I. Entre Andalucía e Irán: apunte de una topografía espiritual
Un título más completo para este libro podría haber sido el de Imaginación creadora y experiencia mística en el sufismo de Ibn Arabi. No obstante, la abreviación es admisible, ya que la palabra sufismo basta para situar a la1)
«Cierto día, en Córdoba, entré a casa de Abü’l-Wálid Ibn Roshd (Averroes), cadí de la ciudad, que había mostrado deseos de conocerme personalmente, porque le había maravillado mucho lo que había oído decir de mí, esto es, las noticias que le habían llegado de las revelaciones que Dios ME había comunicado en mi retiro espiritual; por eso, mi padre, que era uno de sus íntimos amigos, ME envió a su casa con el pretexto de cierto encargo, sólo para dar así ocasión a que Averroes pudiese conversar conmigo. Era yo a la sazón un muchacho imberbe. Así que hube entrado, levantóse del lugar en que estaba y, dirigiéndose hacia mí con grandes muestras de cariño y consideración, ME abrazó y ME dijo: “Sí”. Yo le respondí: “ Sí”. Esta respuesta aumentó su alegría, al ver que yo le había comprendido; pero dándome yo, a seguida, cuenta de la causa de su alegría, añadí: “No”. Entonces Averroes se entristeció, demudóse su color, y comenzando a dudar de la verdad de su propia doctrina, ME preguntó: “¿Cómo, pues, encontráis vosotros resuelto el problema, mediante la iluminación y la inspiración divina? ¿Es acaso lo mismo que a nosotros nos enseña el razonamiento?”. Yo le respondí: “Sí y no. Entre el sí y el no, salen volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices”. Palideció Averroes, sobrecogido de terror, y sentándose comenzó a dar muestras de estupor, como si hubiese penetrado el sentido de mis alusiones.»
«Más tarde, después de esta entrevista que tuvo conmigo, solicitó de mi padre que le expusiera éste si la opinión que él había formado de mí coincidía con la de mi padre o si era diferente. Porque como Averroes era un sabio filósofo, consagrado a la reflexión, al estudio y a la investigación racional, no podía menos de dar gracias a Dios, que le permitía vivir en un tiempo en el cual podía ver con sus propios ojos a un hombre que había entrado ignorante en el retiro espiritual para salir de él como había salido, sin el auxilio de enseñanza alguna, sin estudio, sin lectura, sin aprendizaje de ninguna especie. Por eso exclamó: “Es éste un estado psicológico cuya realidad nosotros hemos sostenido con pruebas racionales, pero sin que jamás hubiésemos conocido persona alguna que lo experimentase. ¡Loado sea Dios que nos hizo vivir en un tiempo, en el cual existe una de esas personas dotadas de tal sentido místico, capaces de abrir las cerraduras de sus puertas, y que además ME otorgó la gracia especial de verla con mis propios ojos!.»
«Quise después volver a reunirme con él (es decir, con Averroes), y por la misericordia de Dios se ME apareció en el éxtasis, bajo una forma tal, que entre su persona y la mía mediaba un velo sutil, a través del cual yo le veía, sin que él ME viese ni se diera cuenta del lugar que yo ocupaba, abstraído como estaba él, pensando en sí mismo. Entonces dije: “En verdad que no puede ser conducido hasta el grado en que nosotros estamos”. »
«Y ya no volví a reunirme con él, hasta que murió. Ocurrió esto el año 595, en la ciudad de Marruecos, y fue trasladado a Córdoba, donde está su sepulcro. Cuando fue colocado sobre una bestia de carga el ataúd que encerraba su cuerpo, pusiéronse sus obras en el costado opuesto para que le sirvieran de contrapeso. Estaba yo allí parado, en compañía del alfaquí y literato Abü’l-Hosayn Mohammad ibn Jobayir, secretario de Sayyed Abü Sa’íd (uno de los príncipes almohades) y de mi discípulo Abü’l-Hakam ‘Amrü ibn al-Sarráj, el copista. Volviéndose éste hacia nosotros, dijo: “¿No os fijáis acaso en lo que le sirve de contrapeso al maestro Averroes en su vehículo? A un lado va el maestro y al otro van sus obras, es decir, los libros que compuso”. A lo cual replicó lbn Jobayr: “¡No lo he de ver, hijo mío! ¡Claro que sí! ¡Bendita sea tu lengua!”. Entonces yo tomé nota de aquella frase de Abü’l-Hakam, para que ME sirviera de tema de meditación, y a guisa de recordatorio (ya no quedo más que yo de aquel grupo de amigos, ¡Dios los haya perdonado!) y dije para mis adentros: “A un lado va el Maestro y al otro van sus libros. Mas dime: sus anhelos ¿Viéronse al fin cumplidos?”.»
¿No está ya todo Ibn Arabi en este extraordinario episodio, en este triple encuentro con Averroes? En la primera ocasión, es «el discípulo de Khezr» quien da testimonio, aquel que no debe a ninguna enseñanza humana el saber de la experiencia espiritual. En la segunda ocasión, es el autor del «Libro de las teofanías» el que habla, aquel a quien se han abierto de par en par las puertas del mundo intermedio suprasensible, mundus imaginalis, donde la imaginación activa percibe directamente, sin ayuda de los sentidos, los acontecimientos, las figuras, las presencias. Por fin, conmovedora en su simplicidad, con la muda elocuencia de los símbolos, la escena del retorno de los restos mortales a Córdoba. Al maestro cuyo propósito esencial habla sido restaurar en su pureza el aristotelismo integral, le rinde un último homenaje «el hijo de Platón», el contemporáneo de los platónicos de Persia (los ishráqiyun de Sohravardí), que inauguran conjuntamente en el Islam, sin que occidente lo hubiera presentido, algo que anuncia y desborda los proyectos de un Gemisto Plethon o un Marsilio Ficino. Y ante el simbolismo no premeditado de la escena, con el peso de los libros equilibrando el del cadáver, la pregunta transida de melancolía: «Sus anhelos, ¿viéronse al fin cumplidos?».
Mantengamos estas ideas en el pensamiento para seguir ahora a nuestro shaykh en la vida itinerante que formó parte de su vocación terrestre y que comenzó al acercarse a la treintena. Entre los años 1193 y 1200 recorrió primero distintas regiones de Andalucía, viajando después, en repetidas ocasiones, a África del Norte con estancias más o menos prolongadas. Pero todas estas andanzas no son más que un preludio, hasta que una llamada interior, o más bien una visión imperiosa, le lleve a renunciar para siempre a Andalucía y al Magreb, y haga de él un peregrino simbólico de Oriente.
Encuentros con santos, reuniones místicas, sesiones de enseñanza y debate marcan las etapas de sus itinerarios sucesivos o repetidos: Fez, Tremecén, Bugía, Túnez, etc. Para el estudio de este período habría que recurrir simultáneamente a las páginas del Diarium spirituale que señalan los acontecimientos personales ocurridos en la dimensión invisible. Ibn’Arabí se encontraba en Córdoba cuando tuvo esa visión, pero no es «en Córdoba» donde contempla a los personajes que fueron los polos espirituales de todos los pueblos que se sucedieron en épocas anteriores al Islam; aprende incluso sus nombres en el transcurso de esa visión interior que concuerda con la preocupación secreta y profunda de un religión eterna, que se perpetúa desde el origen de los orígenes a través de toda la especie humana y a cuyos espirituales, de una época o de otra, reúne en un único Corpus mysticum. Acontecimiento-visión, iniciación extática, cuyo tiempo y lugar es el álam al-mithál, el mundo intermedio entre el estado corporal y el espiritual y cuyo órgano de percepción es la Imaginación activa.
3. El discípulo de Kherz
Ya hemos enunciado antes esta cualificación de Ibn Arabi como otro símbolo rector de su trayectoria vital, dándonos ocasión para homologar su caso al de los sufies designados como owaysis. La condición espiritual que a nivel individual presupone esta cualificación — ”discípulo de Khezr”-, nos ha llevado a anticipar las opciones existenciales que fundamentan de hecho, a menudo implícitamente, las soluciones ofrecidas al problema técnico de los intelectos, es decir, al problema de la relación del alma individual con la Inteligencia agente en tanto que Espíritu Santo, otorgador de existencia e iluminador. Que el sufismo haya reconocido y homologado la situación de los owaysis (hemos mencionado el caso de Abü’l-Hasan Kharraqání y de Farídoddín ‘Attár), bastaría para prevenir toda comparación apresurada del sufismo con el monaquismo cristiano, pues no parece que este último se encuentre en condiciones de ofrecer algo semejante.
El hecho de tener a Khezr como maestro inviste al discípulo, en su misma individualidad, de una dimensión transcendente y «transhistórica». No se trata ya de la entrada en una corporación de sufíes, sea en Sevilla o en La Meca, sino de una afiliación celestial personal, directa e inmediata. Lo que entonces queda por analizar es el lugar de Khezr en el orden de las teofanías, o, dicho de otra forma, cuál es la función de Khezr como guía espiritual no terrestre, respecto a las manifestaciones recurrentes de esa figura en la que, bajo tipificaciones diversas, podemos reconocer al Espíritu Santo; o, en otras palabras, cuál es su relación con la suprema teofanía evocada en el hadith que habremos de meditar aquí: «He contemplado a mi Señor en la más bella de las formas» (cf Segunda parte, cap. IV). La cuestión equivale a analizar si la relación del discípulo con Khezr es análoga a la que tendría con cualquier otro shaykh terrestre visible, lo que implicaría una yuxtaposición numérica de las personas, con la diferencia de que, en un caso, una de esas personas no es perceptible más que en el álam al-mithál (mundo de las imágenes subsistentes, de los cuerpos inmateriales). En otros términos , ¿Khezr figura en esta relación como un arquetipo, en el sentido que toma esta palabra en la psicología analítica, o bien como una persona diferenciada y con existencia continuada? Ahora bien, ¿no plantea esta pregunta un dilema que simplemente se desvanece en cuanto se presiente que las respuestas a las dos preguntas — ¿quién es Khezr? y ¿qué significa ser discípulo de Khezr?- se iluminan existencialmente la una a la otra?
4. La madurez y la consumación de la obra
Este epígrafe no hace sino reflejar el tema de estudio a que las páginas precedentes, limitadas a cuestiones generales, nos conducen de forma natural. En realidad, para averiguar en qué medida puedan ser homologables las situaciones del esoterismo respecto al Cristianismo y respecto al Islam, deberíamos investigar ambas. Incluso limitando de esta forma el campo de estudio, se precisaría un mínimo de trabajos previos de los que aún no disponemos. Además, cada investigador está forzosamente limitado por el campo de su experiencia y de sus observaciones personales. Lo que aquí digamos será, pues, sobre todo, a título indicativo con la intención de marcar nada más las líneas principales.
Puesto que es el sufismo de Ibn Arabi el que nos induce a plantear la cuestión, lo que básicamente nos interesará será todo aquello que haga referencia a la situación, función y significado del sufismo como interpretación esotérica del Islam. Tratar estos temas a fondo exigiría un texto voluminoso para cuya elaboración todavía no ha llegado el momento: la obra de Ibn Arabi está insuficientemente estudiada; numerosos textos pertenecientes a su escuela, o que le preparan el camino, permanecen todavía como manuscritos y muchas de las conexiones que hemos señalado están aún por confirmar. Pero, al menos, valdrá la pena precisar el sentido del problema planteado, pues su resolución exige tareas muy diferentes de las que habitualmente se proponen la historia y la sociología. El problema atañe al fenómeno del sufismo como tal, en su esencia. Hacer un estudio fenomenológico del sufismo no consiste ni en hacerlo derivar causalmente de algo distinto, ni en reducirlo a lo que no es, sino en estudiar lo que se muestra a sí mismo en este fenómeno, en determinar las intenciones implícitas en el acto que le hace mostrarse. Es preciso para ello tomarlo como una percepción espiritual y, por consiguiente, como un dato tan básico y tan irreductible como la percepción de un sonido o un color. Ahora bien, lo que este fenómeno desvela aquí es el acto de la conciencia mística mostrándose a sí misma el sentido interior y oculto de una revelación profética, pues la situación propia del místico es la de enfrentarse a un mensaje y una revelación profética. La conjunción e interpretación de religión mística y religión profética va a caracterizar la situación del sufismo. Esto no es concebible más que entre los Ahl al-Kitáb, en un «pueblo del Libro», es decir, una comunidad cuya religión está basada en un libro revelado por un profeta, pues el Libro celestial impone la tarea de comprender su verdadero sentido. Es ciertamente posible establecer analogías entre ciertos aspectos del sufismo y del budismo, por ejemplo, pero estas analogías no serán del mismo grado que las que puedan establecerse cuando se toma como referencia la situación de los espirituales en otra comunidad de los Ahl al-Kitáb.
Imaginación en nuestro contexto específico. No es de la imaginación, en el sentido corriente del término, de lo que vamos a hablar aquí; no trataremos ni de la fantasía, sea o no profana, ni del órgano que produce las construcciones imaginativas que se identifican con lo irreal, ni tampoco exactamente de lo que consideramos órgano de la creación artística. Trataremos de una función absolutamente fundamental, ordenada en un universo que le es propio, dotada de una existencia perfectamente «objetiva» y que tiene propiamente a la Imaginación como órgano de percepción.
II. La trayectoria vital de Ibn Arabi y sus símbolos
1. En los Funerales de Averroes
En el momento en que Ibn’Arabí tomó conciencia de su entrada definitiva en la vía espiritual y de su iniciación a los secretos de la vida mística, contaba cerca de veinte años. Llegamos así al episodio que en el contexto que antes exponíamos nos parecía revestido de una especial dimensión simbólica. En realidad, el episodio se desdobla en dos momentos, separados por un intervalo de varios años. Entre su encuentro de juventud y el día de los funerales, Ibn’Arabí no volverá a ver, al menos en el mundo físico sensible, al gran peripatético de Córdoba. Él mismo nos hace saber que su padre, que aún vivía, era íntimo amigo del filósofo. Esto facilitó la entrevista deseada por Averroes y que permanecerá como acontecimiento memorable en la historia de la filosofía y la espiritualidad. Con un pretexto cualquiera, su padre le envió a casa del filósofo, interesado en conocer a aquel adolescente del que tantas cosas se contaban. Y aquí cederemos la palabra al propio Ibn’Arabí para que él mismo nos describa las relaciones entre el integrista maestro aristotélico y aquel joven que había de ser llamado «hijo de Platón».(Cf. Asín Palacios, op. cit., PP. 39-40; este pasaje de las Fotuhat se encuentra en la ed. de El Cairo, 1329 H., vol I, PP. 153-154. (En los textos de Asín, utilizamos par los nombres propios ls transcripciones de Corbín y no las de Asín — sensiblemente diferentes — porque es el propio Corbín quien las sustituye por las suyas y para no dificultar al lector la identificación de los nombres. N. de los T. ↩