Titus Burckhardt — Alquimia
ALQUIMIA DE LA ORACIÓN
Por cuanto la alquimia contiene una ciencia natural — y nos referimos a la manifestación de la naturaleza, tanto física y material como psíquica —, sus leyes y conceptos pueden transferirse a otros campos de la ciencia natural tradicional, por ejemplo, a la Medicina humoral, que imaginaba el organismo humano como un todo indivisible, y a la Psicología, de análogo patrón, y a sus terapéuticas respectivas. A este respecto, tiene para nosotros especial importancia la aplicación de las observaciones alquímicas a la mística, pues ésta ofrece un paralelo de lo que acabamos de decir sobre el «casamiento químico». Vamos a examinarla aquí brevemente, sin penetrar en todas sus ramificaciones.
En el campo de la mística, la alquimia es, ante todo, una alquimia de la oración. En este caso se entiende por oración no tanto una petición vaga y extensa, desligada de toda forma determinada, como una formulación interna — y, a veces, también externa — de una oración dirigida a Dios o inspirada en Él, es decir, concretamente, la llamada jaculatoria. La excelencia de esta clase de oración reside en que, por ser una frase que se repite como medio de concentración, no ha sido inventada por un hombre determinado, sino que procede directamente de la revelación o se basa en un nombre divino, aunque no consiste sólo en éste. La frase pronunciada por el orante es entonces, en virtud de su procedencia divina, un símbolo de la divina Palabra y, por su contenido y su fuerza santificante, una misma cosa que ésta: «La razón de este misterio — o sea, de la invocación de un nombre divino — es, por un lado, la verdad de que “Dios y Su Nombre son uno” (Râmakrishna), y, por otro lado, que el propio Dios expresa Su Nombre en si mismo, en su eternidad y más allá de todo lo creado, por lo que Su Palabra única y no creada es el arquetipo de la jaculatoria e incluso, menos directamente, el arquetipo de toda oración.» (Según Frithjof Schuon, «Les Stations de la Sagesse». Colección «La Barque du Soleil», Correa, París, 1958; capítulo «Les modes de l’oraison».)
Por tanto, fundamentalmente, el nombre de Dios o el texto sagrado de la jaculatoria guarda con el alma pasiva la misma relación que la divina Palabra, el fíat lux con la Naturaleza pasiva o con la materia prima del mundo, y esto nos conduce de nuevo a la interrelación a que se refiere Muhyi-d-Dîn Ibn Arabî entre el mandato divino (al-amr) y la Naturaleza (tabî’ah) por un lado, y el azufre y el mercurio por el otro, es decir, con las dos fuerzas primordiales que en el alma son, respectivamente, activa y pasiva. El azufre es aquí, ante todo, considerado metódicamente, la voluntad que se ha unificado con el contenido de la oración y actúa con fuerza formativa sobre el mercurio del alma receptiva. Pero, en definitiva, el azufre es la penetrante luz espiritual que está presente en la divina Palabra como el fuego en el pedernal y cuya manifestación determina la verdadera transformación del alma.
Esta transformación comprende las mismas fases que determinan la obra alquímica, pues primero, en su renuncia al mundo, el alma se congela, después se derrite por la acción del calor interior y, por fin, de una corriente de imágenes cambiantes y fugaces, se convierte en un cristal lleno de luz. Ésta es, sin duda, la expresión más simple a que puede reducirse este proceso interior; para describirlo con más exactitud tendríamos que repetir casi todo lo que se ha dicho en este libro acerca de la obra alquímica, aplicándolo al efecto interior de la oración y en el marco del ámbito espiritual que la envuelve. (Véase Frithjof Schuon, op. cit.; capítulo «Les Stations de la Sagesse».)
Baste indicar aquí que la alquimia de la oración ha sido tratada extensamente y de modo especial en los escritos de los místicos islámicos (véase la obra del autor Introduction aux Doctrines ésotériques de l’Islam, col. «Soufisme», Argel y Lyon, 1955, págs. 84 ss). En ellos guarda relación con la metodología del dhikr, expresión árabe que puede traducirse tanto por «recuerdo, memoria o mención», como por «jaculatoria». «Recuerdo» tiene aquí el significado de la «anamnesis» platónica: «El motivo suficiente de la invocación del Nombre (divino) es el “recuerdo de Dios”, y éste, en definitiva, no es sino la conciencia de lo absoluto. El Nombre despierta esta conciencia; finalmente, la recibe en el alma y la afianza en el corazón, de modo que impregne todo el ser, absorbiéndolo y transformándolo a la vez…» (De la ya citada obra de Frithjof Schuon)
La ley fundamental de esta especie de alquimia interior se esboza en la fórmula cristiana del Ave María, el «saludo del ángel», pues María representa tanto la materia prima como el alma en su estado puramente receptivo, mientras que las palabras del ángel son en sí como una continuación o especificación del fíat lux divino. Pero el fruto del vientre de la Virgen representa el elixir maravilloso, la «piedra filosofal» que constituye el objetivo de la obra interior.
Según una interpretación medieval, el ángel saluda a la Virgen mutans Evae nomen: Ave es, en efecto, la inversión de Eva; esto sugiere la transmutatio, la conversión del alma caótica en espejo límpido de la divina Palabra. A la objeción de que el ángel no habló en latín y de que Éva en hebreo es Chawwa, puede responderse que, en el terreno de lo sagrado no existe la casualidad, y que las cosas que parecen casuales son, en realidad, «providencia». Esto explica el afán con que en la Edad Media se estudiaban los detalles más insignificantes de las Escrituras, incluso los mismos nombres, se buscaba su significado simbólico y se interpretaban diversamente, con una entrega que no puede tacharse de artificial.