René Guénon — APRECIAÇÕES SOBRE A INICIAÇÃO
DAS QUALIFICAÇÕES INICIÁTICAS
Nos es menester volver de nuevo ahora a las cuestiones que se refieren a la condición primera y previa de la iniciación, es decir, a la que se designa como las «cualificaciones» iniciáticas; a decir verdad, este tema es de aquellos que apenas es posible pretender tratar de una manera completa, pero que al menos podemos aportarle algunas aclaraciones. Primeramente, debe entenderse bien que estas cualificaciones son exclusivamente del dominio de la individualidad; en efecto, si no hubiera que considerar más que la personalidad o el «Sí mismo», no habría ninguna diferencia que hacer a este respecto entre los seres, y todos estarían igualmente cualificados, sin que haya lugar a hacer la menor excepción; pero la cuestión se presenta de modo muy diferente debido al hecho de que la individualidad debe ser tomada necesariamente como medio y como soporte de la realización iniciática; por consiguiente, es menester que posea las aptitudes requeridas para jugar este papel, y tal no es siempre el caso. La individualidad no es aquí, si se quiere, más que el instrumento del ser verdadero; pero, si este instrumento presenta algunos defectos, puede ser más o menos completamente inutilizable, o incluso serlo completamente para aquello de lo que se trata. Por lo demás, en eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse, con solo que reflexione que, incluso en el orden de las actividades profanas (o al menos devenidas tales en las condiciones de la época actual), lo que le es posible a uno no le es posible a otro, y que, por ejemplo, el ejercicio de tal o cual oficio exige algunas aptitudes especiales, mentales y corporales a la vez. La diferencia esencial es que, en ese caso, se trata de una actividad que depende toda entera del dominio individual, dominio que no rebasa de ninguna manera ni bajo ninguna relación, mientras que, en lo que concierne a la iniciación, el resultado a alcanzar está al contrario más allá de los límites de la individualidad; pero, todavía una vez más, ésta no debe tomarse menos como punto de partida, y esa es una condición a la cual es imposible sustraerse.
Se puede decir esto también: el ser que emprende el trabajo de realización iniciática debe partir forzosamente de un cierto estado de manifestación, aquel en el cual está situado actualmente, y que conlleva todo un conjunto de condiciones determinadas: por una parte, las condiciones que son inherentes a ese estado y que le definen de una manera general, y, por otra, aquellas que, en ese mismo estado, son particulares a cada individualidad y que la diferencian de todas las demás. Es evidente que son estas últimas las que deben ser consideradas en lo que concierne a las cualificaciones, puesto que en eso se trata de algo que, por definición misma, no es común a todos los individuos, sino que caracteriza propiamente solo a aquellos que pertenecen, virtualmente al menos, a la «elite» entendida en el sentido en el que ya hemos empleado frecuentemente esta palabra en otras partes, sentido que precisaremos aún más a continuación, a fin de mostrar cómo se vincula directamente a la cuestión misma de la iniciación.
Ahora, es menester comprender bien que la individualidad debe ser tomada aquí tal como es de hecho, con todos sus elementos constitutivos, y que puede haber cualificaciones que conciernan a cada uno de esos elementos, comprendido ahí el elemento corporal mismo, que, bajo este punto de vista, no debe ser tratado de ninguna manera como algo indiferente o desdeñable. Quizás no habría que insistir tanto en ello si no nos encontráramos en presencia de la concepción groseramente simplificada que los occidentales modernos se hacen del ser humano: no solo la individualidad es para ellos el ser todo entero, sino que, además, esta individualidad misma es reducida a dos partes que se suponen completamente separadas la una de la otra, una de las cuales es el cuerpo, y la otra algo bastante mal definido, que es designado indiferentemente con los nombres más diversos y a veces los menos apropiados. Ahora bien, la realidad es completamente diferente: los elementos múltiples de la individualidad, cualquiera que sea por lo demás la manera en que se los quiera clasificar, no están aislados los unos de los otros, sino que forman un conjunto en el que no podría haber heterogeneidad radical o irreductible; y todos, el cuerpo tanto como los otros, son, al mismo título, manifestaciones o expresiones del ser en las diversas modalidades del dominio individual. Entre estas modalidades hay correspondencias tales que lo que pasa en una tiene normalmente su repercusión en las otras; de ello resulta que, por una parte, el estado del cuerpo puede influenciar de una forma favorable o desfavorable sobre las demás modalidades, y que, por otra, puesto que la inversa no es menos verdadera (e incluso más verdadera aún, ya que la modalidad corporal es aquella cuyas posibilidades son más restringidas), puede proporcionar también signos que traducen sensiblemente el estado mismo de éstas (1 De ahí la ciencia que, en la tradición islámica, se designa como ilm-ul-firâsah.)); está claro que estas dos consideraciones complementarias tienen la una y la otra su importancia bajo la relación de las cualificaciones iniciáticas. Todo eso sería perfectamente evidente si la noción específicamente occidental y moderna de la «materia», el dualismo cartesiano y las concepciones más o menos «mecanicistas», no hubieran oscurecido de tal modo estas cosas para la mayoría de nuestros contemporáneos1; se trata de circunstancias contingentes que obligan a demorarse en consideraciones tan elementales, que de otro modo bastaría con enunciarlas en pocas palabras, sin tener que agregarles la menor explicación.
No hay que decir que la cualificación esencial, la que domina a todas las demás, es una cuestión de «horizonte intelectual» más o menos extenso; pero puede ocurrir que las posibilidades de orden intelectual, aún existiendo virtualmente en una individualidad, estén, debido al hecho de los elementos inferiores de ésta (elementos de orden psíquico y de orden corporal a la vez) impedidas de desarrollarse, ya sea pasajeramente, o ya sea incluso definitivamente. Esa es la primera razón de lo que se podría llamar las cualificaciones secundarias; y hay todavía una segunda razón que resulta inmediatamente de lo que acabamos de decir: es que, en esos elementos, que son los más accesibles a la observación, se pueden encontrar marcas de algunas limitaciones intelectuales; en este último caso, las cualificaciones secundarias devienen en cierto modo equivalentes simbólicos de la cualificación fundamental misma. En el primer caso, al contrario, puede ocurrir que no tengan siempre una igual importancia: así, puede haber obstáculos que se oponen a toda iniciación, incluso simplemente virtual, o solo a una iniciación efectiva, o todavía al paso a los grados más o menos elevados, o, en fin, únicamente al ejercicio de algunas funciones en una organización iniciática (ya que se puede ser apto para recibir una influencia espiritual sin ser por eso necesariamente apto para transmitirla); y es menester agregar también que hay impedimentos especiales que pueden no concernir más que a algunas formas de iniciación.
Sobre este último punto, basta recordar en suma que la diversidad de los modos de iniciación, ya sea de una forma tradicional a otra, ya sea en el interior de una misma forma tradicional, tiene precisamente como meta responder a la de las aptitudes individuales; evidentemente no tendría ninguna razón de ser si un modo único pudiera convenir igualmente a todos aquellos que están, de una manera general, cualificados para recibir la iniciación. Puesto que ello no es así, cada organización iniciática deberá tener su «técnica» particular, y no podrá admitir naturalmente más que a aquellos que sean capaces de conformarse a ella y de sacar de ella un beneficio efectivo, lo que supone, en cuanto a las cualificaciones, la aplicación de todo un conjunto de reglas especiales, válidas solo para la organización considerada, y que no excluyen de ningún modo, para aquellos que sean descartados por eso, la posibilidad de encontrar en otra parte una iniciación equivalente, siempre que posean las cualificaciones generales que son estrictamente indispensables en todos los casos. Uno de los ejemplos más claros que se pueden dar a este respecto, es el hecho de que existen formas de iniciación que son exclusivamente masculinas, mientras que hay otras donde las mujeres pueden ser admitidas igual que los hombres2; así pues, se puede decir que en eso hay una cierta cualificación que es exigida en un caso y que no lo es en el otro, y que esta diferencia reside en los modos particulares de la iniciación de que se trate; por lo demás, volveremos de nuevo sobre ello después, ya que hemos podido constatar que este hecho es generalmente muy mal comprendido en nuestra época.