Ya hemos dicho que las condiciones de ser o de conciencia correspondientes a los siete cielos planetarios pertenecen al mundo de la materia sutil o psíquica; en realidad, los diversos movimientos de los planetas demuestran que debe tratarse aún de un mundo condicionado por la forma. Para ser más exactos, las condiciones así representadas son de tipo tanto psíquico como espiritual; son como una extensión del Espíritu divino al campo de la psique, o como una ascensión de la psique al campo del Espíritu. Y es justo que así sea, puesto que el hombre es esencialmente espíritu; una condición que en cierto modo incluya el conocimiento de Dios, puede caracterizarse por una cierta disposición de ánimo, aunque no quedarse reducida a esto. El propio Dante lo explica poniendo en labios de Beatriz que el espíritu de cada elegido tiene su propio «sitial» en el último cielo sin forma, y comparece al mismo tiempo en una esfera correspondiente a su tipo de beatitud (Paraíso, IV, 28-39). La naturaleza luminosa de los planetas y la regularidad de sus revoluciones son una expresión del hecho de que los estados psíquicos a los que aluden ya participan, a pesar de su coloración aún individual, del carácter inmutable del Espíritu puro y eterno. Es como si el alma, sin perder su forma individual, se convirtiera en un cristal que no opusiera ya ninguna resistencia a la luz divina.
Dante traduce la diversa extensión de las esferas que se contienen unas a otras, y que como tal es de naturaleza cuantitativa, al plano cualitativo, escribiendo:
Los círculos corpóreos son mayores o menores
Según la mayor o menor virtud
Que por sus partes se extiende.
(Paraíso,, XXVIII, 64-66)
La palabra «virtud» se entiende aquí en el sentido latino de virtus, fuerza invisible.
La esfera más alta y más amplia no es el cielo de las estrellas fijas, sino el Empíreo invisible que se extiende más allá, comunicando su propio movimiento a todos los demás cielos; en realidad, el movimiento del cielo de las estrellas fijas no es unitario; está determinado, bien por la revolución diaria, bien por la precesión de los equinoccios, que funciona en sentido opuesto a aquélla; sólo el Empíreo posee un movimiento constante respecto al cual se miden todos los demás movimientos, por lo que Dante dice que el tiempo tiene allí sus raíces y sus ramas en los demás cielos (Paraíso, XXVII, 118). De hecho, el tiempo es mensura motus, medida del movimiento, y, como en el caso del Cielo supremo, «su movimiento no está medido por otro, sino que los otros están medidos por éste» (ibidem, 115-117); con él viene dado el tiempo; corresponde a la duración unitaria, no mensurable en sí misma, así como, por su desmesurada extensión, corresponde al espacio total. Traspuesto al ámbito espiritual, esto significa que la condición ilustrada por esta esfera, a la que Dante tiene acceso al final de su ascensión, a través de los cielos estrellados, representa el umbral del mundo puramente espiritual, informal: «Sus partes, cercanísimas y excelsas, son tan uniformes que no sé decir por qué lugar Beatriz me introdujo» (Paraíso, XXVII, 100-102).
La naturaleza del mundo que, inmóvil,
En el centro, a todo lo demás mueve en torno suyo,
Tiene aquí su principio;
No otro lugar que la divina mente
Tiene este cielo, y la virtud que de él emana
Y el amor que lo impulsa, en él se encienden.
Luz y amor lo abarcan en un círculo
Como él a los demás; cerco
Que sólo quien lo circunda entiende.
(Paraíso, XXVII, 106-114)
Desde este umbral, Dante contempla los coros de ángeles que dan vueltas en torno al centro divino y se maravilla de que, como «lo ejemplar» (modelo) y «el ejemplo» (copia), los coros de los ángeles y las esferas celestes que se contienen mutuamente, «concuerden inversamente» (Paraíso, XXVIII, 55); a lo que Beatriz le responde que, en correspondencia con la naturaleza corpórea, lo que posee mayor fuerza e inteligencia debe también ocupar mayor espacio (ibídem, 73-78). En otras palabras, no existe ninguna imagen espacial que pueda reflejar directamente la jerarquía de los grados de la existencia, pues Dios es el centro más profundo del mundo, y como tal es comparable a un plinto en torno al cual gira toda la vida, siendo al mismo tiempo la realidad omnicomprensiva que sólo sabemos representarnos como espacio ilimitado.
Si el orden geocéntrico y, por ende, antropocéntrico, de las esferas celestes; representa la imagen inversa de la jerarquía teocéntrica de los ángeles, el embudo infernal con sus simas más estrechas cuanto más profundas es, por así decirlo, su correspondiente negativo: mientras que el coro de los ángeles está configurado por el conocimiento de Dios y movido por el amor, el infierno está determinado por la ignorancia y el odio. Sin embargo, el purgatorio, que, según las explicaciones de Dante, surge en el polo opuesto de la tierra tras la caída de Lucifer en el centro terrestre, es un contrapeso del infierno.
Probablemente Dante creía en el orden geocéntrico de los cielos estrellados, entendiendo, desde luego, la posición en el espacio del infierno y del purgatorio sólo en sentido alegórico; e incluso, en otra parte, dice del sentido de las esferas celestes:
Así conviene hablar a vuestro entendimiento,
Ya que sólo aprende mediante los sentidos
Lo que del intelecto hará al fin digno.
Por eso condesciende la Escritura
A vuestra facultad, y pies y manos
A Dios atribuye, y otra cosa entiende;
Y la Santa Iglesia, con aspecto humano
A Gabriel y Miguel os representa.
(Paraíso, IV, 40-47).