Pues si no hay ninguna liberación por las obras, es evidente que la parte práctica del orden social, por muy fielmente que se cumpla, no puede considerarse, en mayor medida que cualquier otro rito, o que toda la teología afirmativa, como nada más que un medio hacia un fin más allá de sí mismo. Queda siempre un último paso, en el que el ritual se abandona y se niegan las verdades relativas de la teología. De la misma manera que fue por el conocimiento del bien y del mal por lo que el hombre cayó de su elevado estado primero, así debe ser del conocimiento del bien y del mal, de la ley moral, de lo que debe liberarse finalmente. Por lejos que uno pueda haber llegado, queda dar un último paso, un último paso que implica una disolución de todos los valores anteriores. Una iglesia o una sociedad (una religión o una cultura) — y el hindú no haría aquí ninguna distinción — que no proporciona una vía de escape de su propio régimen, y no quiere dejar que sus gentes partan, está contraviniendo su propio propósito último.
Precisamente para este último paso se hace provisión en el último de lo que se llama los «Cuatro Estados» (asramas) de la vida. El término mismo implica que cada hombre es un peregrino (sramana, asketes), cuya única divisa es «seguir adelante» (caraiva). El primero de estos estados es el de la disciplina de estudiante; el segundo es el del matrimonio y la actividad ocupacional, con todas sus responsabilidades y derechos; el tercero es un estado de retiro y pobreza comparativa; el cuarto es una condición de total renunciación (sannyasa). Se verá así que, mientras que en una sociedad secular un hombre aspira a una vejez de comodidad e independencia económica, en este orden sacramental aspira a devenir independiente de la economía e indiferente a la comodidad y a la incomodidad. Recuerdo la figura de un hombre magnífico: habiendo sido un cabeza de familia de una riqueza casi fabulosa, ahora, a la edad de setenta y ocho años, estaba en el tercer estado, viviendo solo en una cabaña de troncos, haciendo su propia cocina y lavando con sus propias manos las dos únicas vestiduras que poseía. En dos años más, habría abandonado todo este semilujo, para devenir un mendicante religioso, sin otras posesiones que un taparrabo y una escudilla de mendigo, en la que recibir los restos de comida dados libremente por otros todavía en el segundo estado de la vida.
A este cuarto estado de la vida se puede entrar también en cualquier tiempo, siempre bajo el supuesto de que un hombre esté maduro para ello y de que la llamada sea irresistible. A aquellos que abandonan así la vida de familia y que adoptan la vida sin hogar se les conoce diversamente como renunciadores, errantes o expertos (sannyasi, pravrajaka, sadhu) y como Yogis. Aun en nuestros días acontece que hombres del más elevado rango, hazañas y riqueza «cambian sus vidas» (anyad vrttam upakarisyan, BU. IV.5.1) de esta manera; esto es literalmente una muerte al mundo, pues sus ritos funerarios se cumplen cuando dejan el hogar y se entregan al aire abierto. Sería una gran equivocación suponer que tales actos son de algún modo penitenciales; más bien reflejan un cambio de mente, a saber, habiéndose llevado una vida activa en imitación de la deidad procedente, esta vida se equilibra ahora por una imitación del Deus absconditus.
Por su afirmación de los valores últimos, la mera presencia de estos hombres en una sociedad, a la que ya no pertenecen, afecta a todos los valores. Por muchos que sean los pretenciosos e indolentes que adoptan este modo de vida por una variedad de razones inadecuadas, sigue siendo válido que si consideramos las cuatro castas como representando la esencia de la sociedad hindú, la vida supra social y anónima del hombre verdaderamente pobre, que abandona voluntariamente todas las obligaciones y todos los derechos, representa su quintaesencia. Estos son aquellos que se han negado a sí mismos y que han dejado todo, para «seguir-ME». Hacer esta altísima elección está abierto a todos, independientemente del estatuto social. En este orden de nadies, nadie preguntará «¿quién o qué fuiste tú en el mundo?». El hindú de cualquier casta, o incluso un bárbaro, puede devenir un Nadie. Bendito es el hombre sobre cuya tumba puede escribirse, Hic jacet nemo (= Aquí yace nadie).
Estos están ya liberados de la cadena del fatum o la necesidad, a la cual sólo el vehículo psico-físico permanece atado hasta que llega el fin. La muerte en samadhi no cambia nada esencial. De su condición en adelante poco más puede decirse que el hecho de que ellos son. Ciertamente, no están aniquilados, pues la aniquilación de algo real no sólo es una imposibilidad metafísica, sino que, además, es explícito que «Nunca ha habido un tiempo en que yo no haya sido, o en que tú no hayas sido, o en que ya no seremos». Se nos dice que el sí mismo perfeccionado deviene un rayo del Sol, y un movedor-a-voluntad (kamacarin, Chandogya Upanishad VII.25.2) arriba y abajo de estos mundos, asumiendo la forma que quiere y comiendo el alimento que quiere; de la misma manera que en San Juan, el salvado «entrará y saldrá, y encontrará pradera» (San Juan 10.9). Estas expresiones son congruentes con la doctrina de la «distinción sin diferencia» (bhedabheda), supuestamente peculiar al «teísmo» hindú, pero presupuesta por la doctrina de la esencia única y la naturaleza dual, y por muchos textos vedanticos, incluyendo los del Brahma Sutra, no refutados por Sankara mismo. La doctrina misma corresponde exactamente a lo que se entiende por el «fundidos pero no confundidos» del Maestro Eckhart.
Nosotros podemos comprender mejor cómo puede ser eso por la analogía de la relación entre un rayo de luz y su fuente, analogía que es también la del radio de un círculo y su centro. Si consideramos que un rayo o radio tal ha «entrado» a través del centro a una infinitud indimensionada y extra-cósmica, nada en absoluto puede decirse de él; si lo consideramos en el centro, él es, pero en identidad con el centro e indistinguible de él; y sólo cuando «sale», tiene una posición e identidad aparente. Hay entonces un «descenso» (avataraana) de la Luz de las Luces como una luz, pero no como «otra» luz. Un «descenso» tal como el de Krishna o el de Rama difiere esencialmente de las encarnaciones, determinadas fatalmente, de las naturalezas mortales que han olvidado Quien son; ciertamente, es la necesidad de ellas la que ahora determina el descenso, y no alguna carencia por parte de quien desciende. Un tal «descenso» es el de uno «cuya dicha está solamente en sí mismo», y no está «seriamente» implicado en las formas que asume, no por alguna necesidad coactiva, sino sólo por «juego» (krida, lila). Nuestro Sí mismo inmortal es «como la gota de rocío sobre la hoja de loto», tangente, pero no adherente. «Último, inaudito, no alcanzado, no concebido, indómito, no visionado, indiscriminado, y no hablado, aunque escuchador, concebidor, veedor, hablador, discriminador y preconocedor; de esa Persona Interior de todos los seres, uno debe saber que “Él es mi Sí mismo”». «Eso eres tú»(Chandogya Upanishad VI.8.7).