O Reino da Quantidade e os Sinais do Tempo
La ilusión de las estadísticas
Volvamos ahora a la consideración del punto de vista más propiamente «científico», tal como los modernos lo entienden; este punto de vista se caracteriza ante todo por la pretensión de reducir todas las cosas a la cantidad, y por no tener en cuenta de ninguna manera lo que no se deja reducir a ella, por considerarlo en cierto modo como inexistente; se ha llegado a pensar y a decir corrientemente que todo lo que no puede ser «puesto en cifras», es decir, expresado en términos puramente cuantitativos, está por eso mismo desprovisto de todo valor «científico»; y esta pretensión no se aplica solo a la «física» en el sentido ordinario de esta palabra, sino a todo el conjunto de las ciencias admitidas «oficialmente» en nuestros días, y, como ya lo hemos visto, se extiende incluso hasta el dominio psicológico. En lo que precede, hemos explicado suficientemente que eso es dejar escapar todo lo que hay de verdaderamente esencial, en la acepción más estricta de este término, y que ese «residuo» que es el único que cae en las manos de una tal ciencia es completamente incapaz de explicar nada en realidad; pero insistiremos también un poco sobre un aspecto muy característico de esta ciencia, que muestra de una manera particularmente clara cuánto se ilusiona sobre lo que es posible sacar de simples evaluaciones numéricas, y que relaciona directamente con todo lo que hemos expuesto en último lugar.
En efecto, la tendencia a la uniformidad, que se aplica en el dominio «natural» tanto como en el dominio humano, conduce a admitir, e incluso a establecer en cierto modo como principio (deberíamos decir más bien como «pseudoprincipio»), que existen repeticiones de fenómenos idénticos, lo que, en virtud del «principio de los indiscernibles», no es en realidad más que una imposibilidad pura y simple. Esta idea se traduce concretamente por la afirmación corriente de que «las mismas causas producen siempre los mismos efectos», lo que, enunciado bajo esta forma, es propiamente absurdo, ya que, de hecho, no puede haber nunca ni las mismas causas ni los mismos efectos en un orden sucesivo de manifestación; ¿y no se llega incluso hasta decir comúnmente que «la historia se repite», cuando la verdad es que hay solo correspondencias analógicas entre algunos periodos y entre algunos acontecimientos? Lo que sería menester decir, es que causas comparables entre sí bajo algunas relaciones producen efectos igualmente comparables bajo las mismas relaciones; pero, al lado de las semejanzas que son, si se quiere, como una identidad parcial, hay también siempre y necesariamente diferencias, por el hecho mismo de que, por hipótesis, se trata de dos cosas distintas y no de una sola y misma cosa. Es verdad que esas diferencias, por eso mismo de que son distinciones cualitativas, son tanto menores cuanto más bajo sea el grado de manifestación al que pertenezca aquello que se considera, y que, por consiguiente, las semejanzas se acentúan en la misma medida, de suerte que, en algunos casos, una observación superficial e incompleta podrá hacer creer en una suerte de identidad; pero, en realidad, las diferencias no se eliminan nunca completamente, sin lo cual se estaría por debajo mismo de toda manifestación; y, aunque no fueran siquiera más que las que resultan de la influencia de las circunstancias sin cesar cambiantes de tiempo y de lugar, esas diferencias no podrían ser nunca enteramente desdeñables; es verdad que, para comprenderlo, es menester darse cuenta de que el espacio y el tiempo reales, contrariamente a las concepciones modernas, no son solo continentes homogéneos y modos de la cantidad pura y simple, sino que hay también un aspecto cualitativo de las determinaciones temporales y espaciales. Sea como sea, es permisible preguntarse cómo, al desdeñar las diferencias y al negarse en cierto modo a verlas, se puede pretender constituir una ciencia «exacta»; de hecho y rigurosamente, no pueden ser «exactas» más que las matemáticas puras, porque se refieren verdaderamente al dominio de la cantidad, y todo lo demás de la ciencia moderna no es y no puede ser, en tales condiciones, más que un entramado de aproximaciones más o menos groseras, y eso no solo en las aplicaciones, donde todo el mundo está obligado a reconocer la imperfección inevitable de los medios de observación y de medida, sino también en el punto de vista teórico mismo; las suposiciones irrealizables que son casi siempre todo el fondo de la mecánica «clásica», que sirve a su vez de base a toda la física moderna, podrían proporcionar aquí una multitud de ejemplos característicos (¿Dónde se ha visto nunca, por ejemplo, un «punto material pesado», un «sólido perfectamente elástico», un «hilo inextensible y sin peso», y demás «entidades» no menos imaginarias de las que está llena esa ciencia considerada como «racional» por excelencia?).
La idea de fundar en cierto modo un ciencia sobre la repetición evidencia también otra ilusión de orden cuantitativo, la que consiste en creer que la acumulación de un gran número de hechos puede servir de «prueba» para una teoría; sin embargo, es evidente, por poco que se reflexione en ello, que los hechos de un mismo género son siempre en multitud indefinida, de suerte que nunca se pueden constatar todos, sin contar con que los mismos hechos concuerdan generalmente igualmente bien con varias teorías diferentes. Se dirá que la constatación de un mayor número de hechos da al menos más «probabilidad» a la teoría; pero eso es reconocer que nunca se puede llegar de esta manera a una certeza cualquiera, y por consiguiente, que las conclusiones que se enuncian no tienen nunca nada de «exacto»; y eso es confesar también el carácter completamente «empírico» de la ciencia moderna, cuyos partidarios, por una extraña ironía, se complacen no obstante en tachar de «empirismo» los conocimientos de los antiguos, cuando es precisamente todo lo contrario lo que es verdad, ya que aquellos conocimientos, cuya verdadera naturaleza ignoran totalmente, partían de los principios y no de las constataciones experimentales, de suerte que se podría decir que la ciencia profana está construida exactamente al revés de la ciencia tradicional. Además, por insuficiente que sea el «empirismo» en sí mismo, el de esta ciencia moderna está muy lejos de ser integral, puesto que desdeña o prescinde de una parte considerable de los datos de la experiencia, de todos aquellos en suma que presentan un carácter propiamente cualitativo; la experiencia sensible, no más que cualquier otro género de experiencia, no puede aplicarse nunca sobre la cantidad pura, y cuanto más se acerca a ésta, tanto más se aleja por eso mismo de la realidad que se pretende constatar y explicar; y, de hecho, no sería difícil apercibirse de que las teorías más recientes son también las que tienen menos relación con esa realidad, y las que la reemplazan más gustosamente por «convenciones», no diremos enteramente arbitrarias (ya que una tal cosa no es todavía más que una imposibilidad, y, para hacer una «convención» cualquiera, es menester necesariamente tener alguna razón para hacerla), pero sí al menos tan arbitrarias como es posible, es decir, que no tienen en cierto modo sino un mínimo de fundamento en la verdadera naturaleza de las cosas.
Decíamos hace un momento que la ciencia moderna, por eso mismo de que quiere ser completamente cuantitativa, se niega a tener en cuenta las diferencias entre los hechos particulares hasta en el caso donde estas diferencias están más acentuadas, y que son naturalmente aquellos donde los elementos cualitativos tienen una mayor predominancia sobre los elementos cuantitativos; y se podría decir que es por eso sobre todo por lo que se le escapa la parte más considerable de la realidad, y por lo que el aspecto parcial e inferior de la verdad que puede aprehender a pesar de todo (porque el error total no podría tener otro sentido que el de una negación pura y simple) se encuentra desde entonces reducido a casi nada. Ello es sobre todo así cuando se llega a la consideración de los hechos de orden humano, ya que son los más altamente cualitativos de todos aquellos que esa ciencia entiende comprender en su dominio, y no obstante se esfuerza en tratarlos exactamente como a los demás, como a aquellos que refiere no solo a la «materia organizada», sino incluso a la «materia bruta», ya que, en el fondo, no tiene más que un solo método que aplica uniformemente a los objetos más diferentes, precisamente porque, en razón misma de su punto de vista especial, es incapaz de ver lo que constituye sus diferencias esenciales. Así pues, es en este orden humano, ya se trate de historia, de «sociología», de «psicología» o de cualquier otro género de estudios que quiera suponerse, donde aparece más completamente el carácter engañoso de las «estadísticas» a las que los modernos atribuyen una importancia tan grande; ahí, como por todas partes, estas estadísticas no consisten, en el fondo, más que en contar un número más o menos grande de hechos que se suponen todos enteramente semejantes entre sí, sin lo cual su suma misma no significaría nada; y es evidente que así no se obtiene más que una imagen de la realidad tanto más deformada cuanto que los hechos de que se trata no son efectivamente semejantes o comparables más que en una medida mínima, es decir, cuanto más considerables son la importancia y la complejidad de los elementos cualitativos que implican. Únicamente, al exhibir así cifras y cálculos, uno se da a sí mismo, tanto como se apunta a dar a los demás, una cierta ilusión de «exactitud» que podría calificarse de «pseudomatemática»; pero, de hecho, sin siquiera apercibirse de ello y en virtud de ideas preconcebidas, se saca indiferentemente de esas cifras casi todo lo que se quiere, de tal modo están desprovistas de significación por sí mismas; la prueba de ello es que las mismas estadísticas, entre las manos de varios sabios, dedicados no obstante a la misma «especialidad», dan lugar frecuentemente, según sus teorías respectivas, a conclusiones completamente diferentes, por no decir incluso a veces diametralmente opuestas. En estas condiciones, las ciencias supuestamente «exactas» de los modernos, en tanto que hacen intervenir las estadísticas y en tanto que llegan incluso hasta pretender sacar de ellas previsiones para el porvenir (siempre a consecuencia de la identidad supuesta de todos los hechos considerados, ya sean pasados o futuros), no son en realidad nada más que simples ciencias «conjeturales», según la expresión que emplean de buena gana (en lo que, por lo demás, reconocen más francamente que muchos otros lo que ella es) los promotores de una cierta astrología moderna supuestamente «científica», que no tiene ciertamente más que relaciones muy vagas y muy lejanas, si es que tiene alguna que no sea la terminología, con la verdadera astrología tradicional de los antiguos, hoy día tan completamente perdida como los demás conocimientos del mismo orden; esta «neoastrología», precisamente, hace también un uso enorme de las estadísticas en sus esfuerzos para establecerse «empíricamente» y sin vincularse a ningún principio, y las estadísticas tienen en ella incluso un lugar preponderante; y es por esta razón misma por lo que se cree poderla adornar con el epíteto de «científica» (lo que, por lo demás, implica que se niega este carácter a la verdadera astrología, así como a todas las ciencias tradicionales constituidas de una manera similar), y eso es también muy significativo y muy característico de la mentalidad moderna.
La suposición de una identidad entre los hechos que no son en realidad más que del mismo género, es decir, comparables bajo ciertos aspectos solamente, al mismo tiempo que contribuye, como acabamos de explicarlo, a dar la ilusión de una ciencia «exacta», satisface también la necesidad de simplificación excesiva que es todavía otro carácter bastante llamativo de la mentalidad moderna, hasta tal punto que, sin poner en ello ninguna intención irónica, se podría calificar a ésta de «simplista», tanto en sus concepciones «científicas» como en todas sus demás manifestaciones. Todo eso se relaciona entre sí, y esta necesidad de simplificación acompaña necesariamente a la tendencia a reducirlo todo a lo cuantitativo y la refuerza todavía, ya que, evidentemente, no podría haber nada más simple que la cantidad; si se lograra despojar enteramente a un ser o a una cosa de sus cualidades propias, el «residuo» que se obtendría presentaría ciertamente el máximo de simplicidad; y, en el límite, esta extrema simplicidad sería la que no puede pertenecer más que a la cantidad pura, es decir, la de las «unidades», todas semejantes entre sí, que constituyen la multiplicidad numérica; pero esto es lo bastante importante como para hacer llamada todavía a algunas otras reflexiones.