Así pues, él (Señor) está aparentemente sometido a nuestra ignorancia y sufre por nuestros pecados. ¿Quién, entonces, puede liberarse, y por quién, y de qué?. Con respecto a esta libertad absolutamente incondicional, sería mejor preguntar, ¿Qué es libre, ahora y siempre, de las limitaciones que se presuponen por la noción misma de individualidad (a saber, aham ca mama ca, «yo y mío»; karta’ham iti, «“yo” soy un hacedor»)?. La liberación es siempre del sí mismo de uno, de este “yo”, y de sus afecciones. Sólo es libre de virtudes y de vicios, y de todas sus fatales consecuencias, quien jamás ha devenido alguien; sólo puede ser libre quien ya no es alguien; es imposible liberarse de uno mismo y seguir siendo uno mismo. La liberación del bien y del mal, que parecía imposible, y que es imposible para el hombre a quien nosotros definimos por lo que hace o piensa, y que a la pregunta, «¿quién es ése?», responde «soy yo», sólo es posible para quien, en la Puerta del Sol, a la pregunta «¿quién eres tú?», puede responder «tú mismo». El que se encadenó a sí mismo debe liberarse a sí mismo, y eso solo puede hacerse verificando la afirmación, «Eso eres tú». Así pues, nos incumbe a nosotros en igual medida liberarle a él, sabiendo Quien somos, como a él liberarse a sí mismo, sabiendo Quien es; y por eso es por lo que, en el Sacrificio, el sacrificador se identifica a sí mismo con la víctima. (AKCHB)