Así pues, el budismo no tiene conocimiento de ninguna «reencarnación» en el sentido popular y animista de la palabra: aunque muchos están «todavía bajo el engaño de que el budismo enseña la transmigración de las almas» (Sacred Books of the East 36.142; Dialogues, 2.43). De la misma manera que para Platón, San Agustín, y el Maestro Eckhart, así aquí, todo cambio es una secuencia de muerte y renacimiento en la continuidad sin identidad, y no hay ninguna entidad (satto) que pueda considerarse que pasa de una incorporación a otra (Milindapajha 72) de la misma manera que un hombre podría dejar una casa o un poblado y entrar en otro (Pv. 4.3). Ciertamente, al igual que la noción de «sí mismo», la noción de una «entidad» aplicada a algo existente es meramente convencional (Samyutta Nikaya 1.135), y no hay nada de este tipo que pueda encontrarse en el mundo (Milindapajha 268). Eso que perece y surge de nuevo, «no sin otreidad», es una individualidad (nama-rupa) (Milindapajha 98) o consciencia discriminante (vijjana), que hereda las «obras» de la anterior (Majjhima Nikaya 1.390; Anguttara Nikaya 3.73). Si el Buddha dice que hay, ciertamente, agentes personales (Anguttara Nikaya 3.337-338), esto, como Mrs. Rhys Davids supone, no «borra enteramente la doctrina de anatta» (Gradual Sayings 3.13). El punto de vista budista es exactamente el mismo que el brahmánico: «”Yo no soy el hacedor de nada, son los sentidos quienes se mueven entre sus objetos”, tal es el punto de vista del hombre embridado, un conocedor de la Talidad» (Bhagavad Gita 5.8-9, 18.16-17). Ciertamente, el individuo es responsable —y heredará las consecuencias— de sus acciones mientras se considera a «sí mismo» el agente; y nadie es más reprensible que el hombre que dice «yo no soy el hacedor» mientras está efectivamente implicado en la actividad (Udana 45; Dhammapada 306; Suttanipata 661), y que argumenta que no importa lo que él haga, sea ello bueno o malo (Digha Nikaya 1.53). Pero pensar que yo soy el hacedor o que otro es el hacedor, o que yo recogeré u otro recogerá lo que yo he sembrado es errar el punto (Udana 70): no hay ningún «yo» que actúe o herede (Samyutta Nikaya 2.252); o para hablar más estrictamente, la existencia real de un agente personal es una cuestión que no puede responderse con un simple «Sí» o «No», sino sólo según la Vía Media, a saber, en los términos de la originación causal (Samyutta Nikaya 2.19-20). Pero todas estas «entidades» compuestas que se originan causalmente son las mismas cosas que se analizan repetidamente y que se encuentra que «no son mi Sí mismo»; en este sentido último (paramatthikena) un hombre no es el agente. Sólo cuando se ha realizado y verificado esto un hombre puede atreverse a negar que sus acciones son suyas propias; hasta entonces hay cosas que él debe hacer y cosas que él no debe hacer (Vinaya aitaka 1.233; Anguttara Nikaya 1.62; Digha Nikaya 1.115).
No hay nada en la doctrina de la causalidad (hetuvada) o en la del efecto causal de las acciones (kamma) que implique necesariamente una «reencarnación» de las almas. La doctrina de la causalidad es común al budismo y al cristianismo, y en ambos es efectivamente la expresión de una creencia en la secuencia ordenada de los eventos. La «reencarnación» a la que el budista quiere poner fin permanentemente no es la de una muerte eventual y de un renacimiento que haya de esperarse en el porvenir, sino la de todo el vertiginoso proceso de morir y nacer de nuevo repetidamente, que es igualmente la definición de la existencia temporal aquí, como un «hombre», y de la existencia aeviternal allí, como un «Dios» (uno entre otros). El arahant cumplido sabe algo mejor que preguntar, «¿qué era yo en el pasado? ¿qué soy yo ahora? ¿qué seré yo en lo venidero?» (Samyutta Nikaya 2.26-27). Puede decir «yo» para los propósitos prácticos de cada día sin entender por ello lo que la noción de yo o mí mismo implica para un animista (Digha Nikaya 1.202; Samyutta Nikaya 1.14-15). El tiempo implica moción, y la moción implica cambio de lugar; en otras palabras, la duración implica mutación, o devenir. De aquí que no es una inmortalidad en el tiempo ni en ningún donde, sino aparte del tiempo y del espacio, lo que el budista considera. Expuesto en los términos pragmáticos del discurso cotidiano, cuya aplicación es sólo a las cosas que tienen un comienzo, un desarrollo y un fin (Digha Nikaya 2.63), puede decirse que el Ego «Una vez fue y después no fue, una vez no fue y después fue», pero en los términos de la verdad, puede decirse que «El Ego no fue, que no será, y que tampoco puede encontrarse ahora; que no es ni será “mío”» (Udana 66; Theragatha 1.180). El vórtice o la rueda del devenir budista no es otro que el ò trochos tes geneseos de Santiago; el Ego es una irrealidad para el budista, de la misma manera que lo había sido para Platón y para Plutarco, por el hecho mismo de su mutabilidad. La jaula de la ardilla gira, pero «eso no es mí mismo», y hay una vía de escape de la ronda.