(Publicado por primera vez en el Journal of Philosophy, XXXIX (1942), 550-552.—ED.)
El valioso estudio del Dr. Kurt Riezler bajo este título en el Journal of Philosophy, XXXVIII (1941), 505-517, y mi propio «Lila», tratan de aspectos complementarios de la noción de la actividad del juego; los puntos de vista convergen y se encuentran en la cita de Heráclito hecha por ambos autores (cf. Heráclito fr. 79).
El interés del Dr. Riezler está principalmente en la distinción entre el (mero) juego y la seriedad (real); el mío en la indistinción entre el juego y el trabajo en un nivel de referencia más alto. En el sentido en que la parte divina de nosotros, nuestro Sí mismo real, o «Alma del alma», es el espectador impasible de los destinos que son padecidos por sus vehículos psicofísicos (Maitri Upanishad II.7, III.2, etc.), no está claramente «interesado» o implicado en estos destinos y no los toma seriamente; de la misma manera que cualquier otro espectador no toma seriamente los destinos de los personajes en la escena, o si lo hace difícilmente puede decirse que está presenciando el juego, sino más bien que está implicado en él. En conexión con esta parte mejor de nosotros, con la que nos identificamos si «sabemos quien somos», Platón dice más de una vez que «los asuntos humanos no deben tomarse muy seriamente» (megales men spoudes ouk azia, Leyes 803BC, cf. Apología 23A), y a nosotros se nos pide «no preocuparnos por el manana» (San Mateo 6:34).
No debemos confundir tal falta de «interés» con lo que nosotros entendemos por «apatía» y la inercia que suponemos que debe ser la consecuencia de una tal ataraxia. Todo lo que «apatía» implica realmente es una independencia de la motivación placer–dolor; no excluye la noción de una actividad kata physin, sino solo la de una actividad compelida por condiciones que no son de nuestra propia elección. La apatía es equilibrio espiritual y una liberación de la sentimentalidad. Todos nosotros somos conscientes todavía de que un estadista desinteresado será un gobernante mejor que el que tiene «intereses» suyos propios que promover; la «tiranía es la monarquía que gobierna en interés del monarca» (Aristóteles, Política III.5). El buen actor es aquel para quien «la obra es todo», no el que ve en ella una oportunidad de exhibirse. El médico llama a otro médico para que opere a un miembro de su familia, debido a que el extrano estará menos «interesado» en el destino de su esposa o hijo y por lo tanto mejor capacitado para jugar su partida con la muerte. «Es contrario a la naturaleza de las artes buscar el bien de algo prescindiendo de su objeto» (Platón, República 342BC).
Los juegos carecen de significado para nosotros. Pero eso es anormal; y si tenemos que considerar el juego y la seriedad desde un punto de vista más universalmente humano, entonces debemos recordar que los «juegos» —y esto cubre todo el campo de las contiendas atléticas, las representaciones acrobáticas y teatrales, la juglaría, el ajedrez, las apuestas y la mayoría de los juegos de ninos organizados y el folklore, de hecho todo lo que no es meramente el retozo sin arte de los borregos1 — no son «meramente» ejercicios físicos, espectáculos, o entretenimientos, o solo de un valor higiénico o estético, sino metafísicamente significantes. Platón pregunta, «¿Tenemos que vivir siempre jugando? y si es así, ¿en qué tipo de juegos?», y responde, «tales como los sacrificios, el canto y la danza, con los que podemos tener el favor de los dioses y vencer a nuestros enemigos» (Leyes 803DE). Ludus subyace en nuestra palabra «ludicrous» («burlesco»); pero en el «Latín Dictionary (Harper)» encontramos «Ludi, juegos públicos, juegos, espectáculos, funciones, exhibiciones, que se daban en honor de los dioses, etc.».
Así pues, aunque en un juego no hay nada que ganar excepto «el placer que perfecciona la operación», y la comprensión de lo que es propiamente un rito, sin embargo nosotros no jugamos descuidadamente, sino más bien como si nuestra vida dependiera de la victoria. El juego implica orden; de un hombre que ignora las reglas (como puede sentirse tentado a hacerlo si el resultado es para él la cuestión que más importa) decimos que «no está jugando el juego»; si nosotros estamos tan seriamente comprometidos, tan «interesados» en las apuestas, como para «golpear por debajo de la cintura», eso no es un duelo, sino mucho más un intento de asesinato. Es cierto que por no hacer trampas podemos perder: pero toda la razón del juego es que nosotros no estamos jugando solo para ganar sino representando un papel, determinado por nuestra propia naturaleza, y que lo único que importa es que juguemos bien, independientemente del resultado que nosotros no podemos prever. «La pericia concierne a la acción solo, no a sus frutos; así pues, no dejes que el fruto de la acción sea tu motivo, ni vaciles en actuar» (Bhagavad Gita II.47). «Las batallas se pierden con el mismo espíritu con el que se ganan» (Whitman); la victoria depende de muchos factores más allá de nuestro control, y nosotros no debemos preocuparnos por lo que no es responsabilidad nuestra.
A la actividad de Dios se le llama un «juego» debido precisamente a que se asume que él no tiene fines suyos propios que servir; es en este mismo sentido como nuestra vida puede ser «jugada» y como, en tanto que la parte mejor de nosotros está en ella aunque no es de ella, nuestra vida deviene un juego. En este punto nosotros ya no distinguimos juego de trabajo.
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