inferiores, para componer y formar el Universo manifestado. Se impone aquí la comparación con el papel que desempeñan igualmente las letras en la doctrina cosmogónica del Séfer Yetsiráh; la “ciencia de las letras” tiene, por lo demás, una importancia aproximadamente igual en la Cábala hebrea que en el esoterismo islámico (Es preciso además observar que el “Libro del Mundo” es a la vez el “Mensaje divino” (er-Risàlatu-l-ilâhîyah), arquetipo de todos los libros sagrados; las escrituras tradicionales no son sino traducciones de él en lenguaje humano. Esto está afirmado expresamente del Veda y del Corán; la idea del “Evangelio eterno” muestra también que esa misma concepción no es enteramente extraña al cristianismo, o que por lo menos no lo ha sido siempre). 90 SFCS LA CIENCIA DE LAS LETRAS (‘ILMU-L-HURÛF)
En el texto coránico que hemos reproducido como lema, se considera que el término es-saffât designa literalmente a los pájaros, pero a la vez se aplica simbólicamente a los ángeles (el-malá’-ikah); y así, el primer versículo significa la constitución de las jerarquías celestes o espirituales (La palabra saff, ‘orden, fila’, es de aquellas, por lo demás numerosas, en las cuales algunos han querido encontrar el origen de los términos sûfi y tasáwwuf; aunque esta derivación no parezca aceptable desde el punto de vista lingüístico, no por eso es menos verdadero que, al igual que muchas otras del mismo género, representa una de las ideas realmente contenidas en dichos términos, pues las “jerarquías espirituales” se identifican esencialmente con los grados de iniciación). El segundo versículo expresa la lucha de los ángeles con los demonios, de las potencias celestes contra las potencias infernales, es decir, la oposición entre estados superiores y estados inferiores (Esta oposición se traduce en todo ser por la de las dos tendencias, ascendente y descendente, llamadas sattva y tamas por la doctrina hindú. Es también lo que el mazdeísmo simboliza por el antagonismo de la luz y las tinieblas, personificadas respectivamente en Ormuzd y Ahrimán); es, en la tradición hindú, la lucha de los Deva contra los Asura, y también, según un simbolismo enteramente semejante al que estamos tratando aquí, la lucha del Gáruda contra el Nâga, en el cual encontramos, por lo demás, la serpiente o el dragón de que se ha hablado líneas antes; el Gáruda es el águila, y en otros casos está reemplazado por otras aves, como el ibis, la cigüeña, la garza, todos enemigos y destructores de los reptiles (Véanse, a este respecto, los notables trabajos de L. Charbonneau-Lassay sobre los símbolos animales de Cristo (cf. Le Bestiaire du Christ). Importa notar que la oposición simbólica del ave y la serpiente no se aplica sino cuando esta última está encarada según su aspecto maléfico; al contrario; según su aspecto benéfico, se une a veces al ave, como en la figura del Quetzalcóhuatl de las antiguas tradiciones americanas; por lo demás, también se encuentra en México el combate del águila contra la serpiente. Se puede recordar, para el caso de la asociación de la serpiente y el ave, el texto evangélico: “Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (San Mateo, X, 16)). Por último, en el tercer versículo se ve a los ángeles recitar el dhikr, lo cual, en la interpretación más habitual, se considera que indica la recitación del Corán, no, ciertamente, del Corán expresado en lenguaje humano, sino de su prototipo eterno inscripto en la “tabla guardada” (el-lawhu-1-mahfûz), que se extiende de los cielos a la tierra como la escala de Jacob, o sea a través de todos los grados de la Existencia universal (Sobre el simbolismo del Libro, al cual esto se refiere directamente, ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XIV). Análogamente, en la tradición hindú se dice que los Deva, en su lucha contra los Ásura, se protegieron (achhan dayan) por medio de la recitación de himnos del Veda y que por tal razón estos himnos recibieron el nombre de chhanda, palabra que designa propiamente el ‘ritmo’. La misma idea está, por lo demás, contenida en la palabra dhikr, que, en el esoterismo islámico, se aplica a fórmulas ritmadas correspondientes de modo exacto a los mantra hindúes, fórmulas cuya repetición tiene por objeto producir una armonización de los diversos elementos del ser y determinar vibraciones capaces, por su repercusión a través de la serie de estados, en jerarquía indefinida, de abrir una comunicación con los estados superiores, lo cual constituye por otra parte, de modo general, la razón de ser esencial y primordial de todos los ritos. 107 SFCS EL LENGUAJE DE LOS PÁJAROS
Nos vemos, pues, reconducidos, como se observará, a lo que decíamos al comienzo sobre el “lenguaje de los pájaros”, que podemos llamar también “lengua angélica”, y cuya imagen en el mundo humano es el lenguaje ritmado, pues sobre la “ciencia del ritmo” que comporta por lo demás múltiples aplicaciones, se basan en definitiva todos los medios que pueden utilizarse para entrar en comunicación con los estados superiores. Por eso una tradición islámica dice que Adán, en el Paraíso terrestre, hablaba en verso, en decir, en lenguaje ritmado; se trata de esa “lengua siríaca” (logah sûryâniyah) sobre la cual hemos hablado en nuestro precedente estudio sobre la “ciencia de las letras” ( (Véase supra, cap. VI)), y que debe considerarse como traducción directa de la “iluminación solar” y “angélica” tal como se manifiesta en el centro del estado humano. Por eso también los libros sagrados están escritos en lenguaje ritmado, lo cual, como se ve, hace de ellos otra cosa que los simples “poemas” en el sentido puramente profano del término que quiere ver el prejuicio antitradicional de los “críticos” modernos; y, por lo demás, la poesía no era originariamente esa vana “literatura” en que se ha convertido por una degradación cuya explicación ha de buscarse en la marcha descendente del ciclo humano, y tenía un verdadero carácter sagrado (Puede decirse, por otra parte, de manera general, que las artes y las ciencias no se han hecho profanas sino en virtud. de tal degradación, la cual las ha despojado de su carácter tradicional y, por consiguiente, de toda significación de orden superior; nos hemos explicado sobre este asunto en L’Ésotérisme de Dante, cap. II, y en La Crise du monde moderne, cap. IV. (Cf. también La Régne de la quantité et les signes des temps, cap. VIII)). Pueden encontrarse rastros de ello hasta en la antigüedad occidental clásica, en la cual la poesía era llamada aún “lengua de los Dioses”, expresión equivalente a las que hemos indicado, pues los “Dioses”, es decir los Deva (El sánscrito Deva y el latín Deus son una sola y misma palabra) son, como los ángeles, la representación de los estados superiores. En latín, los versos se llamaban carmina, designación referente a su uso en el cumplimiento de los ritos, pues la palabra carmen es idéntica al sánscrito karma, que debe tomarse aquí en su sentido particular de “acción ritual” (La palabra “poesía” deriva también del verbo griego poieîn, el cual tiene la misma significación que la raíz sánscrita kr. de donde proviene Karma, y que se encuentra también en el verbo latino creare entendido en su acepción primitiva; en el origen se trataba, pues, de algo muy distinto que de la simple producción de una obra artística o literaria, en el sentido profano, único que Aristóteles parece haber tenido presente al hablar de lo que él ha llamado “ciencias poéticas”); y el poeta mismo, intérprete de la “lengua sagrada” a través de la cual se transparentaba el Verbo divino, era el vates, palabra que lo caracterizaba como dotado de una inspiración en cierto modo profética. Más tarde, por otra degradación, el vates no fue sino un vulgar “adivino” (La palabra “adivino” misma no está menos desviada de su sentido, pues etimológicamente tiene relación directa con divinus, y significa entonces “intérprete de los dioses”. Los “arúspices” (de aves spicere, ‘observar las aves’) extraían presagios del vuelo y el canto de las aves, lo cual es de relacionar más especialmente con el “lenguaje de los pájaros”, entendido aquí en el sentido más material, pero identificado aun así con la “lengua de los dioses”, pues se consideraba que éstos manifestaban su voluntad por medio de tales presagios, y las aves desempeñaban entonces un papel de “mensajeros” análogo al que se atribuye generalmente a los ángeles (de donde su nombre mismo, pues es precisamente el sentido propio de la palabra griega ángelos), bien que tomado en un aspecto muy inferior); y el carmen (de donde la voz francesa charme, ‘encanto’), un “encantamiento”, es decir, una operación de baja magia; es éste otro ejemplo de que la magia, e incluso la hechicería, constituye lo que subsiste como último vestigio de las tradiciones desaparecidas” ( (Sobre este asunto de los orígenes de la magia y de la hechicería. véase infra, cap. XX, “Shet”, último párrafo)). 108 SFCS EL LENGUAJE DE LOS PÁJAROS
La representación más sencilla de la idea que acabamos de formular es el punto en el centro del círculo (fig. 1): el punto es el emblema del Principio, y el círculo el del Mundo. Es imposible asignar al empleo de esta figuración ningún origen en el tiempo, pues se la encuentra con frecuencia en objetos prehistóricos; sin duda, hay que ver en ella uno de los signos que se vinculan directamente con la tradición primordial. A veces, el punto está rodeado de varios círculos concéntricos, que parecen representar los diferentes estados o grados de la existencia manifestada, dispuestos jerárquicamente según su mayor o menor alejamiento del Principio primordial. El punto en el centro del círculo se ha tomado también, probablemente desde una época muy antigua, como una figura del sol, porque éste es verdaderamente, en el orden físico, el Centro o el “Corazón del Mundo”; y esa figura ha permanecido hasta nuestros días como signo astrológico y astronómico usual del sol. Quizá por esta razón los arqueólogos, dondequiera encuentran ese símbolo, pretenden asignarle una significación exclusivamente “solar”, cuando en realidad tiene un sentido mucho más vasto y profundo; olvidan o ignoran que el sol, desde el punto de vista de todas las tradiciones antiguas, no es él mismo sino un símbolo, el del verdadero “Centro del Mundo” que es el Principio divino. 120 SFCS LA IDEA DEL CENTRO EN LAS TRADICIONES ANTIGUAS
Hay además cierta conexión entre la rueda y diversos símbolos, florales ( (Véase cap. IX: “Las flores simbólicas” y L: “Los símbolos de la analogía”.)); habríamos podido hablar, inclusive, para ciertos casos al menos, de una verdadera equivalencia (Entre otros indicios de esta equivalencia, por lo que se refiere al Medioevo, hemos visto la rueda de ocho rayos y una flor de ocho pétalos figuradas una frente a otra en una misma piedra esculpida encastrada en la fachada de la antigua iglesia de Saint-Mexme de Chinon, piedra que data. muy probablemente de la época carolingia). Si se considera una flor simbólica como el loto, el lirio o la rosa (El lirio tiene seis pétalos; el loto, en las representaciones de tipo más corriente, tiene ocho; las dos formas corresponden, pues, a ruedas de seis y ocho rayos, respectivamente. En cuanto a la rosa, se la figura con número de pétalos variable, que puede modificar su significación o por lo. menos matizarla diversamente. Sobre el simbolismo de la rosa, véase el interesantísimo articulo de L. Charbonneau-Lassay (Reg., marzo de 1926)) su abrirse representa, entre otras cosas (pues se trata de símbolos de significaciones múltiples), y por una similitud bien comprensible, el desarrollo de la manifestación; ese abrirse es, por lo demás, una irradiación en torno del centro, pues también en este caso se trata de figuras “centradas”, y esto es lo que justifica su asimilación a la rueda (En la figura del crisma con rosa, de época merovingia, que ha sido reproducida por L. Charbonneau-Lassay (Reg., marzo de 1926, pág. 298), la rosa central tiene seis pétalos orientados según las ramas del crisma; además, éste está encerrado en un círculo, lo que hace aparecer del modo más neto posible su identidad con la rueda de seis rayos). En la tradición hindú, el Mundo se representa a veces en forma de un loto en cuyo centro se eleva el Meru, la Montaña sagrada que. simboliza al Polo. 126 SFCS LA IDEA DEL CENTRO EN LAS TRADICIONES ANTIGUAS
El svástika está lejos de ser un símbolo exclusivamente oriental, como a veces se cree; en realidad, es uno de los más generalmente difundidos, y se lo encuentra prácticamente en todas partes, desde el Extremo Oriente hasta el Extremo Occidente, pues existe inclusive entre ciertos pueblos indígenas de América del Norte. En la época actual, se ha conservado sobre todo en la India y en Asia central y oriental, y probablemente solo en estas regiones se sabe todavía lo que significa; sin embargo, ni aun en Europa misma ha desaparecido del todo (No aludimos aquí al uso enteramente artificial del svástika, especialmente por parte de ciertos grupos políticos alemanes, que han hecho de él con toda arbitrariedad un signo de antisemitismo, so pretexto de que ese emblema sería propio de la pretendida “raza aria”; todo esto es pura fantasía). En Lituania y Curlandia, los campesinos aún trazan ese signo en sus moradas; sin duda, ya no conocen su sentido y no ven en él sino una especie de talismán protector; pero lo que quizá es más curioso todavía es que le dan su nombre sánscrito de svástika (El lituano es, por lo demás, de todas las lenguas europeas, la que tiene más semejanza con el sánscrito). En la Antigüedad, encontramos ese signo particularmente entre los celtas y en la Grecia prehelénica (Existen diversas variantes del svástika, por ejemplo una forma de ramas curvas (con la apariencia de dos eses cruzadas), que hemos visto particularmente en una moneda gala. Por otra parte, ciertas figuras que no han conservado sino un carácter puramente decorativo, como aquella a la que se da el nombre de “greca”, derivan originariamente del svástika); y, aún en Occidente, como lo ha dicho L. Charbonneau-Lassay (Reg., marzo de 1926, págs. 302-303), fue antiguamente uno de los emblemas de Cristo y permaneció en uso como tal hasta fines del Medioevo. Como el punto en el centro del círculo y como la rueda, ese signo se remonta incontestablemente a las épocas prehistóricas; por nuestra parte, vemos en él, sin la menor duda, uno de los vestigios de la tradición primordial ( (Sobre el svástika, ver también infra, cap. XVII)). 133 SFCS LA IDEA DEL CENTRO EN LAS TRADICIONES ANTIGUAS
Todos los seres, que en todo lo que son dependen de su Principio, deben, consciente o inconscientemente, aspirar a retornar a él; esta tendencia al retorno hacia el Centro tiene también, en todas las tradiciones, su representación simbólica. Queremos referirnos a la orientación ritual, que es propiamente la dirección hacia un centro espiritual, imagen terrestre y sensible del verdadero “Centro del Mundo”; la orientación de las iglesias cristianas no es, en el fondo, sino un caso particular de ese simbolismo, y se refiere esencialmente a la misma idea, común a todas las religiones. En el Islam, esa orientación (qiblah) es como la materialización, si así puede decirse, de la intención (niyyah) por la cual todas las potencias del ser deben ser dirigidas hacia el Principio divino (La palabra “intención” debe tornarse aquí en su sentido estrictamente etimológico (de in-tendere, ‘tender hacia’)) ; y sería fácil encontrar muchos otros ejemplos. Mucho habría que decir sobre este asunto; sin duda tendremos algunas oportunidades de volver sobre él en la continuación de estos estudios ( (Véase Le Roi du Monde, cap. VIII)), y por eso nos contentamos, por el momento, con indicar de modo más breve el último aspecto del simbolismo del Centro. En resumen, el Centro es a la vez el principio y el fin de todas las cosas; es, según un simbolismo muy conocido, el alfa y el omega. Mejor aún, es el principio, el centro y el fin; y estos tres aspectos están representados por los tres elementos del monosílabo Aum en, al cual L. Charbonneau-Lassay había aludido como emblema de Cristo, y cuya asociación con el svástika entre los signos del monasterio de los Carmelitas de Loudun nos parece particularmente significativa ( (He aquí los términos de Charbonneau-Lassay: “…A fines del siglo XV, o en el XVI, un monje del monasterio de Loudun, fray Guyot, pobló los muros de la escalinata de su capilla con toda una serie de emblemas esotéricos de Jesucristo, algunos de los cuales, repetidos varias veces, son de origen oriental, como el Swástika y el Sauwástíka, el Aum y la Serpiente crucificada” (Reg., marzo de 1926))). En efecto, ese símbolo, mucho más completo que el alfa y el omega, y capaz de significaciones que podrían dar lugar a desarrollos casi indefinidos, es, por una de las concordancias más asombrosas que puedan encontrarse, común a la antigua tradición hindú y al esoterismo cristiano del Medioevo; y, en uno y otro caso, es igualmente y por excelencia un símbolo del Verbo, el cual es real y verdaderamente el “Centro del Mundo” ( (R. Guénon ya había tratado sobre el simbolismo del monosílabo Aum en L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XVI; después volvió en diferentes ocasiones sobre el tema, ante todo en Le Roi du Monde, cap. IV, Además, en esta misma compilación se alude a él en los caps. XIX: “El jeroglífico de Cáncer”, y XXII: “Algunos aspectos del simbolismo del Pez”)). 135 SFCS LA IDEA DEL CENTRO EN LAS TRADICIONES ANTIGUAS
Cuando la flor se considera como representación del desarrollo de la manifestación, hay también equivalencia entre ella y otros símbolos, entre los cuales ha de destacarse muy especialmente el de la rueda, que se encuentra prácticamente en todas partes, con número de rayos variables según las figuraciones, pero siempre con un valor simbólico particular de por sí. Los tipos más habituales son las ruedas de seis y de ocho rayos; la “ruedecilla” céltica, que se ha perpetuado, a través de casi todo el Medioevo occidental, se presenta en una u otra de estas formas; las mismas figuras, y sobre todo la segunda, se encuentran con gran frecuencia en los países orientales, particularmente en Caldea y Asiria, en la India y en Tíbet. Ahora bien; la rueda es siempre, ante todo, un símbolo del Mundo; en el lenguaje simbólico de la tradición hindú, se habla constantemente de la “rueda de las cosas” o de la “rueda de la vida”, lo que corresponde netamente a dicha significación; y las alusiones a la “rueda cósmica” no son menos frecuentes en la tradición extremo-oriental. Esto basta para establecer el estrecho parentesco de tales figuras con las flores simbólicas, cuyo abrirse es igualmente, además, una irradiación en torno del centro, ya que ellas son también figuras “centradas”; y sabido es que en la tradición hindú el Mundo se representa a veces en forma de un loto en cuyo centro se eleva el Meru, la “montaña polar”. Hay, por otra parte, correspondencias manifiestas, que refuerzan aún esa equivalencia, entre el número de pétalos de algunas de esas flores y el de los rayos de la rueda: así, el lirio tiene seis pétalos y el loto, en las representaciones de tipo más común, ocho, de modo que corresponden respectivamente a las ruedas de seis y de ocho rayos a que acabamos de referirnos (Hemos registrado, como ejemplo muy neto de tal equivalencia en el Medioevo, la rueda de ocho rayos y una flor de ocho pétalos figuradas una frente a otra en una misma piedra esculpida, encastrada en la fachada de la antigua iglesia de Saint-Mexme de Chinon, que data muy probablemente de la época carolingia. La rueda, además, se encuentra muy a menudo figurada en las iglesias románicas, y la misma roseta gótica, cuyo nombre la asimila a los símbolos florales, parece derivada de aquélla, de suerte que se vincularía así, por una filiación ininterrumpida, con la antigua “ruedecilla” céltica). En cuanto a la rosa, se la figura con número de pétalos variable; haremos notar solamente a este respecto que, de modo general, los números cinco y seis se refieren respectivamente al “microcosmo” y al “macrocosmo”; además, en el simbolismo alquímico, la rosa de cinco pétalos, situada en el centro de la cruz que representa el cuaternio de los elementos, es también, como lo hemos señalado en otro estudio, el símbolo de la “quintaesencia”, la cual, por lo demás, desempeña con respecto a la manifestación corporal un papel análogo al de Prákrti ( “La Théorie hindoue des cinq éléments” (É. T., agosto-septiembre de 1935)). Por último, mencionaremos aún el parentesco de las flores de seis pétalos y de la rueda de seis rayos con algunos otros símbolos no menos difundidos, tales como el del “crisma”, sobre el cual nos proponernos volver en otra oportunidad (L. Charbonneau-Lassay ha señalado la asociación entre la rosa y el crisma (Reg., número de marzo de 1926) en una figura de ese tipo que ha reproducido según un ladrillo merovingio; la rosa central tiene seis pétalos, orientados según las ramas del crisma; además, éste se halla encerrado en un círculo, lo cual muestra del modo más neto posible su identidad con la rueda de seis rayos. (Sobre este punto de simbólica, véase también cap. VIII: “La idea del Centro en las tradiciones antiguas”, L: “Los símbolos de la analogía”, y LXVII: “El ‘cuatro de cifra’”)). Por esta vez, nos bastará haber mostrado las dos similitudes más importantes de los símbolos florales: con la copa en cuanto se refieren a Prákrti, y con la rueda en cuanto se refieren a la manifestación cósmica; por otra parte, la relación entre estas dos significaciones es en suma una relación de principio a consecuencia, ya que Prákrti es la raíz misma de toda manifestación. 143 SFCS LAS FLORES SIMBOLICAS
Debe tenerse bien presente que la explicación así propuesta no es en absoluto incompatible con algunas otras, como la de P. Le Cour, quien referiría los tres recintos a los tres círculos de la existencia reconocidos por la tradición céltica; esos tres círculos, que con otra forma se encuentran también en el cristianismo, son, por otra parte, lo mismo que los “tres mundos” de la tradición hindú. En ésta, además, los círculos celestes se representan a veces como otros tantos recintos concéntricos que rodean al Meru, o sea a la Montaña sagrada que simboliza al “Polo” o al “Eje del Mundo”, y es ésta también una concordancia de lo más notable. Lejos de excluirse, las dos explicaciones se armonizan a la perfección, y hasta podría decirse que en cierto sentido coinciden, pues, si se trata de iniciación real, sus grados corresponden a otros tantos estados del ser, y estos estados son los que en todas las tradiciones se describen como mundos diferentes, pues debe tenerse muy en cuenta que la “localización” tiene carácter puramente simbólico. Hemos explicado ya, con motivo de Dante, que los cielos son propiamente “jerarquías espirituales”, es decir, grados de iniciación (L’Ésotérisme de Dante, cap. II), y va de suyo que se refieren al mismo tiempo a los grados de la Existencia universal, pues, como decíamos entonces (Ibid., cap. VI), en virtud de la analogía constitutiva del macrocosmo y del microcosmo, el proceso iniciático reproduce rigurosamente el proceso cosmogónico. Agregaremos que, de modo general, lo propio de toda interpretación verdaderamente iniciática es no ser jamás exclusiva, sino, al contrario, comprender sintéticamente en sí todas las demás interpretaciones posibles; por eso el simbolismo, con sus múltiples sentidos superpuestos, es el medio de expresión normal de toda verdadera enseñanza iniciática. 155 SFCS EL TRIPLE RECINTO DRUÍDICO
A este respecto, conviene señalar que entre las dos formas, circular y cuadrada, de la figura de los tres recintos existe un matiz importante de diferenciar: se refieren, respectivamente, al simbolismo del Paraíso terrestre y al de la Jerusalén celeste, según lo que hemos explicado en una de nuestras obras (Le Roi du Monde, cap. XI; sobre las relaciones entre el Paraíso terrestre y la Jerusalén celeste, véase también L’Ésotérisme de Dante, cap. VIII). En efecto, hay siempre analogía y correspondencia entre el comienzo y el fin de un ciclo cualquiera; pero, en el fin, el círculo se reemplaza por el cuadrado, y esto indica la realización de lo que los hermetistas designaban simbólicamente como la “cuadratura del círculo” (Esta cuadratura no puede obtenerse en el “devenir” o en el movimiento mismo del ciclo, puesto que expresa la fijación resultante del “paso al límite”, y, siendo todo movimiento cíclico propiamente indefinido, el límite no puede alcanzarse recorriendo sucesiva y analíticamente todos los puntos correspondientes a cada momento del desarrollo de la manifestación): la esfera, que representa el desarrollo de las posibilidades por expansión del punto primordial central, se transforma en un cubo cuando ese desarrollo ha concluido y el equilibrio final ha sido alcanzado por el ciclo que se considera (Sería fácil establecer aquí una relación con el símbolo masónico de la “piedra cúbica”, que se refiere igualmente a la idea de terminación y perfección, es decir, a la realización de la plenitud de las posibilidades implicadas en determinado estado. (Cf. cap. XLVIII: “Piedra negra y piedra cúbica”)). Para aplicar más particularmente estas observaciones a la cuestión que ahora nos ocupa, diremos que la forma circular debe representar el punto de partida de una tradición, tal como es el caso en lo que concierne a la Atlántida (Por otra parte, hay que dejar establecido que la tradición atlantea no es empero la tradición primordial para el presente Manvántara, y que no es sino secundaria con respecto a la tradición hiperbórea; solo relativamente se la puede tomar como punto de partida, en lo que concierne a determinado período, que no es sino una de las subdivisiones del Manvántara. (Manvántara: un ciclo total de “humanidad”, dividido en 4 períodos, según la tradición hindú. (N. del T).)), y la forma cuadrada, su punto terminal, correspondiente a la constitución de una forma tradicional derivada de aquélla. En el primer caso, el centro de la figura sería entonces la fuente de la doctrina, mientras que en el segundo sería más propiamente su depósito, teniendo en tal caso la autoridad espiritual un papel sobre todo de conservación; pero, naturalmente, el simbolismo de la “fuente de enseñanza” se aplica a uno y otro caso (La otra figura que hemos reproducido supra (fig. 8) se presenta a menudo también con forma circular: es entonces una de las variedades más habituales de la rueda, y esta rueda de ocho rayos es en cierto sentido un equivalente del loto de ocho pétalos, más propio de las tradiciones orientales, así como la rueda de seis rayos equivale al lirio de seis pétalos (véanse nuestros artículos sobre “Le Chrisme et le Coeur dans les anciennes marques corporatives” y “L’idée du Centre dans les traditions antiques”, en Reg., noviembre de 1925 y mayo de 1926 (en esta compilación, respectivamente, cap. L: “Los símbolos de la analogía”, y VIII, con el mismo título citado))). 157 SFCS EL TRIPLE RECINTO DRUÍDICO
Si consideramos, por ejemplo, la tradición hebrea, vemos que se habla, en el Sefer Yetsiráh, del “santo Palacio” o “Palacio interior”, que es el verdadero “Centro del Mundo”, en el sentido cosmogónico del término; y vemos también que ese “santo Palacio” tiene su imagen en el mundo humano por la residencia, en cierto lugar, de la Shejináh, que es la “presencia real” de la Divinidad (Ver nuestros artículos sobre “Le Coeur du Monde dans la Kabbale hébraïque” y “La Terre Sainte et le Coeur du Monde”, en la revista Reg., julio-agosto y septiembre-octubre de 1926. (Estos artículos habían sido retomados, por una parte, en Le Roi du Monde (1927), caps. III y VI, y por otra debían serlo de nuevo en Le Symbolisme de la Croix (1931), caps. IV y VII)). Para el pueblo de Israel, esa residencia de la Shejináh era el Tabernáculo (Mishkán), que por esa razón era considerado por él como el “Corazón del Mundo”, pues constituía efectivamente el centro espiritual de su propia tradición. Este centro, por lo demás, no fue al comienzo un lugar fijo; cuando se trata de un pueblo nómada, como era el caso, su centro espiritual debe desplazarse con él, aunque permaneciendo siempre en el corazón de ese desplazamiento. “La residencia de la Shejináh —dice P. Vuillaud— sólo se fijó el día en que se construyó el Templo, para el cual David había preparado el oro, la plata y todo cuanto era necesario a Salomón para dar cumplimiento a la obra (Es bien notar que las expresiones aquí empleadas evocan la asimilación, frecuentemente establecida, entre la construcción del Templo, encarada en su significación ideal, y la “Gran Obra” de los hermetistas). El Tabernáculo de la Santidad de Jehováh, la residencia de la Shejináh, es el Sanctasantórum que es el corazón del Templo, el cual es a su vez el centro de Sión (Jerusalén), como la santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la Tierra de Israel es el centro del mundo” (La Kabbale juive, t. I, pág. 509). Puede advertirse que hay aquí una serie de extensiones, dada gradualmente a la idea de centro en las aplicaciones que de ella se hacen sucesivamente, de suerte que la denominación de “Centro del Mundo” o de “Corazón del Mundo” es finalmente extendida a la Tierra de Israel en su totalidad, en tanto que considerada como la “Tierra Santa”; y ha de agregarse que, en el mismo respecto, recibe también, entre otras denominaciones, la de “Tierra de los Vivos”. Se habla de la “Tierra de los Vivos que comprende siete tierras”, y P. Vuillaud observa que “esta Tierra es Canaán, en la cual había siete pueblos” (La Kabbale, t. II, pág.116), lo cual es exacto en el sentido literal, aunque sea igualmente posible una interpretación simbólica. La expresión “Tierra de los Vivos” es exactamente sinónima de “morada de inmortalidad”, y la liturgia católica la aplica a la morada celeste de los elegidos, que estaba en efecto figurada por la Tierra Prometida, puesto que Israel, al penetrar en ésta, debía ver el fin de sus tribulaciones. Desde otro punto de vista más, la Tierra de Israel, en cuanto centro espiritual, era una imagen del Cielo, pues, según la tradición judía, “todo lo que los israelitas hacen en la tierra se cumple según los tipos de lo que ocurre en el mundo celeste” (Ibid., t. I, pág. 501). 165 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Lo que aquí se dice de los israelitas puede decirse igualmente de todos los pueblos poseedores de una tradición verdaderamente ortodoxa; y, en efecto, el pueblo de Israel no es el único que haya asimilado su país al “Corazón del Mundo” y lo haya considerado como una imagen del Cielo, ideas ambas que, por lo demás, no son en realidad sino una. El uso de idéntico simbolismo se encuentra entre otros pueblos que poseían igualmente una “Tierra Santa”, es decir, una región donde estaba establecido un centro espiritual dotado para ellos de un papel comparable al del Templo de Jerusalén para los hebreos. A este respecto ocurre con la “Tierra Santa” como con el “Ómphalos”, que era siempre la imagen visible del “Centro del Mundo” para el pueblo que habitaba la región donde estaba situado (Ver nuestro artículo sobre “Les pierres de foudre” (aquí, cap. XXV, “Las ‘piedras del rayo’”)). 166 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
La conclusión que debe sacarse de estas consideraciones es que hay tantas “Tierras’ Santas” particulares como formas tradicionales regulares existen, puesto que representan los centros espirituales que corresponden respectivamente a las diferentes formas; pero, si igual simbolismo se aplica uniformemente a todas esas “Tierras Santas”, ello se debe a que los centros espirituales tienen todos una constitución análoga, y a menudo hasta en muy precisos pormenores, porque son otras tantas imágenes de un mismo centro único y supremo, solo el cual es verdaderamente el “Centro del Mundo”, pero del cual aquéllos toman los atributos como participantes de su naturaleza por una comunicación directa, en la cual reside la ortodoxia tradicional, y como representantes efectivos de él, de una manera más o menos exterior, para tiempos y lugares determinados. En otros términos, existe una “Tierra Santa” por excelencia, prototipo de todas las otras, centro espiritual al cual todas las demás están subordinadas, sede de la tradición primordial, de la cual todas las tradiciones particulares derivan por adaptación a tales o cuales condiciones definidas de un pueblo o de una época. Esa “Tierra Santa” por excelencia es la “comarca suprema”, según el sentido del término sánscrito Paradeça, del cual los caldeos hicieron Pardés y los occidentales Paraíso; es, en efecto, el “Paraíso terrestre”, ciertamente punto de partida de toda tradición, que tiene en su centro la fuente única de donde parten los cuatro ríos que fluyen hacia los cuatro puntos cardinales (Esta fuente es idéntica a la “fuente de enseñanza” a la cual hemos tenido precedentemente oportunidad de hacer aquí mismo diferentes alusiones), y es a la vez “morada de inmortalidad”, como es fácil advertirlo refiriéndose a los primeros capítulos del Génesis (Por eso la “fuente de enseñanza” es al mismo tiempo la “fuente de juvencia” (fons iuventutis), porque quien bebe de ella se libera de la condición temporal; está, por otra parte, situada al pie del “Árbol de Vida” (ver nuestro estudio sobre “Le Langage secret de Dante et des Fidèles d’Amour’” en V. I., febrero de 1929) y sus aguas se identifican evidentemente con el “elixir de longevidad” de los hermetistas (la idea de “longevidad” tiene aquí la misma significación que en las tradiciones orientales) o al “elixir de inmortalidad”, de que se trata en todas partes bajo nombres diversos) 168 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Debemos añadir ahora que el simbolismo de la “Tierra Santa” tiene un doble sentido: ya se refiera al Centro supremo o a un centro subordinado, representa no solo a este centro mismo sino también, por una asociación por lo demás muy natural, a la tradición que de él emana o que en él se conserva, es decir, en el primer caso, a la tradición primordial, y en el segundo, a determinada forma de tradición particular (Analógicamente, desde el punto de vista cosmogónico el “Centro del Mundo” es el punto original de donde se profiere el Verbo creador, que es también el Verbo mismo). Este doble sentido se encuentra análogamente, y de modo muy neto, en el simbolismo del “Santo Graal”, que es a la vez un vaso (grasale) y un libro (gradale o graduale); este último aspecto designa manifiestamente la tradición, mientras que el primero concierne más directamente al estado correspondiente a la posesión efectiva de esa tradición, vale decir al “estado edénico”, si se trata de la tradición primordial; y quien ha llegado a tal estado está, por eso mismo, reintegrado al Pardés, de suerte que puede decirse que su morada se encuentra en adelante en el “Centro del Mundo” (Importa recordar, a este propósito, que en todas las tradiciones los lugares simbolizan esencialmente estados. Por otra parte, haremos notar que hay un parentesco evidente entre el simbolismo del vaso o la copa y el de la fuente, de que hemos tratado más arriba: se ha visto también que, entre los egipcios. el vaso era el jeroglífico del corazón, centro vital del ser. Recordemos, por último, lo que ya hemos señalado en otras ocasiones con referencia al vino como sustituto del soma védico y como símbolo de la doctrina oculta; en todo ello, con una u otra forma, se trata siempre del elixir de inmortalidad” y de la restauración del “estado primordial”) 170 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Para comprender bien de qué se trata, es menester distinguir entre los mantenedores de la tradición, cuya función es la de conservarla y transmitirla, y los que reciben solamente de ella, en mayor o menor grado, una comunicación y, podríamos decir, una participación. 172 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Así, pues, no todos los que participan de la tradición han llegado al mismo grado ni realizan las mismas funciones; inclusive sería preciso establecer una distinción entre ambas cosas, las cuales, aunque generalmente en cierta manera se corresponden, no son empero estrictamente solidarias, pues puede ocurrir que un hombre esté intelectualmente cualificado para recibir los grados más altos pero no sea apto por eso para cumplir todas las funciones en la organización iniciática. Aquí, solo debemos considerar las funciones; y, desde este punto de vista, diremos que los “guardianes” están en el límite del centro espiritual, tomado en su sentido más lato, o en el último recinto, aquel por el cual el centro está a la vez separado del “mundo exterior” y en relación con él. Por consiguiente, estos “guardianes” tienen una doble función: por una parte, son propiamente los defensores de la “Tierra Santa” en el sentido de que vedan el acceso a quienes no poseen las cualificaciones requeridas para penetrar, y constituyen lo que hemos llamado su “cobertura externa”, es decir, la ocultan a las miradas profanas; por otra parte, aseguran también así ciertas relaciones regulares con el exterior, según lo explicaremos en seguida. 174 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Es evidente que el papel de defensor es, para hablar el lenguaje de la tradición hindú, una función de kshátriya; y, precisamente, toda iniciación “caballeresca” está esencialmente adaptada a la naturaleza propia de los hombres que pertenecen a la casta guerrera, o sea la de los kshátriya. De ahí provienen los caracteres especiales de esta iniciación, el simbolismo particular de que hace uso, y especialmente la intervención de un elemento afectivo, designado muy explícitamente por el término “Amor”; nos hemos explicado suficientemente sobre este asunto para que sea innecesario detenernos más en él (Ver “Le Langage secret de Dante et des ‘Fidéles d’Amour’”, en V. I., febrero de 1929). Pero, en el caso de los Templarios, hay algo más que tomar en cuenta: aunque su iniciación haya sido esencialmente “caballeresca”, como convenía a su naturaleza y función, tenían un doble carácter, a la vez militar y religioso; y así debía ser si pertenecían, como tenemos buenas razones para creerlo, a los “guardianes” del Centro supremo, donde la autoridad espiritual y el poder temporal se reúnen en su principio común, y que comunica la marca de esta reunión a todo cuanto le está directamente vinculado. En el mundo occidental, donde lo espiritual toma la forma específicamente religiosa, los verdaderos “Guardianes de la Tierra Santa”, en tanto que tuvieron una existencia en cierto modo “oficial”, debían ser caballeros, pero caballeros que fuesen monjes a la vez; y, en efecto, eso precisamente fueron los Templarios. 175 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Esto nos lleva directamente a hablar del segundo papel de los “Guardianes” del Centro supremo, papel que consiste, decíamos, en asegurar ciertas relaciones exteriores y sobre todo, agregaremos, en mantener el vínculo entre la tradición primordial y las tradiciones secundarias derivadas. Para que pueda ser así, es menester que haya en cada forma tradicional una o varias organizaciones constituidas en esa misma forma, según todas las apariencias, pero compuestas por hombres conscientes de lo que está más allá de todas las formas, vale decir, de la doctrina única que es la fuente y esencia de todas las otras, y que no es sino la tradición primordial. 176 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
En el mundo de tradición judeocristiana, tal organización debía, naturalmente, tomar por símbolo el Templo de Salomón; éste, por lo demás, habiendo dejado de existir materialmente desde hacía mucho, no podría tener entonces sino una significación puramente ideal, como imagen del Centro supremo, tal cual lo es todo centro espiritual subordinado; y la etimología misma del nombre Jerusalén indica con harta claridad que ella no es sino una imagen visible de la misteriosa Salêm de Melquisedec. Si tal fue el carácter de los Templarios, para desempeñar el papel que les estaba asignado, y que concernía a una determinada tradición, la de Occidente, debían permanecer vinculados exteriormente con la forma de esta tradición; pero, a la vez, la conciencia interior de la verdadera unidad doctrinal debía hacerlos capaces de comunicar con los representantes de las otras tradiciones (Esto se refiere a lo que se ha llamado simbólicamente el “don de lenguas”; sobre este tema, remitiremos a nuestro artículo contenido en el número especial de V. I., dedicado a los Rosacruces (retomado en Aperçus sur l’Initiation, cap. XXXVII)): esto explica sus relaciones con ciertas organizaciones orientales, y sobre todo, como es natural, con aquellas que en otras partes desempeñaban un papel similar al de ellos. 177 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Esto no significa, empero, que todo vínculo haya sido cortado de una vez por todas; durante bastante tiempo pudieron haberse mantenido relaciones en cierta medida, pero solo de una manera oculta, por intermedio de organizaciones como la Fede Santa o los “Fieles de Amor”, como la “Massenie del Santo Graal”, y sin duda muchas otras, todas herederas del espíritu de la Orden del Temple, y en su mayoría vinculadas con ella por una filiación más o menos directa. Aquellos que conservaron vivo este espíritu y que inspiraron tales organizaciones sin constituirse nunca ellos mismos en ninguna agrupación definida, fueron aquellos a quienes se llamó, con un nombre esencialmente simbólico, los Rosacruces; pero llegó un día en que los Rosacruces mismos debieron abandonar Occidente, donde las condiciones se habían hecho tales que su acción no podía ejercerse ya, y, se dice, se retiraron entonces a Asia, reabsorbidos en cierto modo hacia el Centro supremo, del cual eran como una emanación. Para el mundo occidental, ya no hay “Tierra Santa” que guardar, puesto que el camino que a ella conduce se ha perdido ya enteramente; ¿cuánto tiempo todavía durará esta situación, y cabe siquiera esperar que la comunicación pueda ser restablecida tarde o temprano? Es ésta una pregunta a la cual no nos corresponde dar respuesta; aparte de que no queremos arriesgar ninguna predicción, la solución no depende sino de Occidente mismo, pues solo retornando a condiciones normales y recobrando el espíritu de su tradición, si le queda aún la posibilidad, podrá ver abrirse de nuevo la vía que conduce al “Centro del Mundo”. 179 SFCS LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA
Entre las localidades, a menudo difíciles de identificar, que desempeñan un papel en la leyenda del Santo Graal, algunos dan muy particular importancia a Glastonbury, que sería el lugar donde se estableció José de Arimatea después de su llegada a Gran Bretaña, y donde se han querido ver muchas otras cosas más, según diremos más adelante. Sin duda, hay en ello asimilaciones más o menos cuestionables, algunas de las cuales parecen implicar verdaderas confusiones; pero pudiera ser que para esas confusiones. mismas hubiese algunas razones no desprovistas de interés desde el punto de vista de la “geografía sagrada” y de las localizaciones sucesivas de ciertos centros tradicionales. Es lo que tenderían a indicar los singulares descubrimientos expuestos en una obra anónima recientemente publicada (A Guide to Glastonbury’s Temple of the Stars, its giant effigies described from air views, maps, and from “The High History of the Holy Graal” John M. Watkins, Londres), algunos de cuyos puntos impondrían quizá ciertas reservas —por ejemplo en lo que concierne a la interpretación de nombres de lugares cuyo origen es, con más verosimilitud, bastante reciente—, pero cuya parte esencial, con los mapas que la apoyan, difícilmente podría ser considerada como puramente fantasiosa. Glastonbury y la vecina región de Somerset habrían constituido, en época muy remota, que puede llamarse “prehistórica”, un inmenso “templo estelar” determinado por el trazado en el suelo de efigies gigantescas que representaban las constelaciones y estaban dispuestas en una figura circular, especie de imagen de la bóveda celeste proyectada en la superficie terrestre. Se trataría de un conjunto de trabajos que, en suma, recordarían a los de los antiguos mound-builders de América del Norte; la disposición natural de los ríos y las colinas, por otra parte, podría haber sugerido ese trazado, lo cual indicaría que el sitio no se eligió arbitrariamente, sino en virtud de cierta “predeterminación”; ello no quita que, para completar y perfeccionar ese diseño, haya sido necesario lo que llama el autor “un arte fundado en los principios de la geometría” (Esta expresión está visiblemente destinada, a dar a entender que la tradición a que pertenecía ese arte se ha continuado en lo que llegó a ser luego la tradición masónica). Si esas figuras han podido conservarse de modo de ser aún hoy reconocibles, se supone que ha de haber sido porque los monjes de Glastonbury, hasta la época de la Reforma, las conservaron cuidadosamente, lo que implica que debían haber mantenido el conocimiento de la tradición heredada de sus lejanos predecesores, los druidas, y sin duda otras aún anteriores a éstos, pues, si las deducciones sacadas de la posición de las constelaciones representadas son exactas, el origen de tales figuras se remontaría a cerca de tres mil años antes de la era cristiana (Parecería también, según diversos indicios, que los Templarios han tenido parte en esta conservación, lo que sería conforme a su supuesta conexión con los “Caballeros de la Tabla redonda” y al papel de “guardianes del Graal” que se les atribuye. Por otra parte, es de notar que los establecimientos del Temple parecen haber estado situados frecuentemente en la cercanía de lugares donde se encuentran monumentos megalíticos u otros vestigios prehistóricos, y acaso haya de verse en esto algo más que una simple coincidencia). 183 SFCS LA TIERRA DEL SOL
Dicho esto, importa destacar que el Zodiaco de Glastonbury presenta ciertas peculiaridades que, desde nuestro punto de vista, podrían considerarse como marcas de su “autenticidad”; en primer lugar, parece por cierto que está ausente el símbolo de Libra o la Balanza. Ahora bien; como lo hemos explicado en otro lugar (Ibid., cap. X), la Balanza celeste no fue siempre zodiacal, sino primeramente polar, pues ese nombre se aplicó primitivamente sea a la Osa Mayor, sea al conjunto de las Osas Mayor y Menor, constelaciones a cuyo simbolismo, por notable coincidencia, está directamente referido el nombre de Arturo. Cabría admitir que dicha figura, en cuyo centro, por lo demás, el Polo está señalado por una cabeza de serpiente manifiestamente referida al “Dragón celeste” (Cf. el Séfer Yetsiráh: “El Dragón está en medio del cielo como un rey en su trono”. La “sabiduría de la serpiente” a que el autor alude a este respecto, podría en cierto sentido identificarse aquí con la de los siete Rshi polares. Es también curioso que el dragón, entre los celtas, sea el símbolo del jefe, y que Arturo sea hijo de Úther Péndragon. (Rshi; cada uno de los antiguos sabios a quienes la tradición hindú atribuye la composición de los himnos védicos, por revelación directa. (N. del T))), deba ser retrotraída a un período anterior a la transferencia de la Balanza al Zodíaco; y, por otra parte, cosa que importa considerar especialmente, el símbolo de la Balanza polar está en relación con el nombre de Tula originariamente dado al centro hiperbóreo de la tradición primordial, centro del cual el “templo estelar” de que se trata fue sin duda una de las imágenes constituidas, en el curso de los tiempos, como sedes de poderes espirituales emanados o derivados más o menos directamente de esa misma tradición (Esto permite también comprender ciertas relaciones destacadas por el autor entre dicho simbolismo del Polo y el del “Paraíso terrestre”, sobre todo en cuanto a la presencia del árbol y la serpiente; en todo ello, en efecto, se trata siempre de la figuración del centro primordial, y los “tres vértices del triángulo” están también en relación con este simbolismo). 185 SFCS LA TIERRA DEL SOL
En el Zodíaco de Glastonbury, el signo de Acuario está representado, de modo bastante imprevisto, por un ave en la cual el autor cree, con razón, reconocer al Fénix, portadora de un objeto que no es sino la “copa de inmortalidad”, es decir, el Graal mismo; y la vinculación que a este respecto se ha establecido con el Gáruda hindú es ciertamente exacta (Ver nuestro estudio sobre El lenguaje de los pájaros (cap. VII de esta compilación). El signo de Acuario está representado habitualmente por Ganimedes, del cual es notoria la relación con la “ambrosía” por una parte y por la otra con el águila de Zeus, idéntica a Gáruda). Por otra parte, según la tradición árabe, el Ruj o Fénix no se posa jamás en tierra en otro lugar que la montaña de Qâf, o sea la “montaña polar”; y de esta misma “montaña polar”, designada con otros nombres, proviene en las tradiciones hindú y persa el soma, que se identifica con el ámrta, o “ambrosía”, bebida o alimento de inmortalidad (Ver Le Roi du Monde, cap. V y VI). 188 SFCS LA TIERRA DEL SOL
Muchos otros puntos merecerían seguramente retener nuestra atención, como por ejemplo la vinculación del nombre de “Somerset” con el del “país de los cimerios” y con diferentes nombres de pueblos, cuya similitud, muy probablemente, indica menos un parentesco de raza que una comunidad de tradición; pero esto nos llevaría demasiado lejos, y hemos dicho lo suficiente para mostrar la extensión de un campo de investigaciones casi enteramente inexplorado aún, y para dejar entrever las consecuencias que podrían sacarse en lo concerniente a los vínculos de tradiciones diversas entre sí y a su filiación común a partir de la tradición primordial. 190 SFCS LA TIERRA DEL SOL
Empero, A. M. Hocart se ve en dificultades para explicar la situación propia de cada casta (Les Castes, p. 55); y esta perplejidad, en el fondo, proviene únicamente del error que comete al considerar la casta real, es decir, la de los kshátriya, como la primera; partiendo, entonces, del este, no puede encontrar ningún orden regular de sucesión, y especialmente la situación de los brahmanes en el norte se hace por completo ininteligible. Al contrario, no hay dificultad ninguna si se observa el orden normal, es decir, si se comienza por la casta que es en realidad primera, la de los brahmanes; es menester, entonces, partir del norte y, girando en el sentido de la pradákshínâ (Pradákshinâ: en la tradición hindú, circunvolución ritual de izquierda a derecha. (N. del T)) se encuentran las cuatro castas en un orden sucesivo perfectamente regular; no resta, pues sino comprender de modo más completo las razones simbólicas de esa repartición según los puntos cardinales. 195 SFCS EL ZODIACO Y LOS PUNTOS CARDINALES
Según lo que acabamos de decir, se ve que la repartición de las castas en la ciudad sigue exactamente la marcha del ciclo anual, que normalmente comienza en el solsticio de invierno; cierto es que algunas tradiciones hacen principiar el año en otro punto solsticial o equinoccial, pero se trata entonces de formas tradicionales en relación más particular con ciertos períodos cíclicos secundarios; la cuestión no se plantea para la tradición hindú, que representa la continuación más directa de la tradición primordial y que además insiste muy especialmente en la división del ciclo anual en sus dos mitades, ascendente y descendente, las cuales se abren, respectivamente, en las dos “puertas” solsticiales de invierno y verano, punto de vista que puede llamarse propiamente fundamental a este respecto. Por otra parte, el norte, considerado como el punto más elevado (úttara) y correspondiente también al punto de partida de la tradición, conviene naturalmente a los brahmanes; los kshátriya se sitúan en el punto inmediato siguiente de la correspondencia cíclica, es decir, en el este, lado del sol levante; de la comparación de ambas posiciones, podría inferirse legítimamente que, mientras que el carácter del sacerdocio es “polar” el de la realeza es “solar”, lo cual se vería confirmado también por muchas otras consideraciones simbólicas; y quizá, incluso, ese carácter “solar” no deje de estar en relación con el hecho de que los Avatára (Avatâra: en la tradición hindú, descenso de un dios, que asume forma humana, para restaurar el orden cíclico; ver cap. XXII y cap. LVI, n. 3. (N. del T)) de los tiempos “históricos” procedan de la casta de los kshátriya. Los vaiçya, ubicados en el tercer lugar, se sitúan en el sur, y con ellos termina la sucesión de las castas de los “nacidos dos veces”; no queda para los çûdra sino el oeste, que en todas partes se considera como el lado de la oscuridad. 197 SFCS EL ZODIACO Y LOS PUNTOS CARDINALES
Si ahora nos remitimos a la descripción apocalíptica de la “Jerusalén celeste”, es fácil ver que su plano reproduce exactamente el del campamento de los hebreos, del que acabamos de hablar; y, a la vez, ese plano es también idéntico a la figura horoscópica cuadrada que mencionábamos antes. La ciudad, que en efecto está construida en cuadrado, tiene doce puertas, sobre las cuales están escritos los nombres de las doce tribus de Israel; y esas puertas se reparten de la misma manera en los cuatro lados: “tres puertas a oriente, tres a septentrión, tres a mediodía y tres a occidente”. Es evidente que las doce puertas corresponden igualmente a los doce signos del Zodiaco, y las cuatro puertas principales, o sea las situadas en el medio de los lados, a los signos solsticiales y equinocciales; y los doce aspectos del Sol referidos a cada uno de los signos, es decir, los doce Aditya de la tradición hindú, aparecen en la forma de los doce frutos del “Árbol de Vida”, que, situado en el centro de la ciudad, “da su fruto cada mes”, o sea precisamente según las posiciones sucesivas del Sol en el Zodiaco en el curso del ciclo anual. Por último, esta ciudad, que “desciende del cielo a la tierra”, representa a las claras, en una de sus significaciones por lo menos, la proyección del “arquetipo” celeste en la constitución de la ciudad terrestre; y creemos que cuanto acabamos de exponer muestra suficientemente que dicho “arquetipo” está simbolizado esencialmente por el Zodíaco. 200 SFCS EL ZODIACO Y LOS PUNTOS CARDINALES
Por otra parte, el triángulo y el cuadrado contienen ambos cuatro líneas de puntos; es de notar, aunque esto no tenga en suma sino importancia secundaria, y únicamente para destacar mejor las concordancias de diferentes ciencias tradicionales, que las cuatro líneas de puntos se encuentran también en las figuras de la geomancia, las cuales, además, por las combinaciones cuaternarias de 1 y 2, son en número de 16=42; y la geomancia, como su nombre lo indica, está en relación especial con la tierra, que, según la tradición extremo-oriental, tiene por símbolo la forma cuadrada ( (Cf. La Grande Triade, cap. III. Ver además, en esta compilación, el cap. XXXIX: “El simbolismo de la cúpula”, y los capítulos siguientes)). 211 SFCS LA TETRAKTYS Y EL “CUADRADO DE CUATRO”
Pero lo más notable es que el nombre mismo de la letra qâf es también, en la tradición árabe, el de la Montaña sagrada o polar (Algunos quieren identificar la montaña de Qâf con el Cáucaso (Qâfqâsîyah); si esta asimilación debiera tomarse literalmente, en el sentido geográfico actual, sería ciertamente errónea, pues no se compadecería en modo alguno con lo que se dice de la Montaña sagrada, que no se la puede alcanzar “ni por tierra ni por mar” (lâ bi-l-barr wa-lâ bi-l-bahr); pero ha de hacerse notar que el nombre de “Cáucaso” se aplicó antiguamente a diversas montañas situadas en muy diferentes regiones, lo que da a pensar que bien puede haber sido originariamente una de las designaciones de la Montaña sagrada, de la cual los otros Cáucasos serían solamente entonces otras tantas “localizaciones” secundarias); la pirámide, que es esencialmente una imagen de ésta, lleva, pues, así, por la letra o por el hacha que la sustituye, su propia designación de tal, como para no dejar subsistir duda alguna sobre la significación que conviene reconocerle tradicionalmente. Además, si el símbolo de la montaña o de la pirámide está referido al “Eje del Mundo”, su vértice, donde se sitúa dicha letra, se identifica más especialmente con el Polo mismo; pero qâf equivale numéricamente a maqâm (Qâf=100+1+80=181; maqâm=40+100+1+40=181. En hebreo, la misma equivalencia numérica existe entre qôph y maqôm; estas palabras, por lo demás, no difieren de sus correspondientes árabes sino por la sustitución de álif con vav, de lo cual existen muchos otros ejemplos (nâr y nûr, ‘àlam y ‘ôlam, etc); el total es entonces 186), lo que designa a ese punto como el “Lugar” por excelencia, es decir, el único punto que permanece fijo e invariable en todas las revoluciones del mundo. 219 SFCS UN JEROGLIFICO DEL POLO
Sabido es que, en su sentido superior, el color negro simboliza esencialmente el estado principial de no-manifestación, y que así ha de comprenderse, especialmente, el nombre de Krshna, ‘negro’, por oposición al de Arjuna, que significa ‘blanco’, representando el uno y el otro, respectivamente, lo no-manifestado y lo manifestado, lo inmortal y lo mortal, el “Sí mismo” y el “yo” Paramâtma y jîvâtma (Ver especialmente “Le blanc et le noir” (aquí cap. XLVII: “El blanco y el negro”). (El “Sí-mismo” (Âtmâ) es la designación que en la tradición hindú se da al inefable Principio en lo que podría llamarse su faz inmanente, y se lo puede encarar así según dos aspectos: el Paramâtmâ o “Âtmâ supremo” en cuanto reside unitariamente en la totalidad del universo manifestado compenetrándolo, y el jîvâtmâ o “Âtmâ viviente”, en cuanto reside en cada uno de los seres que componen ese universo; el autor trata especialmente estos puntos en L’homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. II, X, XI y passim. (N. del T))). Solo que cabe preguntarse cómo un símbolo de lo no-manifestado es aplicable a un pueblo o a un país; debemos reconocer que la relación no aparece clara a primera vista, pero sin embargo existe real y efectivamente en los casos de que se trata. Por lo demás, no ha de ser sin razón que el color negro, en varios de esos casos, esté referido más particularmente a las “caras” o a las “cabezas”, términos cuya significación simbólica hemos indicado en otra parte, en conexión con las ideas de “sumidad” o “cúspide” y de “principio” (Ver “La pierre angulaire” (aquí, cap. XLIII: “La piedra angular”)) 230 SFCS LOS “CABEZAS NEGRAS”
Para comprender de qué se trata, ha de recordarse que los pueblos de que acabamos de hablar son de aquellos que se consideran a sí mismos como ocupantes de una situación “central”; es muy conocida, en particular, la designación de la China como el “Reino del Centro” (Chung-kuo), así como el hecho de que Egipto era asimilado por sus habitantes al “Corazón del Mundo”. Esta situación “central” está, por lo demás, enteramente justificada desde el punto de vista simbólico, pues cada una de las comarcas a las cuales se atribuía era efectivamente sede del centro espiritual de una tradición, emanación e imagen del centro espiritual supremo y representante de él para aquellos que pertenecían a esa tradición particular, de suerte que era para ellos verdadera y efectivamente el “Centro del Mundo” (Ver La Grande Triade, cap. XVI). Pero el centro es, en razón de su carácter principial, lo que podría llamarse el “lugar” de la no-manifestación; como tal, el color negro, entendido en su sentido superior, le conviene realmente. Es preciso, por lo demás, notar que, al contrario, el color blanco conviene también al centro según otro respecto; queremos decir, en cuanto que es el punto de partida de una “irradiación” asimilada a la de la luz (Ver “Les septs rayons et l’arc-en-ciel” (aquí, cap. LVII: “Los siete rayos y el arco iris”)); podría decirse, pues, que el centro es “blanco” exteriormente y con respecto a la manifestación que de él procede, mientras que es “negro” interiormente y en sí mismo; y este último punto de vista es, naturalmente, el de los seres que, por una razón como la que acabamos de mencionar, se sitúan simbólicamente en el centro mismo. 231 SFCS LOS “CABEZAS NEGRAS”
Dicho esto, podemos volver a la interpretación “geométrica”, del grado de Compañero, acerca del cual lo que hemos explicado no es aún la parte más interesante en lo que atañe al simbolismo de la masonería operativa. En el catecismo que citábamos poco ha, se encuentra también esta especie de enigma: By letters four and science five, this G aright doth stand in a due art and proportion (No debemos dejar de mencionar, incidentalmente, que, en respuesta a la pregunta: “Who doth that G denote?” (who y no ya what, como antes, cuando se trataba de la Geometría), ese catecismo contiene la frase siguiente: “The Great Architect and contriver of the Universe, or He that was taken up to the Pinnacle of the Holy Temple”; se advertirá que “el Gran Arquitecto del Universo” es aquí identificado con Cristo (por lo tanto con el Logos), puesto él mismo en relación con el simbolismo de la “piedra angular”, entendido según el sentido que hemos explicado (aquí, cap. XLIII); el “pináculo del Templo” (y se notará la curiosa semejanza de la palabra “pináculo” con el hebreo pinnáh ‘ángulo’) es, naturalmente, la cúspide o punto más elevado y, como tal, equivale a lo que es la “clave de bóveda” (Keystone) en la Arch Masonry). Aquí, evidentemente, science five designa la “quinta ciencia” o sea la geometría; en cuanto a la significación de letters four, se podría, a primera vista, y por simetría, incurrir en la tentación de suponer un error y que haya de leerse letter, en singular, de suerte que se trataría de la “cuarta letra”, a saber, en el alfabeto griego, de la letra ?, interesante simbólicamente, en efecto, por su forma triangular; pero, como esta explicación tendría el gran defecto de no presentar ninguna relación inteligible con la letra G, es mucho más verosímil que se trate realmente de “cuatro letras”, y que la expresión, por lo demás anormal, de science five en lugar de fifth science haya sido puesta intencionalmente para hacer aún más enigmático el enunciado. Ahora, el punto que puede parecer más oscuro es éste: ¿por qué se habla de cuatro letras, o, si se trata siempre de la inicial de la palabra Geometry, por qué ha de ser cuadruplicada to stand aright in due art and proportion? La respuesta, que debe estar en relación con la posición “central” o “polar” de la letra G, no puede darse sino por medio del simbolismo operativo, y aquí, además, es donde aparece la necesidad de tomar dicha letra, según lo indicábamos poco antes, en su forma griega ?. En efecto, el conjunto de cuatro gammas colocados en ángulos rectos los unos con respecto a los otros forma el svástika, “símbolo, como lo es también la letra G, de la Estrella polar, que es a su vez el símbolo y, para el masón operativo, la sede efectiva del Sol central oculto del Universo, Iah” (En el articulo del Speculative Mason de donde se ha tomado esta cita, el svástika es inexactamente llamado gammádion, designación que, como lo hemos señalado varias veces, se aplicaba en realidad antiguamente a muy otras figuras (ver especialmente (aquí, cap. XLV) “El-Arkân”, donde hemos dado la reproducción), pero no por eso es menos verdad que el svástika, aun no habiendo recibido nunca dicho nombre, puede considerarse también como formado por la reunión de cuatro gammas, de modo que esta rectificación de terminologías en nada afecta a lo que aquí se dice), lo cual evidentemente está muy próximo al T’ai-yi de la tradición extremo-oriental (Agregaremos que el nombre divino Iah, que acaba de mencionarse, se pone más especialmente en relación con el primero de los tres Grandes Maestros en el séptimo grado de la masonería operativa). En el pasaje de La Grande Triade que recordábamos al comienzo, habíamos señalado la existencia, en el ritual operativo, de una muy estrecha relación entre la letra G y el svástika; empero por entonces no habíamos tenido conocimiento aún de las informaciones que, al hacer intervenir el gamma griego, tornan esa relación aún más directa y completan su explicación (Podría quizás objetarse que la documentación inédita dada por el Speculative Mason acerca del svástika proviene de Clement Stretton, y que éste fue, según se dice, el principal autor de una “restauración” de los rituales operativos en la cual ciertos elementos, perdidos a raíz de circunstancias que nunca han sido enteramente aclaradas, habrían sido reemplazados por otros tomados de los rituales especulativos, de cuya conformidad con lo que existía antiguamente no hay garantía; pero esta objeción no es válida en el presente caso, pues se trata precisamente de algo de lo cual no hay rastros en la masonería especulativa). Es bien señalar además que la parte quebrada de las ramas del svástika se considera aquí como representación de la Osa Mayor, vista en cuatro diferentes posiciones en el curso de su revolución en torno de la Estrella polar, a la que corresponde naturalmente el centro donde los gammas se reúnen, y que estas cuatro posiciones quedan relacionadas con los cuatro puntos cardinales y las cuatro estaciones; sabida es la importancia de la Osa Mayor en todas las tradiciones en que interviene el simbolismo polar (Ver igualmente La Grande Triade, cap. XXV, acerca de la “Ciudad de los Sauces” y de su representación simbólica por un moyo lleno de arroz). Si se piensa en que todo ello pertenece a un simbolismo que puede llamarse verdaderamente “ecuménico” y que por eso mismo indica un vínculo bastante directo con la tradición primordial, puede comprenderse sin esfuerzo por qué “la teoría polar ha sido siempre uno de los mayores secretos de los verdaderos maestros masones” (Puede ser de interés señalar que en la Cábala el yod se considera formado por la reunión de tres puntos, que representan las tres middôt (‘dimensiones’) supremas, dispuestas en escuadra; ésta, por otra parte, está vuelta en un sentido contrario al de la letra griega gamma, lo que podría corresponder a los dos opuestos sentidos de rotación del svástika). 237 SFCS LA LETRA G Y EL SVÁSTIKA
Desde el punto de vista según el cual el simbolismo de Jano se refiere al tiempo, cabe realizar una observación muy importante: entre el pasado que ya no es y el porvenir que no es aún, el verdadero rostro de Jano, el que mira al presente, no es, se dice, ninguno de los dos visibles. Ese tercer rostro, en efecto, es invisible, porque el presente, en la manifestación temporal, no es sino un instante inasequible (También por esta razón ciertas lenguas, como el hebreo y el árabe, no tienen forma verbal que corresponda al presente); pero, cuando se alcanza la elevación por encima de las condiciones de esta manifestación transitoria y contingente, el presente, al contrario, contiene toda realidad. El tercer rostro de Jano corresponde, en otro simbolismo —el de la tradición hindú—, al ojo frontal de Çiva, invisible también, puesto que no representado por ningún órgano corporal, que figura el “sentido de la eternidad”. Se dice que, una mirada de este tercer ojo reduce todo a cenizas, es decir que destruye toda manifestación; pero, cuando la sucesión se transmuta en simultaneidad, todas las cosas moran en el “eterno presente”, de modo que la destrucción aparente no es en verdad sino una “transformación” en el sentido más rigurosamente etimológico de la palabra. 246 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DE JANO
Es bien evidente, en efecto, que el “Señor de los tiempos” no puede estar por su parte sometido al tiempo, el cual tiene en él su principio, así como, según la enseñanza de Aristóteles, el primer motor de todas las cosas, o principio del movimiento universal, es necesariamente inmóvil. Es ciertamente el Verbo eterno aquel a quien los textos bíblicos designan a menudo como el “Antiguo de los Días”, el Padre de las edades o de los ciclos de existencia (éste es el sentido propio y primitivo de la palabra latina saeculum, así como del griego aión y del hebreo ‘olam, a los cuales traduce); e importa notar que la tradición hindú le da también el título de Purâna-Púrusha, cuyo significado es estrictamente equivalente. 248 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DE JANO
Volvamos ahora a la figuración que hemos tomado como punto de partida de estas observaciones: se ven en ella, decíamos, el cetro y la llave en las manos de Jano: lo mismo que la corona (que empero puede considerarse también como símbolo de potencia y elevación en el sentido más amplio, tanto en el orden espiritual como en el temporal, y que en este caso nos parece tener más bien tal acepción), el cetro es el emblema del poder real, y la llave, por su parte, lo es entonces, más especialmente, del poder sacerdotal. Debe señalarse que el cetro está a la izquierda de la figura, del lado del rostro masculino, y la llave a la derecha, del lado del rostro femenino; ahora bien; según el simbolismo empleado por la Cábala hebrea, a la derecha y a la izquierda corresponden respectivamente dos atributos divinos: la Misericordia (Hésed) y la Justicia (Dîn) (En el símbolo del árbol sefirótico, que representa el conjunto de dos atributos divinos, las dos “columnas” laterales son, respectivamente, las de la Misericordia y la Justicia; en la cúspide de la “columna del medio”, y dominando las dos “columnas” laterales, está la “Corona” (Kéter); la posición análoga de la corona de Jano, en nuestra figuración, con respecto a la llave y al cetro, nos parece dar lugar a una vinculación que justifica lo que acabamos de decir en cuanto a su significado: sería el poder principal, único y total, de que proceden los dos aspectos designados por los otros dos emblemas), las cuales convienen también, manifiestamente, a Cristo, y más especialmente cuando se considera su papel de Juez de los vivos y los muertos. Los árabes, realizando una distinción análoga en los atributos divinos y en los nombres que a ellos corresponden, dicen “Belleza” (Djemâl) y “Majestad” (Djelâl); y podría comprenderse así, con estas últimas designaciones, que los dos aspectos hayan sido representados por un rostro femenino y otro masculino, respectivamente (En Le Roi du Monde hemos explicado más completamente el simbolismo de la izquierda y la derecha, de la “mano de justicia” y la “mano de bendición”, señalado igualmente por diversos Padres de la Iglesia, San Agustín especialmente). En suma, la llave y el cetro, reemplazando aquí al conjunto de dos llaves, emblema quizá más habitual de Jano, no hacen sino poner aún más en claro uno de los sentidos de este emblema, que es el del doble poder procedente de un principio único: poder sacerdotal y poder real, reunidos, según la tradición judeocristiana, en la persona de Melquisedec, el cual, como dice San Pablo, es “hecho semejante al Hijo de Dios” (Epístola a los Hebreos, VII, 3). 249 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DE JANO
Acabamos de decir que Jano, con mayor frecuencia, porta dos llaves; son las de las dos puertas solsticiales, Ianua Caeli y Ianua Inferni, correspondientes respectivamente al solsticio de invierno y al de verano, es decir, a los dos puntos extremos del curso del sol en el ciclo anual; pues Jano, en cuanto “Señor de los tiempos” es el Iánitor (o ‘portero’) que abre y cierra ese ciclo. Por otra parte, era también el dios de la iniciación en los misterios: initiatio deriva de in-IRE, ‘entrar’ (lo que se vincula igualmente con el simbolismo de la “puerta”), y, según Cicerón, el nombre de Jano (Ianus) tiene la misma raíz que el verbo IRE, ‘ir’; esta raíz i- se encuentra, por lo demás, en sánscrito con el mismo sentido que en latín, y en esa lengua tiene entre sus derivados la palabra yâna, ‘vía’, cuya forma está singularmente próxima a la del nombre Ianus. “Yo soy la Vía”, decía Cristo (En la tradición extremo-oriental, la palabra Tao, cuyo significado literal también es “Vía”, sirve para designar al Principio supremo, y el carácter ideográfico que la representa está formado por los signos de la cabeza y los pies, equivalentes del alfa y el omega); ¿cabe ver aquí la posibilidad de otra vinculación? Lo que acabamos de decir parece apto para justificarlo; y mucho se erraría, cuando de simbolismo se trata, si no se tomaran en consideración ciertas similitudes verbales, cuyas razones son a menudo muy profundas, aunque desgraciadamente escapan a los filólogos modernos, que ignoran todo cuanto puede legítimamente llevar el nombre de “ciencia sagrada”. 250 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DE JANO
Como quiera que fuere, en tanto que Jano era considerado dios de la iniciación, sus dos llaves, una de oro y otra de plata, eran las de los “grandes misterios” y los “pequeños misterios” respectivamente; para utilizar otro lenguaje, equivalente, la llave de plata es la del “Paraíso terrestre”, y la de oro, la del “Paraíso celeste”. Esas mismas llaves eran uno de los atributos del pontificado supremo, al cual estaba esencialmente vinculada la función de “hierofante”; como la barca, que era también un símbolo de Jano (Esta barca de Jano podía navegar en los dos sentidos, hacia adelante o, hacia atrás, en correspondencia con los dos rostros de Jano mismo), han permanecido entre los principales emblemas del Papado; y las palabras evangélicas relativas al “poder de las llaves” están en perfecto acuerdo con las tradiciones antiguas, emanadas todas de la gran tradición primordial. Por otra parte, existe una relación bastante directa entre el sentido que acabamos de indicar y aquel según el cual la llave de oro representa el poder espiritual y la de plata el poder temporal (estando entonces esta última reemplazada a veces por el cetro, según habíamos visto) (El cetro y la llave están, por otra parte, en relaciones simbólicas con el “Eje del Mundo”): Dante, en efecto, asigna por funciones al Emperador y al Papa conducir la humanidad hacia el “Paraíso terrestre” y el “Paraíso celeste”, respectivamente (De Monarchia, III, 16. Damos la explicación de este pasaje de Dante en Autorité spirituelle et Pouvoir temporel). 251 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DE JANO
Además, en virtud de cierto simbolismo astronómico que parece haber sido común a todos los pueblos antiguos, hay también vínculos muy estrechos entre los dos sentidos según los cuales las llaves de Jano eran, sea las de las dos puertas solsticiales, sea las de los “grandes” y los “pequeños misterios” (Debemos recordar, de paso, aunque lo hayamos señalado ya en diversas oportunidades, que Jano tenía además otra función: era el dios de las corporaciones de artesanos o Collegia fabrorum, las cuales celebraban en su honor las dos fiestas solsticiales de invierno y de verano. Ulteriormente, esta costumbre se mantuvo en las corporaciones de constructores; pero, con el cristianismo, esas fiestas solsticiales se identificaron con las de los dos San Juan, el de invierno y el de verano (de donde la expresión “Logia de San Juan”, conservada hasta en la masonería moderna); es éste un ejemplo de la adaptación de los símbolos precristianos, harto a menudo desconocida o mal interpretada por los modernos). El simbolismo al cual aludimos es el del ciclo zodiacal, y no sin razón este ciclo, con sus dos mitades ascendente y descendente, que tienen sus respectivos puntos de partida en los solsticios de invierno y de verano, se encuentra figurado en el portal de tantas iglesias medievales (Esto se vincula manifiestamente con lo que indicábamos en la nota anterior acerca de las tradiciones conservadas por las corporaciones de constructores). Se ve aparecer aquí otra significación de las caras de Jano: él es el “Señor de las dos vías” a las cuales dan acceso las dos puertas solsticiales; esas dos vías, la de izquierda y la de derecha (pues se encuentra aquí ese otro simbolismo que señalábamos antes), representadas por los pitagóricos con la letra Y (Este antiguo símbolo se ha mantenido hasta época bastante reciente: lo hemos encontrado, en particular, en el pie de imprenta de Nicolas du Chemin, diseñado por Jean Cousin, en Le Champ fleuri de Geoffroy Tory (París, 1529), donde se lo designa con, el nombre de “letra pitagórica”; y también en el museo del Louvre, en diversos muebles del Renacimiento), y figuradas también, en forma exotérica, por el mito de Hércules entre la virtud y el vicio. Son las dos mismas vías que la tradición hindú, por su parte, designa como la “vía de los dioses” (deva-yâna) y la “vía de los antepasados” (pitr-yâna); y Ganeça, cuyo simbolismo tiene numerosos puntos de contacto con el de Jano, es igualmente el “Señor de las dos vías”, por consecuencia inmediata de su carácter de “Señor del Conocimiento”, lo que nos remite de nuevo a la idea de la iniciación en los misterios. Por último, esas dos vías son también, en cierto sentido, al igual que las puertas por las cuales se llega a ellas, la de los cielos y la de los infiernos (En los símbolos renacentistas que acabamos de mencionar, las dos vías se designan, en esta relación, como via arcta y via lata: ‘vía estrecha’ y ‘vía ancha’); y se notará que los dos lados a los cuales corresponden, la derecha y la izquierda, son igualmente aquellos en que se distribuyen respectivamente los elegidos y los condenados en las representaciones del Juicio final, lo cual también, por una coincidencia harto significativa, se encuentra con tanta frecuencia en el portal de las iglesias, y no en cualquier otra parte del edificio (A veces parece que lo que está referido a la derecha en ciertos casos lo esté a la izquierda en otros, e inversamente; ocurre, por otra parte, que esta contradicción no sea sino aparente, pues es preciso siempre buscar con respecto a qué se toma la derecha y la izquierda; cuando la contradicción es real, se explica por ciertas concepciones “cíclicas” bastante complejas, que influyen sobre las correspondencias de que se trata. Señalamos esto únicamente con el fin de no disimular una dificultad que debe tenerse en cuenta para interpretar correctamente un número considerable de símbolos (cf. La Grande Triade, cap. VII)). Tales representaciones, así como las del Zodíaco, expresan, según creemos, algo de absolutamente fundamental en la concepción de los constructores de catedrales, que se proponían dar a sus obras un carácter “pantacular” en el verdadero sentido del término (Debe escribirse “pantáculo” (pantaculum, literalmente ‘pequeño Todo’) y no “pentáculo”, como se hace harto a menudo; este error ortográfico ha hecho creer a algunos que la palabra tenía relación con el número 5 y debía considerarse sinónima de “pentagrama”), es decir, hacer de ellas como una especie de compendio sintético del Universo (Esta concepción, por lo demás, está implicada en cierto modo en el plano mismo de la catedral; pero, por el momento al menos, no podernos emprender la justificación de este aserto, la cual nos llevaría mucho más lejos). 252 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DE JANO
Siendo así, los dos “puntos de detención” del curso solar (es el sentido etimológico del vocablo “solsticio”) deben corresponder a los dos términos extremos de la manifestación, sea en su conjunto, sea en cada uno de los ciclos que la constituyen, ciclos que están en multitud indefinida y que no son sino los diferentes estados o grados de la Existencia universal. Si se aplica esto más particularmente a un ciclo de manifestación individual, tal como el de la existencia en el estado humano, podrá comprenderse fácilmente por qué las dos puertas solsticiales se designan tradicionalmente como “la puerta de los hombres” y la “puerta de los dioses”. La “puerta de los hombres”, correspondiente al solsticio de verano y al signo zodiacal de Cáncer, es la entrada en la manifestación individual; la “puerta de los dioses”, correspondiente al solsticio de invierno y al signo zodiacal de Capricornio, es la salida de esa misma manifestación y el paso a los estados superiores, ya que los “dioses” (los deva de la tradición hindú), al igual que los “ángeles”, según otra terminología, representan propiamente, desde el punto de vista metafísico, los estados supraindividuales del ser (Este punto está explicado más ampliamente en Les États multiples de l’Étre). 258 SFCS EL JEROGLIFICO DE CÁNCER
Además, este germen es doble en el signo de Cáncer, y sus dos partes idénticas se sitúan en posiciones inversas, representando por eso mismo dos términos complementarios: es el yang y el yín de la tradición extremo-oriental, donde el símbolo yin-yang que los reúne tiene precisamente forma análoga. Este símbolo, en cuanto representativo de las revoluciones cíclicas, cuyas fases están vinculadas con el predominio alternativo del yang y del yin, se halla en relación con otras figuras de gran importancia desde el punto de vista tradicional, como la del svástika, y también la de la doble espiral, que se refiere al simbolismo de los dos hemisferios. Éstos, el uno luminoso y el otro oscuro (yang, en su sentido original, es el lado de la luz, y yin el de la sombra), son las dos mitades del “Huevo del Mundo”, asimiladas respectivamente al Cielo y la Tierra (Estos dos hemisferios estaban figurados entre los griegos por los tocados redondos de los Dioscuros, que son las dos mitades del huevo de Leda, es decir, del huevo de cisne, que, como también el huevo de serpiente, representa el “Huevo del Mundo” (cf. el Hamsa (‘cisne’ o ‘ganso silvestre’) de la tradición hindú)). Son también, para cada ser, y siempre en virtud de la analogía entre “microcosmo” y “macrocosmo”, las dos mitades del Andrógino primordial, que generalmente se describe, de modo simbólico, como de forma esférica (Ver, por ejemplo, el discurso que Platón pone en el Banquete en boca de Aristófanes, cuyo valor simbólico, empero evidente, los comentarios modernos cometen el error de desconocer. Hemos desarrollado las consideraciones concernientes a esta forma esférica en Le Symbolisme de la Croix); esta forma esférica es la del ser completo que está en virtualidad en el germen originario, y que debe ser reconstituido en su plenitud efectiva al término del desarrollo cíclico individual. 261 SFCS EL JEROGLIFICO DE CÁNCER
De estas dos posiciones de la concha, que se encuentran en las dos mitades del símbolo de Cáncer, la primera corresponde a la figura del arca de Noé (o de Satyávrata en la tradición hindú), que puede representarse como la mitad inferior de una circunferencia, cerrada por su diámetro horizontal, en cuyo interior se contiene el punto en que se sintetizan todos los gérmenes en estado de completo repliegue (La semicircunferencia debe considerarse aquí como un equivalente morfológico del elemento espiral a que nos hemos referido antes; pero en éste se ve netamente el desarrollo efectuándose a partir del punto-germen inicial). La segunda posición está simbolizada por el arco iris que aparece “en la nube”, es decir, en la región de las Aguas superiores, en el momento que señala el restablecimiento del orden y la renovación de todas las cosas, mientras que el arca, durante el cataclismo, flotaba sobre el océano de las Aguas inferiores; es, pues, la mitad superior de la misma circunferencia; y la reunión de las dos figuras, mutuamente inversas y complementarias, forma una sola figura circular o cíclica completa, reconstitución de la forma esférica primordial: esta circunferencia es el corte vertical de la esfera, cuyo corte horizontal está representado por el recinto circular del Paraíso terrestre (Ver Le Roi du Monde, cap. XI. Esto tiene igualmente una relación con los misterios de la letra nûn del alfabeto árabe (cfr. cap. XXIII: “Los misterios de la letra Nûn”)). En el yin-yang extremo-oriental, se encuentran en la parte interior las dos semicircunferencias, pero desplazadas por un desdoblamiento del centro, que representa una polarización, la cual para cada estado de manifestación, es análoga a la de Sat o el Ser puro en Púrusha-Prákrti para la manifestación universal (Es una primera distinción o diferenciación, pero aún sin separación de los complementarios; a este estadio corresponde propiamente la constitución del Andrógino, mientras que, anteriormente a esa diferenciación, no puede hablarse sino de la “neutralidad” que es la del Ser puro (ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVIII)). 263 SFCS EL JEROGLIFICO DE CÁNCER
Dejemos establecido, ante todo, que namar en hebreo, como nimr en árabe, es propiamente el “animal moteado”, nombre común al tigre, la pantera y el leopardo; y puede decirse, aun ateniéndose al sentido más exterior, que estos animales representan adecuadamente, en efecto, al “cazador” que fue Nimrod según la Biblia. Pero además el tigre, encarado en un sentido no forzosamente desfavorable, es, como el oso en la tradición nórdica, un símbolo del kshátriya; y la fundación de Nínive y del imperio asirio por Nimrod parece ser, efectivamente, producto de una rebelión de los kshátriya contra la autoridad de la casta sacerdotal caldea. De ahí la relación legendaria establecida entre Nimrod y los Nefilîm u otros “gigantes” antediluvianos, que figuran también a los kshátriya en períodos anteriores; y de ahí, igualmente, que Nimrod haya quedado proverbialmente como imagen del poder temporal que se afirma independiente de la autoridad. espiritual. 272 SFCS SHET
Pero volvamos a los animales simbólicos del Set egipcio, entre los cuales está también el cocodrilo, lo que se explica de por sí, y el hipopótamo, en el cual algunos han querido ver el Behemôt del Libro de Job, y acaso no sin cierta razón, aunque esa palabra (plural de behemáh, en árabe bahîrnah) sea propiamente una designación colectiva de todos los grandes cuadrúpedos (La raíz baham o abham significa ‘ser mudo’ y también ‘estar oculto’; si el sentido general de Behemôt se vincula a la primera de estas dos ideas, la segunda puede evocar más especialmente al animal “que se oculta entre los juncos”; y aquí es también bastante curiosa la relación con el sentido de la otra raíz, satar, a que acabamos de referirnos). Pero otro animal que, aunque pueda parecer muy extraño, tiene aquí por lo menos tanta importancia como el hipopótamo es el asno, y más en especial el asno de pelo rojo (Todavía otra extraña semejanza lingüística: en árabe, “asno” se dice hímar (en hebreo: hemôr), y “rojo”, áhmar; el “asno rojo” sería, pues, como la “serpiente de bronce”, una especie de “pleonasmo” en simbolismo fónico), que estaba representado como una de las entidades más temibles entre todas las que el difunto debía encontrar en el curso de su viaje de ultratumba, o, lo que esotéricamente es lo mismo, el iniciado en el curso de sus pruebas; ¿no sería ésa, más bien que el hipopótamo, la “bestia escarlata” del Apocalipsis? (En la India, el asno es la montura simbólica de Mudêvî, el aspecto infernal de la Çakti). En todo caso, uno de los aspectos más tenebrosos de los misterios “tifónicos” era el culto del “dios de cabeza de asno”, al cual, según es sabido, se acusó a los primeros cristianos de adherirse (El papel del asno en la tradición evangélica, cuando el nacimiento de Cristo, y cuando su entrada en Jerusalén, puede parecer en contradicción con el carácter maléfico que se le atribuye en casi todas las demás tradiciones; y la “fiesta del asno” que se celebraba en el Medioevo no parece haber sido explicada jamás de manera satisfactoria; nos guardaremos muy bien de arriesgar la menor interpretación sobre este tema tan oscuro. (Los dos puntos tocados en esta nota fueron tratados mucho más tarde por el autor, en un artículo “Sobre la significación de las fiestas ‘carnavalescas’”, en É. T., diciembre de 1945, que constituye aquí el capítulo siguiente. Parecerá curioso, sin embargo, que, aun mencionando los puntos en cuestión, R. Guénon lo haya hecho la primera vez de manera tan cuidadosamente limitada. La explicación podría buscarse, en las razones circunstanciales, y muy especiales, que tuvo el autor de encarar el tema mismo de este artículo, en una época en que, por otra parte, respondía a ciertos ataques dirigidos contra él y su obra por varios colaboradores de la Revue internationale des Sociétés secrétes. Es un asunto muy complejo, y bien instructivo, por lo demás, acerca de las fuerzas que intervienen en este orden de cosas, pero del cual no podemos aquí sino hacer simple mención, sin insistir en ello. Podrá solamente advertirse que la frase siguiente del texto se refiere a la conservación en nuestros días de esos tenebrosos misterios “tifónicos”)); tenemos ciertas razones para creer que, en una u otra forma, ese culto se ha continuado hasta nuestros días, y algunos afirman, inclusive, que ha de durar hasta el fin del ciclo actual. 278 SFCS SHET
De este último punto, queremos sacar por lo menos una conclusión: al declinar una civilización, lo que persiste más tiempo es el lado más inferior de su tradición propia, el lado “mágico” particularmente, lo que contribuye, por otra parte, debido a las desviaciones a que da origen, a completar su ruina; es lo que, se dice, habría ocurrido con la Atlántida ( (Cfr. Le Régne de la quantité et les signes des temps, cap. XXXVIII: “De l’anti-tradition à la contre-tradition”, pág. 258 y n. 1)). Eso es también lo único cuyos residuos han subsistido en el caso de civilizaciones que han desaparecido enteramente; la comprobación es fácil para Egipto, Caldea, e incluso para el druidismo; y sin duda el “fetichismo” de los pueblos negros tiene origen análogo. Podría decirse que la hechicería está formada por vestigios de las civilizaciones muertas; ¿será por eso que la serpiente, en las épocas más recientes, no ha conservado casi sino su significación maléfica, y que el dragón, antiguo símbolo oriental del Verbo, no suscita ya sino ideas “diabólicas” en el espíritu de los modernos occidentales? ( (Cfr. ibid., cap. XXX: “Le renversement des symboles”, pág. 200)). 279 SFCS SHET
No es inútil citar aquí algunos ejemplos precisos, y mencionaremos ante todo, a este respecto, ciertas fiestas de carácter realmente extraño que se celebraran en el Medioevo: la “fiesta del asno”, en la cual este animal, cuyo simbolismo propiamente “satánico” es muy conocido en todas las tradiciones (Sería un error querer oponer a esto el papel desempeñado por el asno en la tradición evangélica, pues, en realidad, el buey y el asno, situados a una y otra parte de la cuna en el nacimiento de Cristo, simbolizan respectivamente el conjunto de las fuerzas benéficas y el de las fuerzas maléficas; ambos conjuntos se encuentran nuevamente, por lo demás, en la Crucifixión, bajo la forma del buen ladrón y el mal ladrón. Por otra parte, Cristo montado sobre un asno a su entrada en Jerusalén representa el triunfo sobre las fuerzas maléficas, triunfo cuya realización constituye propiamente la “Redención” misma. (En esta nota se encuentra la respuesta al primero de los dos puntos dejados en suspenso por el autor en una de las notas del cap. XX: Shet; la explicación del segundo punto se da en el cuerpo del artículo)), era introducido hasta en el coro mismo de la iglesia, donde ocupaba el sitio de honor y recibía las señales de veneración más extraordinarias; y la “fiesta de los locos” donde el bajo clero se entregaba a las peores inconveniencias, parodiando a la vez la jerarquía eclesiástica y la liturgia misma (Esos “locos” llevaban, por otra parte, un bonete con largas orejas, manifiestamente destinado a evocar la idea de una cabeza de asno, y este rasgo no es menos significativo desde el punto de vista en que nos hemos situado). ¿Cómo es posible explicar que semejantes cosas, cuyo carácter más evidente es incontestablemente el de parodia y aun de sacrilegio (El autor de la teoría a que aludimos reconoce ciertamente la existencia de esta parodia y sacrilegio, pero, refiriéndolas a su concepción de la “fiesta” en general, pretende hacer de ellos elementos característicos de lo “sagrado” mismo, lo que no solo es una paradoja algo excesiva, sino, hay que decirlo claramente, una pura y simple contradicción), hayan podido en una época como esa ser no solo toleradas, sino inclusive admitidas en cierto modo oficialmente? 284 SFCS SOBRE LA SIGNIFICACION DE LAS FIESTAS “CARNAVALESCAS”
En figura de pez, Vishnu, al final del Manvántara que precede al nuestro, se aparece a Satyávrata (Este nombre significa literalmente ‘consagrado a la verdad’; y esta idea de la ‘Verdad” se encuentra en la designación del Satya-Yuga, la primera de las cuatro edades en que se divide el Manvántara. Se puede notar también la similitud de la palabra Satya con el nombre Saturno, considerado precisamente en la antigüedad occidental como el regente de la “edad de oro”; y, en la tradición hindú, la esfera de Saturno se llama Satya-Loka), que, con el nombre de Vaivásvata (Nacido de Vivásvat, uno de los doce Aditya, que se consideraría como otras tantas formas del Sol, en correspondencia con los doce signos del Zodiaco, y de los cuales se dice que aparecerán simultáneamente al fin del ciclo. (Cf. Le Roi du Mondo, caps. IV y XI)), será el Manu o Legislador del ciclo actual. El dios le anuncia que el mundo va a ser destruido por las aguas, y le ordena construir el arca en la cual deberán encerrarse los gérmenes del mundo futuro; luego, siempre en forma de pez, guía él mismo el arca sobre las aguas durante el cataclismo; y esta representación del arca conducida por el pez divino es tanto más notable cuanto que se encuentra su equivalente en el simbolismo cristiano (L. Charbonneau-Lassay cita, en el estudio antes mencionado, “el ornamento pontifical decorado con figuras bordadas que envolvía los restos de un obispo lombardo del siglo VIII o IX, en el cual se veía una barca conducida por el pez, imagen de Cristo sosteniendo su Iglesia”. El arca ha sido considerada a menudo como una figura de la Iglesia, así como la barca (que fue antiguamente, junto con las llaves, uno de los emblemas de Jano; cf. Autorité spirituelle et Pouvoir temporel, cap. VIII); es, pues, ciertamente, la misma idea que encontramos expresada así en el simbolismo hindú y en el simbolismo cristiano). 294 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DEL PEZ
Como Vishnu en la India, e igualmente en forma de pez, el Oannes caldeo, que algunos han considerado expresamente como una figura de Cristo (Es interesante notar a este respecto que la cabeza de pez, tocado de los sacerdotes de Oannes, es también la mitra de los obispos cristianos), enseña también a los hombres la doctrina primordial: notable ejemplo de la unidad que existe entre las tradiciones en apariencia más diversas, y que permanecería inexplicable si no se admitiera su pertenencia a una fuente común. Parece, por lo demás, que el simbolismo de Oannes o de Dagon no es solo el del pez en general, sino que debe relacionarse más especialmente con el del delfín: éste, entre los griegos, estaba vinculado con el culto de Apolo (Esto explica la vinculación del simbolismo del delfín con la idea de la luz (cf. L. Charbonneau-Lassay, “Le Dauphin et le crustacé”, en Reg., número de enero de 1922, y Le Bestiaire du Christ, cap. XCVIII, V). Conviene señalar también el papel de salvador de náufragos atribuido por los antiguos al delfín, del cual la leyenda de Arión ofrece uno de los ejemplos más conocidos), y había dado nombre a Delfos; y es muy significativo que se reconociera formalmente la proveniencia hiperbórea de ese culto. Lo que da a pensar que cabe establecer tal vinculación (la cual no se encuentra netamente indicada, en cambio, en el caso de la manifestación de Vishnu) es sobre todo la conexión estrecha que existe entre el símbolo del delfín y el de la “Mujer del mar” (la Afrodita Anadiomene de los griegos) (No hay que confundir esta “Mujer del mar” con la sirena, aunque esté algunas veces representada en forma similar); precisamente, ésta se presenta, bajo nombres diversos (particularmente los de Ishtar, Atargatis y Derceto) como el páredro femenino de Oannes o de sus equivalentes, es decir, como figuración de un aspecto complementario del mismo principio (lo que la tradición hindú denominaría su çakti) (La Dea Syra es propiamente la “Diosa solar”, así como la Siria primitiva es la “Tierra del Sol”, según hemos explicado ya, pues su nombre es idéntico a Sûrya, designación sánscrita del Sol). Es la “Dama del Loto” (Ishtar, igual que Ester en hebreo, significa “loto” y también a veces “lirio”, dos flores que, en el simbolismo, a menudo se reemplazan mutuamente) (En hebreo, los nombres ‘Ester y Súshanáh (cuya inicial es la letra sîn) tienen la misma significación, y además son numéricamente equivalentes: su número común es 661 y, colocando delante de cada uno de ellos la letra he, signo del artículo, cuyo valor es 5, se obtiene 666, de lo cual algunos no han dejado de sacar conclusiones más o menos fantasiosas; por nuestra parte, no entendemos dar esta indicación sino a título de simple curiosidad), como la Kwan-yin extremo-oriental, que es igualmente, en una de sus formas, la “Diosa del fondo de los mares”. 297 SFCS ALGUNOS ASPECTOS DEL SIMBOLISMO DEL PEZ
La letra nûn, en el alfabeto árabe como en el hebreo, tiene por número de orden 14 y por valor numérico 50; pero además, en el árabe, ocupa un lugar más particularmente notable, el central del alfabeto, pues el número total de letras del alfabeto árabe es de 28, en lugar de 22 como en el hebreo. En cuanto a sus correspondencias simbólicas, esta letra es considerada sobre todo, en la tradición islámica, como representación de el-Hût, la ballena, lo que está además de acuerdo con el sentido original de la palabra nûn que la designa, y que significa también ‘pez’; y en razón de este significado, Seyyîdnâ Yûnus (el profeta Jonás) es denominado Dhû-n-Nûn (‘Señor del Pez’). Esto está, naturalmente, en relación con el simbolismo general del pez, y más en particular con ciertos aspectos que hemos considerado en el estudio precedente; especialmente, como veremos, con el del “pez-salvador”, ya sea éste el Matsya-avatâra de la tradición hindú o el Ikhthys de los primeros cristianos. La ballena, a este respecto, desempeña también el mismo papel que en otras partes desempeña el delfín, y, como éste, corresponde al signo zodiacal de Capricornio en cuanto puerta solsticial que da acceso a la “vía ascendente”; pero quizá con el Matsya-avatâra es más notable la similitud, como lo muestran las consideraciones derivadas de la forma de la letra nûn, sobre todo si se las relaciona con la historia bíblica del profeta Jonás. 302 SFCS LOS MISTERIOS DE LA LETRA NÛN
Conviene señalar que el simbolismo de la ballena no tiene solamente un aspecto “benéfico”, sino uno “maléfico” también, lo cual, aparte de las consideraciones de orden general sobre el doble sentido de los símbolos, se justifica más particularmente por su conexión con las dos formas: muerte y resurrección, bajo las cuales aparece todo cambio de estado según que se lo encare de un lado o del otro, es decir, con relación al estado antecedente o al estado consecuente. La caverna es a la vez un lugar de sepultura y un lugar de “resurrección”, y, en la historia de Jonás, la ballena desempeña precisamente este doble papel; por otra parte, ¿no podría decirse que el Matsya-avatâra mismo se presenta primero con la apariencia nefasta de anunciador de un cataclismo, antes de convertirse en el “salvador” de él? Por otra parte, el aspecto “maléfico” de la ballena se halla manifiestamente emparentado con el Leviatan hebreo (El Mákara hindú, que es también un monstruo marino, aunque tiene ante todo la significación “benéfica” vinculada al signo de Capricornio, cuyo lugar ocupa en el Zodiaco, no deja de tener en muchas de sus figuraciones rasgos que recuerdan el simbolismo “tifónico” del cocodrilo); pero está representado sobre todo, en la tradición árabe, por los “hijos de la ballena” (benât el-Hût), que, desde el punto de vista astrológico, equivalen a Râhu y Ketu (Nombre de dos Ásura (“demonios”) relacionados con los eclipses. (N. del T)) en la tradición hindú, especialmente en lo referente a los eclipses, y de quienes se dice “que se beberán el mar” el último día del ciclo, ese día en que “los astros se levantarán por Occidente y se pondrán por Oriente”. No podemos insistir más sobre este punto sin salirnos enteramente de nuestro tema; pero debemos al menos llamar la atención sobre el hecho de que aquí se encuentra otra relación inmediata más con el fin del ciclo y el cambio de estado consiguiente, pues ello es muy significativo y aporta una nueva confirmación de las precedentes consideraciones. 305 SFCS LOS MISTERIOS DE LA LETRA NÛN
Volvamos ahora a la forma de la letra nûn, que da lugar a una observación importante desde el punto de vista de las relaciones existentes entre los alfabetos de las diversas lenguas tradicionales: en el alfabeto sánscrito, la letra correspondiente, na, reducida a sus elementos geométricos fundamentales, se compone igualmente de una semicircunferencia y de un punto; pero aquí, estando la convexidad vuelta hacia lo alto, es la mitad superior de la circunferencia, y no ya su mitad inferior, como en el nûn árabe. Es, pues, la misma figura colocada en sentido inverso, o, para hablar con más exactitud, son dos figuras rigurosamente complementarias entre sí; en efecto, si se las reúne, los dos puntos centrales se confunden, naturalmente, y se tiene el círculo con el punto en el centro, figura del ciclo completo, que es a la vez el símbolo del Sol en el orden astrológico y el del oro en el orden alquímico (Se podrá recordar aquí el simbolismo del “Sol espiritual” y del “Embrión de Oro” (Hiranyagarbha) en la tradición hindú; además, según ciertas correspondencias, el nûn es la letra planetaria del Sol). Así como la semicircunferencia inferior es la figura del arca, la superior es la del arco iris, el cual es el análogo de aquélla en la acepción más estricta de la palabra, o sea con la aplicación del “sentido inverso”; son también las dos mitades del “Huevo del Mundo”, una “terrestre”, en las “aguas inferiores”, y otra “celeste”, en las “aguas superiores”; y la figura circular, que estaba completa al comienzo del ciclo, antes de la separación de esas dos mitades, debe reconstituirse al fin de él (Cf. Le Roi du Monde, cap. XI). Podría decirse, pues, que la reunión de las dos figuras de que se trata representa el cumplimiento del ciclo, por la unión de su comienzo y de su fin, tanto más cuanto que, si se las refiere más particularmente al simbolismo “solar”, la figura del na sánscrito corresponde al sol levante y la del nûn árabe al sol poniente. Por otra parte, la figura circular completa es habitualmente el símbolo del número 10, siendo 1 el centro y 9 la circunferencia; pero aquí, al obtenérsela por la unión de dos nûn, vale 2 X 50=100=102, lo que indica que dicha unión debe operarse en el “mundo intermedio”; ella, en efecto, es imposible en el mundo inferior, que es el dominio de la división y la “separatividad”, y, al contrario, es siempre existente en el mundo superior, donde está realizada de modo principial, permanente e inmutable, en el “eterno presente”. 306 SFCS LOS MISTERIOS DE LA LETRA NÛN
A estas ya largas observaciones, agregaremos solo unas palabras para señalar la relación con un asunto al cual hace poco se ha hecho alusión aquí mismo (F. Schuon, “Le Sacrifice”, en É.T., abril de 1938, pág. 137, n. 2. (El pasaje aludido dice: “…para volver a la India, hay razón de decir que la expansión de una tradición ortodoxa extranjera, el islamismo, parece indicar que el hinduismo no posee ya la plena vitalidad o actualidad de una tradición íntegramente conforme a las condiciones de una época cíclica determinada. Este encuentro del islamismo, que es la última posibilidad emanada de la tradición primordial, y del hinduismo, que es sin duda la rama más directa de ella, es por lo demás muy significativa y daría lugar a consideraciones harto complejas”)): lo que acabamos de decir en último lugar permite entrever que el cumplimiento del ciclo, tal como lo hemos encarado, debe guardar cierta correlación, en el orden histórico, con el encuentro de las dos formas tradicionales que corresponden a su comienzo y su fin, y que tienen respectivamente por lenguas sagradas el sánscrito y el árabe: la tradición hindú, en cuanto representa la herencia más directa de la Tradición primordial, y la tradición islámica, en cuanto “sello de la Profecía” y, por consiguiente, forma última de la ortodoxia tradicional en el actual ciclo. 307 SFCS LOS MISTERIOS DE LA LETRA NÛN
Entre los celtas, el jabalí y la osa simbolizaban respectivamente a los representantes de la autoridad espiritual y a los del poder temporal, es decir a las dos castas, los druidas y los caballeros, equivalentes, por lo menos originariamente y en sus atribuciones esenciales, a lo que son en la India las de los brahmanes y los kshátriya. Como lo hemos indicado en otro lugar (Autorité spirituelle et Pouvoir temporel, cap. I), este simbolismo, de origen netamente hiperbóreo, es una de las señales de la directa vinculación de la tradición céltica con la Tradición primordial del presente Manvántara, cualesquiera fueren, por lo demás, los otros elementos, provenientes de tradiciones anteriores pero ya secundarias y derivadas, que hayan podido venir a agregarse a esa corriente principal para reabsorberse en cierto modo en ella. Lo que queremos decir aquí es que la tradición céltica podría considerarse verosímilmente como uno de los “puntos de unión” de la tradición atlante con la hiperbórea, después del final del período secundario en que la tradición atlante representó la forma predominante y como el “sustituto” del centro original ya inaccesible para la humanidad ordinaria (Cf. Le Roi du Monde, cap, X, particularmente en lo que se refiere a las relaciones de la Tula hiperbórea y la Tula atlante (Tula era una de las designaciones primeras de los centros espirituales); ver también nuestro artículo “Atlantide et Hyperborée”, en V. I., octubre de 1929); y, también sobre este punto, el simbolismo que acabamos de mencionar puede aportar algunas indicaciones no carentes de interés. 311 SFCS EL JABALI Y LA OSA
Notemos ante todo la importancia dada igualmente al símbolo del jabalí en la tradición hindú, que a su vez procede directamente de la Tradición primordial y en el Veda afirma expresamente su propio origen hiperbóreo. El jabalí (varâha) no solo figura en ella, como es sabido, el tercero de los diez avatâra de Vishnu en el Manvántara actual, sino que además nuestro kalpa íntegro, es decir, todo el ciclo de manifestación de nuestro mundo, se designa como, el Çveta-varâha-kalpa, o sea el ‘ciclo del jabalí blanco’. Siendo así, y si se considera la analogía que existe necesariamente entre el ciclo mayor y los ciclos subordinados, es natural que la marca del kalpa, si es dado expresarse de este modo, se encuentre en el punto de partida del Manvântara; por eso la “tierra sagrada” polar, sede del centro espiritual primordial de este Manvántara, es denominada también Vârâhî o ‘tierra del jabalí’ (Ver también acerca de esto “Atlantide et Hyperborée”, cit. Allí hemos hecho notar que, al contrario de lo que parece haber creído Saint-Yves d’Alveydre, el nombre Várâhî no se aplica en modo alguno a Europa; a decir verdad, ésta nunca fue sino la “Tierra del Toro”, lo que se refiere a un período muy alejado de los orígenes). Por otra parte, ya que allí residía la autoridad espiritual primera, de la cual toda otra autoridad legítima del mismo orden no es sino una emanación, no menos natural resulta que los representantes de tal autoridad hayan recibido también el símbolo del jabalí como su signo distintivo y lo hayan mantenido en la sucesión del tiempo; por eso los druidas se designaban a sí mismos como “jabalíes”, aunque a la vez, ya que el simbolismo tiene siempre aspectos múltiples, pueda verse en ello, accesoriamente, una alusión al aislamiento en que los druidas se mantenían con respecto al mundo exterior, pues el jabalí se consideró siempre como el “solitario”; y ha de agregarse, por lo demás, que ese aislamiento mismo, realizado materialmente, entre los celtas como entre los hindúes, en forma de retiro en el bosque, no carece de relación con los caracteres de la “primordialidad”, un reflejo por lo menos de la cual ha debido mantenerse siempre en toda autoridad espiritual digna de la función que cumple. 312 SFCS EL JABALI Y LA OSA
Pero volvamos al nombre de la Vârâhî, que da lugar a observaciones particularmente importantes: se la considera como un aspecto de la Çakti (energía, aspecto “femenino”) de Vishnu, y mas especialmente en relación con su tercer avatâra, lo cual, dado el carácter “solar” del dios, muestra inmediatamente que ella es idéntica a la “tierra solar” o “Siria” primitiva, de que hemos hablado en otras oportunidades (Ver “La Ciencia de las letras” (aquí cap. VI) y “La Tierra del Sol” (aquí cap. XII)), y que es además una de las designaciones de la Tula hiperbórea, es decir, del centro espiritual primordial. Por otra parte, la raíz var-, para el nombre del jabalí, se encuentra en las lenguas nórdicas con la forma bor- (De ahí el inglés boar y también el alemán Eber); el exacto equivalente de Vârâhî es, pues, “Bórea”; y lo cierto es que el nombre habitual de “Hiperbórea” solo fue empleado por los griegos en una época en que habían perdido ya el sentido de esa antigua designación; valdría más, pues, pese al uso desde entonces prevaleciente, calificar a la tradición primordial, no de “hiperbórea”, sino simplemente de “bórea”, afirmando así sin equívoco su conexión con la “Bórea” o “tierra del jabalí”. 313 SFCS EL JABALI Y LA OSA
En lo que acabamos de decir, se ha podido notar la unión de los simbolismos “polar” y “solar”; pero, en lo que concierne propiamente al jabalí, importa el aspecto “polar” sobre todo; y ello resulta, por lo demás, de este hecho: el jabalí representaba antiguamente la constelación llamada más tarde la Osa Mayor (Recordaremos que esta constelación ha tenido además muchos otros nombres, entre otros el de La Balanza (Libra); pero estaría fuera de nuestro propósito ocuparnos ahora de ello). En esta sustitución de nombres hay una de las señales de lo que los celtas simbolizaban precisamente por la lucha del jabalí y la osa, es decir, la rebelión de los representantes del poder temporal contra la supremacía de la autoridad espiritual, con las diversas vicisitudes que de ello se siguieron en el curso de las épocas históricas sucesivas. Las primeras manifestaciones de esta rebelión, en efecto, se remontan mucho más lejos que la historia ordinariamente conocida, e inclusive más lejos que el comienzo del Kali-Yuga, en el cual adquirió su máxima extensión; por eso el nombre de bor pudo ser transferido del jabalí al oso (En inglés bear, en alemán Bär), y la “Bórea” misma, la “tierra del jabalí”, pudo convertirse luego, en un momento dado, en la “tierra del oso”, durante un período de predominio de los kshátriya al cual, según la tradición hindú, puso fin Páraçu Râma (Ya hemos tenido ocasión de señalar a este respecto que Fabre d’Olivet y sus seguidores, como Saint-Yves d’Alveydre, parecen haber cometido una confusión harto extraña entre Páraçu-Rârna y Râma-Chandra, o sea entre el sexto y el séptimo avatâra de Vishnu). 315 SFCS EL JABALI Y LA OSA
En la misma tradición, el nombre más común de la Osa Mayor es Sapta- Rksha; y la palabra sánscrita rksha es el nombre del oso, lingüísticamente idéntico al que se le da en otras lenguas: el céltico arth, el griego árktos, e inclusive el latín ursus. Empero, cabe preguntarse si es ése el sentido primero de la expresión Sapta-Rksha, o si más bien, en correspondencia con la sustitución a que acabamos de referirnos, no se trata de una especie de superposición de palabras etimológicamente distintas pero vinculadas y hasta identificadas por la aplicación de cierto simbolismo fónico. En efecto, rksha es también, de modo general, una estrella, es decir, en suma, una “luz” (archis, de la raíz arch- o ruch- ‘brillar’ o ‘iluminar’); y por otra parte el Sapta-Rksha es la morada simbólica de los siete Rshi, los cuales, aparte de que su nombre se refiere a la “visión” y por lo tanto a la luz, son además las siete “Luces” por las cuales se trasmitió al ciclo actual la Sabiduría de los ciclos anteriores (Se advertirá la persistencia de estas “siete Luces” en el simbolismo masónico: la presencia de un mismo número de personas que las representan es necesaria para la constitución de una logia “justa y perfecta”, así como para la validez de la transmisión iniciática. Señalemos también que las siete estrellas de que se habla al comienzo del Apocalipsis (1, 16 y 20) serían, según ciertas interpretaciones, las de la Osa Mayor). La vinculación así establecida entre el oso y la luz no constituye, por lo demás, un caso aislado en el simbolismo animalístico, pues se encuentra algo semejante para el lobo, tanto entre los celtas como entre los griegos (En griego, el lobo es lykos y la luz lykê; de ahí el epíteto, de doble sentido, del Apolo Licio), de donde resultó la atribución de ese animal al dios solar, Belen o Apolo. 316 SFCS EL JABALI Y LA OSA
Entre los griegos, la rebelión de los kshátriya se figuraba por la caza del jabalí de Calidón, la cual representa manifiestamente, por lo demás, una versión en que los kshátriya mismos expresan su pretensión de atribuirse una victoria definitiva, ya que matan. al jabalí; y Ateneo refiere, siguiendo a autores más antiguos, que ese jabalí de Calidón era blanco (Deipnosophistarum, IX, 13), lo que lo identifica con el Çveta-varâha de la tradición hindú (Apenas será necesario recordar que el blanco es también el color atribuido simbólicamente a la autoridad espiritual; y sabido es que los druidas, en particular, llevaban vestiduras blancas). No menos significativo, desde nuestro punto de vista, es que el primer golpe fue dado por Atalanta, la cual, se dice, había tenido por nodriza una osa; y este nombre podría indicar que la rebelión se inició, ya en la Atlántida misma, ya entre los herederos de su tradición por lo menos (Hay también otras vinculaciones curiosas a este respecto, en especial entre las manzanas de oro de que se trata en la leyenda de Atalanta y las del jardín de las Hespérides o “Doncellas del Occidente”, que eran también, como las Pléyades, hijas de Atlas). Por otra parte, el nombre de Calidón se encuentra de modo exacto en el de Caledonia, antiguo nombre de Escocia: aparte de toda cuestión de “localización” particular, es propiamente el país de los “kaldes” o celtas (Por otra parte, es probable que el nombre de los celtas, como el de los caldeos, que le es idéntico, no fuera originariamente el de un pueblo particular sino el de una casta sacerdotal que ejercía la autoridad espiritual entre pueblos diferentes); y el bosque de Calidón no difiere en realidad del de Brocelianda, cuyo nombre es también el mismo, aunque en forma algo modificada y precedido de la palabra bro- o bor-, es decir, el nombre del jabalí. 318 SFCS EL JABALI Y LA OSA
De las consideraciones que acabamos de formular parece desprenderse una conclusión acerca del papel respectivo de las dos corrientes que contribuyeron a formar la tradición céltica: en el origen, la autoridad espiritual y el poder temporal no estaban separados como funciones diferenciadas, sino unidos en su principio común, y se encuentra todavía un vestigio de esa unión en el nombre mismo de los druidas (dru-vid, ‘fuerza-sabiduría’, términos respectivamente simbolizados por la encina y el muérdago) (Ver Autorité spitituelle et Pouvoir temporel, cap. IV, donde hemos indicado la equivalencia de este simbolismo con el de la Esfinge); a tal título, y también en cuanto representaban más particularmente la autoridad espiritual, a la cual está reservada la parte superior de la doctrina, eran los verdaderos herederos de la tradición primordial, y el símbolo esencialmente “bóreo”, el del jabalí, les pertenecía propiamente. En cuanto a los caballeros, que tenían por símbolo el oso (o la osa de Atalanta), puede suponerse que la parte de la tradición más especialmente destinada a ellos incluía sobre todo los elementos procedentes de la tradición atlante; y esta distinción podría incluso, quizá, ayudar a explicar ciertos puntos más o menos enigmáticos en la historia ulterior de las tradiciones occidentales. 321 SFCS EL JABALI Y LA OSA
Los “betilos” son, pues, esencialmente piedras sagradas, pero no todas de origen celeste; empero, quizás es cierto que, por lo menos simbólicamente, la idea de “piedra caída del cielo” podría vinculárseles de algún modo. Lo que nos hace pensar que así hubo de ser es su relación con el misterioso lûz de la tradición hebrea; tal relación es segura para las “piedras negras”, que son efectivamente aerolitos, pero no debe ser limitada a este solo caso, pues se dice en el Génesis, con motivo del Beyt-el de Jacob, que el primer nombre de ese lugar era precisamente Lûz. Inclusive podemos recordar que el Graal había sido tallado, se decía, de una piedra también caída del cielo; y entre todos estos hechos hay relaciones muy estrechas, en las cuales sin embargo no insistiremos más, pues tales consideraciones arriesgarían llevarnos muy lejos de nuestro tema (Hemos dado desarrollos más amplios sobre la cuestión del lûz, así como sobre la del Ômphalos, en nuestro estudio sobre Le Roi du Monde). 329 SFCS LAS “PIEDRAS DEL RAYO”
En efecto, ya se trate de los “betilos” en general o de las “piedras negras” en particular, ni unos ni otras tienen en realidad nada en común con las “piedras del rayo”; y en este punto sobre todo la frase que citábamos al comienzo contiene una grave confusión, por lo demás muy naturalmente explicable. Uno está tentado de suponer, seguramente, que las “piedras del rayo” o “piedras del trueno” deben ser piedras caídas del cielo, aerolitos; y sin embargo no es así; jamás podría adivinarse lo que son sin haberlo aprendido de los campesinos que, por tradición oral, han conservado la memoria de ello. Los campesinos, por otra parte, cometen a su vez un error de interpretación, que muestra que el verdadero sentido de la tradición se les escapa, cuando creen que esas piedras han caído con el rayo o que son el rayo mismo. Dicen, en efecto, que el trueno cae de dos maneras: “en fuego” o “en piedra”; en el primer caso incendia, mientras que en el segundo solo rompe; pero ellos conocen muy bien las “piedras del trueno” y se equivocan solo al atribuirles, a causa de su denominación, un origen celeste que no tienen y que nunca han tenido. 330 SFCS LAS “PIEDRAS DEL RAYO”
Esto nos lleva naturalmente a recordar un punto que ya ha sido tratado: el hacha de piedra de Páraçu Râma y el martillo de piedra de Thor son una sola y misma arma (Ver el artículo P. Genty sobre “Thor et Purashu-Râma” en V. I., diciembre de 1928), y agregaremos que esta arma es el símbolo del rayo. Se ve también por esto que el simbolismo de las “piedras del rayo” es de origen hiperbóreo, es decir, se vincula a la más antigua de las tradiciones de la humanidad actual; a la que es verdaderamente la tradición primitiva para el presente Manvántara (Señalemos a este respecto que algunos, por una extraña confusión, hablan hoy de “Atlántida hiperbórea”; la Hiperbórea y la Atlántida son dos regiones distintas, como el norte y el oeste son dos puntos cardinales diferentes, y, en cuanto punto de partida de una tradición, la primera es muy anterior a la segunda. Estimamos tanto más necesario llamar la atención sobre este punto, cuanto que quienes cometen esa confusión han creído poder atribuírnosla, cuando va de suyo que no la hemos cometido jamás ni vernos siquiera en cuanto hemos escrito nada que pudiera dar el menor pretexto a semejante interpretación). 332 SFCS LAS “PIEDRAS DEL RAYO”
Hay inclusive, a este respecto, y en el propio Occidente moderno, otra vinculación realmente singular: Leibniz, en su Monadología, dice que “todas las mónadas creadas nacen, por así decirlo, por las fulguraciones continuas de la Divinidad de momento en momento”; asocia de este modo, conforme a la tradición que acabamos de recordar, el rayo (fulgur) a la idea de producción de los seres. Es probable que sus comentadores universitarios no lo hayan advertido jamás, así como tampoco han notado y no sin motivo que las teorías del mismo filósofo sobre el “animal” indestructible y “reducido en pequeño” después de la muerte estaban directamente inspiradas en la concepción hebrea del lûz como “núcleo de inmortalidad” (Otro punto que no podemos sino indicar de paso es el que vajra significa a la vez ‘rayo’ y ‘diamante’; esto llevaría también a considerar muchos otros aspectos del asunto, que no pretendemos tratar completamente aquí (véase infra, caps. XXVI, XXVII y LII)). 334 SFCS LAS “PIEDRAS DEL RAYO”
Por el momento, nos limitaremos a mencionar más especialmente, a ese respecto, la atribución de la flecha a Apolo: sabido es, en particular, que por medio de sus flechas mata aquél a la serpiente Pitón, como, en la tradición védica, Indra mata a Ahi o Vrtra, análogo de Pitón, por medio del vajra que representa al rayo; y esta vinculación no deja duda alguna sobre la equivalencia simbólica original de las dos armas. Recordaremos también la “flecha de oro” de Abaris o de Zalmoxis, de que se trata en la historia de Pitágoras; y aquí se ve más claramente aún que ese simbolismo se refiere expresamente al Apolo hiperbóreo, lo que establece precisamente el vínculo entre su aspecto solar y su aspecto polar (A este respecto, señalemos también, de paso, que el “muslo de oro” de Pitágoras, que lo hace aparecer en cierto modo como una manifestación del mismo Apolo hiperbóreo, se refiere al simbolismo de la montaña polar y al de la Osa Mayor. Por otra parte, la serpiente Pitón está en conexión especial con Delfos, llamado antiguamente Pytho, santuario del Apolo hiperbóreo; de ahí la designación de la Pitia, así como el nombre mismo de Pitágoras, que es en realidad un nombre de Apolo: ‘el que conduce a la Pitia’, es decir, el inspirador de sus oráculos). 340 SFCS LAS ARMAS SIMBÓLICAS
Para volver al rayo, se lo considera, según lo hemos indicado ya (Ver “Les pierres de foudre” (aquí cap. XXV; “Las ‘piedras del rayo’”)), como representante de un doble poder, de producción y destrucción; puede decirse, si se quiere, poder de vida y muerte, pero, si se lo entendiera solo en el sentido literal, no sería sino una aplicación particular de aquello de que en realidad se trata (En conexión con la observación antes formulada acerca de las armas respectivas de Apolo e Indra, haremos notar que, como el rayo, el rayo solar también se considera vivificador o aniquilador, según los casos. Recordaremos además que la lanza de la leyenda del Graal, como la lanza de Aquiles, con la cual la hemos relacionado ya a este respecto, tenía el doble poder de infligir heridas y de curarlas). De hecho, es la fuerza que produce todas las “condensaciones” y “disipaciones”, que son referidas por la tradición extremo-oriental a la acción alterna de los dos principios complementarios, yin y yang, y que corresponden igualmente a las dos fases de “expir” y “aspir” universales ( (Ver también La Grande Triade, cap. VI)); es lo que la doctrina hermética, por su parte, llama “coagulación” y “solución” respectivamente (Es también lo que el lenguaje. de los antiguos filósofos griegos designaba con los términos de “generación” y “corrupción” (ibid)) y la doble acción de esa fuerza está simbolizada por los dos extremos opuestos del vajra en cuanto arma “fulgurante”, mientras que el diamante representa a las claras su esencia única e indivisible. 345 SFCS LAS ARMAS SIMBÓLICAS
Es costumbre, en el mundo occidental, considerar al islamismo, como una tradición esencialmente guerrera y, por consiguiente, cuando se trata en particular del sable o la espada (es-sayf), tomar esta palabra únicamente en su sentido literal, sin siquiera pensar en preguntarse si no hay en ella, en realidad, alguna otra cosa. Es incontestable, por otra parte, que existe en el islamismo un aspecto guerrero, y también que, lejos de constituir un carácter particular del Islam, se lo encuentra también en la mayoría de las demás tradiciones, incluido el cristianismo. Aun sin traer a colación lo que Cristo mismo ha dicho: “No vengo a traer paz, sino espada” (San Mateo, X, 34), lo que en suma puede entenderse figurativamente, la historia de la Cristiandad en el Medioevo, es decir, en la época en que tuvo su realización efectiva en las instituciones sociales, da pruebas ampliamente suficientes; y, por otra parte, la misma tradición hindú, que por cierto no podría considerarse especialmente guerrera, ya que más bien tiende a reprochársele en general conceder poco, lugar a la acción, contiene empero también ese aspecto, como puede advertirse leyendo la Bhâgavad-Gîtâ. A menos de estar cegado por ciertos prejuicios, es fácil comprender que sea así, pues, en el dominio social, la guerra, en cuanto dirigida contra aquellos que perturban el orden y destinada a reducirlos a él, constituye una función legítima, que en el fondo no es sino uno de los aspectos de la función de “justicia” entendida en su acepción más general. Empero, no es éste sino el lado más exterior de las cosas, y por ende el menos esencial: desde el punto de vista tradicional, lo que da a la guerra así comprendida todo su valor es que simboliza la lucha que el hombre debe llevar contra los enemigos que porta en sí mismo, es decir, contra todos los elementos que en él son contrarios al orden y a la unidad. En ambos casos, por lo demás, ya se trate del orden exterior y social o del orden interior y espiritual, la guerra debe tender siempre igualmente a establecer el equilibrio y la armonía (por eso pertenece propiamente a la “justicia”) y a unificar así en cierto modo la multiplicidad de los elementos en mutua oposición. Esto equivale a decir que su conclusión normal —y, en definitiva, su única razón de ser— es la paz (es-salâm), la cual no puede obtenerse sino por sumisión a la voluntad divina (el-islâm), poniendo en su lugar cada uno de los elementos para hacerlos concurrir todos a la realización consciente de un mismo plan; y apenas será necesario destacar cuán estrechamente emparentados están en lengua árabe esos dos términos: es-salâm y es-islâm (Hemos desarrollado más ampliamente estas consideraciones en Le Symbolisme de la Croix cap. VIII). 351 SFCS SAYFU-L-ISLÂM
En la tradición islámica, esos dos sentidos de la guerra así como la relación que existe realmente entre ellos, están expresados del modo más neto por un hadîth (Dicho o sentencia atribuido al Profeta, por tradición, basada en un testimonio directo verificado según ciertas normas, y dotado de la misma autoridad que el Corán para aclarar o suplir puntos no especificados en este Libro. (N. del T)) del Profeta: “Hemos vuelto de la pequeña guerra santa a la gran guerra santa” (Radjâna min el-djihâdi-l-ásgar ila-l-djihâdi-l-ákbar). Si la guerra exterior, pues, no es sino la “pequeña guerra santa” (Por otra parte, debe entenderse que no lo es cuando no está determinada por motivos de orden tradicional; toda otra guerra es harb y no djihâd), mientras que la guerra interior es la “gran guerra santa”, ocurre por consiguiente que la primera no tiene sino importancia secundaria con respecto a la segunda, de la cual es solo una imagen sensible; va de suyo que, en tales condiciones, todo lo que sirve para la guerra exterior puede tomarse como símbolo de lo que concierne a la guerra interior (Naturalmente, esto ya no sería verdadero para el instrumental de las guerras modernas, aunque más no fuera por su carácter “mecánico”, incompatible con todo verdadero simbolismo; por una razón similar, el ejercicio de los oficios mecánicos no puede servir de base para un desarrollo de orden espiritual), como es en particular el caso de la espada. 352 SFCS SAYFU-L-ISLÂM
La espada de madera se remonta, por lo demás, en el simbolismo tradicional, a un pasado muy remoto, pues en la India es uno de los objetos que figuraban en el sacrificio védico (Ver A. K. Coomaraswamy, “Le Symbolisme de l’épée”, en É.T., número de enero de 1938; tomamos de este artículo la cita que sigue); esa espada (sphya), el poste sacrificial, el carro (o más precisamente su elemento esencial, el eje) y la flecha se consideran nacidos del vajra o rayo de Indra: “Cuando Indra lanzó el rayo sobre Vrtra, aquél, así lanzado, se hizo cuádruple… Los brahmanes se sirven de dos de esas cuatro formas durante el sacrificio, mientras que los kshátriya se sirven de las otras dos en la batalla…” (La función de los brahmanes y la de los kshátriya pueden ser referidas, respectivamente, a la guerra interior y a la exterior, o, según la terminología islámica, a la “gran guerra santa” y a la “pequeña guerra santa”) Cuando el sacrificador blande la espada de madera, es el rayo que lanza contra el enemigo…” (Çátapatha-Bràhmana, 1, 2, 4) La relación de esta espada con el vajra debe notarse particularmente en razón de lo que sigue; y agregaremos a este respecto que la espada se asimila generalmente al relámpago o se considera como derivada de éste (En Japón, particularmente, según la tradición shintoísta, “la espada se deriva de un relámpago arquetipo, de la cual es descendencia o hipóstasis” (A. K. Coomaraswamy, ibid)), lo que se representa de modo sensible por la forma muy conocida de la “espada flamígera”, aparte de otras significaciones que ésta pueda igualmente tener a la vez, pues debe quedar bien claro que todo verdadero simbolismo encierra siempre una pluralidad de sentidos, los cuales, muy lejos de excluirse o contradecirse, se armonizan, al contrario, y se complementan entre sí. 354 SFCS SAYFU-L-ISLÂM
Para volver a la espada del jatîb, diremos que simboliza ante todo el poder de la palabra, lo que por lo demás debería ser harto evidente, tanto más cuanto que es una significación muy generalmente atribuida a la espada y no ajena a la tradición cristiana tampoco, como lo muestran claramente estos textos apocalípticos: “Y tenía en la mano derecha siete estrellas, y de su boca salía una espada de dos filos aguda, y su semblante como el sol cuando resplandece con toda su fuerza” (Apocalipsis, I. 16. Se observará aquí la reunión del simbolismo polar (las siete estrellas de la Osa Mayor, o del Sapta-Rksha de la tradición hindú) con el simbolismo solar, que hemos de encontrar igualmente en la significación tradicional de la espada). “Y de su boca (Se trata de “el que estaba montado en el caballo blanco”, el Kalkiavatára de la tradición hindú) de él sale una espada aguda con que herir a las gentes…” (Ibid, XIX, 15) La espada que sale de la boca no puede, evidentemente, tener otro sentido que ése, y ello tanto más cuanto que el ser así descripto en ambos pasajes no es otro que el Verbo mismo o una de sus manifestaciones; en cuanto al doble filo de la espada, representa un doble poder, creador y destructor, de la palabra, y esto nos reconduce precisamente al vajra. Éste, en efecto, simboliza también una fuerza que, si bien única en su esencia, se manifiesta en dos aspectos contrarios en apariencia pero complementarios en realidad; y esos dos aspectos, así como están figurados por los dos filos de la espada o de otras armas similares (Recordaremos particularmente aquí el símbolo egeo y cretense de la doble hacha; ya hemos explicado que el hacha es en especial un símbolo del rayo, y por lo tanto un estricto equivalente del vajra (cf. cap. XXVI), lo están aquí por las dos puntas opuestas del vajra; este simbolismo, por otra parte, es válido para todo el conjunto de las fuerzas cósmicas, de modo que la aplicación hecha a la palabra no constituye sino un caso particular, pero el cual, debido a la concepción tradicional del Verbo y de todo lo que ella implica, puede tomarse para simbolizar todas las otras aplicaciones posibles en conjunto (Sobre el doble poder del vajra y sobre otros símbolos equivalentes (en especial el “poder de las llaves”), véanse las consideraciones que hemos formulado en La Grande Triade, cap. VI). 355 SFCS SAYFU-L-ISLÂM
El simbolismo “axial” nos retrotrae a la idea de la armonización concebida como finalidad de la “guerra santa” en sus dos acepciones, exterior e interior, pues el eje es el lugar donde todas las oposiciones se concilian y desvanecen, o, en otros términos, el lugar del equilibrio perfecto, que la tradición extremo-oriental designa como el “Invariable Medio” (Es lo que representa también la espada situada verticalmente según el eje o fiel de una balanza, formando el conjunto los atributos simbólicos de la justicia). Así, según esta relación, que corresponde en realidad al punto de vista más profundo, la espada no representa solo el medio instrumental, como podría creerse de atenerse uno al sentido más inmediatamente aparente, sino también al fin mismo que se persigue, y sintetiza en cierto modo una y otra cosa en su significación total. Por lo demás, no hemos hecho aquí sino reunir sobre este tema algunas observaciones que podrían dar lugar a muchos otros desarrollos; pero consideramos que, tal como están, mostrarán suficientemente cuánto se alejan de la verdad quienes, trátese del islamismo o de cualquier otra forma tradicional, pretenden no atribuir a la espada sino un sentido “material” solamente. 357 SFCS SAYFU-L-ISLÂM
En el sentido de “elevación”, el nombre Krónos conviene perfectamente a Saturno, que en efecto corresponde a la más elevada de las esferas planetarias, el “séptimo cielo” o el Satya-Loka de la tradición hindú (Para los pitag6ricos, Cronos y Rea representaban, respectivamente, el Cielo y la Tierra: la idea de elevación se encuentra también, pues, en esta correspondencia. Solo por una asimilación fónica más o menos tardía los griegos identificaron a Krónos o Saturno con Khrónos, el ‘tiempo’, cuando las raíces de estas dos palabras son realmente distintas; parece que el símbolo de la hoz haya sido transferido entonces de una a otro, pero esto no pertenece a nuestro tema actual). Por lo demás, no debe considerarse a Saturno como potencia única ni principalmente maléfica, según parece haber tendencia a hacerlo a veces, pues no ha de olvidarse que es ante todo el regente de la “edad de oro”, es decir, del Satya-Yuga o primera fase del Manvántara, que coincide precisamente con el período hiperbóreo, lo cual muestra claramente que no sin razón Cronos se identifica con el dios de los hiperbóreos (El mar que rodeaba la isla de Ogigia, consagrada a Karneîos o Krónos, se llamaba Cronia (Plutarco, De facie in orbe Lunae); Ogigia, que Romero llama “el ombligo del mundo” (representado más tarde por el Ómphalos délfico), no era, por lo demás, sino un centro secundario que había reemplazado a la Thule o Siria primitiva en una época mucho más próxima a nosotros que el período hiperbóreo). Es, por otra parte, verosímil que el aspecto maléfico resulte en este caso de la desaparición misma de ese mundo hiperbóreo; en virtud de una “reversión” análoga, toda “Tierra de los Dioses”, sede. de un centro espiritual, se convierte en una “Tierra de los Muertos” cuando ese centro ha desaparecido. Es posible también que ulteriormente se haya concentrado más bien ese aspecto maléfico en el nombre Krónos, mientras que, al contrario, el aspecto benéfico permanecía unido al nombre Karneîos, en virtud del desdoblamiento de esos nombres que originariamente son uno mismo; y es verdad también que el simbolismo del sol presenta en sí los dos aspectos opuestos, vivificador y matador, productor y destructor, como lo hemos señalado recientemente con motivo de las armas que representan el “rayo solar” (En griego, la forma misma del nombre Apóllôn está muy próxima a Apóllyon, ‘el destructor’ (cf. Apocalipsis, IX, 11)). 362 SFCS EL SIMBOLISMO DE LOS CUERNOS
El nombre mismo de “cuerno” está por otra parte manifiestamente vinculado a la raíz KRN, lo mismo que el de la “corona”, que es otra expresión simbólica de las mismas ideas, pues esas dos palabras (en latín cornu y corona) están muy próximas entre sí (La palabra griega Keraunós, que designa el ‘rayo’, parece derivar también de la misma raíz; observemos a este respecto que el rayo hiere habitualmente las sumidades, los lugares o los objetos elevados; y hay que tener en cuenta también la analogía del relámpago con los rayos luminosos, sobre lo cual hemos de volver). Es demasiado evidente que la corona es la insignia del poder y la señal de una jerarquía elevada para que resulte necesario insistir en ello; y encontramos una primera relación con los cuernos en el hecho de que éstos también están situados en la cabeza, lo cual da bien la idea de una “sumidad” (En la tradición hebrea, Kéter, la ‘Corona’, ocupa la sumidad del árbol sefirótico). Empero, hay algo más: la corona era primitivamente un aro ornado de puntas en forma de rayos; y los cuernos, análogamente, se consideran como figuración de los rayos luminosos (Puede encontrarse un ejemplo particularmente notable en las representaciones de Moisés, pues es sabido que las apariencias de cuernos que porta en la frente no son sino rayos luminosos, Algunos, entre los cuales Huet, obispo de Avranches, han querido identificar a Moisés con Dioniso, que también es figurado con cuernos; habría además otras curiosas relaciones que considerar, pero nos llevarían demasiado lejos de nuestro asunto), lo que nos reconduce a algunas de las exposiciones que hemos hecho acerca de las armas simbólicas. Está claro, por lo demás, que los cuernos pueden asimilarse a armas, incluso en el sentido más literal, y también así ha podido vinculárseles una idea de fuerza o potencia, como, de hecho, ha sido siempre y en todas partes (La misma asimilación es válida también, naturalmente, para otras armas animales, como los colmillos del elefante y del jabalí, cuya forma puntiaguda es, por lo demás, semejante a la de los cuernos. Agreguemos empero que la dualidad de los cuernos —y la de los colmillos— impide que el simbolismo “axial” les sea aplicable: se asimilan más bien, a este respecto, a las dos puntas laterales del triçûla; y por eso también hablamos de rayos luminosos en general y no del “Rayo celeste”, que, desde el doble punto de vista macrocósmico y microcósmico, es un equivalente del “Eje del Mundo”). Por otro lado, los rayos luminosos son adecuados como atributo de la potencia, ya sea, según los casos, sacerdotal o real, es decir, espiritual o temporal, pues la designan como una emanación o una delegación de la fuente. misma de la luz, según en efecto lo es cuando es legítima. 365 SFCS EL SIMBOLISMO DE LOS CUERNOS
Fácilmente podrían darse múltiples ejemplos, de proveniencia muy diversa, de cuernos empleados como símbolos de potencia; particularmente, se los encuentra así en la Biblia, y más en especial aún en el Apocalipsis (Ha de notarse que aquí la idea no es ya solamente la de una potencia legítima, sino que se extiende a cualquier potencia que fuere, sea maléfica o benéfica: están los cuernos del Cordero, pero también los de la Bestia); citaremos otro ejemplo, tomado de la tradición árabe, que designa a Alejandro con el nombre de el-Iskándar dhú-l-qarnéyn, o sea ‘Alejandro el (señor) de los dos cuernos’ (La palabra árabe qarn es la misma que “cuerno”, pues la raíz KRN cambia fácilmente en QRN y también en HRN, como en inglés horn. La palabra qarn tiene además otro sentido, el de “edad” y de “ciclo”, y, más ordinariamente, de “siglo”; esta doble significación trae a veces curiosas confusiones, como cuando algunos creen que el epíteto dhú-l-qarnéyn aplicado a Alejandro significa que éste habría vivido dos siglos), lo que habitualmente se interpreta en el sentido de una doble potencia extendida a Oriente y Occidente (A este respecto, los dos cuernos son un equivalente de las dos cabezas del águila heráldica). Esta interpretación es perfectamente exacta, pero sin excluir otro hecho que más bien la completa: Alejandro, declarado hijo de Ammón por el oráculo de este dios, tomó como emblema los dos cuernos de carnero que eran el principal atributo de éste (Ammón mismo era denominado “Señor del doble cuerno” (Libro de los Muertos, cap. CLXV)); y tal origen divino no hacía, por otra parte, sino legitimarlo como sucesor de los antiguos soberanos de Egipto, al cual ese emblema se adjudicaba igualmente. Se dice, inclusive, que se hizo representar así en sus monedas, lo cual, por lo demás, a los ojos de los griegos, lo identificaba más bien con Dioniso, cuyo recuerdo él evocaba también por sus conquistas, y en especial por la de la India; y Dioniso era hijo de Zeus, a quien los griegos asimilaban a Ammón; es posible que esta idea no haya sido ajena al mismo Alejandro; pero Dioniso estaba representado ordinariamente con cuernos de toro y no de carnero, lo que, desde el punto de vista del simbolismo, constituye una diferencia de considerable importancia (Es posible también que Alejandro haya llevado un casco ornado de dos cuernos; sabido es que los cascos con cuernos se usaban entre muchos pueblos antiguos. Entre los asirio-babilonios, la tiara con cuernos era un atributo característico de las divinidades). 366 SFCS EL SIMBOLISMO DE LOS CUERNOS
Dicho esto, volvamos a lo que, según la tradición hindú, se oculta en la “caverna del corazón”: es el principio mismo del ser, principio que, en ese estado de “envoltura” o “repliegue” y con respecto a la manifestación, se compara a lo que hay de más pequeño (la palabra dáhara, que designa la cavidad donde aquél reside, se refiere también a esa idea de pequeñez), cuando en realidad es lo que hay de más grande, así como el punto es espacialmente ínfimo y aun nulo, aunque sea el principio por el cual todo el espacio se produce, o del mismo modo que la unidad aparece como el menor de los números, aunque los contenga principialmente a todos y produzca de por sí toda su serie indefinida. También aquí encontramos, pues, la expresión de una relación inversa, en cuanto el principio se encara según dos puntos de vista diferentes; de estos dos puntos de vista, el de la extrema pequeñez concierne a su estado oculto y, en cierto modo, “invisible”, el cual no es para el ser sino aun una “virtualidad” pero a partir del cual se efectuará el desarrollo espiritual de ese ser; allí, pues, está propiamente el “comienzo” (initium) de ese desarrollo, lo que se halla en relación directa con la iniciación, entendida en el sentido etimológico del término; y precisamente desde este punto de vista la caverna puede ser considerada el lugar del “segundo nacimiento”. A este respecto, encontramos textos como el siguiente: “Sabe tú que este Agni, que es el fundamento del mundo eterno (principial), y por el cual éste puede ser alcanzado, está oculto en la caverna (del corazón)” (Katha-Upánishad, Vallî 1ª çruti 14), lo que se refiere, en el orden “microcósmico”, al “segundo nacimiento” y también, por transposición al orden “macrocósmico”, a su análogo, que es el nacimiento del Avatâra. 388 SFCS EL CORAZON Y LA CAVERNA
A este respecto, importa destacar ante todo que el “Huevo del Mundo” es la figura, no del “cosmos” en su estado de plena manifestación, sino de aquello a partir de lo cual se efectuará su desarrollo; y, si este desarrollo se representa como una extensión que se cumple en todas las direcciones desde el punto de partida, es evidente que este punto coincidirá necesariamente con el centro mismo; así, el “Huevo del Mundo” es realmente “central” con relación al “cosmos” (El símbolo del fruto tiene también, a este respecto, la misma significación que el del huevo; sin duda volveremos sobre ello en el curso de nuestros estudios (cf. Aperçus sur 1’Initiation, cap. XLIII); y haremos notar desde luego que ese símbolo tiene además un vinculo evidente con el del “jardín”, y por lo tanto con el del Paraíso terrestre). La figura bíblica del Paraíso terrestre, que es también el “Centro del Mundo”, es la de un recinto circular, que puede considerarse la sección horizontal de una forma ovoide tanto como esférica; agreguemos que, de hecho, la diferencia entre estas dos formas consiste esencialmente en que la de la esfera, al extenderse igualmente en todos los sentidos a partir de su centro, es verdaderamente la forma primordial, mientras que la del huevo corresponde a un estado ya diferenciado, derivado del anterior por una especie de “polarización” o desdoblamiento del centro (Así, en geometría plana, el centro único del círculo, al desdoblarse, origina los dos focos de una elipse; el mismo desdoblamiento está también figurado con toda nitidez en el símbolo extremo-oriental del Yin-Yang, que tampoco carece de relación con el del “Huevo del Mundo”); tal “polarización” puede considerarse, por lo demás, como efectuándose desde que la esfera cumple un movimiento de rotación en torno de un eje determinado, puesto que desde ese momento ya no todas las direcciones del espacio desempeñan uniformemente un mismo papel; y esto señala, precisamente, el paso de la una a la otra de esas dos fases sucesivas del proceso cosmogónico que se simbolizan respectivamente por la esfera y el huevo (Señalemos además, acerca de la forma esférica, que en la tradición islámica la esfera de pura luz primordial es la Rûh mohammediyah (‘espíritu de Mahoma’), que es a su vez el “Corazón del Mundo”; y el “cosmos” entero está vivificado por las “pulsaciones” de esa esfera, que es propiamente el bárzaj (‘intervalo, istmo’ (entre el Principio y la Manifestación)) por excelencia; ver sobre este asunto el articulo de T. Burckhardt en É. T., diciembre de 1937). 402 SFCS EL CORAZON Y “EL HUEVO DEL MUNDO”
Dicho esto, no queda, en suma, sino mostrar que lo que se contiene en el “Huevo del Mundo” es realmente idéntico a lo que, como decíamos anteriormente, está también simbólicamente contenido en el corazón, y en la caverna en cuanto ésta es el equivalente de aquél. Se trata aquí de ese “germen” espiritual que, en el orden “macrocósmico”, está designado ‘por la tradición hindú como Hiranyagarbha, es decir, literalmente, el “embrión de oro” (Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XIII); este “germen” es real y verdaderamente el Avatâra primordial (A esto se refiere igualmente la designación de Cristo como “germen” en diversos textos de las Escrituras, sobre lo cual volveremos quizá en otra ocasión (ver Aperçus sur l’Initiation”, cap. XLVIII; y, en la presente compilación, cap. LXXIII: “El grano de mostaza”)), y hemos visto que el lugar de nacimiento del Avatâra, lo mismo que de aquello que le corresponde desde el punto de vista “microcósmico”, está precisamente representado por el corazón o la caverna. Podría quizás objetarse que, en el texto citado por nosotros en otro lugar (Katha-Upánishad, Vallî 1ª, çruti 14), así como en muchos otros casos, el Avatâra está expresamente designado como Agni, mientras que en cambio se dice que es Brahmâ quien se envuelve en el “Huevo del Mundo”, llamado por esta razón Brahmânda, para nacer dentro de él como Hiranyagarbha; pero, aparte de que los diferentes nombres no designan en realidad sino diversos atributos divinos, siempre forzosamente en mutua conexión, y no entidades separadas, cabe señalar más particularmente aquí que, al ser considerado el oro como la “luz mineral” y “sol de los metales”, la designación misma de Hiranyagarbha lo caracteriza efectivamente como un principio de naturaleza ígnea; y esta razón se agrega aún a su posición central, para hacerlo asimilar simbólicamente al Sol, el cual, por lo demás, es igualmente en todas las tradiciones una de las figuras del “Corazón del Mundo”. 403 SFCS EL CORAZON Y “EL HUEVO DEL MUNDO”
Para pasar de aquí a la aplicación microcósmica, basta recordar la analogía existente entre el pinda, embrión sutil del ser individual, y el Brahmânda o “Huevo del Mundo” (Yatha pinda tatha Brahmánda (ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta caps. XIII y XIX)); y ese pinda, en cuanto “germen” permanente e indestructible del ser, se identifica por otra parte con el “núcleo de inmortalidad”, que es denominado lûz en la tradición hebrea (Para mayores desarrollos sobre este punto, remitiremos una vez más a Le Roi du Monde; puede notarse también que la asimilación del “segundo nacimiento” a una “germinación” del lûz recuerda netamente la descripción taoísta del proceso iniciático como “endogenia del inmortal”). Verdad que, en general, el lûz no se indica como situado en el corazón, o por lo menos ésta no es sino una de las diferentes localizaciones de que es susceptible, en su correspondencia con el organismo corpóreo, y ni siquiera la más habitual; pero no deja de encontrársela, entre las otras, precisamente donde debe encontrársela según lo que llevamos dicho, es decir, donde el lûz está en relación inmediata con el “segundo nacimiento”. En efecto, tales localizaciones, que se hallan también en relación con la doctrina hindú de los chakra (centros “orgánicos” sutiles), se refieren a otras tantas condiciones del ser humano o fases de su desarrollo espiritual: en la base de la columna vertebral, el lûz se encuentra en el hombre ordinario en estado de “sueño” (La serpiente enroscada en torno del “Huevo del Mundo”, y figurada a veces en torno del Ómphalos y del betilo, es, a este respecto, la Kundalini enroscada en torno del “núcleo de inmortalidad”, que está también en relación con el simbolismo de la “piedra negra”; a esta posición “inferior” del lûz, se alude directamente en la fórmula hermética: “Visita inferiora terrae, rectificando invenies occultum lapidem” (‘Visita las (partes) inferiores de la tierra, (y) rectificando encontrarás la piedra oculta’); la “rectificación” es aquí el “enderezamiento” (redressement) que señala, después del “descenso” el comienzo del movimiento ascensional, correspondiente al despertar de la Kundalinî; y el complemento de la misma fórmula designa además esa “piedra oculta” como “veram medicinam” (‘verdadera medicina’), lo que la identifica también con el ámrtâ, alimento o pócima de la inmortalidad); en el corazón, se da la fase inicial de su “germinación”, que es propiamente el “segundo nacimiento”; en el ojo frontal, corresponde a la perfección del estado humano, es decir, a la reintegración al “estado primordial”; por último, en la coronilla, corresponde al paso a los estados supraindividuales; y encontraremos también la correspondencia exacta de estas diversas etapas cuando volvamos al simbolismo de la caverna iniciática (Notemos además que la designación “embrión de oro” sugiere cierta relación con el simbolismo alquímico, confirmada por otra parte por ciertas vinculaciones como las que hemos indicado en la nota precedente; y veremos también, a este respecto, que la caverna iniciática corresponde de modo notable al athanor hermético; no cabe asombrarse de estas similitudes, pues el proceso de la “Gran Obra”, entendido en su verdadero significado, no es en el fondo sino el proceso mismo de la iniciación). 404 SFCS EL CORAZON Y “EL HUEVO DEL MUNDO”
Por último, importa señalar que los dos “nacimientos” de que hemos hablado, siendo dos fases sucesivas de la iniciación completa, son también, por eso mismo, dos etapas por una misma vía, y que esta vía es esencialmente “axial”, como lo es igualmente, en su simbolismo, el “rayo solar” al cual nos referíamos poco antes, el cual señala la “dirección” espiritual que el ser debe seguir, elevándose constantemente, para finalmente llegar a su verdadero centro (Cf. “es-sirâtu-l-mustaqîm” (‘la vía recta’) en la tradición islámica). En los límites del microcosmo, esta dirección “axial” es la de la sushumnâ (una “arteria” sutil), que se extiende hasta la coronilla, a partir de la cual se prolonga “extraindividualmente”, podría decirse, en el “rayo solar” mismo, recorrido remontándose hacia su fuente; a lo largo de la sushumnâ se encuentran los chakra, centros sutiles de la individualidad, a algunos de los cuales corresponden las diferentes posiciones del lûz o “núcleo de inmortalidad” a las que nos hemos referido anteriormente, de modo que esas posiciones mismas, o el “despertar” sucesivo de los correspondientes chakra, son siempre asimilables igualmente a etapas situadas en la misma vía “axial”. Por otra parte, como el “Eje del Mundo” se identifica naturalmente con la dirección vertical, que responde muy bien a la idea de vía ascendente, la abertura superior, que corresponde “microcósmicamente”, según lo hemos dicho, a la coronilla, deberá situarse normalmente, a este respecto, en el cenit de la caverna, es decir, en la sumidad de la bóveda. Empero, la cuestión presenta de hecho algunas complicaciones, debido a que pueden intervenir dos modalidades diferentes de simbolismo, una “polar” y otra “solar”; por eso, en lo que concierne a la salida de la caverna, cabe aportar aún otras precisiones, que darán a la vez un ejemplo de las relaciones que pueden mantener entre sí esas dos modalidades, cuyo predominio respectivo se refiere originariamente a períodos cíclicos diferentes, pero que ulteriormente se han asociado y combinado a menudo de múltiples maneras. 413 SFCS LA CAVERNA Y “EL HUEVO DEL MUNDO
La salida final de la caverna iniciática, considerada como representación de la “salida del cosmos”, parece deber efectuarse normalmente, según lo que antes hemos dicho, por una abertura situada en la bóveda, y en el cenit de ella; recordamos que esta puerta superior, designada a veces tradicionalmente como el “cubo de la rueda solar” y también como “el ojo cósmico”, corresponde en el ser humano al Brahma-randhra y a la coronilla. Empero, pese a las referencias al simbolismo solar que se encuentran en tal caso, podría decirse que esta posición “axial” y “cenital” se refiere más directamente, y sin duda más primitivamente también, a un simbolismo polar: este punto es aquel en el cual, según ciertos rituales “operativos”, está suspendida la “plomada del Gran Arquitecto”, que señala la dirección del “Eje del Mundo” y se identifica entonces con la misma estrella polar (Recordaremos a este respecto que, según la tradición extremo-oriental, la estrella polar representa la sede de la “Gran Unidad” (T’ai-yi); al mismo tiempo, si normalmente debe considerarse al eje en posición vertical, según acabamos de decirlo, ésta corresponde también a la “Gran Cima” (T’ai-ki), es decir, a la sumidad de la cúspide celeste o del “techo del mundo”. (Sobre la figuración del “Eje del Mundo” por la “plomada del Gran Arquitecto del Universo”, véase La Grande Triade, cap. XXV)). Cabe señalar también que, para que la salida pueda efectuarse así, es menester que de ese lugar mismo se retire una piedra de la bóveda; y esta piedra, por el hecho mismo de ocupar la sumidad, tiene en la estructura arquitectónica un carácter especial y hasta único, pues es naturalmente la “clave de bóveda”; esta observación no carece de importancia, aunque no sea éste el lugar de insistir en ella (Esto se refiere más en especial al simbolismo de la masonería del Royal Arch; remitiremos también, para este tema, a la nota al final de nuestro artículo sobre “Le Tombeau d’Hermés”, en É. T., diciembre de 1936, pág. 473. (Texto que será incluido en la compilación póstuma Tradition primordiale et formes particuliéres)). 417 SFCS LA SALIDA DE LA CAVERNA
De hecho, parece bastante raro que lo que acabamos de decir sea literalmente observado en los rituales iniciáticos, aunque empero puedan encontrarse algunos ejemplos (En los altos grados de la masonería escocesa, así ocurre con el grado 13º, llamado del “Arco (de bóveda) Real”, pero al cual no ha de confundirse, pese a ciertas similitudes parciales, con lo que en la masonería inglesa constituye la Arch Masonry en cuanto diferenciada de la Square Masonry; los orígenes “operativos” de dicho grado escocés son, por lo demás, mucho menos claros; el grado 14º o “Gran Escocés de la Bóveda sagrada”, se confiere igualmente “en un lugar subterráneo y abovedado”. Conviene señalar, a este respecto que hay en todos esos altos grados muchos elementos de procedencia diversa, no siempre conservados integralmente ni sin confusión, de modo que, en su estado actual su naturaleza real es a menuda difícil de determinar exactamente); esta rareza, por lo demás, puede explicarse, al menos en parte, por ciertas dificultades de orden práctico y también por la necesidad de evitar una confusión que corre riesgo de producirse en tal caso (Esta confusión existe, efectivamente, en los grados escoceses que acabamos de mencionar: como la “bóveda subterránea” es “sin puertas ni ventanas”, no se puede entrar ni tampoco salir sino por la única abertura, practicada en la sumidad de la bóveda). En efecto, si la caverna no tiene otra salida que la cenital, ésta tendrá que servir tanto de entrada como de salida, lo que no es conforme a su simbolismo; lógicamente, la entrada debería más bien encontrarse en un punto opuesto a aquélla según el eje, es decir en el suelo, en el centro mismo de la caverna, a donde se llegaría por un camino subterráneo. Solo que, por otra. parte, tal modo de entrada no convendría para los “grandes misterios”, pues no corresponde propiamente sino al estado inicial, que para entonces ya ha sido franqueado hace mucho; sería necesario más bien, pues, suponer que el recipiendario, entrado por esa vía subterránea para recibir la iniciación en los “pequeños misterios”, permanece luego en la caverna hasta el momento de su “tercer nacimiento”, en que sale definitivamente de ella por la abertura superior; esto es admisible teóricamente, pero de toda evidencia no es posible ponerlo en práctica de modo efectivo (En cierto sentido puede decirse que los “pequeños misterios” corresponden a la tierra (estado humano), y los “grandes misterios” al cielo (estados supraindividuales); de ahí también, en ciertos casos, una correspondencia simbólica establecida con las formas geométricas del cuadrado y del círculo (o derivadas de éstas), que en particular la tradición extremo-oriental refiere, respectivamente, a la tierra y al cielo; esta distinción se encuentra, en Occidente, en la de la Square Masonry y la Arch Masonry, que acabarnos de mencionar. (Sobre las cuestiones a que se refiere esta nota, véase La Grande Triade, cap. XV)). 418 SFCS LA SALIDA DE LA CAVERNA
Hemos dicho que las dos puertas zodiacales, que son respectivamente la entrada y la salida de la “caverna cósmica” y que ciertas tradiciones designan como “la puerta de los hombres” y la puerta de los dioses”, deben corresponder a los dos solsticios, debemos ahora precisar que la primera corresponde al solsticio de verano, es decir, al signo de Cáncer, y la segunda al solsticio de invierno, es decir, al signo de Capricornio. Para comprender la razón, es menester referirse a la división del ciclo anual en dos mitades, una “ascendente” y otra “descendente”: la primera es el período del curso del sol hacia el norte (uttaràyana), que va del solsticio de invierno al de verano; la segunda es la del curso del sol hacia el sur (dakshinàyana), que va del solsticio de verano al de invierno (Cabe notar que el Zodiaco figurado frecuentemente en el portal de las iglesias medievales está dispuesto de modo de señalar netamente esta división del ciclo anual). En la tradición hindú, la fase “ascendente” está puesta en relación con el deva-yâna (‘vía de los dioses’), y la fase descendente con el pitr-yâna (‘vía de los padres (o antepasados)’) (Véase especialmente Bhágavad-Gîtâ, VIII, 23-26; cf. L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XXI. Una correspondencia análoga se encuentra en el ciclo mensual, pues el período de la luna creciente está también en relación con el deva-yâna, y el de la luna menguante con el pitr-yâna; puede decirse que las cuatro fases lunares corresponden, en un ciclo más restringido, a las cuatro fases solares que son las cuatro estaciones del año), lo que coincide exactamente con las designaciones de las dos puertas que acabamos de recordar: la “puerta de los hombres” es la que da acceso al pitr-yâna, y la “puerta de los dioses” es la que da acceso al deva-yâna; deben, pues, situarse respectivamente en el inicio de las dos fases correspondientes, o sea la primera en el solsticio de verano y la segunda en el solsticio de invierno. Solo que, en este caso, no se trata propiamente de una entrada y una salida, sino de dos salidas diferentes: esto se debe a que el punto de vista es otro que el referente de modo especial al papel iniciático de la caverna, bien que en perfecta conciliación con éste. En efecto, la “caverna cósmica” está considerada aquí como el lugar de manifestación del ser: después de haberse manifestado en ella en cierto estado, por ejemplo en el estado humano, dicho ser, según el grado espiritual al que haya llegado, saldrá por una u otra de las dos puertas; en un caso, el del pítr-yâna, deberá volver a otro estado de manifestación, lo que estará representado, naturalmente, por una nueva entrada en la “caverna cósmica” considerada así; al contrarío, en el otro caso, el del deva-yâna, no hay ya retorno al mundo manifestado. Así, una de las dos puertas es a la vez una entrada y una salida, mientras que la otra es una salida definitiva; pero, en lo que concierne a la iniciación, esta salida definitiva es precisamente la meta final, de modo que el ser, que ha entrado por la “puerta de los hombres”, debe salir, si ha alcanzado efectivamente esa meta, por la “puerta de los dioses” (La “puerta de los dioses” no puede ser una entrada sino en el caso de descenso voluntario, al mundo manifestado, sea de un ser ya “liberado”, sea de un ser que representa la expresión directa de un principio “supracósmico”. (Sobre este punto, ver Initiation et réalisation spitituelle, cap. XXXII: “Réalisation ascendante et descendante”). Pero es evidente que esos casos excepcionales no entran en los procesos “normales” que aquí encaramos. Haremos notar solo que se puede comprender fácilmente así la razón por la cual el nacimiento del Avatâra se considera como ocurrido en la época del solsticio de invierno, época que es la de la fiesta de Navidad en la tradición cristiana). 424 SFCS LAS PUERTAS SOLSTICIALES
Hemos explicado anteriormente que el eje solsticial del Zodíaco, relativamente vertical con respecto al eje de los equinoccios, debe considerarse como la proyección, en el ciclo solar anual, del eje polar norte-sur; según la correspondencia del simbolismo temporal con el simbolismo espacial de los puntos cardinales, el solsticio de invierno es en cierto modo el polo norte del año y el solsticio de verano su polo sur, mientras que los dos equinoccios, el de primavera y el de otoño, corresponden respectivamente, y de modo análogo, al este y al oeste (En el día, la mitad ascendente es de medianoche a mediodía, la mitad descendente de mediodía a medianoche: medianoche corresponde al invierno y al norte, mediodía al verano y al sur; la mañana corresponde a la primavera y al este (lado de la salida del sol), la tarde al otoño y al oeste (lado de la puesta del sol). Así, las fases del día, como las del mes, pero en escala aún más reducida, representan analógicamente las del año; ocurre lo mismo, de modo más general, para un cielo cualquiera, que, cualquiera fuere su extensión, se divide siempre naturalmente según la misma ley cuaternaria. De acuerdo con el simbolismo cristiano, el nacimiento del Avatâra ocurre no solamente en el solsticio de invierno, sino también a medianoche; está así, pues, en doble correspondencia con la “puerta de los dioses”. Por otra parte, según el simbolismo masónico, el trabajo iniciático se cumple “de mediodía a medianoche”, lo que no es menos exacto si se considera el trabajo como una marcha efectuada de la “puerta de los hombres” a la “puerta de los dioses”; la objeción que se podría estar tentado de hacer, en razón del carácter “descendente” de este período, se resuelve por una aplicación del “sentido inverso” de la analogía, como se verá más adelante). Empero, en el simbolismo védico, la puerta del deva-loka (‘mundo de los dioses’) está situada al noreste, y la del pitr-loka al sudoeste; pero esto debe considerarse solo como una indicación más explícita del sentido en que se efectúa la marcha del ciclo anual. En efecto, conforme a la correspondencia recién mencionada, el período “ascendente” se desarrolla de norte a este y luego de este a sur; análogamente, el período “descendente” se desarrolla de sur a oeste y luego de oeste a norte (Esto está en relación directa con la cuestión del sentido de las “circumambulaciones” rituales en las diferentes formas tradicionales: según la modalidad “solar” del simbolismo, ese sentido es el que indicamos aquí, y la “circumambulación” se cumple teniendo constantemente a la derecha el centro en torno del cual se gira; según la modalidad “polar”, se cumple en sentido opuesto al anterior, o sea teniendo el centro siempre a la izquierda. El primer caso es el de la pradákshinâ, tal como está en uso en las tradiciones hindú y tibetana; el segundo se encuentra particularmente en la tradición islámica; quizá no carezca de interés señalar que el sentido de esas “circumambulaciones”, respectivamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, corresponde igualmente a la dirección de la escritura en las lenguas sagradas de dichas formas tradicionales. En la masonería, en su forma actual, el sentido de las “circumambulaciones” es solar; pero parece, al contrario, haber sido “polar” en el antiguo ritual “operativo”, según el cual el “trono de Salomón” estaba además situado a occidente y no a oriente); podría decirse, pues, con mayor precisión aún, que la “puerta de los dioses” está situada al norte y vuelta hacia el este, que se considera siempre como el lado de la luz y de la vida, y que la “puerta de los hombres” está situada al sur y vuelta hacia el oeste, que, análogamente, se considera como el lado de la sombra y la muerte; y así quedan exactamente determinadas las dos vías permanentes, la una clara, la otra oscura, del mundo manifestado; por la una, no hay retorno (de lo no-manifestado a lo manifestado); por la otra, se vuelve atrás (a la manifestación) (Bhágavad-Gitâ, VIII, 26. Puede observarse que la “claridad” y la “oscuridad”, que caracterizan respectivamente a estas dos vías, corresponden exactamente a los dos principios complementarios, yang y yin, de la tradición extremo-oriental). 425 SFCS LAS PUERTAS SOLSTICIALES
Falta aún, empero, resolver una apariencia de contradicción, a saber: el norte se designa como el punto más alto (úttara), y, por lo demás, hacia este punto se dirige el curso ascendente del sol, mientras que su curso descendente, se dirige hacia el sur, que aparece así como el punto más bajo; pero, por otra parte, el solsticio de invierno, que corresponde al norte en el año y señala el inicio del movimiento ascendente, es en cierto sentido el punto más bajo, y el solsticio de verano, que corresponde al sur, donde ese movimiento ascendente concluye, es, en el mismo respecto, el punto más alto, a partir del cual comenzará en seguida el movimiento descendente, que concluirá en el solsticio de invierno. La solución de esta dificultad reside en la distinción que cabe establecer entre el orden “celeste”, al cual pertenece el curso del sol, y el orden “terrestre”, al cual pertenece, al contrario, la sucesión de las estaciones; según la ley general de la analogía, ambos órdenes deben, en su correlación misma, ser mutuamente inversos, de modo que el más alto para un orden es el más bajo para el otro, y recíprocamente; así, según la expresión hermética de la Tabla de Esmeralda, “lo que está arriba (en el orden celeste) es como lo que está abajo (en el orden terrestre)”, o también, según las palabras evangélicas, “los primeros (en el orden principial) serán los postreros (en el orden manifestado)” (A este doble punto de vista corresponde, entre otras aplicaciones, el hecho de que en figuraciones geográficas o de otro orden el punto situado arriba pueda ser el norte o el sur; en China es el sur, y en el mundo occidental ocurrió lo mismo entre los romanos y durante parte del Medioevo; este uso, en realidad, según lo que acabamos de decir, es el más correcto en lo que concierne a la representación de las cosas terrestres, mientras que al contrario, cuando se trata de las cosas celestes, el norte debe normalmente situarse arriba; pero va de suyo que el predominio de uno u otro de esos dos puntos de vista, según las formas tradicionales o según las épocas, puede determinar la adopción de una disposición única para todos los casos indistintamente; y, a este respecto, el hecho de situar el norte o el sur arriba aparece generalmente vinculado sobre todo con la distinción de las dos modalidades, “polar” y “solar”, siendo el punto que se sitúa en lo alto el que se tiene orientándose según una u otra de ellas, como lo explicaremos en la nota siguiente). No por eso es menos cierto, por lo demás, que en lo que concierne a los “influjos” vinculados a esos puntos siempre el norte permanece “benéfico”, ya se lo considere como el punto hacia el cual se dirige el curso ascendente del sol en el cielo o, con relación al mundo terrestre, como la entrada del deva-loka; y análogamente, el sur permanece siempre “maléfico”, ya se lo considere como el punto hacia el cual se dirige el curso descendente del sol en el cielo, o, con relación al mundo terrestre, como la entrada del pitr-loka (Señalemos, incidentalmente, otro caso en que un mismo punto conserva también una significación constante a través de ciertos cambios que constituyen aparentes inversiones: la orientación puede tomarse según una u otra de las dos modalidades, “polar” y “solar’, del simbolismo; en la primera, mirando hacia la estrella polar, o sea volviéndose hacia el norte, se tiene el este a la derecha; en la segunda, mirando el sol sobre el meridiano, o sea, volviéndose al sur, se tiene el este a la izquierda; las dos modalidades han estado en uso, particularmente, en China en épocas diferentes; así, el lado al cual se dio la preeminencia fue a veces la derecha y a veces la izquierda, pero, de hecho, fue siempre el este, o sea el “lado de la luz”. Agreguemos que existen además otros modos de orientación, por ejemplo volviéndose hacia el sol levante; a éste se refiere la designación sánscrita del sur como dákshina o ‘lado de la derecha’; y es también el que, en Occidente, fue utilizado por los constructores de la Edad Media para la orientación de las iglesias. (Sobre todas las cuestiones de orientación de que se trata en este capítulo, se remite a La Grande Triade, cap. VII)). Ha de agregarse que el mundo terrestre puede considerarse aquí, por transposición, como una representación del “cosmos” en conjunto, y que entonces el cielo, según la misma transposición, representará el dominio “extracósmico”; desde este punto de vista, la consideración del “sentido inverso” deberá aplicarse al orden “espiritual”, entendido en su acepción más elevada, con respecto no solamente al orden sensible sino a la totalidad del orden cósmico (Para dar un ejemplo de esta aplicación, por lo demás en relación estrecha con aquello de que aquí se trata, si la “culminación” del sol visible ocurre a mediodía, la del “sol espiritual” podrá considerarse simbólicamente como ubicada a medianoche; por eso se dice de los iniciados en los “grandes misterios” de la Antigüedad que “contemplaban el sol a medianoche”; desde este punto de vista, la noche no representa ya la ausencia o privación de la luz, sino su estado principal de no-manifestación, lo que por lo demás corresponde estrictamente a la significación superior de las tinieblas o del color negro como símbolo de lo no-manifestado; y también en este sentido deben entenderse ciertas enseñanzas del esoterismo islámico según las cuales “la noche es mejor que el día”. Se puede notar además que, si el simbolismo “solar” tiene una relación evidente con el día, el simbolismo “polar”, en cambio, tiene cierta relación con la noche; y es también muy significativo a este respecto que el “sol de medianoche” tenga literalmente, en el orden de los fenómenos sensibles, su representación en las regiones hiperbóreas, es decir, allí mismo donde se sitúa el origen de la tradición primordial). 426 SFCS LAS PUERTAS SOLSTICIALES
Al tratar la cuestión de las puertas solsticiales, nos hemos referido directamente sobre todo a la tradición hindú, porque en ésta se encuentran presentados del modo más neto los datos de esa cuestión; pero se trata de algo que, en realidad, es común a todas las tradiciones, y que puede establecerse también en la Antigüedad occidental. En el pitagorismo especialmente, ese simbolismo zodiacal parece haber tenido importancia no menos considerable; las expresiones de “puerta de los hombres” y “puerta de los dioses”, que hemos empleado, pertenecen, por lo demás, a la tradición griega; solo que las informaciones llegadas hasta nosotros son tan fragmentarias e incompletas que su interpretación puede dar lugar a multitud de confusiones, que no han dejado de cometer, según veremos, quienes las han considerado aisladamente y sin esclarecerlas por comparación con otras tradiciones. 430 SFCS EL SIMBOLISMO DEL ZODIACO ENTRE LOS PITAGORICOS
Ahora que hemos terminado la cita, podemos darnos cuenta fácilmente de que la pretendida contradicción, también en este caso, no existe sino en la mente del señor Carcopino; en efecto, en la última frase hay un error manifiesto, e incluso un doble error, que parece verdaderamente inexplicable. En primer lugar, la mención de Capricornio y Cáncer está introducida por iniciativa propia del señor Carcopino; Homero, según Porfírio, designa solamente las dos puertas por su situación respectiva al norte y al mediodía, sin indicar los signos zodiacales correspondientes; pero, puesto que precisa que la puerta “divina” es la del mediodía, ha de concluirse que ésta corresponde para él a Capricornio, lo mismo que para Numenio, es decir que él también ubica esas puertas según su situación en el cielo, lo cual parece haber sido, pues, de modo general, el punto de vista dominante en toda la tradición griega, inclusive antes del pitagorismo. Además, la “salida del cosmos” y el “retorno a Dios” de las almas no son propiamente sino una sola y misma cosa, de modo que el señor Carcopino atribuye, al parecer sin darse cuenta, el mismo papel a las dos puertas; muy al contrario, Homero dice que por la puerta del norte se efectúa el “descenso”, es decir, la entrada en la “caverna cósmica”, o, en otros términos, en el mundo de la generación o de la manifestación individual. En cuanto a la puerta del mediodía, es la “salida del cosmos”, y, por consiguiente, a través de ella se efectúa el “ascenso” de los seres en vías de liberación; Homero no dice expresamente si se puede también descender por esta puerta, pero ello no es necesario, ya que, al designarla como la entrada de los dioses”, indica suficientemente cuáles son los “descensos” excepcionales que se efectúan por ella, conforme a lo que hemos explicado en nuestro estudio anterior. Por último, ya se encare la situación de las dos puertas con respecto al curso del sol en el cielo, como en la tradición griega, ya con respecto a las estaciones en el ciclo anual terrestre, como en la tradición hindú, siempre Cáncer es la “puerta de los hombres” y Capricornio la “puerta de los dioses”; no puede haber variación ninguna acerca de esto y, en efecto, no hay ninguna; solo la incomprensión de los “eruditos” modernos cree descubrir, en los diversos intérpretes de las doctrinas tradicionales, divergencias y contradicciones inexistentes. 436 SFCS EL SIMBOLISMO DEL ZODIACO ENTRE LOS PITAGORICOS
Jano, en el aspecto de que ahora se trata, es propiamente el ianitor (‘portero’) que abre y cierra las puertas (ianuae) del ciclo anual, con las llaves que son uno de sus principales atributos; y recordaremos a este respecto que la llave es un símbolo “axial”. Esto se refiere, naturalmente, al aspecto “temporal’ del simbolismo de Jano: sus dos rostros, según la interpretación más habitual, se consideran como representación respectiva del pasado y el porvenir; ahora bien: tal consideración del pasado y el porvenir se encuentra también, como es evidente, para un ciclo cualquiera, por ejemplo el ciclo anual, cuando se lo encara desde una u otra de sus extremidades. Desde este punto de vista, por lo demás, importa agregar, para completar la noción del “triple tiempo”, que entre el pasado que ya no es y el porvenir que no es aún, el verdadero rostro de Jano, aquel que mira el presente, no es, se dice, ninguno de los dos visibles. Ese tercer rostro, en efecto, es invisible porque el presente, en la manifestación temporal, no constituye sino un inaprehensible instante (Por esta misma razón ciertas lenguas, como el hebreo y el árabe, no tienen forma verbal correspondiente al presente); pero, cuando el ser se eleva por sobre las condiciones de esta manifestación transitoria y contingente, el presente contiene, al contrario, toda realidad. El tercer rostro de Jano corresponde, en otro simbolismo, el de la tradición hindú, al ojo frontal de Çiva, invisible también, puesto que no representado por órgano corporal alguno, ojo que figura el “sentido de la eternidad”; una mirada de ese tercer ojo lo reduce todo a cenizas, es decir, destruye toda manifestación; pero, cuando la sucesión se transmuta en simultaneidad, lo temporal en intemporal, todas las cosas vuelven a encontrarse y moran en el “eterno presente”, de modo que la destrucción aparente no es en verdad sino una “transformación”. 441 SFCS EL SIMBOLISMO SOLSTICIAL DE JANO
Volvamos a lo que concierne más particularmente al ciclo anual: sus puertas, que Jano tiene por función abrir y cerrar, no son sino las puertas solsticiales a que ya nos hemos referido. No cabe duda alguna a este respecto: en efecto, Jano (Ianus) ha dado su nombre al mes de enero (ianuarius), que es el primero, aquel por el cual se abre el año cuando comienza, normalmente, en el solsticio de invierno; además, cosa aún más neta, la fiesta de Jano, en Roma, era celebrada en los dos solsticios por los Collegia Fabrorum; tendremos inmediata oportunidad de insistir sobre este punto. Como las puertas solsticiales dan acceso, según lo hemos dicho anteriormente, a las dos mitades, ascendente y descendente, del ciclo zodiacal, que en ellas tienen sus puntos de partida respectivos, Jano, a quien ya hemos visto aparecer como el “Señor del triple tiempo” (designación que se aplica también a Çiva en la tradición hindú), es también, por lo dicho, el “Señor de las dos vías”, esas dos vías, de derecha y de izquierda, que los pitagóricos representaban con la letra Y (Es lo que se figuraba también, en forma exotérica y “moralizada”, el mito de Hércules entre la Virtud y el Vicio, cuyo simbolismo se ha conservado en el sexto arcano del Tarot. El antiguo simbolismo pitagórico, por lo demás, ha tenido otras “supervivencias” harto curiosas; así, se lo encuentra, en la época renacentista, en el pie de imprenta del impresor Nicolas du Chemin, diseñado por Jean Cousin), y que son, en el fondo, idénticas al deva-yána y al pitr-yâna respectivamente (La palabra sánscrita yâna tiene la misma raíz que el latín IRE, y, según Cicerón, de esta raíz deriva el nombre mismo de Jano (Ianus), cuya forma está, por lo demás, singularmente próxima a la de yâna). Es fácil comprender, entonces, que las llaves de Jano son en realidad aquellas mismas que, según la tradición cristiana, abren y cierran el “Reino de los cielos” (correspondiendo en este sentido al deva-yâna la vía por la cual se alcanza aquél) (Acerca de este simbolismo de las dos vías, cabe agregar que existe una tercera, la “vía del medio”, que conduce directamente a la “liberación”, a esta vía correspondería la prolongación superior, no trazada, de la parte vertical de la letra Y, y esto ha de ponerse además en relación con lo que se ha dicho más arriba sobre el tercer rostro (invisible) de Jano), y ello tanto más cuanto que, en otro respecto, esas dos llaves, una de oro y otra de plata, eran también, respectivamente, la de los “grandes misterios” y la de los “pequeños misterios”. 442 SFCS EL SIMBOLISMO SOLSTICIAL DE JANO
En el cristianismo, las fiestas solsticiales de Jano se han convertido en las de los dos San Juan, y éstas se celebran siempre en las mismas épocas, es decir en los alrededores inmediatos de los solsticios de invierno y verano (El San Juan invernal está, así, muy próximo a la fiesta de Navidad, la cual, desde otro punto de vista, corresponde no menos exactamente al solsticio de invierno, según lo hemos explicado anteriormente. Un vitral del siglo XIII de la iglesia de Saint-Rémi, en Reims, presenta una figuración particularmente curiosa, y sin duda excepcional, en relación con aquello de que aquí se trata: se ha discutido en vano la cuestión de cuál de los dos San Juan es el allí representado. La verdad es que, sin que quepa ver en ello la menor confusión, se ha representado a los dos, sintetizados en la figura de un solo personaje, como lo muestran los dos girasoles colocados en sentidos opuestos sobre la cabeza de aquél, que corresponden en este caso a los dos solsticios y a los dos rostros de Jano. Señalemos aún, de paso y a título de curiosidad, que la expresión popular francesa “Jean qui pleure et Jean qui rit” (‘Juan que ríe y Juan que llora’) es en realidad una reminiscencia de los dos rostros opuestos de Jano. (Cf. nota 5 del capítulo siguiente)); y es también muy significativo que el aspecto esotérico de la tradición cristiana haya sido considerado siempre como “johannita”, lo cual confiere a ese hecho un sentido que sobrepasa netamente, cualesquiera fueren las apariencias exteriores, el dominio simplemente religioso y exotérico. La sucesión de los antiguos Collegia Fabrorum, por lo demás, se transmitió regularmente a las corporaciones que, a través de todo el Medioevo, mantuvieron el mismo carácter iniciático, y en especial a la de los constructores; ésta, pues, tuvo naturalmente por patronos a los dos San Juan, de donde proviene la conocida expresión de “Logia de San Juan” que se ha conservado en la masonería, pues ésta no es sino la continuación, por filiación directa, de las organizaciones a que acabamos de referirnos (Recordaremos que la “Logia de San Juan”, aunque no asimilada simbólicamente a la caverna, no deja de ser, como ésta, una figura del “cosmos”; la descripción de sus “dimensiones” es particularmente neta a este respecto: su longitud es “de oriente a occidente”; su anchura, “de mediodía a septentrión”; su altura, “de la tierra al cielo’; y su profundidad, “de la superficie al centro de la tierra”. Es de notar, como relación notable en lo que concierne a la altura de la Logia, que, según la tradición islámica, el sitio donde se levanta una mezquita se considera consagrado no solamente en la superficie de la tierra, sino desde ésta hasta el “séptimo cielo”. Por otra parte, se dice que “en la Logia de San Juan se elevan templos a la virtud y se cavan mazmorras para el vicio”; estas dos ideas de “elevar” y “excavar” se refieren a las dos “dimensiones” verticales, altura y profundidad, que se cuentan según las mitades de un mismo eje que va “del cenit al nadir”, tomadas en sentido mutuamente inverso; esas dos direcciones opuestas corresponden, respectivamente, al sattva y el tamas (mientras que la expansión de las dos “dimensiones” horizontales corresponde al rajas), es decir, a las dos tendencias del ser, hacia los Cielos (el templo) y hacia los Infiernos (la mazmorra), tendencias que están aquí más bien “alegorizadas” que simbolizadas en sentido estricto, por las nociones de “virtud” y “vicio’, exactamente como en el mito de Hércules que recordábamos antes. (Los tres términos sánscritos mencionados se explican así en L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. IV: “Los guna… son… condiciones de la Existencia universal a que están sometidos todos los seres manifestados… Los tres guna son: sattva, conformidad a la esencia pura del Ser (Sat), que se identifica con la Luz inteligible o el Conocimiento y se representa como una tendencia ascendente; rajas, la impulsión expansiva, según la cual el ser se desarrolla en cierto estado y, en cierto modo, en un nivel determinado de la existencia; tamas, la oscuridad, asimilada a la ignorancia, y representada como una tendencia descendente”. (N. del T))). Aun en su forma especulativa” moderna, la masonería ha conservado siempre también, como uno de los testimonios más explícitos de su origen, las fiestas solsticiales, consagradas a los dos San Juan después de haberlo estado a los dos rostros de Jano (En el simbolismo masónico, dos tangentes paralelas a un circulo se consideran, entre otras significaciones diversas, como representación de los dos San Juan; si se ve al Círculo como una figura del ciclo anual, los puntos de contacto de las dos tangentes, diametralmente opuestos entre sí, corresponden entonces a los dos puntos solsticiales); y así la doctrina tradicional de las dos puertas solsticiales, con sus conexiones iniciáticas, se ha mantenido viva aún, por mucho que sea generalmente incomprendida, hasta en el mundo occidental actual. 444 SFCS EL SIMBOLISMO SOLSTICIAL DE JANO
Aunque el verano sea considerado generalmente como una estación alegre y el invierno como una triste, por el hecho de que el primero representa en cierto modo el triunfo de la luz y el segundo el de la oscuridad, los dos solsticios correspondientes tienen sin embargo, en realidad, un carácter exactamente opuesto al indicado; puede parecer que hay en ello una paradoja harto extraña, y empero es muy fácil comprender que sea así desde que se posee algún conocimiento sobre los datos tradicionales acerca del curso del ciclo anual. En efecto, lo que ha alcanzado su máximo no puede ya sino decrecer, y lo que ha llegado a su mínimo no puede, al contrario, sino comenzar a acrecerse en seguida (Esta idea se encuentra, particularmente, expresada varias veces y en formas diversas en el Tao-te King; se la refiere más en especial, en la tradición extremo-oriental, a las vicisitudes del yin y el yang); por eso el solsticio de verano señala el comienzo de la mitad descendente del año, y el solsticio de invierno, inversamente, el de su mitad ascendente; y esto explica también, desde el punto de vista de su significación cósmica, estas palabras de San Juan Bautista, cuyo nacimiento coincide con el solsticio estival: “Él (Cristo, nacido en el solsticio de invierno) conviene que crezca, y yo que disminuya” (San Juan, III, 30). Sabido es que, en la tradición hindú, la fase ascendente se pone en relación con el deva-yâna, y la fase descendente con el pitr-yâna; por consiguiente, en el Zodiaco, el signo de Cáncer, correspondiente al solsticio de verano, es la “puerta de los hombres”, que da acceso al pitr-yâna, y el signo de Capricornio, correspondiente al solsticio de invierno, es la “puerta de los dioses”, que da acceso al deva-yâna. En realidad, el período “alegre”, es decir, benéfico y favorable, es la mitad ascendente del ciclo anual, y su período “triste”, es decir, maléfico o desfavorable, es su mitad descendente; y el mismo carácter pertenece, naturalmente, a la puerta solsticial que abre cada uno de los dos períodos en que se encuentra dividido el año por el sentido mismo del curso solar. 448 SFCS ACERCA DE LOS DOS SAN JUAN
Este aspecto de las dos columnas se ve netamente sobre todo en el caso del símbolo de las “columnas de Hércules” (En la representación geográfica que sitúa a esas columnas a una y otra parte del actual estrecho de Gibraltar, es evidente que la ubicada en Europa es la columna del norte y la ubicada en África es la de mediodía); el carácter de “héroe solar” de Hércules y la correspondencia zodiacal de sus doce trabajos son cosas demasiado conocidas para que sea necesario insistir en ellas; y es claro que precisamente ese carácter solar justifica la significación solsticial de las dos columnas a las cuales está vinculado su nombre. Siendo así, la divisa “non plus ultra”, referida a esas columnas, aparece como dotada de doble significación: no solamente expresa, según la interpretación habitual, propia del punto de vista terrestre y, por lo demás, válida en su orden, que aquéllas señalan los límites del mundo “conocido”, es decir, en realidad, que son los límites que, por razones cuya investigación podría resultar de interés, no era permitido sobrepasar a los viajeros; sino que indica al mismo tiempo —y sin duda debería decirse ante todo— que, desde el punto de vista celeste, son los límites que el sol no puede franquear y entre las cuales, como entre las dos tangentes de que tratábamos líneas antes, se cumple interiormente su curso anual (En antiguas monedas españolas se ve una figuración de las columnas de Hércules unidas por una suerte de banderola en la que está inscripta la divisa “non plus ultra”; ahora bien —cosa que parece bastante poco conocida y que señalaremos aquí a título de curiosidad—, de esa figuración deriva el signo usual del dólar norteamericano; pero toda la importancia fue dada a la banderola, que no era primitivamente sino un accesorio y que fue cambiada en una letra S, cuya forma aproximadamente tenía, mientras que las dos columnas, que constituían el elemento esencial, quedaron reducidas a dos trazos paralelos, verticales como las dos tangentes del círculo en el simbolismo masónico que acabarnos de explicar; y la cosa no carece de cierta ironía, pues precisamente el “descubrimiento” de América anuló de hecho la antigua aplicación geográfica del non plus ultra). Estas últimas consideraciones pueden parecer bastante alejadas de nuestro punto de partida, pero, a decir verdad, no es así, pues contribuyen a la explicación de un símbolo expresamente referido a los dos San Juan; y, por otra parte, puede decirse que, en la forma cristiana de la tradición, todo lo que concierne al simbolismo solsticial está también, por eso mismo, en relación con ambos santos. 451 SFCS ACERCA DE LOS DOS SAN JUAN
Es fácil advertir, en primer lugar, que las dos partes de la estructura recién descripta figuran la tierra y el cielo, a los cuales corresponden respectivamente, en efecto, la forma cuadrada y la forma circular (o esférica, en una construcción de tres dimensiones); y, aunque esta correspondencia se encuentre indicada con mayor insistencia en la tradición extremo-oriental, está muy lejos de serle propia y exclusiva (En la iniciación masónica, el paso from square to arch (del cuadrado al arco) representa un paso “de la Tierra al Cielo” (de donde el término de exaltation para designar la admisión al grado de Royal Arch), es decir, del dominio de los “pequeños misterios” al de los “grandes misterios”, con el doble aspecto sacerdotal y real para estos últimos, pues el título completo correspondiente es Holy (and) Royal Arch, aunque, por razones históricas que no hemos de examinar aquí, el “arte sacerdotal” haya acabado borrarse ante el “arte real”. Las formas circular y cuadrada están aludidas también por el compás y la escuadra, que sirven para trazarlos respectivamente y que se asocian como símbolos de dos principios complementarios, según efectivamente lo son el Cielo y la Tierra (cf. Le Régne de la quantité et les signes des temps, cap. XX, y La Grande Triade., cap. III)). Puesto que acabamos de aludir a la tradición extremo-oriental, no carece de interés señalar a este respecto que en China la vestidura de los antiguos emperadores debía ser redonda por lo alto y cuadrada por lo bajo; esa vestidura, en efecto, tenía una significación simbólica (lo mismo que todas las acciones de su vida, reguladas siempre según los ritos), y esa significación era precisamente la misma que aquella cuya realización arquitectónica encaramos aquí (El Emperador mismo, así vestido, representaba al “Hombre verdadero”, mediador entre el Cielo y la Tierra, cuyas respectivas potencias une en su propia naturaleza; y exactamente en este mismo sentido un maestro masón (que debería ser también un “Hombre verdadero” si hubiese realizado su iniciación de modo efectivo) “se encuentra siernpre entre la escuadra y el compás”. Señalemos también, acerca de esto, uno de los aspectos del simbolismo de la tortuga: la parte inferior del caparazón, que es plana, corresponde a la Tierra, y la superior, que es arqueada en forma de cúpula, corresponde al Cielo; el animal mismo, entre ambas partes, figura al Hombre entre el Cielo y la Tierra, completando así la “Gran Tríada”, que desempeña un papel especialmente importante en el simbolismo de las organizaciones iniciáticas taoístas (cf. La Grande Triade, cap. XVI)). Agreguemos en seguida que, si en ésta se considera la construcción íntegra como un “hipogeo”, según a veces lo es en efecto, literalmente en ciertos casos y simbólicamente en otros, nos encontramos reconducidos al simbolismo de la caverna como imagen del “cosmos” en conjunto. 457 SFCS EL SIMBOLISMO DE LA CÚPULA
A esta significación general se agrega otra mas precisa aún: el conjunto del edificio, considerado de arriba abajo, representa el paso de la Unidad. principial (a la cual corresponde el punto central o la sumidad de la cúpula, de la cual toda la bóveda no es en cierto modo sino una expansión) al cuaternario de la manifestación elemental (La planta crucial de una iglesia es igualmente una forma cuaternaria; el simbolismo numérico permanece, pues, el mismo en este caso que en el de la base cuadrada); inversamente, si se la encara de abajo arriba, es el retorno de esa manifestación a la Unidad. A este respecto, Coomaraswamy recuerda, como dotado de la misma significacion, el simbolismo védico de los tres Rbhu, quienes, de la copa (pâtra) única de Tvashtr hicieron cuatro copas (y va de suyo, que la forma de la copa es hemisférica, como la del domo); el número ternario, que interviene aquí como intermediario entre el cuaternario y la Unidad, significa particularmente, en este caso, que solo por medio de las tres dimensiones del espacio el “uno” originario puede convertirse en “cuatro”, lo que está figuraído exactamente por el símbolo de la cruz de tres dimensiones. El proceso inverso está representado igualmente por la leyenda del Buddha, quien, habiendo recibido cuatro escudillas de limosna de los Mahârâja de los cuatro puntos cardinales, hizo de ellas una sola, lo cual indica que, para el ser “unificado”, el “Graal” (para emplear el término tradicional occidental, que designa evidentemente el equivalente de ese pâtra) es de nuevo único, como lo era en un principio, es decir, en el punto de partida de la manifestación cósmica (Con respecto a Tvashtri y los tres Rbhu (respectivamente el Constructor divino védico, literalmente ‘Carpintero’, y los tres Artesanos divinos, literalmente ‘los Hábiles’), considerados como una tríada de “artistas”, notemes que, en las reglas establecidas por la tradición hindú para la construcción de un edificio, se encuentran en cierto modo los correspondientes de esos personajes en el arquitecto (sthápati) y sus tres compañeros o asistentes, el agrimensor (sûtragrâhi), el constructor (várdhakî) y el carpintero de obra (tákshaka); podrían también encontrarse los equivalentes de este ternario en la masonería, donde, ademas, en un aspecto “inverso”, se convierte en el de los “malos compañeros” que matan a Hiram). 458 SFCS EL SIMBOLISMO DE LA CÚPULA
Dicho esto, volvamos a la estructura vertical: como lo hace notar Coomaraswamy, ésta debe considerarse íntegramente en relación con un eje central; lo mismo ocurre, evidentemente, en el caso de una cabaña, cuyo techo en forma de domo está soportado por un poste que une la sumidad del techo con el suelo, y también el de ciertos stûpa cuyo eje está figurado en el interior, y a veces incluso se prolonga por lo alto más allá de la cúpula. Empero, no es necesario que ese eje esté siempre representado así materialmente, tal como tampoco lo está en realidad, en ningún lugar, el “Eje del Mundo”, del cual aquél es imagen; lo que importa es que el centro del suelo ocupado por el edificio, es decir, el punto situado directamente debajo de la sumidad de la cúpula, se identifica siempre virtualmente con el “Centro del Mundo”; éste, en efecto, no es un “lugar” en el sentido topográfico y literal del término, sino en un sentido trascendente y principial, y, por consiguiente, puede realizarse en todo “centro” regularmente establecido y consagrado, de donde la necesidad de los ritos que hacen de la construcción de un edificio una verdadera imitación de la formación misma del mundo (A veces, la cúpula misma puede no existir en la construcción sin que empero se altere el sentido simbólico de ella; queremos aludir al tipo tradicional de casa dispuesta en cuadrado en torno de un patio interior; la parte central está entonces a cielo abierto, pero, precisamente, la bóveda celeste misma desempeña en este caso el papel de una cúpula natural. Diremos de paso, a este respecto, que hay cierta relación, en una forma tradicional dada, entre la disposición de la casa y la constitución de la familia; así, en la tradición islámica, la disposición cuadrilátera de la casa (que normalmente debería estar enteramente cerrada hacia afuera, abriéndose las ventanas hacia el patio, interior) está en relación con la limitación del número de esposas a cuatro como máximo, teniendo entonces cada una de ellas por dominio propio uno de los lados del cuadrilátero). El punto de que se trata es, pues, un verdadero ómphalos (nâbhih prthivyâ (sánscrito: ‘ombligo de la tierra’)), en muchísimos casos, allí se sitúa el altar o el hogar, según se trate de un templo o de una casa; el altar, por lo demás, es, también en realidad un hogar, e, inversamente, en una civilización tradicional, el hogar debe considerarse como un verdadero altar doméstico; simbólicamente, en él se cumple la manifestación de Agni, y recordaremos a este respecto lo que hemos dicho acerca del nacimiento del Avatâra en el centro de la caverna iniciática, pues es evidente que la significación también aquí es la misma, siendo diferente solo la aplicación. Cuando se practica una abertura en la sumidad del domo, por ella escapa afuera el humo que se eleva del hogar; pero esto también, lejos de no tener sino una razón puramente utilitaria, como podrían imaginarlo los modernos, tiene, al contrario, un sentido simbólico muy profundo, que examinaremos a continuación, estableciendo aún con más precisión el significado exacto de esa sumidad del domo en los dos órdenes, “macrocósmico” y “microcósmico”. 460 SFCS EL SIMBOLISMO DE LA CÚPULA
Sabido es que la rueda, de modo general, constituye un símbolo del mundo: la circunferencia representa la manifestación, producida por la irradiación del centro; este simbolismo es, por otra parte, y naturalmente, susceptible de significaciones más o menos particularizadas, pues, en vez de aplicarse a la manifestación universal íntegra, puede aplicarse también solo a determinado dominio de la manifestación. Un ejemplo particularmente importante de este último caso es aquel en que se encuentran asociadas dos ruedas como correspondientes a partes diferentes del conjunto cósmico; esto se refiere al simbolismo del carro, tal como se lo encuentra particularmente, en frecuentes ocasiones, en la tradición hindú; Ananda K. Coomaraswamy ha expuesto este simbolismo en varias oportunidades, y también, con motivo del chhatra y del ushnîsha, en un artículo de The Poona Orientalist (número de abril de 1938), del cual tomamos algunas de las consideraciones siguientes. 465 SFCS LA CÚPULA Y LA RUEDA
En razón de ese simbolismo, la construcción de un carro es propiamente, al igual que la construcción arquitectónica de que hablábamos antes, la realización “artesanal” de un modelo cósmico; apenas necesitamos recordar que, en virtud de consideraciones de este orden, los oficios poseen en una civilización tradicional un valor espiritual y un carácter verdaderamente “sagrado”, y que por eso pueden servir normalmente de “soporte” a una iniciación. Por otra parte, entre las dos construcciones de que se trata hay un exacto paralelismo, como se ve ante todo observando que el elemento fundamental del carro es el eje (aksha, palabra idéntica a axis, ‘eje’), que representa aquí el “Eje del Mundo” y equivale así al pilar (skambha) central de un edificio, al cual todo el conjunto de éste debe ser referido. Poco importa, por lo demás, como hemos dicho, que ese pilar esté figurado materialmente o no; análogamente, se dice en ciertos textos que el eje del carro cósmico es solamente un “hálito separador” (vyâna) que, ocupando el espacio intermedio (antaryaksha), mantiene el Cielo y la Tierra en sus “lugares” respectivos (A esto corresponde exactamente, en la tradición extremo-oriental, la comparación del cielo y de la tierra con las dos planchas de un fuelle. El antariksha corresponde además, en la tradición hebrea, al “firmamento en medio de las aguas” que separa las aguas inferiores de las superiores (Génesis, I, 6); la idea expresada en latín por la palabra firmamentum corresponde por otra parte al carácter “adamantino” frecuentemente atribuido al “Eje del Mundo”), y que, por otra parte, a la vez que así los separa también los une como un puente (setu) y permite pasar de uno a otro (Se encuentran aquí con toda nitidez las dos significaciones complementarias del bárzaj en la tradición islámica (el ‘intervalo’ o ‘istmo’ que une y separa; cf. nota 5 del cap. XXXII (N. del T) )). Las dos ruedas, situadas en los dos extremos del eje, representan entonces, en efecto, el Cielo y la Tierra; y el eje se extiende de la una a la otra, así como el pilar central se extiende del suelo a la sumidad de la bóveda. Entre las dos ruedas, y soportada por el eje, está la “caja” (koça) del carro, en la cual, desde otro punto de vista, el piso corresponde también a la Tierra, la armazón lateral al espacio intermedio, y el techo al Cielo; como el piso del carro cósmico es cuadrado o rectangular y el techo, en forma de domo, se encuentra también aquí la estructura arquitectónica estudiada anteriormente. 466 SFCS LA CÚPULA Y LA RUEDA
En razón de su simbolismo “celeste”, el parasol es una de las insignias de la realeza; es, inclusive, propiamente hablando, un emblema del Chakravarti o monarca universal (Recordaremos, a este respecto, que la designación misma de Chakravarti se refiere al simbolismo de la rueda) y, si se lo atribuye también a los soberanos ordinarios, es solo en cuanto éstos representan en cierto modo a aquél, cada uno en el interior de su propio dominio, participando así de su naturaleza e identificándosele en su función cósmica (Hemos aludido anteriormente a la función cósmica reconocida al Emperador por la tradición extremo-oriental; va de suyo que aquí se trata de lo mismo; y, en conexión con lo que acabamos de decir sobre la significación del parasol, haremos notar que en China el cumplimiento de los ritos integrantes del “culto del Cielo” estaba reservado al Emperador exclusivamente (cf. La Grande Triade, cap. XVII)). Ahora, importa señalar que, por una estricta aplicación del sentido inverso de la analogía, el parasol, en el uso ordinario que de él se hace en el “mundo de abajo”, es una protección contra la luz, mientras que, en cuanto representa al cielo, sus varillas son, por el contrario, los rayos de la luz mismos; y, por supuesto, en este sentido superior debe entendérselo cuando es atributo de realeza. Una observación semejante se aplica también al ushnîsha, entendido en su sentido primitivo como un tocado: éste tiene comúnmente por función proteger contra el calor, pero, cuando se lo atribuye simbólicamente al sol, representa, inversamente, lo que irradia el calor (y este doble sentido está contenido en la etimología misma de la palabra ushnîsha); agreguemos que precisamente según su significación “solar” el ushnîsha, que es propiamente un turbante y puede ser también una corona, lo que en el fondo es la misma cosa (En la tradición islámica, el turbante, considerado más en particular como marca distintiva del sheij (sea en el orden exotérico o en el esotérico) se designa corrientemente como tâdj el-Islâm; es, pues, una corona (tâdj), la cual en este caso constituye un signo, no del poder temporal, como la de los reyes, sino de una autoridad espiritual. Recordemos también, con motivo de la relación entre la corona y los rayos solares, la estrecha vinculación existente entre su simbolismo y el de los cuernos, del cual ya hemos hablado, (cap. XXVIII)), constituye igualmente, como el parasol, una insignia de la realeza; una y otro están así asociados al carácter de “gloria” inherente a ésta, en vez de responder a una simple necesidad práctica, como en el hombre ordinario. 468 SFCS LA CÚPULA Y LA RUEDA
En el curso de su estudio sobre el simbolismo del domo, Ananda K. Coomaraswamy ha señalado un punto particularmente digno de atención en lo que concierne a la figuración tradicional de los rayos solares y su relación con el “Eje del Mundo”: en la tradición védica, el sol está siempre en el centro del Universo y no en su punto más alto, aunque, desde un punto cualquiera, aparezca empero como situado en la “cúspide del árbol” (Hemos indicado en otras oportunidades la representación del sol, en diferentes tradiciones, como el fruto del “Árbol de Vida”), y esto es fácil de comprender si se considera al Universo como simbolizado por la rueda, pues entonces el sol se encuentra en el centro de ésta y todo estado de ser se halla en su circunferencia (Esta posición central y, por consiguiente, invariable del sol le da aquí el carácter de un verdadero “polo”, a la vez que lo sitúa constantemente en el cenit con respecto a cualquier punto del Universo). Desde cualquier punto de esta última, el “Eje del Mundo” es a la vez un radio del círculo y un rayo de sol, y pasa geométricamente a través del sol para prolongarse más allá del centro y completar el diámetro; pero esto no es todo, y el “Eje del Mundo” es también un “rayo solar” cuya prolongación no admite ninguna representación geométrica. Se trata aquí de la fórmula según la cual el sol se describe como dotado de siete rayos; de éstos, seis, opuestos dos a dos, forman el trivid vajra (‘triple vajra’), es decir, la cruz de tres dimensiones; los que corresponden al cenit y al nadir coinciden con nuestro “Eje del Mundo” (skambha), mientras que los que los que corresponden al norte y al sur, al este y al oeste, determinan la extensión de un “mundo” (loka) figurado por un plano horizontal. En cuanto al “séptimo rayo”, que pasa a través del sol, pero en otro sentido que el antes indicado, para conducir a los mundos suprasolares (considerados como el dominio de la “inmortalidad”), corresponde propiamente al centro y, por consiguiente, no puede ser representado sino por la intersección misma de los brazos de la cruz de tres dimensiones (Es de notar que, en las figuraciones simbólicas del sol de siete rayos, en especial en antiguas monedas indias, aunque esos rayos no estén todos forzosamente trazados en disposición circular en torno del disco central, el “séptimo rayo” se distingue de los otros por una forma netamente diferente); su prolongación allende el sol no es representable en modo alguno, y esto corresponde precisamente al carácter “incomunicable” e “inexpresable” de aquello de que se trata. Desde nuestro punto de vista, y desde el de todo ser situado en la “circunferencia” del Universo, ese rayo termina en el sol mismo y se identifica en cierto modo con él en tanto que centro, pues nadie puede ver a través del disco solar por ningún medio físico o psíquico que fuere, y ese paso “allende el sol” (que es la “última muerte” y el paso a la “inmortalidad” verdadera) no es posible sino en el orden puramente espiritual. 474 SFCS LA PUERTA ESTRECHA
Ahora, lo que importa señalar, para vincular estas consideraciones con las que hemos expuesto anteriormente, es esto: por ese “séptimo rayo” está vinculado directamente al sol el “corazón” de todo ser particular; él es, pues, el “rayo solar” por excelencia, el sushumna por el cual esa conexión se establece de modo constante e invariable (Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XX); y él es también el sûtrâtmâ (‘hilo del Âtmâ’) que une todos los estados del ser entre sí y con su centro total (A esto se refiere, en la tradición islámica, uno de los sentidos de la palabra es-sirr, literalmente, ‘el secreto’, empleada para designar lo que hay de más central en todo ser, y a la vez su relación directa con el “Centro supremo”, ello en razón de ese carácter de “incomunicabilidad” a que acabamos de aludir). Para quien ha retornado al centro de su propio ser, ese “séptimo rayo” coincide necesariamente con el “Eje del Mundo”, y del tal se dice que para él “el Sol se levanta siempre en el cenit y se pone en el nadir” (Chhândogya-Upânishad, Prapàthaka 3º Khanda 8º çruti 10). Así, aunque el “Eje del Mundo” no sea actualmente ese “séptimo rayo” para un ser cualquiera situado en tal o cual punto particular de la circunferencia, lo es siempre, empero, virtualmente, en el sentido de que tiene la posibilidad de identificarse con él por medio de ese retorno al centro, cualquiera sea, por otra parte, el estado de existencia en que ese retorno se efectúe. Podría decirse también que ese “séptimo rayo” es el único “Eje” verdaderamente inmutable, el único que, desde.el punto de vista universal, pueda designarse verdaderamente con ese nombre, y que todo “eje” particular, relativo a una situación contingente, no es realmente “eje” sino en virtud de esa posibilidad de identificación con él; y esto es, en definitiva, lo que da toda su significación a cualquier representación simbólicamente localizada del “Eje del Mundo”, por ejemplo aquella que hemos considerado antes en la estructura de los edificios construidos según reglas tradicionales, y en especial de aquellos que están coronados por un techo en forma de cúpula, pues precisamente a este tema de la cúpula o el domo debemos volver ahora. 475 SFCS LA PUERTA ESTRECHA
La correspondencia “microcósmica” de esta “puerta solar” es fácil de descubrir, sobre todo si se recuerda la similitud del domo con el cráneo humano, que hemos mencionado anteriormente ( (Ver cap. XL: “La cúpula y la rueda”)): la sumidad del domo es la “coronilla” de la cabeza, es decir, el punto donde termina la “arteria coronal” sutil o sushumnâ, que está en la prolongación directa del rayo solar llamado análogamente sushumna, y que, inclusive, no es en realidad, al menos virtualmente, sino su porción axial, “intrahumana” si es dado expresarse así. Este punto es el orificio llamado Brahma-randhra, por el cual escapa el espíritu del ser en vías de liberación, cuando se han roto los vínculos que lo unían al compuesto corpóreo y psíquico humano (en tanto que jîvâtmâ) (A esto se refiere, de modo muy neto, el rito de trepanación póstuma, cuya existencia se ha comprobado en muchas sepulturas prehistóricas, y que incluso se ha conservado hasta épocas mucho más recientes entre ciertos pueblos; por otra parte, en la tradición cristiana, la tonsura de los sacerdotes, cuya forma es también la del disco solar y la del “ojo” de la cúpula, se refiere manifiestamente al mismo simbolismo ritual); y va de suyo que esta vía está exclusivamente reservada al caso del ser “cognoscente” (vid-vân), para quien el “eje” se ha identificado efectivamente con el “séptimo rayo”, y que desde entonces está presto para salir definitivamente del “cosmos”, pasando “allende el Sol”. 477 SFCS LA PUERTA ESTRECHA
Con respecto a las ocho direcciones, hemos señalado una concordancia entre formas tradicionales diferentes, la cual, aunque referida a otro orden de consideraciones que el que teníamos particularmente en vista, nos parece demasiado digna de atención para abstenernos de citarla: Luc Benoist señala (Op. cit., p. 79) que “en el Scivias de Santa Hildegarda, el trono divino que rodea los mundos está representado por un círculo sostenido por ocho ángeles”. Ahora bien; ese “trono que rodea el mundo” es una traducción lo más exacta posible de la expresión árabe “el-‘Arsh el-Muhît” (‘el Trono que envuelve o engloba’, o ‘el Trono de Aquel que envuelve o engloba’), y una representación idéntica se encuentra también en la tradición islámica, según la cual ese trono está igualmente sostenido por ocho ángeles, que, según lo hemos explicado en otro lugar ( “Note sur l’angélologie de l’alphabet arabe”, en É. T., agosto-septiembre de 1938. (Texto que será incluido en la compilación póstuma Tradition primordiale et formes particulières)), corresponden a la vez a las ocho direcciones del espacio y a grupos de letras del alfabeto árabe; deberá reconocerse que tal “coincidencia” es más bien asombrosa. Aquí, ya no se trata del mundo intermedio, a menos que pueda decirse que la función de esos ángeles establece una conexión entre ese mundo y el celeste; como quiera que fuere, ese simbolismo puede vincularse, empero, en cierto respecto por lo menos, con el que precede, recordando el texto bíblico según el cual Dios “hace de los Vientos sus mensajeros” (Salmo XIV, 4. (Cf. igualmente Corán: Dios “envía los Vientos como buena nueva anunciadora de Su Misericordia”, VII, 57; XXV, 48; XXVII, 63)), y teniendo presente que los ángeles son literalmente los “mensajeros” divinos. 486 SFCS EL OCTÓGONO
El simbolismo de la “piedra angular”, en la tradición cristiana, se basa en este texto: “Piedra que rechazaron los constructores se ha convertido en piedra de ángulo”, o, más exactamente, “en cabeza de ángulo” (caput anguli) (Salmo CVIII, 22; San Mateo, XXI, 42; San Marcos, XII, 10; San Lucas, XX, 17). Lo extraño es que este simbolismo casi siempre se comprende mal, a consecuencia de una confusión que se hace comúnmente entre esa “piedra angular” y la “piedra fundamental”, a la cual se refiere este otro texto, más conocido aún: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (San Mateo, XVI, 18). Tal confusión es extraña, decimos, pues desde el punto de vista específicamente cristiano equivale de hecho a confundir a San Pedro con Cristo mismo, ya que éste es el expresamente designado como la “piedra angular”, según lo muestra este pasaje de San Pablo, el cual, además, la distingue netamente de los “fundamentos” del edificio: “(sois) edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra angular (summo angulare lapide) el mismo Cristo Jesús, en la cual todo el edificio, armónicamente trabado, se alza hasta ser templo santo en el Señor, en el cual también vosotros sois juntamente edificados (coaedificamini) para ser morada de Dios en el Espíritu” (Efesios, 11, 20-22). Si la confusión a que nos referimos fuese específicamente moderna no cabría sin duda extrañarse en demasía, pero parece encontrársela ya en tiempos en que no es posible atribuirla pura y simplemente a ignorancia del símbolismo; nos vemos, pues, llevados a preguntarnos si en realidad no se trataría más bien, en el origen, de una “sustitución” intencional, explicable por el papel de San Pedro como “sustituto” o “vicario” de Cristo (vicarius, correspondiente en este sentido al árabe jalîfah); de ser así, esa manera de “velar” el simbolismo de la “piedra angular” parecería indicar que se lo consideraba contener algo de particularmente misterioso, y se verá en seguida que tal suposición está lejos de ser injustificada (La “sustitución” pudo haber sido favorecida también, por la similitud fónica existente entre el nombre hebreo (arameo) Kêfáh, ‘piedra’, y la palabra griega kephalê, ‘cabeza’; pero no hay entre ambos vocablos otra relación, y el fundamento de un edificio no puede identificarse, evidentemente, con su “cabeza”, es decir, con su sumidad, lo que equivaldría a invertir el edificio íntegro; por otra parte, cabría preguntarse también si esa “inversión” no tiene alguna correspondencia simbólica con la crucifixión de san Pedro, cabeza abajo). Como quiera que fuere, hay en esa identificación de las dos piedras, inclusive desde el punto de vista de la simple lógica, una imposibilidad que aparece claramente desde que se examinan con un poco de atención los textos que hemos citado: la “piedra fundamental” es aquella que se pone primero, al comienzo mismo de la construcción de un edificio (y por eso se la llama también “primera piedra”) (Esta piedra debe situarse en el ángulo nordeste del edificio; notaremos a este propósito que cabe distinguir, en el simbolismo de san Pedro, varios aspectos o funciones a las cuales corresponden “situaciones” diferentes, pues, por otra parte, en cuanto ianitor (‘portero’), su lugar está en occidente, donde se encuentra la entrada de toda iglesia normalmente orientada; además, San Pedro y San Pablo están también representados como las dos “columnas” de la Iglesia, y entonces se los figura habitualmente al uno con las llaves y al otro con la espada, en la actitud de dos dvârapâla (vaksha o ‘genios’ que guardan el umbral de ciertas puertas sagradas, en el hinduismo)); ¿cómo, pues, podría ser rechazada durante la misma construcción? Para que sea así, es preciso, al contrario, que la “piedra angular” sea tal que no pueda encontrar aún su ubicación; en efecto, según veremos, no puede encontrarla sino en el momento de acabarse el edificio íntegro, y así se convierte realmente en “cabeza de ángulo”. 490 SFCS LA “PIEDRA ANGULAR”
El equívoco implicado en una expresión tal como corner-stone reposa en definitiva en los diferentes sentidos posibles del término “ángulo”; Coomaraswamy señala que, en diversas lenguas, las palabras que significan ‘ángulo’ están a menudo en relación con otras que significan ‘cabeza’ y ‘extremidad’: en griego, kephalè, ‘cabeza’ o, en arquitectura, ‘capitel’ (capitulum, diminutivo de caput), no puede aplicarse sino a una sumidad; pero ákros (sánscrito agra) puede indicar una extremidad en cualquier dimensión, es decir, en el caso de un edificio, tanto la sumidad a la cual designa, es verdad, más habitualmente, como cualquiera de los cuatro ángulos o esquinas (la palabra correspondiente en francés, coin, está etimológicamente emparentada con el griego gônía, ‘ángulo’ (mientras que “esquina” procede del árabe rukn, ‘ángulo’)). Pero todavía más importante, desde el punto de vista de los textos concernientes a la “piedra angular” en la tradición judeocristiana, es la consideración de la palabra hebrea que significa ‘ángulo’: esa palabra es pinnáh, y se la encuentra en las expresiones eben pinnáh, ‘piedra angular’, y ro’sh pinnáh, ‘cabeza de ángulo’; y resulta particularmente notable que, en sentido figurado, la misma palabra se emplea para significar ‘jefe’: una expresión que designa a los ‘jefes del pueblo’ (pinnôt ha-‘am) está literalmente traducida en la Vulgata por anguli populorum (I Samuel, XIV, 38; la versión griega de los Setenta emplea igualmente aquí la palabra gônia). Un ‘jefe’ o ‘caudillo’ es etimológicamente el ‘cabeza’ (caput), y pinnáh se relaciona, por su raíz, con penè, que significa ‘faz’; la relación estrecha entre las ideas de “cabeza” y de “faz” es evidente, y, además, el término “faz” pertenece a un simbolismo de muy general difusión, que merecería examinarse aparte (Cf. A. M. Hocart, Les Castes, pp. 151-54, acerca de la expresión “faces de la tierra” empleada en las islas Fiji para designar a los jefes. La palabra griega Kárai servía, en los primeros siglos del cristianismo, para designar las cinco “faces” o “caras” o “cabezas” de la Iglesia, es decir, los cinco patriarcados principales, cuyas iniciales reunidas formaban precisamente esa palabra: Constantinopla, Alejandría, Roma, Antioquía, Jerusalén ( = Ierousalêm)). Otra idea conexa es también la de “punta” (que se encuentra en el sánscrito agra, el griego ákros, el latín acer y acies); ya hemos hablado del simbolismo de las puntas con motivo del de las armas y los cuernos (Cabe advertir que la palabra inglesa corner es evidentemente un derivado de corne (francés, ‘cuerno’)), y hemos visto que se refiere a la idea de extremidad, pero más en particular en lo que concierne a la extremidad superior, es decir, al punto más elevado o sumidad; todas estas vinculaciones no hacen, pues, sino confirmar lo que hemos dicho sobre la situación de la “piedra angular” en la sumidad del edificio: aun si hay otras “piedras angulares” en el sentido más general de esta expresión (En este sentido, las cuatro piedras angulares no existen solamente en la base, sino también en un nivel cualquiera de la construcción; y esas piedras son todas de la misma forma común, rectilínea y rectangular (es decir, talladas on the square, pues la palabra square tiene la doble significación de ‘escuadra’ y ‘cuadrado’), contrariamente a lo que ocurre en el caso único de la keystone), solo aquélla es en realidad “la piedra angular” por excelencia. 493 SFCS LA “PIEDRA ANGULAR”
Empero, antes de llegar a ello, nos falta elucidar una cuestión accesoria: acabamos de decir que la “piedra cimera” puede no ser una “clave de bóveda” en todos los casos, y, en efecto, no lo es sino en una construcción cuya parte superior es en forma de cúpula; en cualquier otro caso, por ejemplo el de un edificio coronado por un techo en punta o en forma de tienda, no deja de haber una “última piedra” que, colocada en la sumidad, desempeña a este respecto el mismo papel que la “clave de bóveda” y, por consiguiente, corresponde también a ésta desde el punto de vista simbólico, sin que empero sea posible designarla con ese nombre; lo mismo ha de decirse del caso especial del pyramídion, al cual hemos aludido ya en otra ocasión. Debe quedar bien claro que, en el simbolismo de los constructores medievales, que se apoya en la tradición judeocristiana y se vincula con la construcción del Templo de Salomón como su prototipo (Las “leyendas” del Compagnonnage (‘compañerazgo’, organización artesanal de origen medieval, emparentada con la masonería), en todas sus ramas, dan fe de ello, así como las “superviviencias” propias de la antigua masonería operativa, que hemos considerado aquí), consta, en lo que concierne a la “piedra angular”, que es una “clave de bóveda”; y, si la forma exacta del Templo de Salomón ha podido dar lugar a discusiones desde el punto de vista histórico, es seguro, en todo caso, que esa forma no era la de una pirámide; son éstos hechos que hay que tener necesariamente en cuenta en la interpretación de los textos bíblicos referentes a la “piedra angular” (Así, pues, no podría tratarse de ningún modo, como algunos pretenden, de una alusión a un incidente ocurrido durante la construcción de la “Gran Pirámide” y con motivo del cuál ésta habría quedado inconclusa, lo que, por otra parte, es una hipótesis harto dudosa en sí y una cuestión histórica probablemente insoluble; además esa “inconclusión” misma estaría en contradicción directa con el simbolismo según el cual la piedra que había dido rechazada toma finalmente su lugar eminente como “cabeza del ángulo”). El pyramídion, es decir, la piedra que forma la punta superior de la pirámide, no es en modo alguno una “clave de bóveda”; no por eso deja de ser el “coronamiento” del edificio, y cabe señalar que reproduce su forma íntegra en modo reducido, como si todo el conjunto de la estructura estuviera así sintetizado en esa piedra única; la expresión “cabeza de ángulo”, en sentido literal, le conviene perfectamente, así como el sentido figurado del nombre hebreo del “ángulo” para designar el “jefe” o “cabeza”, tanto más cuanto que la pirámide, partiendo de la multiplicidad de la base para culminar gradualmente en la unidad de la cúspide, se toma a menudo como el símbolo de una jerarquía. Por otra parte, según lo que hemos explicado anteriormente acerca del vértice y los cuatro ángulos de la base en conexión con el significado de la palabra árabe rukn, podría decirse que la forma de la pirámide está contenida implícitamente en toda estructura arquitectónica; el simbolismo “solar” de esta forma, que hemos indicado en esa oportunidad, se encuentra aún más particularmente expresado en el pyramídion, como lo muestran diversas descripciones arqueológicas citadas por Coomaraswamy: el punto central o el vértice corresponde al sol mismo, y las cuatro caras (cada una comprendida entre dos “rayos” extremos que delimitan el dominio representado por ella) corresponden a otros tantos aspectos secundarios del mismo sol, en relación con los cuatro puntos cardinales, hacia los cuales las cuatro caras se orientan respectivamente. Pese a todo ello, no es menos verdad que el pyramídion constituye solamente un caso particular de “piedra angular” y no la representa sino en una forma tradicional especial, la de los antiguos egipcios; para responder al simbolismo judeocristiano de dicha piedra, que pertenece a otra forma tradicional sin duda alguna muy distinta de aquélla, le falta un carácter esencial, que es el de ser una “clave de bóveda”. 498 SFCS LA “PIEDRA ANGULAR”
Dicho esto, podemos volver a la figuración de la “piedra angular” en forma de diamante: A. Coomaraswamy, en el artículo a que nos hemos referido, parte de una observación que se ha hecho con respecto al término alemán Eckstein, el cual, precisamente, significa a la vez ‘piedra angular’ y ‘diamante’ (Stoudt, “Consider the lilies, how they grow”, respecto de la significación de un motivo ornamental en forma de diamante, explicado por escritos donde se habla de Cristo como del Eckstein. El doble sentido de la palabra se explica, verosímilmente, desde el punto de vista etimológico, por el hecho de que pueda entendérsela a la vez como “piedra de ángulo” y como “piedra en ángulos”, es decir, facetada; pero, por supuesto, esta explicación nada quita al valor de la ralación simbólica indicada por la reunión de ambos significados en la misma palabra); y recuerda a este respecto las significaciones simbólicas del vajra, que hemos considerado ya en diversas. oportunidades: de modo general, la piedra o el metal considerado más duro y brillante ha sido tomado, en diferentes tradiciones, como “símbolo de indestructibilidad, invulnerabilidad, estabilidad, luz e inmortalidad”; y, en particular, estas cualidades se atribuyen muy a menudo al diamante. La idea de “indestructibilidad” o de “indivisibilidad” (una y otra estrechamente vinculadas, y expresadas en sánscrito por la misma palabra, ákshara) convienen evidentemente a la piedra que representa el principio único del edificio (pues la unidad verdadera es esencialmente indivisible); la de “estabilidad”, que, en el orden arquitectónico, se aplica propiamente a un pilar, conviene por igual a esa misma piedra considerada como el capitel del “pilar axial”, que a su vez simboliza el “Eje del Mundo”; y éste, al cual Platón, particularmente, describe como un “eje de diamante”, es también, por otra parte, un “pilar de luz” (como símbolo de Agni y como “rayo solar”); con mayor razón, esta última cualidad se aplica (“eminentemente”, podría decirse) a su “coronamiento”, que representa la fuente misma de la cual emana en cuanto rayo luminoso (El diamante no tallado tiene naturalmente ocho ángulos, y el poste sacrificial (yûpa) debe ser tallado “en ocho ángulos” (ashtâçri) para figurar el vajra (que se entiende aquí a la vez en su otro sentido de ‘rayo’); la palabra pâli attansa, literalmente, ‘de ocho ángulos’, significa a la vez ‘diamante’ y ‘pilar’). En el simbolismo hindú y búdico, todo cuanto tiene una significación “central” o “axial” está generalmente asimilado al diamante (por ejemplo, en expresiones como vajràsana, ‘trono de diamante’); y es fácil advertir que todas esas asociaciones forman parte de una tradición que puede llamarse verdaderamente universal. 499 SFCS LA “PIEDRA ANGULAR”
Hay más aún: el diamante se considera como la “piedra preciosa” por excelencia; y esta “piedra preciosa” es también, como tal, un símbolo de Cristo, que se encuentra aquí identificado a su otro símbolo, la “piedra angular”; o, si se prefiere, ambos símbolos están así reunidos en uno. Podría decirse entonces que esa piedra, en cuanto representa un “acabamiento” o un “cumplimiento” (Desde el punto de vista “constructivo”, es la “perfección” de la realización del plan del arquitecto; desde el punto de vista alquímico, es la “perfección” o fin último de la “Gran Obra”; hay exacta correspondencia entre uno y otro), es, en el lenguaje de la tradición hindú, un chintàmani, lo que equivale a la expresión alquímica de Occidente “piedra filosofal” (El diamante entre las piedras y el oro entre los metales son lo más precioso, y tienen además un carácter “luminoso” y “solar”; pero el diamante, al igual que la “piedra filosofal”, a la cual se asimila aquí, se considera como más precioso aún que el oro); y es muy significativo a este respecto que los hermetistas cristianos hablen a menudo de Cristo como la verdadera “piedra filosofal”, no menos que como la “piedra angular” (El simbolismo de la “piedra angular” se encuentra expresamente mencionado, por ejemplo, en diversos pasajes de las obras herméticas de Robert Fludd, citados por A. E. Waite, The Secret Tradition in Freemasonry, pp. 27-28; por otra parte, debe señalarse que tales pasajes contienen esa confusión con la “piedra fundamental” de que hablábamos al principio, lo que el autor que los cita dice por su cuenta acerca de la “piedra angular” en varios lugares del mismo libro tampoco es muy adecuado para esclarecer el punto, y no puede sino contribuir más bien a mantener la confusión indicada). Nos vemos reconducidos así a lo que decíamos anteriormente, con motivo de los dos sentidos en que puede entenderse la expresión árabe rukn el-arkàn, sobre la correspondencia existente entre el simbolismo arquitectónico y el alquímico; y, para terminar con una observación de alcance muy general este estudio ya largo, pero sin duda aún incompleto, pues el tema es de aquellos que son casi inagotables, podemos agregar que dicha correspondencia no es, en el fondo, sino un caso particular de la que existe análogamente, aunque de un modo quizá no siempre tan manifiesto, entre todas las ciencias y todas las artes tradicionales, pues en realidad todas ellas son otras tantas expresiones y aplicaciones diversas de las mismas verdades de orden principial y universal. 500 SFCS LA “PIEDRA ANGULAR”
Por lo demás, lo que parece aumentar aún la complejidad del simbolismo, pero en realidad puede dar la “clave” de ciertas conexiones, es lo siguiente: según hemos explicado ya en otro lugar, si el Graal es un vaso (grasale), es también un libro (gradale o graduale); y en ciertas versiones de la leyenda se trata, a este respecto, no precisamente de un libro propiamente dicho, sino de una inscripción trazada en la copa por un ángel o por el mismo Cristo. Ahora bien; inscripciones de origen igualmente “no humano” aparecen también en ciertas circunstancias en el lapsit exillis (Como en la “piedra negra” de Urga, que debía de ser, al igual que todas las “piedras negras” de todas las tradiciones, un aerolito, es decir, también una “piedra caída del cielo” (ver Le Roi du Monde, cap. I)); éste era, pues, una “piedra parlante”, es decir, si se quiere. una “piedra oracular”, pues si una piedra puede “hablar” produciendo sonidos, puede hacerlo igualmente (como el caparazón de tortuga en la tradición extremo-oriental) por medio de caracteres o figuras que se muestren en su superficie. Ahora bien: es también muy notable desde este punto de vista que la tradición bíblica menciona una “copa oracular”, la de José (Génesis, XLIV, 5), que podría, en este respecto al menos, considerarse como una de las formas del mismo Graal; y, cosa curiosa, se dice que otro José, José de Arimatea, llegó a ser poseedor o guardián del Graal y lo llevó de Oriente a Bretaña; es sorprendente que no se haya prestado nunca atención, al parecer, a estas “coincidencias”, harto significativas sin embargo (La “copa oracular” es en cierto modo el prototipo de los “espejos magicos”, y a este respecto debemos formular una observación importante: la interpretación puramente “mágica”, que reduce los símbolos a un puro carácter “adivinatorio” o “talismánico”, según los casos, señala determinada etapa en el proceso de degradación de esos símbolos, o más bien de la manera de comprendérselos, etapa por lo demás, menos avanzada —ya que pese a todo se refiere aún a una ciencia tradicional— que la desviación enteramente profana que no les atribuye sino un valor puramente “estético”; conviene agregar, por lo demás, que solo bajo la cobertura de esta interpretación “mágica” ciertos símbolos pueden ser conservados y trasmitidos, en estado de supervivencias “folklóricas”. Acerca de la “copa adivinatoria”, señalemos aún que la visión de todas las cosas como presentes, si se la entiende en su verdadero sentido (el único al cual pueda adjudicarse la “infalibilidad” de que se trata expresamente en el caso de José), está en relación manifiesta con el simbolismo del “tercer ojo”, y por lo tanto también con el de la piedra caída de la frente de Lucifer, donde ocupaba el lugar de aquél; por lo demás, también a causa de su caída perdió el hombre mismo el “tercer ojo”, es decir, el “sentido de la eternidad”, que el Graal restituye a quienes logran conquistarlo). 505 SFCS “LAPSIT EXILLIS”
Para volver al lapsit exillis, señalaremos que algunos lo han relacionado con la Lia Fail o ‘piedra del destino’; en efecto, era ésta también una “piedra parlante” y, además, podía ser en cierto modo una “piedra venida de los cielos”, ya que, según la leyenda irlandesa, los Tuatha de Danann la habría traído consigo de su primera morada, a la cual se atribuye un carácter “celeste” o al menos “paradisíaco”. Sabido es que esa Lia Fail era la piedra de consagración de los antiguos reyes de Irlanda, y que lo fue después la de los de Inglaterra, habiendo sido llevada por Eduardo I, según la opinión más comúnmente aceptada, a la abadía de Westminster; pero lo que puede parecer cuando menos singular es que, por otra parte, esa misma piedra haya sido identificada con la que Jacob consagró en Beyt-el (Cf. Le Roi du Monde, cap. IX). Esto no es todo: esa piedra de Jacob, según la tradición hebrea, parecería haber sido también la que siguió a los israelitas por el desierto y de donde manaba el agua de que ellos bebían (Éxodo, XVII, 5. La bebida dada por esta piedra debe relacionarse con el alimento provisto por el Graal considerado como “vaso de abundancia”), piedra que, según la interpretación de San Pablo, no era sino el mismo Cristo (I Corintios, X, 4. Se advertirá la relación existente entre la unción de la piedra por Jacob, la de los reyes en el momento de su consagración, y el carácter de Cristo o el Mesías, que es, propiamente, el “Ungido” por excelencia. (Khristós es la traducción griega del hebreo Mashiah, ‘ungido’)); habría sido después la piedra setiyáh o ‘fundamental’ colocada en el Templo de Jerusalén debajo del lugar del Arca de la Alianza (En el simbolismo de las Sefirót, esta “piedra fundamental” corresponde a Yesód (‘fundamento’); la “piedra angular”, sobre la cual volveremos en seguida, corresponde a Kéter (‘corona’)), marcando así simbólicamente el “centro del mundo”, como lo marcaba igualmente, en otra forma tradicional, el Ómphalos délfico (Cf. Le Roi du Monde, cap. IX. El Ómphalos es, por otra parte, un “betilo”, designación idéntica a Beyt-el o ‘casa de Dios’); y, puesto que estas identificaciones son evidentemente simbólicas, puede decirse con seguridad que en todo ello se trata, en efecto, de una misma y única piedra. 506 SFCS “LAPSIT EXILLIS”
La primera forma de este símbolo (fig. 15), llamada también a veces “cruz del Verbo” (La razón es, sin duda, de acuerdo con la significación general del símbolo, que éste se considera como figuración del Verbo que se expresa por los cuatro Evangelios; es de notar que, en esta interpretación, los Evangelios deben considerarse como correspondientes a cuatro puntos de vista (puestos simbólicamente en relación con los “cuadrantes” del espacio), cuya reunión es necesaria para la expresión integral del Verbo, así como las cuatro escuadras que forman la cruz se unen por sus vértices), está constituida por cuatro escuadras con los vértices vueltos hacia el centro; la cruz está formada por esas escuadras mismas o, más exactamente, por el espacio vacío que dejan entre sus lados paralelos, el cual representa en cierto modo las cuatro vías que parten del centro o se dirigen a él, según se las recorra en uno u otro sentido. Ahora bien; esta misma figura, considerada precisamente como la representación de una encrucijada, es la forma primitiva del carácter chino hsing, que designa los cinco elementos: se ven en él las cuatro regiones del espacio, correspondientes a los puntos cardinales y llamadas, efectivamente, “escuadras” (fang) (La escuadra es esencialmente, en la tradición extremo-oriental, el instrumento empleado para “medir la Tierra”; cf. La Grande Triade, caps, XV y XVI. Es fácil notar la relación existente entre esta figura y la del cuadrado dividido en nueve partes (ibid.. cap. XVI); basta, en efecto, para obtener éste, unir los vértices de las escuadras y trazar el perímetro para encuadrar la zona central), en torno de la región central, a la cual corresponde el quinto elemento. Por otra parte, debemos decir que estos elementos, pese a una similitud parcial de nomenclatura (Son el agua al norte, el fuego al sur, la madera al este, el metal al oeste y la tierra en el centro; se ve que hay tres designaciones comunes con los elementos de otras tradiciones, pero que la tierra no tiene la misma correspondencia espacial), no podrían en modo alguno identificarse con los de la tradición hindú y la Antigüedad occidental; así, para evitar toda confusión, valdría más, sin duda, como algunos han propuesto, traducir hsing por ‘agentes naturales’, pues son propiamente “fuerzas” que actúan sobre el mundo corpóreo y no elementos constitutivos de esos cuerpos mismos. No por ello deja de ser cierto, como resulta de sus respectivas correspondencias espaciales, que los cinco hsing pueden considerarse como los arkán de este mundo, así como los elementos propiamente dichos lo son también desde otro punto de vista, pero con una diferencia en cuanto a la significación del elemento central. En efecto, mientras que el éter, al no situarse en el plano de base donde se encuentran los otros cuatro elementos, corresponde a la verdadera “piedra angular”, la de la sumidad (rukn el-arkàn), la “tierra” de la tradición extremo-oriental debe ser puesta en correspondencia directa con la “piedra fundamental” del centro, de la cual hemos hablado anteriormente. (Por otra parte, debe señalarse a este respecto que el montículo elevado en el centro de una región corresponde efectivarnente al altar o al hogar situado en el punto central de un edificio). 514 SFCS El-ARKAN
En efecto, desde el punto de vista del simbolismo cristiano, ambas formas de gammádion se consideran igualmente como representaciones de Cristo, figurado por la cruz, en medio de los cuatro Evangelistas, figurados por las escuadras; el conjunto equivale, pues, a la conocida figuración de Cristo en medio de los cuatro animales de la visión de Ezequiel y del Apocalipsis (Estos cuatro animales simbólicos corresponden también, por otra parte, a los cuatro Mahârâja (‘grandes reyes’) que, en las tradiciones hindú y tibetana, son los regentes de los puntos cardinales y de los “cuadrantes” del espacio), que son los símbolos más corrientes de los Evangelistas (La antigua tradición egipcia, según una disposición enteramente análoga, figuraba a Horus en medio de cuatro hijos; por lo demás, en los primeros tiempos del cristianismo, Horus fue a menudo tomado en Egipto como un símbolo de Cristo) La asimilación de éstos a las piedras de base de los cuatro ángulos no está, por lo demás, en contradicción con el hecho de que, por otra parte, san Pedro sea expresamente designado como la “piedra de fundación” de la Iglesia; basta solo ver en ello la expresión de dos puntos de vista diferentes, uno referido a la doctrina y otro a la constitución de la Iglesia; y por cierto es incontestable que, en lo que concierne a la doctrina cristiana, los Evangelistas constituyen real y verdaderamente los fundamentos. 516 SFCS El-ARKAN
En la tradición islámica, se encuentra también una figura de disposición análoga, que comprende el nombre del Profeta en el centro y el de los cuatro primeros califas en los ángulos; también aquí, el Profeta, al aparecer como rukn el-arkàn, debe considerarse, del mismo modo que Cristo en la figuración precedente, como situado en otro nivel que el de la base y, por consiguiente, corresponde también en realidad a la “piedra angular” de la sumidad. Por otra parte, debe notarse que, desde los dos puntos de vista que acabamos de indicar en lo que concierne al cristianismo, esta figuración recuerda directamente la que considera a San Pedro como la “piedra de fundación”, pues es evidente que San Pedro, según ya lo hemos dicho, es también el jalîfa, es decir, el ‘vicario’ o ‘sustituto’ de Cristo. Solo que en este caso no se considera sino una sola “piedra de fundación”, es decir, aquella de las cuatro piedras de base de los ángulos que está colocada en primer lugar, sin llevar más lejos las correspondencias, mientras que el símbolo islámico de que se trata incluye esas cuatro piedras de base; la razón de esta diferencia es que los cuatro primeros califas tienen, en efecto, un papel especial desde el punto de vista de la “historia sagrada”, mientras que, en el cristianismo, los primeros sucesores de San Pedro no poseen ningún carácter que pueda, de modo comparable, distinguirlos netamente de todos los que siguieron después. Agregaremos aún que, en correspondencia con esos cinco arkàn manifestados en el mundo terrestre y humano, la tradición islámica considera también cinco arkàn celestes o angélicos, que son Djibrìl, Rufa’îl, Mika’îl, Isrâfîl y por último er-Rûh (respectivamente: ‘Gabriel’, ‘Rafael’, ‘Miguel’, ‘Serafín(?)’ y ‘el Espíritu’); este último, que, según hemos explicado en otras ocasiones, es idéntico a Metatrón, se sitúa igualmente en un nivel superior a los otros cuatro, que son como sus reflejos parciales en diversas funciones menos principiales o más particularizadas, y, en el mundo celeste, él es propiamente rukn el-arkàn, aquel que ocupa, en el límite que separa el Jalq (‘la Creación’) de el-Haqq (‘el Creador’), el “lugar” mismo solo por el cual puede efectuarse la salida del Cosmos. 517 SFCS El-ARKAN
Para comprender del modo más completo posible aquello de que se trata, conviene referirse ante todo a la tradición védica, más particularmente explícita a este respecto: según ella, “lo disperso” son los miembros del Púrusha (‘Hombre’) primordial, que fue dividido en el primer sacrificio realizado por los Deva al comienzo, y del cual nacieron, por esa división misma, todos los seres manifestados (Ver RG–Veda, X, 90). Es evidente que se trata de una descripción simbólica del paso de la unidad a la multiplicidad, sin el cual, efectivamente, no podría haber manifestación alguna; y ya puede advertirse que la “reunión de lo disperso”, o la reconstitución del Púrusha tal como era “antes del comienzo”, si cabe expresarse así, o sea en el estado de no-manifestación, no es otra cosa que el retorno a la unidad principial. Ese Púrusha es idéntico a Prajàpati, el “Señor de los seres producidos”, todos ellos surgidos de él y por consiguiente considerados en cierto sentido, como su “progenitura” (La palabra sánscrita prâya es idéntica a la latina progenies); es también Viçvakarma, o sea el “Gran Arquitecto del Universo”, y, en cuanto tal, él mismo realiza el sacrificio del cual es la víctima (En la concepción cristiana del sacrificio, Cristo es también a la vez la víctima y el sacerdote por excelencia); y, si se dice que es sacrificado por los Deva esto no constituye en realidad ninguna diferencia, pues los Deva no son en suma sino las “potencias” que porta en sí mismo (Comentando el pasaje del himno del RG–Veda que hemos mencionado, en el cual se dice que “por el sacrificio ofrecieron el sacrificio los Deva”. Sàyana señala que los Deva (‘dioses’) son las formas del hálito (prâna-rûpa) de Prajàpati (el ‘Señor de los seres producidos’, o sea el “Hombre universal”, determinación del Principio en cuanto formador del universo manifestado). Cf. lo que hemos dicho acerca de los ángeles en “Monothéisme et Angélologie” (E. T., octubre-noviembre de 1946. Estos son. en las tradiciones judaica, cristiana e islámica, el exacto equivalente de los Deva en la tradición hindú). Es claro que, en todo esto, se trata siempre de aspectos del Verbo Divino, con el cual en última instancia se identifica el “Hombre universal”). 522 SFCS “REUNIR LO DISPERSO”
Hemos dicho ya, en diversas ocasiones, que todo sacrificio ritual debe considerarse como una imagen de ese primer sacrificio cosmogónico; y, también, en todo sacrificio, según ha señalado A. K. Coomaraswamy, “la víctima, como lo muestran con evidencia los Bràhmana, es una representación del sacrificador, o, como lo expresan los textos, es el sacrificador mismo; de acuerdo con la ley universal según la cual la iniciación (dîkshâ) es una muerte y un renacimiento, es manifiesto que “el iniciado es la oblación” (Tattirîya-Sámhitâ, VI, 1, 4, 5), “la víctima es sustancialmente el sacrificador mismo” (Aitareya-Bràhmana, II, 11)” (Atmâyajña: Self-sacrifice”, en el Harvard Journal of Asiatic Studies, número de febrero de 1942). Esto nos reconduce directamente al simbolismo masónico del grado de Maestro, en el cual el iniciado se identifica, en efecto, con la víctima; por otra parte, se ha insistido a menudo sobre las relaciones de la leyenda de Hiram con el mito de Osiris, de modo que, cuando se trata de “reunir lo disperso”, puede pensarse inmediatamente en Isis cuando reunía los miembros dispersos de Osiris; pero, precisamente, en el fondo, la dispersión de los miembros de Osiris es lo mismo que la de los miembros de Púrusha o de Prajàpati: no son, podría decirse, sino dos versiones de la descripción del mismo proceso cosmogónico en dos formas tradicionales diferentes. Cierto que, en el caso de Osiris y en el de Hiram, no se trata ya de un sacrificio, al menos explícitamente, sino de un asesinato; pero esto mismo no introduce ningún cambio esencial, pues es realmente una misma cosa encarada así en dos aspectos complementarios: como un sacrificio, en su aspecto “dévico”, y como un asesinato, en su aspecto “asúrico” (Cf. también, en los misterios griegos, la muerte y desmembramiento de Zagréus por los Titanes; sabido es que éstos constituyen el equivalente de los Ásura en la tradición hindú. Quizá no sea inútil señalar que, por otra parte, inclusive el lenguaje corriente aplica el término “víctima” tanto en los casos de sacrificio como en los de homicidio); nos limitamos a señalar este punto incidentalmente, pues no podríamos insistir en él sin entrar en largos desarrollos, ajenos a nuestro tema actual. 523 SFCS “REUNIR LO DISPERSO”
Sería inútil repetir a este respecto todas las consideraciones que ya hemos expuesto en otros lugares acerca del yin-yang; recordaremos solo de modo más particular que no hay que ver en ese simbolismo, ni en el reconocimiento de las dualidades cósmicas expresadas por él, la afirmación de ningún “dualismo”, pues si tales dualidades existen real y verdaderamente en su orden, sus términos no dejan por eso de derivarse de la unidad de un mismo principio (el T’ai-Ki de la tradición extremo-oriental). Es éste, en efecto, uno de los puntos más importantes, porque él sobre todo da lugar a falsas interpretaciones; algunos han creído poder hablar de “dualismo”: con motivo del yin-yang, probablemente por incomprensión, pero quizá también, a veces, con intenciones de carácter más o menos sospechoso; en todo caso, por lo que se refiere al “piso de mosaico”, tal interpretación es propia lo más a menudo de los adversarios de la masonería, que querrían basar en ello una acusación de “maniqueísmo” (Tales personas, si fueran lógicas, deberían abstenerse con el mayor cuidado, en virtud de lo que decíamos más arriba, de jugar al ajedrez para no correr el riesgo de caer bajo la misma acusación; ¿no basta esta simple observación para mostrar la completa inanidad de sus argumentos?). Seguramente, es muy posible que ciertos “dualistas” hayan desviado a ese simbolismo de su verdadero sentido para interpretarlo en conformidad con sus propias doctrinas, así como han podido alterar, por la misma razón, los símbolos que expresan una unidad y una inmutabilidad inconcebibles para ellos; pero no son, en todo caso, sino desviaciones heterodoxas que no afectan en absoluto al simbolismo en sí, y, cuando se adopta el punto de vista propiamente iniciático, no son tales desviaciones lo que cabe considerar (Recordaremos también, a este respecto, lo que hemos dicho en otro lugar sobre el asunto de la “inversión de los símbolos”, y más especialmente la observación que entonces formulábamos sobre el carácter verdaderamente diabólico que presenta la atribución al simbolismo ortodoxo, y en particular al de las organizaciones iniciáticas, de la interpretación al revés que es en realidad lo propio de la “contrainiciación” (Le Régne de la quantité et les signes des temps, cap, XXX)). 532 SFCS EL BLANCO Y EL NEGRO
Ahora bien; aparte de la significación a que nos hemos referido hasta ahora, hay además otra de orden más profundo, y esto resulta inmediatamente del doble sentido del color negro, que hemos explicado en otras oportunidades; acabamos de considerar solamente su sentido inferior y cosmológico, pero es menester considerar también su sentido superior y metafísico. Se encuentra un ejemplo particularmente neto en la tradición hindú, donde el iniciando debe sentarse sobre una piel de pelos negros y blancos, que simbolizan respectivamente lo no-manifestado y lo manifestad (Çátapata-Bràhmana, III, 2, I, 5-7. En otro nivel, estos dos colores representan también aquí el Cielo y la Tierra, pero ha de atenderse a que, en razón de la correspondencia de éstos con lo no-manifestado y lo manifestado, respectivamente, entonces el negro se refiere al cielo y el blanco a la tierra, de modo que las relaciones existentes en el caso del yin-yang se encuentran invertidas; ésta no es, por lo demás, sino una aplicación del sentido inverso de la analogía. El iniciado debe tocar el lugar de encuentro de los pelos negros con los blancos, uniendo así los principios complementarios de los que él nacerá como “Hijo del Cielo y de la Tierra” (cf. La Grande Triade, cap. IX)); el hecho de que se trate aquí de un rito esencialmente iniciático justifica suficientemente la conexión con el caso del “piso de mosaico” y la atribución expresa a éste de la misma significación, aun cuando, en el estado de cosas actual, esa significación haya sido por completo olvidada. Se encuentra, pues, un simbolismo equivalente al de Árjuna, el ‘blanco’, y Krshna, el ‘negro’, que constituyen, en el ser, lo mortal y lo inmortal, el “yo” y el “Sí-mismo” (Este simbolismo es también el de los Dioscuros; la relación de éstos con los dos hemisferios o las dos mitades del “Huevo del Mundo” nos trae de nuevo, por otra parte, a la consideración del cielo y de la tierra a que nos hemos referido en la nota anterior (cf. La Grande Triade, cap. V)); y, puesto que estos dos son también los “dos pájaros inseparablemente unidos” de que se habla en las Upánishad, ello evoca además otro símbolo, el del águila bicéfala blanca y negra que figura en ciertos altos grados masónicos, nuevo ejemplo que, con tantos otros, muestra una vez más que el lenguaje simbólico tiene carácter verdaderamente univeral. 533 SFCS EL BLANCO Y EL NEGRO
Se ha querido derivar Kybélê de kybos, y esto, por lo menos, no tiene contrasentido, como el que acabamos de señalar; pero, por otra parte, esta etimología tiene en común con la precedente el defecto de tomar en consideración solo las dos primeras de las tres letras que constituyen la raíz de Kybélê, lo que la hace igualmente imposible desde el punto de vista propiamente lingüístico (Incidentalrnente, señalaremos a este respecto que es inclusive muy dudoso, pese a una sinonimia exacta y a una similitud fónica parcial, que pueda haber verdadero parentesco lingüistico entre el griego Kybos (‘cubo’) y el árabe Ka’b (ídem), en razón de la presencia en esta última de la letra ‘ayn; como esta letra no tiene equivalente en las lenguas europeas y en realidad no puede transcribirse (con un valor asimilable al de ninguna letra latina), los occidentales la olvidan o la omiten muy a menudo, lo que trae por consecuencia numerosas asimilaciones erróneas entre palabras cuyas raíces respectivas se diferencian netamente). Si se quiere ver entre ambos términos solo cierta similitud fónica que puede tener, como a menudo ocurre, algún valor desde el punto de vista simbólico, ya es cosa muy distinta; pero, antes de estudiar más detenidamente este punto, diremos que, en realidad, el nombre de Cibeles no es de origen griego, y que su verdadera etimología no tiene, por lo demás, nada de enigmático ni dudoso. Ese nombre, en efécto, se vincula directamente con el hebreo gebal, árabe djábal, ‘montaña’; la diferencia de la primera consonante no puede dar lugar a objeción alguna a este respecto, pues el cambio de g en k o inversamente no es sino una modificación secundaria de la que pueden encontrarse muchos otros ejemplos (Así, la palabra hebrea y árabe kabîr tiene un parentesco evidente con el hebreo gibbor y el árabe djabbâr; es verdad que la primera tiene sobre todo el sentido de ‘grande’ y las otras dos el de ‘fuerte’, pero no es sino un simple matiz; los Gibborîm del Génesis son a la vez los ‘gigantes’ y los ‘fuertes’). Así, Cibeles es propiamente la “diosa de la montaña” (Notemos, de paso, que Gebal era también el nombre de la ciudad fenicia de Biblos; sus habitantes eran llamados giblîm, nombre que quedó como “palabra de orden” en la masonería. A este propósito, hay una vinculación en que parece no haberse reparado nunca; cualquiera sea el origen histórico de la denominación de los “gibelinos” (ghibellini) en la Edad Media, presenta con el nombre giblîm una similitud de lo más notable y, si no se trata más que de una “coincidencia”, no deja de ser bastante curiosa); y, cosa muy digna de nota, su nombre, por esa significación, es el exacto equivalente del de Pàrvatî en la tradición hindú. 538 SFCS PIEDRA NEGRA Y PIEDRA CÚBICA
Esa misma significación del nombre de Cibeles está evidentemente vinculada con la de la “piedra negra” que era su símbolo; en efecto, sabido es que esa piedra era de forma cónica y, como todos los “betilos” de la misma forma, debe considerarse una figuración reducida de la montaña en cuanto símbolo “axial”. Por otra parte, siendo las “piedras sagradas” aerolitos, este origen celeste sugiere que el carácter “ctonio” al que aludíamos al comienzo no corresponde en realidad sino a uno de los aspectos de Cibeles; por lo demás, el eje representado por la montaña no es “terrestre”, sino que vincula el cielo con la tierra; y agregaremos que, simbólicamente, según este eje deben efectuarse la caída de la “piedra negra” y su reascenso final, pues se trata también en esto de relaciones entre el cielo y la tierra (Ver sobre todo esto “Lapsit exillis” (aquí, cap. XLIV). Existe en la India una tradición según la cual las montañas otrora volaban; Indra las precipitó a tierra, donde las fijó, golpeándolas con el rayo: esto también es de relacionar manifiestamente con el origen de las “piedras negras”). No se trata, por supuesto, de negar que Cibeles haya sido asimilada a menudo a la “Madre Tierra”, sino solo de indicar que ella tenía además otros aspectos; por otra parte, es muy posible que el olvido más o menos completo de estos últimos, a raíz de un predominio otorgado al aspecto “terrestre”, haya dado origen a ciertas confusiones, y en particular a la que ha conducido a asimilar la “piedra negra” a la “piedra cúbica”, que son empero dos símbolos muy diferentes (Hemos señalado en una reseña (É.T., enero-febrero de 1946) la increíble suposición de que existiera una pretendida “diosa Ka’bah”, representada por la “piedra negra” de la Meca que llevaría ese nombre; es éste otro ejemplo de la misma confusión y posteriormente hemos tenido la sorpresa de leer lo mismo en otra parte, de donde parece resultar que dicho error tiene vigencia en ciertos medios occidentales. Recordaremos pues, que la Ka’bah no es en modo alguno el nombre de la “piedra negra”, ya que ésta no es cúbica sino el del edificio en uno de cuyos ángulos está encastrada y el cual sí tiene la forma de un cubo; y, si la Ka’bah es también Beyt Allàh (‘Casa de Dios’, como el Beyt-el del Génesis), empero nunca ha sido considerada en sí misma como una divinidad. Por otra parte, es muy probable que la singular invención de la supuesta “diosa Ka’bah” haya sido sugerida por la vinculación, sobre la cual hemos hablado antes, con Kybélê y Kybos). 539 SFCS PIEDRA NEGRA Y PIEDRA CÚBICA
No hemos citado dicha frase simplemente para hacer esta puntualización, por necesaria que sea, sino sobre todo porque nos ha parecido dar oportunidad para aportar algunas precisiones útiles sobre el simbolismo de la piedra bruta y de la piedra tallada. Cierto es que en la masonería la piedra bruta tiene otro sentido que en los casos de los altares hebreos, a los cuales han de asociarse los monumentos megalíticos; pero, si es así, se debe a que ese sentido no se refiere al mismo tipo de tradición. Esto es fácil de comprender para todos aquellos que conocen nuestras explicaciones sobre las diferencias esenciales existentes, de modo enteramente general, entre las tradiciones de los pueblos nómadas y las de los sedentarios ( (Ver Le Règne de la quantité et les signes des temps, caps. XXI y XXII)); y, por otra parte, cuando Israel pasó del primero de esos estados al segundo, desapareció la prohibición de erigir edificios de piedra tallada, porque ella no tenía ya razón de ser, como lo atestigua la construcción del Templo de Salomón, la cual, sin duda alguna, no fue una empresa profana, y a la cual se vincula, simbólicamente por lo menos, el origen mismo de la masonería. Poco importa a este respecto que los altares hayan debido seguir siendo entonces de piedra bruta, pues éste es un caso muy particular, para el cual podía conservarse sin inconveniente el simbolismo primitivo, mientras que, de toda evidencia, es imposible construir con tales piedras el más modesto edificio. Que además en esos altares “no pueda encontrarse nada metálico” como lo señala también el autor del artículo en cuestíón, se refiere a otro orden de ideas, que hemos explicado igualmente, y que por lo demás se encuentra también en la propia masonería, con el símbolo del “despojamiento de los rnetales”. 545 SFCS PIEDRA BRUTA Y PIEDRA TALLADA
Ahora bien; no es dudoso que, en virtud de las leyes cíclicas, pueblos “prehistóricos”, como los que erigieron los monumentos megalíticos, y cualesquiera hayan podido ser, se hallaban necesariamente en un estado más próxímo del principio que los pueblos que los sucedieron; ni tampoco que ese estado no podía perpetuarse indefinidamente, sino que los cambios que sobrevenían en las condiciones de la humanidad en las diferentes épocas de su historia debían exigir adaptaciones sucesivas de la tradición, lo cual, inclusive, pudo ocurrir en el curso de la existencia de un mismo pueblo sin que haya habido en éste ninguna solución de continuidad, como lo muestra el ejemplo de los hebreos, que acabamos de citar. Por otra parte, es igualmente verdad, y lo hemos señalado en otra parte, que entre los pueblos sedentarios la sustitución de las construcciones de madera por las de piedra corresponde a un grado más acentuado de “solidificación”, en conformidad con las etapas del “descenso” cíclico; pero, desde que tal modo de construcción se hacía necesario por las nuevas condiciones del medio, era preciso, en una civilización tradicional, que por ritos y símbolos apropiados recibiera de la tradición misma la consagracion sin la cual no podía ser legítimo ni integrarse a esa civilización, y, precisamente por eso hemos hablado de adaptación a ese respecto. Tal legitimación implicaba la de todas las artesanías y oficios, empezando por la de la talla de las piedras requeridas para esas construcciones, y no podía ser realmente efectiva sino a condición de que el ejercicio de cada una de esas artesanías estuviera ligado a una iniciación correspondiente, ya que, conforme a la concepción tradicional, tal artesanía debía representar la aplicación regular de los principios en su orden contingente. Así fue siempre y en todas partes, salvo, naturalmente, en el mundo occidental moderno cuya civilización ha perdido todo carácter tradicional, y ello no solo es cierto de las artesanías de la construcción, que aquí consideramos de modo particular, sino igualmente de todas las demás cuya constitución fue igualmente hecha necesaria por ciertas condiciones de tiempo y lugar; e importa señalar que esa legitimación, con todo lo que implica, fue siempre posible en todos los casos, salvo para los oficios puramente mecánicos, que no se originaron sino en la época moderna. Ahora bien; para los canteros, y para los constructores que empleaban los productos de ese trabajo, la piedra bruta no podía representar sino la “materia prima” indiferenciada, o el “caos”, con todas las correspondencias tanto microcósmicas como macrocósmicas, mientras que, al contrario, la piedra completamente tallada en todas sus caras representaba el cumplimiento o perfección de la “obra”. He aquí la explicación de la diferencia existente entre el significado simbólico de la piedra bruta en casos como los de los monumentos megalíticos y los altares primitivos, y el de esa misma piedra bruta en la masonería. Agregaremos, sin poder insistir aquí en ello, que esa diferencia corresponde a un doble aspecto de la “materia prima”, según que ésta se considere como la “Virgen universal” o como el “caos” que está en el origen de toda manifestación; en la tradición hindú igualmente, Prátkrti, al mismo tiempo que es la pura potencialidad que está literalmente por debajo de toda existencia, es también un aspecto de la Çakti, o sea de la “Madre divina”; y, por supuesto, ambos puntos de vista no son en modo alguno excluyentes, lo cual, por lo demás, justifica la coexistencia de los altares de piedra bruta con los edificios de piedra tallada. Estas breves consideraciones mostrarán una vez más que, para la interpretación de los símbolos como para cualquier otra cosa, siempre hay que saber situar todo en su lugar exacto, sin lo cual se arriesga caer en los más burdos errores. 546 SFCS PIEDRA BRUTA Y PIEDRA TALLADA
Esto está confirmado aún por el hecho de que, en ciertos textos tradicionales hindúes, se habla de dos árboles, uno “cósmico” y el otro “supracósmico”; como esos dos árboles están, naturalmente, superpuestos, el uno puede ser considerado como el reflejo del otro, y, a la vez, sus troncos están en continuidad, de modo que constituyen como dos partes de un tronco único, lo que corresponde a la doctrina de “una esencia y dos naturalezas” en Brahma. En la tradición avéstica, se encuentra el equivalente de esto en los dos árboles Haoma, el blanco y el amarillo, el uno celeste (o más bien “paradisíaco”, ya que crece en la cima de la montaña Alborj) y el otro terrestre; el segundo aparece como un sustituto del primero para la humanidad alejada de la “morada primordial”, como la visión indirecta de la imagen es un “sustituto” de la visión directa de la realidad. El Zóhar habla también de dos árboles, uno superior y otro inferior; y en algunas figuraciones, particularmente en un sello asirio, se distinguen claramente dos árboles superpuestos. 563 SFCS EL “ÁRBOL DEL MUNDO”
De los dos términos sánscritos que sirven principalmente para designar el “Árbol del Mundo”, uno, nyagrodha, da lugar a una observacioón interesante a ese mismo respecto, pues significa literalmente “que crece hacia abajo”, no solo porque tal crecimiento está representado de hecho por el de las raíces aéreas en la especie de árbol que lleva ese nombre, sino también porque, cuando se trata del árbol simbólico, éste mismo se considera como invertido (Cf. Aitareya-Bràhmana VII 30; Çàtapata-Bràhmana XII, 2, 7, 3). A esta posición del árbol se refiere, pues, propiamente el nombre nyagrodha, mientras que la otra designación, açvattha, se interpreta como la “estación del caballo” (açva-stha), donde éste, que es aquí el símbolo de Agni o del Sol, o de ambos a la vez, debe considerarse como llegado al término de su curso y detenido una vez alcanzado el “Eje del Mundo” (Igualmente, según la tradición griega las águilas —otro símbolo solar—, partiendo de las extremidades de la tierra, se detuvieron en el Ómphalos de Delfos, que representaba el “Centro del Mundo”). Recordaremos a este respecto que en diversas tradiciones la imagen del sol está vinculada también a la del árbol de otra manera, pues se lo representa como el fruto del “Árbol del Mundo”; al comienzo de un ciclo abandona su árbol y viene a posarse nuevamente en él al final del mismo, de modo que, también en este caso, el árbol es efectivamente la “estación del Sol” (Ver Le Symbolisme de la Croix cap. IX. El ideograma chino que designa la puesta del sol lo representa posándose sobre su árbol al terminar el día). 565 SFCS EL “ÁRBOL DEL MUNDO”
En cuanto a Agni, hay todavía algo más: él mismo es identificado con el “Árbol del Mundo”, de donde su nombre de Vanáspati o ‘Señor de los árboles’; y esa identificación, que confiere al “Árbol” axial una naturaleza ígnea, lo pone visiblemente en parentesco con la “Zarza ardiente” que, por otra parte, en cuanto lugar y soporte de manifestación de la Divinidad, debe concebirse también como situada en posición “central”. Hemos hablado anteriormente de la “columna de fuego” o de la “columna de humo” como sustitutos, en ciertos casos, del árbol o del pilar en cuanto representación “axial”; la observación recién formulada completa la explicación de esa equivalencia y le da su pleno significado (Cabe observar que esta “columna de fuego” y la “columna de humo” se encuentran exactamente en Éxodo, XIV, donde aparecen guiando alternativamente a los hebreos a su salida de Egipto, y eran, por otra parte, una manifestación de la Shejináh o “Presencia divina”). A. K. Coomaraswamy cita a este respecto un pasaje del Zóhar donde el “Árbol de Vida”, descripto, por lo demás, como “extendido de arriba abajo”, o sea invertido, se representa como un “Árbol de Luz”, lo que está enteramente de acuerdo con esa identificación; y podemos agregar otra concordancia, tomada de la tradición islámica y no menos notable. En la sura En-Nûr (‘La Luz’) (Corán, XXIV, 35), se habla de un “árbol bendito”, es decir, cargado de influjos espirituales (En la Cábala hebrea’ esos mismos influjos espirituales se simbolizan por el “rocío de luz” que emana del “Árbol de Vida”), que no es “ni oriental ni occidental”, lo que define netamente su posicioón “central” o “axial” (Del mismo modo y en el sentido más literalmente “geográfico”, el Polo no está situado ni a oriente y a occidente); y este árbol es un olivo cuyo aceite alimenta la luz de una lámpara; esa luz simboliza la luz de Allàh, que en realidad es Allàh mismo, pues, como se dice al comienzo del mismo versículo, “Allàh es la Luz del cielo y de la tierra”. Es evidente que, si el árbol está representado aquí como un olivo, ello se debe al poder iluminador del aceite que de él se extrae, y por lo tanto a la naturaleza ígnea y luminosa que está en él; se trata, pues, también en este caso, del “Árbol de Luz” al que acabamos de referirnos. Por otra parte, en uno por lo menos de los textos hindúes que describen el árbol invertido (Maitri-Upánishad, VI, 4), éste está expresamente identificado con Brahma; si en otros lugares lo está con Agni, no hay en ello contradicción alguna, pues Agni, en la tradición védica, no es sino uno de los nombres y aspectos del Brahma; en el texto coránico, Allàh, bajo el aspecto de Luz, ilumina todos los mundos (Esta Luz es, inclusive, según la continuación del texto, “luz sobre luz”, o sea una doble luz superpuesta, lo cual evoca la superposición de los dos árboles a que nos hemos referido antes; también aquí se encuentra “una esencia”‘ la de la única Luz, y “dos naturalezas”, la de lo alto y la de lo bajo, o lo no-manifestado y lo manifestado, a los cuales corresponden respectivamente la luz oculta en la naturaleza del árbol y la luz visible en la llama de la lámpara, siendo la primera el “soporte” esencial de la segunda); sin duda sería difícil llevar más lejos la similitud, y tenemos aquí también un ejemplo de los más notables del acuerdo unánime entre todas las tradiciones. 566 SFCS EL “ÁRBOL DEL MUNDO”
Al hablar del “Árbol del Mundo”, hemos mencionado en particular, entre sus diversas figuraciones, el árbol Haorna de la tradición avéstica; éste (y más precisamente el Haoma blanco, árbol “paradisíacó”, pues el otro, el Haoma amarillo, no es sino un “sustituto” ulterior) está especialmente en relación con su aspecto de “Árbol de Vida”, pues el licor de él extraído, también llamado haoma, es la misma cosa que el soma védico, el cual, según es sabido, se identifica con el ámrta o “licor de inmortalidad”. Que el soma, por lo demás, se dé como extraído de una simple planta más bien que de un árbol, no es objeción válida contra esa vinculación con el simbolismo del “Árbol del Mundo”; en efecto, éste es designado con múltiples nombres, y, junto a los que se refieren a árboles propiamente dichos, se encuentran también el de “planta” (óshadhi) e inclusive el de “caña” (vétasa) (Cf. A. K. Coomaraswamy, The Inverted Tree, p. 12). 576 SFCS EL “ÁRBOL DE VIDA” Y EL LICOR DE INMORTALIDAD
Si se compara con el simbolismo bíblico del Paraíso terrestre, la única diferencia notable a este respecto es que la inmortalidad no está dada por un licor extraído del “Árbol de Vida” sino por su fruto mismo; se trata aquí, pues, de un “alimento de inmortalidad” más bien que de una bebida (Entre los griegos, la “ambrosía”, en cuanto se distingue del “néctar”, es también un alimento no líquido, aunque su nombre, por otra parte, sea etimológicamente idéntico al del ámrta); pero, en todos los casos, es siempre un producto del árbol o de la planta, y un producto en el cual se encuentra concentrada la savia, que es en cierto modo la “esencia” misma del vegetal (En sánscrito, la palabra rasa significa a la vez ‘savia’ y ‘esencia’). Es de notar también, por otra parte, que, de todo el simbolismo vegetal del Paraíso terrestre, solo el “Árbol de Vida” subsiste con ese carácter en la descripción de la Jerusalén celeste, mientras que en ella todo el resto del simbolismo es mineral; y ese árbol porta entonces doce frutos, que son los doce “Soles”, es decir, el equivalente de los doce Aditya de la tradición hindú, siendo el árbol mismo su naturaleza común, a la unidad de la cual retornan finalmente (Cf. Le Roi du Monde, caps. IV y XI; puede leerse también lo que en el mismo libro decíamos acerca de la “bebida” de inmortalidad y sus diversos “sustitutos” tradicionales (caps. V y VI)); se recordará aquí lo que hemos dicho sobre el árbol considerado como “estación del Sol”, y sobre los símbolos que figuran al sol como acudiendo a posarse en el árbol al final de un ciclo. Los Aditya son los hijos de Aditi, y la idea de “indivisibilidad” que este nombre expresa implica evidentemente “indisolubilidad”, y por lo tanto “inmortalidad”; Aditi, por lo demás, no carece de relación, en ciertos respectos, con la “esencia vegetativa”, por lo mismo que se la considera como “diosa de la tierra” (Cf. A. K. Coomaraswamy, The Inverted Tree, p. 28), al mismo tiempo que es la “madre de los Deva”; y la oposición entre Áditi y Diti, oposición de que procede la existente entre los Deva y los Ásura, puede vincularse, según la misma relación, con la existente entre el “Árbol de Vida” y el “Árbol de Muerte” a que nos hemos referido en un anterior estudio. Esa oposición se encuentra también, por lo demás, en el simbolismo mismo del sol, puesto que éste se identifica también con la “Muerte” (Mrtyu) en cuanto al aspecto según el cual está vuelto hacia el “mundo de abajo” (A este respecto podrían también desarrollarse consideraciones sobre la relación del sol y sus revoluciones con el tiempo (Kâla) que “devora” los seres manifestados), y es al mismo tiempo la “puerta de inmortalidad”, de suerte que podría decirse que su otra faz, la que está vuelta hacia el dominio “extracósmico”, se identifica con la inmortalidad misma. Esta última observación nos reconduce a lo que antes decíamos acerca del Paraíso terrestre, que es aún, efectivamente, una parte del “cosmos”, pero cuya posición es, ‘empero, virtualmente “supracósmica”: así se explica que pueda alcanzarse allí el fruto del “Árbol de Vida”, lo que equivale a decir que el ser llegado al centro de nuestro mundo (o de cualquier otro estado de existencia) ha conquistado ya, por eso mismo, la inmortalidad; y lo que es cierto del Paraíso terrestre lo es también, naturalmente, de la Jerusalén celeste, puesto que uno y otra no son,en definitiva sino los dos aspectos complementarios que presenta una misma realidad según se la considere con respecto al comienzo o al fin de un ciclo cósmico. 577 SFCS EL “ÁRBOL DE VIDA” Y EL LICOR DE INMORTALIDAD
Va de suyo que todas estas observaciones deben relacionarse con el hecho de que en las diversas tradiciones aparezcan símbolos vegetales como “prenda de resurrección y de inmortalidad”: la “rama de oro” de los Misterios antiguos, la acacia que la sustituye en la iniciación masónica, así como los ramos o las palmas en la tradición cristiana; y también con el papel que de modo general desempeñan en el simbolismo los árboles de hojas perennes y los que producen gomas o resinas incorruptibles (Cf. L’Ésotérisme de Dante, cap. V, y Le Roi du Monde, cap. IV). Por otra parte, la circunstancia de que el vegetal se considere a veces en la tradición hindú como de naturaleza “asúrica” (‘demoníaca’) no podría constituir objeción; en efecto, el crecimiento del vegetal es en parte aéreo, pero también en parte subterráneo, lo que implica en cierto modo una doble naturaleza, correspondiente además, en cierto sentido, al “Árbol de Vida” y el “Árbol de Muerte”. Por lo demás, la raíz, o sea la parte subterránea, constituye el “soporte” originario de la vegetación aérea, lo que corresponde a la “prioridad” de naturaleza de los Ásura con respecto a los Deva; y no sin razón, seguramente, la lucha entre los Deva y los Ásura se desarrolla principalmente por la posesioón del “licor de inmortalidad”. 578 SFCS EL “ÁRBOL DE VIDA” Y EL LICOR DE INMORTALIDAD
De la relación estrecha entre el “licor de inmortalidad” y el “Árbol de Vida” resulta una consecuencia muy importante desde el punto de vista más particular de las ciencias tradicionales: el “elixir de vida” está más propiamente en relación con lo que puede llamarse el aspecto “vegetal” de la alquimia (Este aspecto ha sido desarrollado sobre todo en la tradición taoísta, de modo más explícito que en ninguna otra), correspondiendo a lo que es la “piedra filosofal” en el aspecto “mineral” de aquélla; podría decirse, en suma, que el “elixir” es la “esencia vegetal” por excelencia. Por otra parte, no debe objetarse contra esto el empleo de expresiones tales como “licor de oro”, la cual, exactamente como la de “rama de oro” a que nos referíamos antes, alude en realidad al carácter “solar” del objeto de que se trata; y recordaremos aún, a este respecto, la representacioón del sol como “fruto del Árbol de Vida”, fruto que, por lo demás, se designa también, precisamente, como una “manzana de oro”. Es claro que, pues encaramos estas cosas desde el punto de vista del principio, lo vegetal y lo mineral deben entenderse aquí simbólicamente sobre todo, es decir que se trata fundamentalmente de sus “correspondencias” o sea de lo que representan, respectivamente, en el orden cósmico; pero ello no impide en absoluto que pueda tomárselos también en sentido literal cuando se encaran ciertas aplicaciones particulares. A este respecto, no sería difícil encontrar también la oposición de que hemos hablado acerca de la doble naturaleza del vegetal: así, la alquimia vegetal, en la aplicación médica de que es susceptible, tiene por “reverso”, si así puede decirse, la “ciencia de los venenos”; por lo demás, en virtud misma de dicha oposición, todo lo que es “remedio” en cierto aspecto es a la vez “veneno” en un aspecto contrario (En sánscrito, la palabra visha, ‘veneno’ o ‘bebida de muerte’, se considera como antónimo de ámrta o ‘bebida de inmortalidad’). Naturalmente, no podemos desarrollar aquí todo lo que implica esta última observación; pero ella permitirá por lo menos entrever las aplicaciones precisas de que es capaz, en un dominio como el de la medicina tradicional, un simbolismo tan “principial” en sí mismo como lo es el del “Árbol de Vida” y el “Árbol de Muerte”. 579 SFCS EL “ÁRBOL DE VIDA” Y EL LICOR DE INMORTALIDAD
El primero, el del “remontar la corriente”, es quizá el más notable en ciertos respectos, pues entonces siempre ha de concebirse el río como identificado con el “Eje del Mundo”: es el “río celeste”, que desciende hacia la tierra y que, en la tradición hindú, se designa con nombres tales como los de Gangâ (‘Ganges’) y Sarásvatî, que son propiamente los nombres de ciertos aspectos de la Çakti. En la Cábala hebrea, ese “río de la vida” tiene su correspondencia en los “canales” del árbol sefirótico, por los cuales los influjos del “mundo de arriba” se transmiten al “mundo de abajo”, y que están también en relación directa con la Shejináh (‘Presencia divina’), que es en suma el equivalente de la Çakti; y en la Cábala se habla igualmente de las aguas que “fluyen hacia arriba”, lo que es una expresión del retorno hacia la fuente celeste, representada entonces, no precisamente por el acto de remontar la corriente, sino por una inversión del sentido de esa corriente misma. En todo caso, se trata siempre de una “reversión” (retournement), que por lo demás, según lo señala Coomaraswamy, estaba figurada en los ritos védicos por la inversión del poste sacrificial, otra imagen del “Eje del Mundo”; y se ve inmediatamente así que todo ello se vincula íntimamente con el simbolismo del “árbol invertido”, al cual nos hemos referido antes. 602 SFCS EL PASO DE LAS AGUAS
De los tres ladrillos superpuestos, el más bajo corresponde arquitectónicamente al hogar (con el cual, por lo demás, el altar mismo se identifica por ser el lugar de manifestación de Agni en el mundo terrestre), y el más alto al “ojo” o abertura central del domo (Ver “La Porte étroite” (aquí, cap. XLI: “La Puerta estrecha”)); forman así, como dice Coomaraswamy, a la vez una “chimenea” y un “camino” (y la semejanza de ambos vocablos ciertamente no carece de significación, aun si, como puede ser, no estén directamente relacionados por la etimología) (Coomaraswamy recuerda a este respecto el caso de los personajes “folklóricos” tales como san Nicolás y las diversas personificaciones de la Navidad, que se representan como descendiendo y reascendiendo por la chimenea, lo cual, en efecto, no deja de tener cierta relación con el asunto de que tratamos. (En cuanto a la semejanza entre las palabras “chimenea” y “camino”, mucho mayor en francés (cheminée, chemin) que en español, es también visible en los términos latinos (de origen diverso entre sí) de los cuales aquéllos proceden: caminus y camminus. (N. del T))), “por donde Agni se encamina y nosotros mismos debemos encaminarnos hacia el Cielo”. Además, al permitir el paso de un mundo a otro, paso que se efectúa necesariamente según el Eje del Universo, y ello en los dos sentidos opuestos, son la vía por la cual los Deva suben y descienden a través de estos mundos, sirviéndose de las tres “Luces universales” como de otros tantos peldaños, conforme a un simbolismo cuyo más conocido ejemplo es la “escala de Jacob” (Ver “Le Symbolisme de l’échelle” (aquí, cap. LIV: “El simbolismo de la escala”). Está claro que los Deva son, en la tradición hindú, lo mismo que los Ángeles en las tradiciones judeocristiana e islámíca). Lo que une estos mundos y les es en cierto modo común, aunque según modalidades diversas, es el “Hálito total” (sarvprâna), al cual corresponde aquí el vacío central de los ladrillos superpuestos (Esto está en evidente relación con el simbolismo general de la respiración y con el de los “hálitos vitales”); y es también, según otro modo de expresión en el fondo equivalente, el sûtrâtmâ que, como ya lo hemos explicado en otro lugar, vincula todos los estados del ser entre sí y con su centro total, generalmente simbolizado por el sol, de modo que el sûtrâtmâ mismo se representa entonces como un “rayo solar”, y, más precisamente, como el “séptimo rayo, que pasa directamente a través del sol (Todo este simbolismo debe entenderse a la vez en sentido macrocósmico y en sentido microcósmico, puesto que se aplica tanto a los mundos considerados en conjunto, según aquí se ve, como a cada uno de los seres manifestados en ellos. Esa conexión de todas las cosas con el sol se establece, naturalmente, por el “corazón”, es decir, por el centro; y es sabido que el corazón mismo corresponde al sol y es como su imagen en cada ser particular). 617 SFCS IANUA CAELI
Así, pues, el sol, o más bien lo que él representa en el orden principial (pues va de suyo que se trata en realidad del “Sol espiritual”) (Coomaraswamy emplea a menudo la expresión “Supernal Sun”, ‘Sol Superno’. (La nota del autor, después del término inglés, agrega: “que no nos parece posible traducir exacta y literalmente en francés”, donde, efectivamente, no hay derivado del latín supernus. (N. del T))), es verdaderamente, en tanto que “Ojo del Mundo”, la “puerta del Cielo”, Ianua Caeli, descripta también en términos variados como un “ojo” (Ver “Le ‘trou de l’aiguille’” (aquí, cap. LV: “El ojo de la aguja”)), como una “boca” (Volveremos más particularmente sobre este punto (en el capítulo siguiente)), o también como el cubo de la rueda de un carro; la significacioón axial de este último símbolo es, por lo demás, evidente (Las dos ruedas del “carro cósmico”, situadas en los dos extremos del eje (que es entonces el Eje del Universo), son el cielo y la tierra (ver “Le dóme et la roue” (aquí. cap. XL: “La cúpula y la rueda”)); se trata, naturalmente, de la rueda “celeste”). Empero, cabe establecer aquí una distinción, para evitar lo que, para algunos por lo menos, podría dar lugar a confusiones: hemos dicho, en efecto, en otras oportunidades, con motivo del aspecto lunar del simbolismo de Jano (o, más exactamente, de Ianus-Iana, identificado, con Lunus-Luna), que la Luna es a la vez Ianua Caeli y Ianua Inferni; en este caso, en lugar de las dos mitades, ascendente y descendente, del ciclo anual, sería necesario, naturalmente, para establecer una correspondencia análoga (Análoga, decimos, pero no equivalente, pues, aun en el caso del pitrîyâna, jamás puede decirse que el sol sea Ianua Inferni), considerar las dos mitades, creciente y decreciente, de la lunación o del ciclo mensual. Ahora bien; si el sol y la luna pueden considerarse ambos como Ianua Caeli, ello se debe a que, en realidad, el cielo no ha sido tomado en igual sentido en ambos casos: de modo general, en efecto, el término “cielo” puede emplearse para designar todo lo que se refiere a los estados suprahumanos; pero es evidente, que ha de establecerse una gran diferencia entre aquellos de esos estados que pertenecen aún al cosmos (Son, propiamente, los estados de manifestación no-formal; debe considerarse que el Cosmos comprende toda la manifestación. tanto no-formal como formal, mientras que lo que está más allá del Cosmos es lo nomanifestado) y lo que, al contrario, está más allá del cosmos mismo. En lo que concierne a la “puerta solar”, se trata del cielo que puede denominarse supremo o “extracósmico”; en cambio, en lo que concierne a la “puerta lunar”, se trata solo del svarga, es decir, de aquel de los tres mundos que, aun siendo el más elevado, está empero comprendido en el cosmos lo mismo que los otros dos. Para volver a la consideración del más alto de los tres ladrillos perforados del altar védico, puede decirse que la “puerta solar” se sitúa en su cara superior (que es la verdadera sumidad del edificio en conjunto), y la “puerta lunar” en su cara inferior, pues ese ladrillo mismo representa el svarga; por otra parte, la esfera lunar está descripta, efectivamente, como tocando la parte superior de la atmósfera o mundo, intermediario (antariksha), representada aquí por el ladrillo del medio (Este mundo intermedio y la tierra (Bhûmi) pertenecen ambos al dominio del estado humano, del cual constituyen respectivamente, las modalidades sutil y burda o densa (grossière); por eso, como lo observa exactamente Coomaraswamy al señalar la correspondencia del simbolismo védico de los ladrillos perforados con el de los jades rituales pi y tsung de la tradición china que representan respectivamente el cielo y la tierra, el pi, que es un disco perforado en el centro, corresponde al ladrillo superior, mientras que el tsung, con forma de cilindro hueco por dentro y de paralelepípedo de base cuadrada por fuera debe considerarse como correspondiente al conjunto de los otros dos ladrillos, estando entonces el dominio humano total figurado por un solo objeto). Puede decirse entonces en los términos de la tradición hindú, que la “puerta lunar” da acceso al Indra-loka (ya que Indra es el regente del svarga) y la “puerta solar” al Brahma-loka; en las tradiciones de la Antigüedad occidental, al Indra-loka corresponde el “Elíseo” y al Brahma-loka el “Empíreo”, siendo el primero “intracósmico” y “extracósmico” el segundo; y debemos agregar que solo la “puerta solar” es propiamente la “puerta estrecha” de que hemos hablado antes, por la cual el ser, saliendo del cosmos y estando por consiguiente definitivamente liberado de las condiciones de toda existencia manifestada, pasa verdaderamente “de la muerte a la inmortalidad”. 619 SFCS IANUA CAELI
Se ha dado de esta figura cierto número de explicaciones (no nos referimos, por supuesto, a aquellas que no quieren ver sino un motivo simplemente “decorativo”) que pueden contener parte de verdad, pero la mayoría de las cuales son insuficientes, aunque más no fuera porque no podrían aplicarse indistintamente a todos los casos. Así, K. Marchal ha observado que en las figurillas especialmente estudiadas por él la mandíbula inferior falta casi siempre; este hecho, unido a la forma redonda de los ojos (Esta forma es en realidad, muy generalmente, un rasgo característico de la representación tradicional de las entidades “terribles”; así, la tradición hindú la atribuye a los Yaksha y otros genios “guardianes”, y la tradición islámica a los Djinn) y al modo en que los dientes se destacan, lo lleva a suponer que debió de tratarse, en el origen, de la imagen de un cráneo humano ( “The Head of the Monster in Khmer and Far Eastern Decoration”, en Journal of the Indian Society of Oriental Art, 1948). Empero, la mandíbula inferior no siempre está ausente, y existe particularmente en el T’ao-t’ie chino, aunque presente un aspecto bastante singular, como si se la hubiera cortado en dos partes simétricas rebatidas luego a cada lado de la cabeza, lo que Carl Hentze explica como una representación de los despojos desplegados de un oso o de un tigre ( “Le Culte de l’ours et du tigre et le ‘T’ao-t’ie’”, en Zalmoxis, t. I, 1938); esto puede ser exacto en ese caso particular, pero no lo será ya en otros, donde el monstruo tiene una boca de forma normal y más o menos abierta; e inclusive, en lo que concierne al T’ao-t’ie, dicha explicación no tiene en suma sino un valor “histórico” y no tiene nada que ver, naturalmente, con la interpretacioón simbólica. 624 SFCS “KÁLA-MUKHA”
En cuanto a esta significación, C. Hentze, en el artículo citado, ve ante todo en el T’ao-t’ie un “demonio de las tinieblas”; esto puede ser verdad encierto sentido, pero a condición de ser explicado con precision, como dicho autor lo ha hecho, por lo demás, en un posterior trabajo (Die Sakralbronzen und ihre Bedeutung in der Frühchinesischen Kulturen, Amberes, 1941. No conocemos directamente esta obra, pero debemos a Coomarasvamy la indicación del sentido en el cual el T’ao-t’ie se interpreta en ella). No es un “demonio” en el sentido ordinario del término, sino en el sentido original del Ásura védico, y las tinieblas de que se trata son en realidad las “tinieblas superiores” (Ver nuestro estudio sobre “Les deux nuits” (incluido como cap. XXXI en el volumen Initiation et réalisation spirituelle)); en otros términos, se trata de un símbolo de la “Identidad Suprema” en cuanto alternativamente absorbe y emite la “Luz del Mundo”. El T’ao-t’ie y los otros monstruos similares corresponden, pues, a Vrtra y sus diversos equivalentes, y también a Váruna, por el cual la luz o la lluvia es alternativamente retenida o soltada, alternancia que es la de los cielos involutivos y evolutivos de la manifestación universal (La luz y la lluvia son dos símbolos de los influjos celestes; volveremos sobre esta equivalencia (ver cap. LX)); así, Coomaraswamy ha podido decir con razón que ese rostro, cualesquiera fueren sus apariencias diversas, es verdaderamente la “Faz de Dios” que a la vez “mata y vivifica” (El-Muhyi y, el-Mumit (‘El que da vida’ y ‘El que mata’) son dos nombres divinos en la tradición islámica). No es, pues, precisamente una “calavera”, como supone K. Marchal, a menos que se tome esta designacioón. en sentido simbólico; pero mas bien, como dice Coomaraswamy, es “la cabeza de la Muerte”, o sea la de Mrtyu, otro de cuyos nombres es también Kâla (Coomaraswamy señala a este respecto empuñaduras de sables indonesios en que están figurados monstruos devoradores; es evidente que un símbolo de la Muerte es en tal caso particularmente apropiado. Por otra parte, cabe establecer una vinculación con ciertas representaciones de Shinje, la forma tibetana de Yama, donde aparece teniendo delante la “rueda de la Existencia” y con aspecto de disponerse a devorar todos los seres figurados en ella (ver M. Pallis, Peaks and Lamas, p. 146 (trad. esp.: Cumbres y lamas, p. 212))). 626 SFCS “KÁLA-MUKHA”
Hemos aludido a cierta relación existente entre la luz y la lluvia, en cuanto una y otra simbolizan igualmente los influjos celestes o espirituales ( (Cap. LIX: “Kâla-mukha”)). Esta significación es evidente. en lo que respecta a la luz; en lo que concierne a la lluvia, la hemos indicado en otro lugar (La Grande Triade, cap. XIV), señalando que entonces se trata sobre todo del descenso de esos influjos al mundo terrestre, y destacando que ese es en realidad el sentido profundo, enteramente independiente de cualquier aplicación “mágica”, de los difundidos ritos que tienen por objeto “hacer llover” (Este simbolismo de la lluvia se ha conservado, a través de la tradición hebrea, hasta en la misma liturgia católica: Rorate Caeli desuper et nubes pluant Iustum (Isaías, XLV, 8)). Por otra parte, tanto la luz como la lluvia tienen un poder “vivificante”, que representa con exactitud la acción de los influjos de que se trata (Ver a este respecto, en lo que concierne a la luz, Aperçus sur l’Initiation, cap. XLVII); con este carácter se vincula también, más en particular, el simbolismo del rocío, que, como es natural, se halla en estrecha conexión con el de la lluvia y es común a numerosas formas tradicionales, desde el hermetismo (La tradición rosacruz asocia muy en especial el rocío y la luz, estableciendo una relación por consonancia entre Rosa-Lux y Rosa-Crux) y la Cábala hebrea (Recordaremos, también, a este respecto, que el nombre Metatrón, por las diferentes interpretaciones que de él se dan, se vincula a la vez a la “luz” y a la “lluvia”; y el carácter propiamente “solar” de Metatrón pone a éste en relación directa con las consideraciones que desarrollaremos en seguida) hasta la tradición extremo-oriental (Ver Le Roi du Monde, cap. III, y Le Symbolisme de la Croix, cap. IX). 633 SFCS LA LUZ Y LA LLUVIA
En primer lugar, según el sentido que puede parecer más natural cuando se trata de una figuración del sol, la línea recta representa la luz y la ondulada el calor; esto corresponde, por lo demás, al simbolismo de las letras hebreas rêsh y shîn en cuanto elementos respectivos de las raíces ar (‘r) y ash (‘sh), que expresan precisamente esas dos modalidades complementarias del fuego (Ver Fabre d’Olivet, La Langue hébraïque restituée). Solo que, por otra parte —y esto parece complicar las cosas—, la línea ondulada es también, muy generalmente, un símbolo del agua; en la misma tableta asiría que mencionábamos, las aguas se figuran por una serie de líneas onduladas enteramente semejantes a las que se ven en los rayos del sol. La verdad es que, teniendo en cuenta lo que ya hemos explicado, no hay en ello contradicción ninguna: la lluvia, a la cual conviene naturalmente el símbolo general del agua, puede considerarse realmente como procedente del sol; y además, como es efecto del calor solar, su representación puede confundirse legítimamente con la del calor mismo (Según el lenguaje de la tradición extremo-oriental, siendo la luz yang, el calor, considerado como oscuro, es yin con respecto a aquella, lo mismo que, por otra parte, el agua es yin con respecto al fuego; la línea recta es, pues, aquí yang, y la línea ondulada yin, también desde estos dos puntos de vista). Así, la doble radiación que consideramos es por cierto luz y calor en cierto respecto; pero a la vez, en otro respecto, es también luz y lluvia, por las cuales el sol ejerce su acción vivificante sobre todas las cosas. 636 SFCS LA LUZ Y LA LLUVIA
En la tradición islámica, el número de cuentas es 99, número también “circular” por su factor 9, y en este caso referido además a los nombres divinos (Las 99 cuentas se dividen, además, en tres series de 33; se encúentran, pues, aquí los múltiplos cuya importancia simbólica ya hemos señalado en otras ocasiones); puesto que cada cuenta representa un mundo, esto puede ser referido igualmente a los ángeles considerados como “rectores de las esferas” (Se recordará que, en Occidente también, santo Tomás de Aquino ha enseñado expresamente la doctrina según la cual angelus movet stellam (‘el ángel mueve a la estrella’); esta doctrina era, por lo demás, cosa corriente en el Medioevo, pero es de aquellas que los modernos, incluso cuando se dicen “tomistas”, prefieren pasar por alto para no chocar demasiado con las concepciones “mecanicistas” comúnmente aceptadas), representando o expresando en cierto modo cada uno un atributo divino (Aunque ya hemos señalado este punto en varias oportunidades, nos proponemos volver especialmente sobre él en un próximo artículo), el cual estará así más particularmente vinculado con aquel de entre los mundos del cual ese ángel es el “espíritu”. Por otra parte, se dice que falta una cuenta para completar la centena (lo que equivale a reducir la multiplicidad a la unidad), ya que 99=100-1, y que ese grano, que es el referido al “Nombre de la Esencia” (Ismu-dhDhât), no puede encontrarse sino en el Paraíso (En la correspondencia angélica que acabamos de mencionar, esa centésima cuenta debía referirse al “Ángel de la Faz” (que es, en realidad, mas que un ángel): Metatrón (en la Cábala hebrea) o er-Rûh (en la tradición islámica)); y es éste un punto que requiere aún algunas explicaciones. 651 SFCS LA CADENA DE LOS MUNDOS
El número 100, como 10, del cual es el cuadrado, no puede referirse normalmente sino a una medida rectilínea y no a una circular (Cf. La Grande Triade, cap. VIII), de modo que no puede contárselo sobre la circunferencia misma de la “cadena de los mundos”; pero la unidad faltante corresponde precisamente a lo que hemos llamado el punto de unión de los extremos de esa cadena, punto que, recordémoslo una vez más, no pertenece a la serie de los estados manifestados. En el simbolismo geométrico, ese punto, en lugar de estar sobre la circunferencia que representa el conjunto de la manifestación, estará en el centro mismo de ella, pues el retorno al Principio se figura siempre como un retorno al centro (Este “retorno” está expresado en el Corán (II 156) por las palabras: innâ li-Llâhi wa ínnâ râdji’ún (‘En verdad somos de (o para) Dios, y a Él volveremos’1). El Principio, en efecto, no puede aparecer en cierto modo en la manifestación sino por sus atributos, es decir, según el lenguaje de la tradición hindú, por sus aspectos “no-supremos”, que son, podría decirse también, las formas revestidas por el sûtrâtmâ con respecto a los diferentes mundos que atraviesa (aunque, en realidad, el sûtrâtrnâ no sea en modo alguno afectado por esas formas, que no son en definitiva sino apariencias debidas a la manifestación misma); pero el Principio en sí, es decir, el “Supremo” (Paramâtmâ no ya sûtrâtmâ), o sea la “Esencia” encarada como absolutamente independiente de toda atribución o determinación, no podría considerarse como entrando en relación con lo manifestado, así fuera en modo ilusorio, aunque la manifestación procede y depende de él enteramente en todo lo que ella es, sin lo cual no tendría grado alguno de realidad (La trascendencia absoluta del Principio en sí entraña necesariamente la “irreciprocidad de relación”, lo que, como hemos explicado en otro lugar excluye formalmente toda concepción “panteísta” o “inmanentista”): la circunferencia no existe sino por el centro; pero el centro no depende de la circunferencia de ninguna manera ni en ningún respecto. El retorno al centro, por lo demás, puede encararse en dos niveles diferentes, y el simbolismo del “Paraíso”, del cual hablábamos hace poco, es igualmente aplicable en uno y otro caso: si en primer término se consideran solamente las modalidades múltiples de determinado estado de existencia, como el humano, la integración de estas modalidades culminará en el centro de ese estado, el cual es efectivamente el Paraíso (el-Djannah) entendido en su acepción más inmediata y literal; pero no es éste aún sino un sentido relativo, y, si se trata de la totalidad de la manifestación, es menester, para estar liberado de ella sin resíduo alguno de existencia condicionada, efectuar una transposición del centro de un estado al centro del ser total, que es propiamente lo que se designa por analogía como el “Paraíso de la Esencia” (Djánnatu-dh-Dhât). Agreguemos que, en este último caso, la “centésima cuenta” del rosario es, a decir verdad, la única que subsiste, pues todas las demás han sido finalmente reabsorbidas en ella: en la realidad absoluta, en efecto, no hay ya lugar para ninguno de los nombres que expresan “distintivamente” la multiplicidad de atributos en la unidad de la Esencia; no hay nada sino Allàh, exaltado ‘ammâ yasifùn, es decir, allende todos los atributos, los cuales son solamente, de la Verdad divina, los aspectos refractados que los seres contingentes, como tales son capaces de concebir y expresar. 652 SFCS LA CADENA DE LOS MUNDOS
Según la tradición cabalística, entre aquellos que penetraron en el Pardés (El Pardés, figurado simbólicamente como un “jardín”, debe considerarse aquí como representación del dominio del conocimiento superior y reservado: las cuatro letras P R D S, puestas en relación con los cuatro ríos del Edén, designan entonces respectivamente los diferentes sentidos contenidos en las Escrituras sagradas, a los cuales corresponden otros tantos grados de conocimiento; va de suyo que quienes “devastaron el jardín” no habían llegado efectivamente sino a un grado en que aún es posible el extraviarse) hubo algunos que “devastaron el jardín”, y se dice que esta devastación consistió más precisamente en “cortar las raíces de las plantas”. Para comprender lo que esto significa, es menester referirse ante todo al simbolismo del árbol invertido, del cual ya hemos hablado en otras ocasiones (Véase especialmente “L’Arbre du Monde” (aquí, cap. II: “El Árbol del Mundo”)): las raíces están en alto, es decir, en el Principio mismo; cortar estas raíces es, pues, considerar las “plantas” o los seres simbolizados por ellas como dotadas en cierto modo de una existencia y realidad independientes del Principio. En el caso de que se trata, esos seres son principalmente los ángeles, pues esto se refiere naturalmente a grados de existencia de orden suprahumano; y es fácil comprender cuáles pueden ser las consecuencias, en particular para lo que se ha convenido en llamar la “Cábala práctica”. En efecto, la invocación de los ángeles así encarados, no como los “intermediarios celestes” que son desde el punto de vista de la ortodoxia tradicional, sino como verdaderas potencias independientes, constituye propiamente la “asociación” (árabe: shirk) en el sentido que da a este término la tradición islámica, pues entonces tales potencias aparecen inevitablemente como “asociadas” (a título de igualdad) a la Potencia divina misma, en lugar de simplemente derivadas de ella. Estas consecuencias se encuentran también, y con mayor razón, en las aplicaciones inferiores pertenecientes al dominio de la magia, dominio donde, por lo demás, se encuentran necesariamente encerrados tarde o temprano quienes cometen tal error, pues, por eso mismo, en su caso toda posibilidad real de “teúrgia” está excluida, ya que se hace imposible toda comunicación efectiva con el Principio una vez que “las raíces están cortadas”. Agregaremos que las mismas consecuencias se extienden hasta a las formas más degeneradas de la magia, como la “magia ceremonial”; solo que en este último caso, si el error es siempre esencialmente el mismo, los peligros efectivos están por lo menos atenuados a causa de la insignificancia misma de los resultados alcanzables (Sobre la cuestión de la “magia ceremonial”, cf. Aperçus sur l’Initiation. cap. XX. El empleo de los nombres divinos y angélicos en sus formas hebreas es sin duda una de las principales razones que ha llevado a A. E. Waite a pensar que toda magia ceremonial tenía su origen en los judíos (The Secret Tradition in Freemasonry, pp. 397-99); esta opinión no nos parece enteramente fundada, pues la verdad es más bien que en la magia ceremonial hay elementos tomados a formas de magia más antiguas y auténticas, y que éstas, en el mundo occidental, no podían realmente disponer para sus fórmulas de otra lengua sagrada que el hebreo). Por último, conviene señalar que esto da inmediatamente la explicación de por lo menos uno de los sentidos en que el origen de tales desviaciones se atribuye a veces a los “ángeles caídos”; los ángeles, en efecto, son real y verdaderamente “caídos” cuando se los considera de ese modo, pues de su participación en el Principio tienen en realidad todo lo que constituye su ser, de modo que, cuando esa participación se desconoce, no resta sino un aspecto puramente negativo, como una especie de sombra invertida con respecto a ese ser mismo (Podría decirse, y poco importa que sea literal o simbólicamente, que en tales condiciones quien cree llamar a un ángel corre gran riesgo de ver aparecer, al contrario, un demonio). 656 SFCS LAS “RAICES DE LAS PLANTAS”
Hemos señalado, con motivo del simbolismo del puente y de significado esencialmente “axial”, que la asimilación entre este simbolismo y el del arco iris no es tan frecuente como suele creerse. Seguramente hay casos en que tal asimilación existe, y uno de los más claros es el que se encuentra en la tradición escandinava, donde el puente de Byfrost está expresamente identificadocon el arco iris. En otros casos, cuando el puente se describe como elevándose en una parte de su recorrido y bajando en la otra, es decir, con la forma de un arco abovedado, parece más bien que, generalmente, esas descripciones hayan sido influidas por una vinculación secundaria con el arco iris, sin implicar por ello una verdadera identificación entre ambos símbolos. Esa conexión se explica fácilmente por el hecho de que el arco iris se considera generalmente como símbolo de la unión del cielo y de la tierra; entre el medio por el cual se establece la comunicación de la tierra con el cielo y el signo de esa unión hay una conexión evidente, que sin embargo no entraña necesariamente identificación o asimilación. Agregaremos en seguida que este significado mismo del arco iris, el cual se encuentra en una u otra forma en la mayoría de las tradiciones, resulta directamente de su relación estrecha con la lluvia, puesto que ésta, según lo hemos explicado en otro lugar, representa el descenso de los influjos celestes al mundo terrestre (Ver “La lumiére et la pluie” (aquí, cap. LX: “La luz y la lluvia”); cf. también La Grande Triade, cap. XIV). El ejemplo más conocido en Occidente de esta significación tradicional del arco iris es, naturalmente, el texto bíblico donde se la expresa de modo muy neto (Génesis, IX, 12-17); en particular, se dice en él: “He colocado mi arco en las nubes para que sirva como señal de alianza entre mí y la tierra”, pero es de notar que esa “señal de alianza” no está presentada en modo alguno como un medio que permita el paso de un mundo al otro, paso al cual ese texto, por otra parte, no hace la menor alusión. En otros casos, el mismo significado se expresa en formas muy distintas: entre los griegos, por ejemplo, el arco iris estaba asimilado al peplo de Iris, o quizá a Iris misma en una época en que en las figuraciones simbólicas el “antropornorfismo” no había sido aún llevado tan lejos como lo fue más tarde; aquí, esta significación está implicada por el hecho, de que Iris era la “mensajera de los Dioses” y por consiguiente desempeñaba el papel de intermediaria entre el cielo y la tierra; pero va de suyo que tal representación está muy alejada en todo sentido del simbolismo del puente. En el fondo, el arco iris parece más bien, de modo general, haber sido puesto en relación sobre todo con las corrientes cósmicas por las cuales se opera un intercambio de influjos entre cielo y tierra, antes bien que, con el ejes egún el cual se efectúa la comunicación directa entre los diferentes estados; y, por otra parte, esto concuerda mejor con su forma curva (Es claro que una forma circular, o semicircular como la del arco iris, puede siempre, desde este punto de vista, considerarse como la proyección plana de un segmento de hélice), pues, aunque, como lo hemos hecho notar anteriormente, esa forma misma no esté forzosamente en contradicción con una idea de “verticalidad”, no deja de ser cierto que esta idea no puede ser sugerida en tal caso por las apariencias inmediatas, como lo es, al contrario, en el caso de todos los símbolos propiamente axiales. 669 SFCS EL PUENTE Y EL ARCO IRIS
Ha de reconocerse que en realidad el simbolismo del arco iris es muy complejo y presenta aspectos múltiples; pero, entre ellos, uno de los más importantes quizá, aunque pueda parecer sorprendente a primera vista, y en todo caso el que tiene más manifiesta relación con lo que acabamos de indicar, es el que lo asimila a una serpiente, y que se encuentra en muy diversas tradiciones. Se ha observado que los caracteres chinos que designan al arco iris contienen el radical ‘serpiente’, aunque esta asimilación no está formalmente expresada de otro modo en la tradición extremo-oriental, de modo que podría verse en ello algo así como un recuerdo de algo que se remonta probablemente muy lejos (Cf. Arthur Waley, The Book of Songs, p. 328). Parecería que este simbolismo no haya sido enteramente desconocido de los mismos griegos, por lo menos en el período arcaico, pues, según Homero, el arco iris estaba representado en la coraza de Agamenón por tres serpientes cerúleas, “imitación del arco de Iris y signo memorable para los humanos, que Zeus imprimió en las nubes” (Ilíada, XI. Lamentamos no haber podido encontrar la referencia de modo más preciso, tanto más cuanto que esa figuración del arco iris por tres serpientes parece a primera vista harto extraña y merecería sin duda más atento examen. (La falta de referencia precisa se debe sin duda a que el autor vivía, cuando compuso el artículo, una vida relativamente retirada en un suburbio de El Cairo. El pasaje homérico dice, literalmente (Il., XI, 26-28): “y a ambos lados tres serpientes (o dragones: drákontes) color de acero se erguían por el cuello, semejantes al iris que el Cronida fijó en la nube, señal prodigiosa (téras) para los hombres… (N. del T))). En todo caso, en ciertas regiones de África y particularmente en el Dahomey, la “serpiente celeste” está asimilada al arco iris y a la vez se la considera como señora de las piedras preciosas y la riqueza; por lo demás, puede parecer que hay en ello cierta confusión entre dos aspectos diversos del simbolismo de la serpiente, pues, si bien el papel de señor o guardián de los tesoros se atribuye, en efecto, a serpientes y dragones, entre otras entidades descritas con formas variadas, dichos seres tienen entonces un carácter subterráneo, más bien que celeste; pero puede ser también que haya entre esos dos aspectos aparentemente opuestos una correspondencia comparable a la existente entre los planetas y los metales (Cf. La Règne de la quantité et les signes des temps, cap. XXII). Por otra parte, es por lo menos curioso que, a ese respecto, la “serpiente celeste” tenga una semejanza bastante notable con la “serpiente verde” que en el conocido cuento simbólico de Goethe se transforma en puente y después se fragmenta en pedrería; si tal serpiente debiera considerarse también en relación con el arco iris, se encontraría en tal caso la identificación de éste con el puente, lo que en suma poco podría sorprender, pues Goethe muy bien pudo, a este respecto, haber pensado más particularmente en la tradición escandinava. Ha de decirse, por lo demás, que ese cuento es muy poco claro tanto en cuanto a la procedencia de los diversos elementos del simbolismo en que Goethe pudo inspirarse, como en cuanto a su significación misma, y que todas las interpretaciones que se han intentado son en realidad poco satisfactorias en conjunto (Por otra parte, a menudo hay algo de confuso y nebuloso en la manera en que Goethe usa del simbolismo, y puede comprobárselo también en su reelaboración de la leyenda de Fausto; agreguemos que habría más de una pregunta que formularse sobre las fuentes a las que pudo recurrir más o menos directamente, así como sobre la naturaleza exacta de las vinculaciones iniciáticas que pudo tener, aparte de la masonería); no queremos insistir más en esto, pero nos ha parecido que podía no carecer de interés el señalar ocasionalmente esa posible y algo inesperada conexión (Para la asimilación más o menos completa de la serpiente de Goethe con el arco iris, no podemos tomar en consideración el color verde que se le atribuye, por más que algunos hayan querido hacer del verde una especie de síntesis del arco iris, porque sería el color central; pero, de hecho, el verde solo ocupa esa posición central a condición de admitir la introducción del índigo en la lista de los colores, y hemos explicado anteriormente las razones por las cuales esa introducción es en realidad insignificante y desprovista de todo valor desde el punto de vista simbólico (“Les septs rayons et l’arc-en-ciel” (aquí, cap. LVII: “Los siete rayos y el arco iris”)). A este respecto, haremos notar que el eje corresponde propiamente al “séptimo rayo” y por consiguiente al color blanco, mientras que la diferenciación misma de los colores del arco iris indica cierta “exterioridad” con relación al rayo axial). 670 SFCS EL PUENTE Y EL ARCO IRIS
Sabido es que una de las principales significaciones simbólicas de la serpiente se refiere a las corrientes cósmicas a que aludíamos poco antes, corrientes que, en definitiva, no son sino el efecto y como la expresión de las acciones y reacciones de las fuerzas emanadas respectivamente del cielo y de la tierra (Ver La Grande Triade, cap. V). Esto da la única explicación plausible de la asimilación del arco iris a la serpiente, y tal explicación está en perfecto acuerdo con el carácter reconocido al arco iris, de ser el signo de unión del cielo y de la tierra, unión que, en efecto, está en cierto modo manifestada por esas corrientes, ya que éstas no podrían producirse sin aquélla. Ha de agregarse que la serpiente, en cuanto a este significado, está asociada con la mayor frecuencia a símbolos axiales como el árbol o el bastón, cosa fácil de comprender, pues la dirección misma del eje determina la de las corrientes cósmicas, sin que empero la de éstas se confunda en modo alguno con la de aquél, así como tampoco, para retomar el simbolismo correspondiente en su forma geométrica más rigurosa, una hélice trazada sobre un cilindro se confunde con el eje del cilindro mismo. Entre el símbolo del arco iris y el del puente, una conexión similar sería, en suma, la que podría considerarse como la más normal; pero, ulteriormente, esa conexión ha llevado en ciertos casos a una suerte de fusión de los dos símbolos, que no estaría enteramente justificada si no se considerara a la vez resuelta en la unidad de una corriente axial la dualidad de las corrientes cósmicas diferenciadas. Empero, ha de tenerse en cuenta también que las figuraciones del puente no son idénticas cuando se lo asimila al arco iris y cuando no, y, a este respecto, cabría preguntarse si entre el puente rectilíneo (Recordaremos que esta forma rectilínea y, naturalmente, vertical, es la que corresponde especialmente al sentido preciso de la expresión es-sirâtu-l-mustaqîm (‘la vía recta’) en la tradición islámica (cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. XXV)) y el puente en arco no existe, por lo menos en principio, una diferencia de significación correspondiente en cierto modo a la que hay, según hemos indicado antes, entre la escala vertical y la escalera en espiral (Ver “Le Symbolisme de l’échelle” (aquí, cap. LIV: “El simbolismo de la escala”)), diferencia que es la de la vía “axial” que reconduce directamente el ser al estado principial y la vía más bien “periférica” que implica el paso distinto a través de una serie de estados jerarquizados, aunque, en un caso como en el otro, la meta final sea necesariamente idéntica (El uso iniciático de la escalera en espiral se explica por la identificación de los grados de iniciación con otros tantos estados diferentes del ser puede citarse como ejemplo, en el simbolismo masónico, la escalera de caracol (winding stairs) de 15 peldaños, distribuidos en 3+5+7, que conduce a la “Cámara del Medio”. En el otro caso, los mismos estados jerárquicos se representan también por los peldaños, pero la disposición y la forma misma de éstos indican que no es posible detenerse en ellos y que no son sino el instrumento de una ascensión continua, mientras que es posible siempre permanecer un tiempo más o menos largo sobre los peldaños de una escalera, o por lo menos en los “descansos” existentes entre los diferentes tramos en que aquélla se divide). 671 SFCS EL PUENTE Y EL ARCO IRIS
Entre los símbolos masónicos que parecen casi siempre comprenderse muy poco en nuestros días, se encuentra el de la “cadena de unión” (En el Compagnonnage se dice “cadena de alianza”) que rodea la parte superior de la Logia. Algunos quieren ver en ella el cordel de que los masones operativos se servían para trazar y delimitar el contorno de un edificio; seguramente tienen razón, pero ello empero no basta, y sería menester por lo menos preguntarse cuál era el valor simbólico de ese cordel mismo (Este símbolo lleva también otra denominación, la de “moño festoneado” (huppe dentelée), que parece designar propiamente, más bien, el contorno de un dosel; ahora bien: es sabido que el dosel es un símbolo del cielo (por ejemplo en el dosel del carro de la tradición extremo-oriental); pero, como se verá en seguida, no hay en ello, en realidad, contradicción ninguna). Podría también considerarse anormal la posición asignada a un instrumento destinado a efectuar un trazado en el suelo, y esto también exige algunas explicaciones. 675 SFCS LA CADENA DE UNION
A. K. Coomaraswamy ha estudiado ( “The Iconography of Dürer’s ‘Knots’ and Leonardo’s ‘Concatenation’” en The Art Quarterly, número de primavera de 1944) la significación simbólica de ciertos “nudos” que se encuentran entre los grabados de Alberto Durero; tales “nudos” son muy complicados entrelazamientos formados por el trazado de una línea continua, y el conjunto se dispone en una figura circular; en varios casos, el nombre de Durero aparece inscripto en el centro. Esos “nudos” han sido relacionados con una figura similar atribuida generalmente a Leonardo de Vinci, y en cuyo centro se leen las palabras: Academia Leonardi Vinci; algunos han querido ver en ellas la “signatura colectiva” de una “Academia” esotérica, como existían en cierto número en la Italia de la época, y sin duda no carecen de razón. En efecto, tales dibujos se han llamado a veces “dédalos” o “laberintos”, y, como lo señala Coomaraswamy, pese a la diferencia de formas, que puede deberse en parte a razones de orden técnico, tienen efectivamente estrecha relación con los laberintos, y más en particular con los que se trazaban en el embaldosado de ciertas iglesias medievales; ahora bien, éstos se consideran igualmente como una “signatura colectiva” de las corporaciones de constructores. En cuanto simbolizan el vínculo que une entre sí a los miembros de una organización iniciática, o por lo menos esotérica, tales trazados ofrecen evidentemente similitud notable con la “cadena de unión” masónica; y si se recuerdan los nudos de ésta, el nombre de “nudos” (Knoten) dado a tales dibujos, al parecer por el mismo Durero, resulta también muy significativo. Por esta razón, y por otra sobre la cual volveremos luego, es también importante advertir que se trata de líneas sin solución de continuidad (Podrá recordarse aquí el pentalfa, que, como signo de reconocimiento entre los pitagóricos, debía trazarse en línea continua. (Es una estrella de cinco puntas formada por cinco segmentos de recta, y semejante a cinco alfas mayúsculas entrelazadas cuyos rasgos transversales forman un pentágono central. (N. del T))); los laberintos de las iglesias, igualmente, podían recorrerse de extremo a extremo sin encontrar en ninguna parte punto de interrupción ninguno que obligara a detenerse o a rehacer el camino, de modo que constituían en realidad una vía muy larga que debía cumplirse enteramente antes de llegar al centro (Cf. W. R. Lethaby, Architecture, Mysticism and Myth, cap. VII. Este autor, que era arquitecto, ha reunido en su libro un gran número de informaciones interesantes acerca del simbolismo arquitectónico, pero desgraciadamente no ha sabido ver la verdadera significación). En ciertos casos, como en Amiens, el “maestro de obra” se había hecho representar en la parte central, así como Vinci y Durero inscribían en ella sus nombres; se situaban así simbólicamente en una “Tierra Santa” (Sabido es que estos laberintos se llamaban comúnmente “caminos de Jerusalén” y que su recorrido se consideraba como equivalente a la peregrinación a Tierra Santa; en Saint-omer, el centro contenía una representación del Templo de Jerusalén), es decir, en un lugar reservado a los “elegidos”, según lo hemos explicado en otro lugar ( “La Caverne et le Labyrinthe” (aquí, cap. XXIX: “La Caverna y el Laberinto”)), o en un centro espiritual que era, en todos los casos, una imagen o reflejo del verdadero “Centro del Mundo”, tal como en la tradición extremo-oriental el Emperador se situaba siempre en el lugar central (Ver La Grande Triade, cap. XVI. Podría recordarse, con motivo de esta vinculación, el título de Imperator dado al jefe de ciertas organizaciones rosacruz). 683 SFCS ENCUADRES Y LABERINTOS
En un libro al cual ya nos hemos referido en otro lugar (Cumacan Gates; ver nuestro estudio sobre “La Caverne et le Labyrinthe” (aquí, cap. XXIX: “La Caverna y el Laberinto”)) Jackson Knight ha señalado que se habían encontrado en Grecia, cerca de Corinto, dos modelos de arcilla, reducidos, de casas pertenecientes a la época arcaica llamada “geométrica” (La reproducción de estos dos modelos se encuentra en la página 67 del libro citado); en los muros exteriores se ven meandros que rodean la casa y cuyo trazado parece haber constituido en cierto modo un “sustituto” del laberinto. En la medida en que éste representaba una defensa, sea contra los enemigos humanos, sea, sobre todo, contra los influjos psíquicos hostiles, pueden considerarse también esos meandros como dotados de un valor de protección, e incluso doble, al impedir no solo a los influjos maléficos penetrar en la morada, sino además a los influjos benéficos salir de ella y dispersarse en el exterior. Por otra parte, puede ser que en ciertas épocas no se haya visto en ellos otra cosa; pero no ha de olvidarse que la reducción de los símbolos a un uso más o menos “mágico” corresponde ya a un estado de degradación desde el punto de vista tradicional, estado en que se ha olvidado el sentido profundo de esos símbolos (Naturalmente, este sentido profundo no excluye una aplicación “mágica”, como no excluye cualquier otra aplicación legítima, pero la degradación consiste en que el principio se ha perdido de vista y no se considera ya sino exclusivamente una simple aplicación aislada y de orden inferior). Por lo tanto, en el origen debió de haber en ellos algo más, y es fácil comprender de qué se trata en realidad si se recuerda que, tradicionalmente, todo edificio está construido según un modelo cósmico; mientras no existió la distinción entre “sagrado” y “profano”, es decir, mientras el punto de vista profano no había surgido aún por efectos de un debilitamiento de la tradición, siempre y en todas partes fue así, inclusive para las casas particulares. La casa era entonces una imagen del cosmos, es decir, como un “pequeño rnundo” cerrado y completo en sí; y, si se advierte que aparece “encuadrada” o “enmarcada” por el meandro exactamente como la Logia, cuya significación cósmica no se ha perdido, está “enmarcada” por la “cadena de unión”, la identidad entre ambos símbolos resulta por completo evidente: en uno y otro caso, no se trata en definitiva sino de una representación del “marco” mismo del cosmos. 685 SFCS ENCUADRES Y LABERINTOS
Es fácil comprender, en efecto, que ciertos términos tomados del orden de la afectividad sean susceptibles, lo mismo que otros, de transponerse analógicamente a un orden superior, pues todas las cosas tienen efectivamente, además de su sentido inmediato y literal, un valor de símbolos con respecto a realidades más profundas; y es manifiestamente así, en particular, cada vez que se habla de amor en las doctrinas tradicionales. Inclusive entre los místicos, pese a ciertas confusiones inevitables, el lenguaje afectivo aparece sobre todo como un modo de expresión simbólica, pues, cualquiera fuere en ellos la incontestable parte de sentimiento en el sentido ordinario de esta palabra, es empero inadmisible, por mucho que digan los psicólogos modernos, que no haya allí sino emociones y afecciones puramente humanas referidas tal cual a un objeto sobrehumano. Con todo, la transposición se hace aún mucho más evidente cuando se verifica que las aplicaciones tradicionales de la idea de amor no se limitan al dominio exotérico, y.sobre todo religioso, sino que se extienden igualmente al dominio esotérico e iniciático; así ocurre, particularmente, en las numerosas ramas o escuelas del esoterismo islámico, lo mismo que en ciertas doctrinas del Medioevo occidental, especialmente las tradiciones propias de las Ordenes de caballería (Sabido es que la base principal de estas tradiciones era el Evangelio de San Juan: “Dios es Amor” dice San Juan, lo que sin duda no puede comprenderse sino por la transposición de que aquí hablamos; y el grito de guerra de los Templarios era: “Vive Dios Santo Amor”), y también la doctrina iniciática, por lo demás conexa, que ha encontrado su expresión en Dante y los “Fieles de Amor”. Agregaremos que la distinción entre inteligencia y amor, así entendida, tiene su correspondencia en la tradición hindú en la distinción entre el Jñânamârga (‘vía del conocimiento’) y el Bhakti-mârga (‘vía de la devoción’); la alusión que acabamos de hacer a las órdenes de caballería indica, por otra parte, que la vía del amor es más particularmente apta para los kshátriya, mientras que la vía de la inteligencia o del conocimiento es, naturalmente, la que conviene sobre todo a los brahmanes; pero, en definitiva, no se trata sino de una diferencia que se refiere solo al modo de encarar el Principio, en conformidad con la diferencia de las naturalezas individuales, y que no afecta en modo alguno a la indivisible unidad del Principio mismo. 708 SFCS EL CORAZON IRRADIANTE Y EL CORAZÓN EN LLAMAS
Nuestros lectores advertirán sin dificultad en este texto la idea del corazón como centro del ser, idea que, según lo hemos explicado (y volveremos sobre ella) es común a todas las tradiciones antiguas, procedentes de esa tradición primordial cuyos vestigios se encuentran aún en todas partes para quien sabe verlos. Advertirán también la idea de la caída que rechaza al hombre lejos de su centro original e interrumpe para él la comunicación directa con el “Corazón del Mundo”, tal como estaba establecida de modo normal y permanente en el estado edénico (Ver “Le Sacré-Coeur et la légende du Saint Graal” (aquí, cap. III: “El Sagrado Corazón y la leyenda del Santo Graal”)). Advertirán, por último, en lo que concierne al papel central del corazón, la indicación del doble movimiento centrípeto y centrífugo, comparable a las dos fases de la respiración (Ver “L’Idée du Centre das les traditions antiques” (aquí, cap. VIII: “La idea del Centro en las tradiciones antiguas”)); es cierto que, en el pasaje que citaremos en seguida, la dualidad de esos movimientos está referida a la del corazón y el cerebro, lo que parece a primera vista introducir alguna confusión, aun cuando eso sea también sostenible situándose en un punto de vista algo diferente, en que corazón y cerebro se encaran como constituyendo en cierto modo dos polos en el ser humano. 716 SFCS CORAZON Y CEREBRO
Esta obra, pese al incontestable interés de algunas de las consideraciones que incluye, deja en conjunto una impresión algo heterogénea; ello puede deberse, en cierta medida, al empleo más bien molesto que en él se hace de la palabra “introspección”, término de psicología profana que no puede en este caso sino prestarse a equívoco; pero, sobre todo, se pregunta uno constantemente en qué sentido entiende exactamente la autora la palabra “mística”, e incluso si, en el fondo, realmente de mística se trata. De hecho, parece más bien tratarse de “ascesis” , pues se expone una tentativa de esfuerzo metódico difícilmente compatible con el misticismo propiamente dicho; pero, por otra parte, el carácter específico de esa misma ascesis está determinado con muy poca nitidez; no podría, en todo caso, considerársela de orden iniciático, pues no implica vinculación con tradición alguna, mientras que tal vinculación es condición esencial de toda iniciación, como lo exponemos en el artículo que se habrá leído en otra parte ( (El autor se refería así al artículo “Des Conditions de l’initiation”, publicado en el mismo número de V. I. y retomado luego en forma nueva en Aperçus sur l’Initiation, cap. IV)). A esta ambigüedad, que no deja de producir cierto malestar, se agrega una falta de rigor en la terminología, donde se muestra con harta claridad la independencia de la autora con respecto a las doctrinas tradicionales, lo cual es quizá lo que tiene de más incontestablemente común con los místicos de toda categoría. Aparte de estos defectos, que no podíamos pasar por alto, lo más notable en este libro son las consideraciones referidas a los respectivas papeles del “corazón” y del “cerebro”, o de lo que ellos representan, así como al “sentido vertical” y al “sentido horizontal” en el desarrollo interior del ser, consideraciones que coinciden con el simbolismo tradicional, tal como lo hemos expuesto en Le Symbolisme de la Croix; por otra parte, hace algunos años, habíamos señalado esta interesante concordancia en uno de nuestros artículos de Regnabit, pues el capítulo de que se trata había aparecido entonces separadamente en la revista Vers l’Unité (Es útil dejar aquí establecido un punto de historia literaria, para evitar alguna confusión con respecto a un asunto de fuente tradicional. El artículo de la señora Th. Darel aparecido en la revista Vers l’Unité, en 1926, donde enunciaba ideas tan próximas a las que expondría René Guénon en Le Symbolisme de la Croix, publicado en 1931, se inspiraba en realidad en un estudio aparecido con ese mismo título en La Gnose, en 1911, firmado por Palingénius, seudónimo de Guénon. Éste mismo explicó más tarde este punto en su correspondencia con Paul Chacornac (carta del 2 de agosto de 1931), precisando que en aquella época había conocido personalmente a dicha señora, suscriptora de La Gnose)). La autora ha agregado, como apéndices a su obra, la reproducción de dos opúsculos ya de larga data; uno de ellos contiene un ensayo de “racionalización” del milagro, interpretado “biológicamente”; no es ciertamente de aquellas cosas a las que mejor prestaríamos asentimiento. 738 SFCS CORAZON Y CEREBRO
Más aún: a la vez que figura el “ojo del corazón”, como acabamos de decir, el yod, según otra de sus significaciones jeroglíficas, representa también un “germen” contenido en el corazón asimilado simbólicamente a un fruto; y esto, por lo demás, puede entenderse tanto en sentido “macrocósmico” como “microcósmico” (Ver Aperçus sur l’Initiation, cap. XLVIII. Desde el punto de vista macrocósmico, la asimilación de que se trata es equivalente a la del corazón y el “Huevo del Mundo”; en la tradición hindú, el “germen” contenido en éste es el Hiranyagarbha). En su aplicación al ser humano, esta última observación debe ser vinculada con las relaciones entre el “tercer ojo” y el lûz (Le Roi du Monde, cap. VII), del cual el “ojo frontal” y el “ojo del corazón” representan, en suma, dos localizaciones diversas, y que es además el “núcleo” o “germen de inmortalidad” (Acerca de los símbolos relacionados con el lûz, haremos notar que la forma de la mandorla (‘almendra’, ‘pepita’, que es también el significado de la palabra lûz) o vesica piscis (‘vejiga del pez’) de la Edad Media (cf. La Grande Triade, cap. II) evoca también la forma del “tercer ojo”; la figura de Cristo glorioso, en su interior, aparece así como identificable al “Púrusha en el ojo” de la tradición hindú; la expresión insânu-l-‘ayn (‘el hombre del ojo’) con que en árabe se designa la “niña de los ojos”, se refiere igualmente a ese simbolismo). Es también muy significativo a este respecto que la expresión árabe ‘aynu-l-juld presente el doble sentido de ‘ojo de inmortalidad’ y ‘fuente de inmortalidad’; y esto nos reconduce a la idea de “herida”, que señalábamos antes, pues, en el simbolismo cristiano, está también referido a la “fuente de inmortalidad” el doble chorro de sangre y agua que mana de la abertura del corazón de Cristo (La sangre y el agua son aquí dos complementarios; podría decirse, empleando el lenguaje de la tradición extremo-oriental, que la sangre es yang y el agua yin, en su mutua relación (sobre la naturaleza ígnea de la sangre, cf. L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XIII)). Es éste el “licor de inmortalidad” que, según la leyenda, fue recogido en el Graal por José de Arimatea; y recordaremos a este respecto, por último, que la copa misma es un equivalente simbólico del corazón (Además, la leyenda de la esmeralda caída de la frente de Lucifer pone también al Graal en relación directa con el “tercer ojo” (cf. Le Roi du Monde, cap. V). Sobre la “piedra caída de los cielos”, ver también “Lapsit exillis”, (aquí, cap. XLIV)), y que, como éste, constituye también uno de los símbolos tradicionalmente esquematizados con la forma de un triángulo invertido. 761 SFCS “EL OJO QUE LO VE TODO”
( (Publicado en É. T., enero-febrero de 1949). Este artículo, que había sido escrito en otro tiempo para la revista Regnabit, pero que no pudo publicarse en ella porque la hostilidad de ciertos medios “neoescolásticos” nos obligó entonces a suspender nuestra colaboración, se sitúa más particularmente en la “perspectiva” de la tradición cristiana con la intención de mostrar su perfecto acuerdo con las demás formas de la tradición universal; completa las breves indicaciones que hemos dado sobre el mismo punto en L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. III. No hemos introducido sino muy pocas modificaciones, para dar mayor precisión a algunos puntos, y sobre todo para agregar referencias a nuestras diversas obras cuando ello nos ha parecido presentar alguna utilidad para los lectores) 764 SFCS EL GRANO DE MOSTAZA
Con motivo del simbolismo de la letra hebrea yod figurada en el interior del corazón (Cf. “L’Oeil qui voit tout” (aquí, cap. LXXII: “El Ojo que lo ve todo”)), hemos señalado que, en el corazón irradiante del mármol astronómico de Saint-Denis d’Orques ( (Ver comienzo del cap. LXIX)), la herida tiene la forma de un yod, y esta semejanza es demasiado notable y significativa para no ser intencional; por otra parte, en una estampa diseñada y grabada por Callot para una tesis defendida en 1625, se ve que el corazón de Cristo contiene tres yod. Esta letra, la primera del nombre tetragramático y aquella a partir de la cual se forman todas las demás letras del alfabeto hebreo, ya esté sola para representar la Unidad divina (Cf. La Grande Triade, pp. 169-171), ya esté repetida tres veces con significación “trinitaria” (Esta significación existe ciertamente por lo menos cuando la figuración de los tres yod se debe a autores cristianos, como en el caso de la estampa que acabamos de mencionar; de modo más general (pues no ha de olvidarse que los tres yod se encuentran también como forma abreviada del tetragrama en la tradición judía misma), esa figuración está vinculada con el simbolismo universal del triángulo, cuya relación con el corazón, por otra parte, hemos señalado también) es siempre esencialmente la imagen del Principio. El yod en el corazón es, pues, el Principio residente en el centro, ya sea, desde el punto de vista “macrocósmico”, en el “Centro del Mundo” que es el “Santo Palacio” de la Cábala (Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. IV), ya sea, desde el punto de vista “microcósmico” y virtualmente por lo menos, en el centro de todo ser, centro simbolizado siempre por el corazón en las diferentes doctrinas tradicionales (Cf. L’homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. III) y que constituye el punto más interior, el punto de contacto con lo Divino. Según la Cábala, la Shejináh o “Presencia divina”, que se identifica con la “Luz del Mesías” (Cf. Le Roi du Monde, cap. III), habita (shaján) a la vez en el tabernáculo, llamado por eso mishkán, y en el corazón de los fieles (Cf. Le Symbolisme de la Croix, cap. VII. La residencia de es-Sakinah en el corazón de los fieles es afirmada igualmente por la tradición islámica); y existe estrechísima relación entre esta doctrina y el significado del nombre Emmanuel, aplicado al Mesías e interpretado como “Dios en nosotros”. Pero hay también a este respecto muchas otras consideraciones que desarrollar, partiendo sobre todo de que el yod, a la vez que el sentido de “principio”, tiene también el de “germen”: el yod en el corazón es, pues, en cierto modo, el germen envuelto en el fruto; hay en esto la indicación de una identidad, por lo menos en cierto respecto, entre el simbolismo del corazón y el del “Huevo del Mundo”, y puede comprenderse así que el nombre de “germen” se aplique al Mesías en diversos pasajes de la Biblia (Isaías, IV, 2; Jeremías, XXIII, 5; Zacarías, III, 8, y VI, 12. Cf. Aperçus sur l’Initiation, caps. XLVII y XLVIII, y también nuestro estudio, ya citado, sobre “L’Oeil qui voit tout” (aquí, cap, LXXII: “El Ojo que lo ve todo”)). Sobre todo debe retener aquí nuestra atención la idea del germen en el corazón; y lo merece tanto más cuanto que está directamente relacionada con la significación profunda de una de las más célebres parábolas evangélicas, la del grano de mostaza. 766 SFCS EL GRANO DE MOSTAZA
Para limitarnos al caso que aquí nos interesa en especial y para hacer la cosa más fácilmente comprensible, podemos tomar términos de comparación en el orden matemático, sirviéndonos de los dos simbolismos, el geométrico y el aritmético, entre los cuales hay a este respecto perfecta concordancia. Así, el punto geométrico es cuantitativamente nulo (Esta nulidad corresponde a lo que el taoísmo llama la “nada de forma”) y no ocupa ningún espacio, aunque es el principio por el cual se produce el espacio íntegro, que no es sino el desarrollo de las virtualidades propias de aquél, ya que la “efectuación” del espacio resulta de la irradiación del punto según las “seis direcciones” (Sobre las relaciones entre el punto y la extensión, cf. Le Symbolismo de la Croix. cap. XVI). Del mismo modo, la unidad aritmética es el menor de los números si se la encara como situada en la multiplicidad, pero es el mayor en principio, pues los contiene virtualmente a todos y produce su serie íntegra por la sola repetición indefinida de sí misma. Y del mismo modo también, para volver al simbolismo de que tratábamos al comienzo, el yod es la menor de las letras del alfabeto hebreo, y sin embargo de ella derivan las formas de todas las demás (De ahí estas palabras: “Antes pasarán el cielo y la tierra que pase una sola jota (iota, es decir, un solo yod) o una tilde (parte de letra, forma elemental asimilada al yod) de la Ley, sin que todo se verifique” (San Mateo, V, 18)). A esta doble relación se refiere también el doble sentido jeroglífico del yod, como “principio” y como “germen”: en el mundo superior, es el principio, que contiene todas las cosas; en el mundo inferior, es el germen, que está contenido en todas las cosas; son el punto de vista de la trascendencia y el de la inmanencia, conciliados en la única síntesis de la armonía total (La identidad esencial de ambos aspectos está representada también por la equivalencia numérica de los nombres ‘el-‘Elyón, ‘el Dios altísimo’, y ‘Immanû’el, ‘Dios en nosotros’ (cf. Le Roi du Monde, cap. VI). (La suma de las letras consonánticas de cada nombre es 197, debiendo contarse, en virtud de las reglas de escritura hebrea, la doble m como simple. (N. del T))). El punto es a la vez principio y germen de las extensiones; la unidad es a la vez principio y germen de los números; igualmente, el Verbo divino, según se lo considere como eternamente subsistente en sí o como haciéndose “Centro del Mundo” (En la tradición hindú, el primero de estos dos aspectos del Verbo es Svayambhû (‘El que subsiste por sí mismo’), y el segundo es Hiranyagarbha (el ‘Embrión de oro’)), es a la vez principio y germen de todos los seres (Desde otro punto de vista, esta consideración del sentido inverso podría aplicarse también a las dos fases complementarias de la manifestación universal: despliegue y repliegue (développement et enveloppement), espiración y aspiración, expansion y concentración, “solución” y “coagulación” (cf. La Grande Triade, cap. VI)). 772 SFCS EL GRANO DE MOSTAZA
El loto tiene un simbolismo de múltiples aspectos, a algunos de los cuales nos hemos referido ya en otras ocasiones (Ver particularmente “Les fleurs symboliques” (aquí, cap. IX: “Las flores simbólicas”)); en uno de ellos, al cual alude el texto antes citado, se lo emplea para representar los diversos centros, inclusive secundarios, del ser humano, ya sea centros fisiológicos (plexos nerviosos en especial), ya sea, y sobre todo, centros psíquicos (correspondientes a esos mismos plexos en virtud de la vinculación existente entre el estado corpóreo y el estado sutil en el compuesto que la individualidad humana constituye propiamente). Esos centros, en la tradición hindú, reciben habitualmente el nombre de “lotos” (padma o kámala) y se los figura con diferente número de pétalos, números que tienen igualmente significado simbólico, así como los colores puestos además en relación con ellos (aparte de ciertos sonidos con los cuales se ponen también en correspondencia y que son los mantra pertenecientes a diversas modalidades vibratorias, en armonía con las facultades especiales respectivamente regidas por tales centros y procedentes, en cierto modo, de su irradiación, figurada por el abrirse de los pétalos) (Sobre todo esto, ver “Kundalini-Yoga” (É. T., octubre y noviembre de 1933)); también se les llama “ruedas” (chakra), lo cual, señalémoslo de paso, corrobora una vez más la estrechísima relación que, según hemos indicado en otro lugar, existe de modo general entre el simbolismo de la rueda y el de flores tales como el loto y la rosa. 782 SFCS EL ÉTER EN EL CORAZÓN
Pero, en las doctrinas tradicionales, una teoría física (en el sentido antiguo de la palabra) no puede considerarse jamás como autosuficiente; es solamente un punto de partida, un “soporte” que permite, por medio de las correspondencias analógicas, elevarse al conocimiento de los órdenes superiores; y ésta, por lo demás, como es sabido, constituye una de las diferencias esenciales existentes entre el punto de vista de la ciencia sagrada o tradicional y el de la ciencia profana tal como la conciben los modernos. Lo que reside en el corazón no es, pues, solamente el Éter en el sentido propio del término: en tanto que el corazón es el centro del ser humano considerado en su integridad, y no en su sola modalidad corpórea, lo que está en su centro es el “alrna viviente” (jîvâtmâ), la cual contiene en principio todas las posibilidades que se desarrollan en el curso de la existencia individual, como el Éter contiene en principio todas las posibilidades de la manifestación corpórea o sensible. Es muy notable, en relación con las concordancias entre las tradiciones orientales y occidentales, que Dante hable también del “espíritu de la vida, que mora en la más secreta cámara del corazón” ( “In quello punto dico veracemente che lo spirito de la vita, lo quale dimora ne la secretissima camera de lo cuore…” (Vita Nova, 2)), es decir, precisamente en esa misma “cavidad” de que se trata en la tradición hindú; y, cosa quizás más singular aún, la expresión que emplea, “spirito de la vita”, es una traducción lo más rigurosamente literal posible del término sánscrito jîvâtmâ, del cual, sin embargo, es muy poco verosímil que haya podido tomar conocimiento por ninguna vía. 784 SFCS EL ÉTER EN EL CORAZÓN
El Principio divino, por otra parte, se considera como residente también, en cierto modo, en el centro de todo ser, lo que está en conformidad con lo que dice San Juan cuando habla de “la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”; pero esta “presencia divina”, asimilable a la Shejináh hebrea, no puede ser sino virtual, en el sentido de que el ser puede no tener conciencia actual de ella; esa presencia no se hace plenamente efectiva para ese ser sino cuando éste ha tomado conciencia y la ha “realizado” por la “Unión”, entendida en el sentido del sánscrito Yoga. Entonces ese ser sabe, por el más real e inmediato de los conocimientos, que “el Âtmâ que reside en el corazón” no, es simplemente er jivâtmâ, el alma individual y humana, sino que es también el Âtmâ absoluto e incondicionado, el Espíritu universal y divino, y que uno y otro, en ese punto central, están en un contacto indisoluble y, por otra parte, inexpresable, pues en verdad no son sino uno, como, según las palabras de Cristo, “mi Padre y yo somos uno”. Quien ha llegado efectivamente a ese conocimiento, ha alcanzado verdaderamente el centro, y no solo el suyo propio sino también, por eso mismo, el centro de todas las cosas; ha realizado la unión de su corazón con el “Sol espiritual” que es el verdadero “Corazón del Mundo”. El corazón así considerado es, según las enseñanzas de la tradición hindú, la “Ciudad divina” (Brahma-pura);.y ésta se describe, según lo hemos ya indicado anteriormente, en términos semejantes a los que el Apocalipsis aplica a la “Jerusalén Celeste” que es también, en efecto, una de las figuraciones del “Corazón del Mundo”. 786 SFCS EL ÉTER EN EL CORAZÓN
Hemos hablado ya en varias oportunidades sobre el simbolismo de la “Ciudad divina” (Brahma-pura en la tradición hindú) (Ver L’Homme et son devenir selon te Vêdânta, cap. III; cf. además nuestros estudios sobre “Le grain de sénevé” y “L’Éther dans le coeur” (aquí, respectivamente, cap. LXXIII: “El grano de mostaza”, y LXXIV: “El Éter en el corazón”)): sabido es que lo así designado propiamente es el centro del ser, representado por el corazón, que por lo demás le corresponde efectivamente en el organismo corpóreo, y que ese centro es la residencia de Púrusha, identificado con el Principio divino (Brahma) en cuanto éste es el “ordenador interno” (ántar-yâmî) que rige el conjunto de las facultades de ese ser por la actividad “no-actuante” que es consecuencia inmediata de su sola presencia. El nombre Púrusha es interpretado por esta razón como puri-çaya, es decir ‘el que reside o reposa (çaya) en el ser como en una ciudad (pura)’; esta interpretación pertenece evidentemente al Nirukta (disciplina de exégesis simbólica), pero A. K. Coomaraswamy ha hecho notar que, aunque no sea así en la mayoría de los casos, en éste podría representar a la vez una verdadera derivación etimológica ( “What is civilization?” (Albert Schweitzer Festschrift); tomamos de este estudio parte de las consideraciones que siguen, particularmente en lo que concierne al punto de vista lingüístico) y este punto, a causa de todas las conexiones que permite establecer, merece que nos detengamos en él con algo más de espacio. 790 SFCS LA CIUDAD DIVINA
Ante todo, es de notar que el griego pólis y el latín civitas, que designan la ‘ciudad’, corresponden respectivamente, por sus raíces, a los dos elementos de que está formada la palabra purusha, aunque, en razón de ciertos cambios fonéticos de una lengua a otra, esto pueda no evidenciarse a primera vista. En efecto, la raíz sánscrita pr- o pur- corresponde en las lenguas europeas a pel- (Sabido es que los sonidos r y l están fonéticarnente muy próximos entre sí y cambian fácilmente uno en otro), de modo que pura y pólis son estrictamente equivalentes; esta raíz expresa, desde el punto de vista cualitativo, la idea de ‘plenitud’ (sánscrito puru y pûrna, griego pléos, latín plenus, inglés full), y, desde el punto de vista cuantitativo, la de ‘pluralidad’ (griego polys, latín plus, alemán viel). Una ciudad no existe, evidentemente, sino por la reunión de una pluralidad de individuos que la habitan y constituyen su “población” (la palabra populus es del mismo origen), lo que podría ya justificar, para designarla, el empleo de términos como aquellos de que se trata; pero no es éste, empero, sino el aspecto más exterior, y lo más importante, cuando se quiere ir al fondo de las cosas, es la consideración de la idea de plenitud. A este respecto, sabido es que lo pleno y lo vacío, considerados como correlativos, son una de las representaciones simbólicas tradicionales del complementarismo del principio activo y el pasivo; en el caso presente, puede decirse que Púrusha llena por su presencia la “Ciudad divina” con todas sus extensiones y dependencias, es decir, la integralidad del ser, que sin esa presencia no sería sino un campo (kshetra) vacío, o, en otros términos, una pura potencialidad desprovista de toda existencia actualizada. También Púrusha, según los textos upaníshádicos, esclarece “ese todo” (sárvam ídam) por su irradiación, imagen de su actividad “no-actuante” por la cual toda manifestacíón se realiza, según la “medida” misma determinada por la extensión efectiva de esa irradiación (Ver Le Règne de la quantité et les signes des temps, cap. III), tal como, en el simbolismo apocalíptico de la tradición cristiana, la “Jerusalén Celeste” está íntegramente iluminada por la luz del Cordero que reposa en su centro “como inmolado”, o sea en un estado de “no-actuante” (Recordaremos además que la manifestación de la Shejináh o “Presencia divina” se representa siempre como una luz). Podernos agregar aún a este respecto que la inmolación del Cordero “desde el comienzo del mundo” es en realidad la misma cosa que el sacrificio védico de Púrusha, por el cual éste se divide en apariencia, en el origen de la manifestacion, para residir a la vez en todos los seres y en todos los mundos (Ver “Rassembler ce qui est épars” (aquí, cap. XLVI: “Reunir lo disperso”)), de modo que, si bien siendo siempre esencialmente uno y conteniéndolo todo principialmente en su unidad misma, aparece exteriormente como múltiple, lo que corresponde además exactamente a las dos ideas de plenitud y pluralidad a que nos referíamos poco antes; y también por eso se dice que “hay en el mundo dos Púrusha, el uno destructible y el otro indestructible: el primero está repartido entre todos los seres; el segundo es el inmutable” (Bhágavad-Gitâ, XV, 16; según la continuación de este texto, Purushóttama, que es idéntico a Paramâtmâ, está más allá de estos dos aspectos, pues es el Principio supremo, trascendente con respecto a toda manifestación: no está “en el mundo”, sino que, al contrario, todos los mundos están en Él). 791 SFCS LA CIUDAD DIVINA
la referencia al texto coránico parece equivocada (N. del T ↩