René Guénon — MISCELÂNEA
A SUPERSTIÇÃO DO VALOR
Hemos denunciado, en alguna de nuestras obras, cierto número de supersticiones específicamente modernas, cuya característica más notable es la de descansar en definitiva sobre el prestigio atribuido a una palabra, prestigio tanto mayor cuanto más vaga e inconsistente es la idea evocada por esta palabra para la mayor parte de las personas.
La influencia ejercida por las palabras en sí mismas, independientemente de lo que expresen o deberían expresar, nunca ha sido, en efecto, tan grande como en nuestra época. Hay en ello como una caricatura de la potencia inherente a las fórmulas rituales, e incluso aquellos que son los más encarnizados en negarla, por singular “contragolpe”, son los primeros en dejarse llevar por lo que es apenas una parodia profana de ellas. Es evidente, por lo demás, que esta potencia de las fórmulas o palabras, en los dos casos, no es del mismo orden en absoluto; la de las fórmulas rituales, que se basa esencialmente sobre la “ciencia sagrada”, es algo plenamente efectivo, que se ejerce realmente en los dominios más diferentes, según los efectos que quieran obtenerse; por el contrario, la de su falsificación profana sólo es naturalmente susceptible, directamente al menos, de una acción puramente “psicológica” y sobre todo sentimental, o sea, procedente del dominio más ilusorio de todos. Pero, sin embargo, no hay que decir por ello que tal acción sea inofensiva, muy lejos de eso, pues tales ilusiones “subjetivas”, por insignificantes que sean en sí mismas, no carecen de consecuencias muy reales en toda la actividad humana; y, ante todo, contribuyen grandemente a destruir toda verdadera intelectualidad, lo que, además, es probablemente la principal razón de ser que se le ha asignado en el “plan” de la subversión moderna.
Las supersticiones de las que hablamos varían en cierta medida de un tiempo a otro, pues hay en ello una especie de “moda”, como en todas las cosas en nuestra época; con esto no queremos decir que, cuando surge una novedad, reemplace inmediata y enteramente a las otras, pues fácilmente se puede comprobar su coexistencia en la mentalidad contemporánea; pero la más reciente toma al menos un lugar predominante y rechaza las otras más o menos a un segundo plano. Así, en el orden de cosas que consideramos ahora, se puede decir que hubo primero la superstición de la “razón”, que alcanzó su punto culminante hacia finales del siglo XVIII, después la de la “ciencia” y del “progreso”, por lo demás estrechamente vinculada a la precedente, pero más especialmente característica del siglo XIX; más recientemente aún, se vio aparecer la superstición de la “vida”, que tuvo un gran éxito en los primeros años del siglo actual. Como todo cambia con una rapidez sin cesar creciente, estas supersticiones, así como las teorías científicas y filosóficas a las cuales están quizá ligadas en cierto modo, parecen “usarse” cada vez más rápidamente; también tenemos desde que registrar el nacimiento de una superstición nueva, la del “valor”, que data de hace apenas algunos años, pero que tiende ya a adelantar a las otras.
Ciertamente, no tenemos tendencia a exagerar la importancia de la filosofía y menos aún de la moderna, pues, incluso reconociendo que pueda ser uno de los factores que actúan más o menos sobre la mentalidad general, pensamos que está lejos de ser el más importante, y que, incluso bajo su forma “sistemática”, representa más bien un efecto que una causa; pero, del mismo modo, expresa de una manera más claramente definida, lo que existía ya como en estado difuso en esta mentalidad, y, por tanto, pone en evidencia, un poco a la manera de un aparato de aumento, cosas que de otra forma podrían escapar a la atención del observador, o que al menos serían más difíciles de discernir. También, para comprender bien aquello de lo que se trata aquí, es bueno recordar primero las etapas, que ya hemos indicado en otra parte, de la decadencia gradual de las concepciones filosóficas modernas: primero, reducción de todas las cosas a lo “humano” y a lo “racional”; después, limitación cada vez más estrecha del sentido dado a lo “racional” mismo, de lo cual no se termina por no considerar ya más que las funciones más inferiores; en fin, descenso a lo “infrarracional”, con el sedicente “intuicionismo” y las diversas teorías que con el se emparentan más o menos directamente. Los “racionalistas” consentían todavía en hablar de “verdad”, bien que no puede evidentemente tratarse para ellos más que de una verdad muy relativa; los “intuicionistas” han querido reemplazar lo “verdadero” por lo “real”, lo que podría ser casi la misma cosa si se atuvieran al sentido normal de las palabras, pero que está muy lejos de serlo de hecho, pues hace falta tener aquí en cuenta la extraña deformación por la cual, en el uso corriente, la palabra “realidad” ha llegado a designar exclusivamente las cosas de orden sensible, es decir, las que tienen el menor grado realidad. Seguidamente, los “pragmatistas” han pretendido ignorar enteramente la verdad, y suprimirla en cierto modo sustituyéndola por la “utilidad”; es entonces propiamente la caída en lo “subjetivo”, pues está bien claro que la utilidad de una cosa de ningún modo es una cualidad que resida en esa cosa misma, sino que depende enteramente de aquel que la considera y que la hace objeto de una especie de apreciación individual, sin interesarse de ningún modo por lo que es la cosa fuera de esta apreciación, es decir, en el fondo, en todo lo que ella es en realidad; y, sin duda, sería difícil ir más lejos en la vía de la negación de toda intelectualidad.
Los “intuicionistas” y los “pragmatistas”, así como los representantes de algunas otras escuelas vecinas de menor importancia, decoran de buena gana sus teorías con la etiqueta de “filosofía de la vida”; pero parece ya no tiene tanto éxito como tenía no hace mucho, y que la que está hoy más en boga es la de “filosofía de los valores”. Esta nueva filosofía parece acometer a lo real mismo, de cualquier manera que se lo quiera entender, casi como el “pragmatismo” la tomaba con lo “verdadero”; su afinidad con el “pragmatismo”, en ciertos aspectos, es por lo demás manifiesto, pues el “valor”, tanto como la “utilidad”, no puede ser más que un simple asunto de apreciación individual, y su carácter “subjetivo”, como se verá a continuación, es quizás aún más acentuado. Es además posible que el éxito actual de esta palabra “valor” sea debido en parte al sentido bastante groseramente material que, sin serle inherente sin embargo en el origen, se le ha adherido en el lenguaje ordinario: cuando se habla de “valor” o de “evaluación”, se piensa a continuación en algo que es susceptible de ser “contado” o “cifrado”, y hay que convenir en que ello concuerda bien con el espíritu “cuantitativo” que es propio del mundo moderno. Sin embargo, esa no es sino la mitad de toda la explicación: hay que recordar, en efecto, que el “pragmatismo”, que se define por el hecho de remitir todo a la “acción”, no entiende la “utilidad” solamente en un sentido material, sino en un sentido moral; el “valor” es igualmente susceptible de esos dos sentidos, sino que el segundo predomina claramente en la concepción de que se trata, pues la vertiente moral, o más exactamente “moralista”, se exagera aún en él; esta “filosofía de los valores” se presenta además ante todo como una forma del “idealismo”, y eso es sin duda lo que explica su hostilidad con respecto a lo “real”, puesto que se entiende que, en el lenguaje especial de los filósofos modernos, el “idealismo” se opone al “realismo”.
Se sabe que la filosofía moderna vive en gran parte de equívocos, y hay uno bastante destacable que se oculta en esta etiqueta de “idealismo”: esta palabra, en efecto, puede ser derivada indistintamente de “idea” o de “ideal”; y a esta doble derivación corresponden, de hecho, los dos caracteres especiales que se pueden descubrir sin dificultad en la “filosofía de los valores”. La “idea”, entiéndase bien, es tomada aquí en el sentido únicamente “psicológico”, el único que los modernos conocen (y se verá en su momento que no es inútil insistir sobre este punto para disipar otro equívoco); tal es la vertiente “subjetivista” de la concepción de que se trata, y, en cuanto al “ideal”, representa no menos evidentemente su lado “moralista”. Así, las dos significaciones del “idealismo” se asocian estrechamente en ese caso y se sostienen por así decir la una a la otra, porque corresponden las dos a tendencias bastante generales de la mentalidad actual: el “psicologismo” traduce un estado de espíritu que está lejos de ser particular a solamente los filósofos “profesionales”, y se sabe demasiado, por otra parte, ¡qué fascinación ejerce la palabra vacía “ideal” sobre la mayor parte de nuestros contemporáneos!
Lo que es casi increíble, es que la filosofía en cuestión pretende reclamarse del “idealismo platónico”; y es difícil desprenderse de cierta estupefacción viendo atribuir a Platón la afirmación de que “la realidad verdadera reside no en el objeto, sino en la idea, es decir, en un acto del pensamiento”. Primero, no hay “idealismo platónico”, en ninguno de los sentidos que los modernos dan a esta palabra “idealismo”; las ideas, en Platón, nada tienen de “psicológico” ni de “subjetivo”, y no tienen absolutamente nada en común con un “acto del pensamiento”; ellas son, muy al contrario, los principios trascendentes o los “arquetipos” de todas las cosas; por eso constituyen la realidad por excelencia, y se podría decir, bien que Platón mismo no se expresa así, (como tampoco formula expresamente en ninguna parte algo que se llamaría una “teoría de las ideas”), que el “mundo de las ideas” no es otra cosa en definitiva que el Intelecto divino; ¿qué relación puede tener ello con el producto de un “pensamiento individual? Incluso desde el simple punto de vista de la “historia de la filosofía”, hay ahí un error verdaderamente inaudito; y no solamente Platón no es ni “idealista” ni “subjetivista”, en el grado que sea, sino que sería imposible ser más íntegramente “realista” de lo que él es; que los enemigos declarados de lo “real” quieren hacerle su predecesor, es indudablemente más que paradójico. Además, esos mismos filósofos cometen todavía otro error que apenas es menos grave cuando, para sujetar también a Platón a su “moralismo”, invocan el papel en cierto modo “central” que él asigna a la “idea del Bien”; aquí, podemos decir, sirviéndonos de la terminología escolástica, confunden muy simplemente el “Bien trascendental” con el “bien moral”, tan grande es su ignorancia de ciertas nociones sin embargo elementales; y, cuando se ve a los modernos interpretar así las concepciones antiguas, mientras que incluso no se trata en suma más que de filosofía, ¿puede aún sorprender que deformen ultrajantemente las doctrinas de un orden más profundo?
La verdad es que la “filosofía de los valores” no puede reivindicar el menor ligamen con una doctrina antigua cualquiera que sea, salvo librándose a pésimos juegos de palabras sobre las “ideas” y sobre el “bien”, a los cuales habría incluso que añadir todavía otras confusiones como aquella, bastante común por lo demás, del “espíritu” con lo “mental”; ésta es, al contrario, una de las más típicamente modernas, y ello a la vez por los dos caracteres “subjetivista” y “moralista” que hemos indicado. No es difícil darse cuenta hasta qué punto es ella por eso mismo, opuesta al espíritu tradicional, como lo es por lo demás todo “idealismo”, cuyo resultado lógico es hacer depender la verdad misma ( y, hoy se diría también, lo “real”) de las operaciones del “pensamiento” individual; quizá algunos “idealistas” han a veces retrocedido ante la enormidad de semejante consecuencia, en un tiempo donde el desorden intelectual aún no había llegado hasta el punto en donde ahora está; pero no creemos que los filósofos actuales puedan tener tales dudas… Pero, después de todo ello, aún está permitido preguntarse a qué puede servir exactamente la preponderancia de esta idea particular de “valor”, lanzada así en el mundo a la manera de una nueva “consigna” o, si se quiere, de una nueva “sugestión”; la respuesta a esta cuestión es muy fácil también, si se piensa que la desviación moderna casi entera podría ser descrita como una serie de sustituciones que no son sino otras tantas falsificaciones en todos los órdenes; es en efecto más fácil destruir una cosa pretendiendo reemplazarla, aunque fuese por una parodia más o menos grosera, que reconociendo abiertamente que no se quiere dejar tras de sí más que la nada; e, incluso cuando se trata de algo que ya no existe de hecho, puede aún haber interés en fabricar una imitación de ello para impedir que se sienta la necesidad de restaurarlo, o para obstaculizar a los que podrían tener efectivamente tal intención. Es así para tomar solamente uno o dos ejemplos del primer caso, como la idea del “libre examen” fue inventada para destruir la autoridad espiritual, no negándola pura y simplemente primero, sino sustituyéndola por una falsa autoridad, la de la razón individual, o aún que el “racionalismo” filosófico se dio a la tarea de reemplazar la intelectualidad por lo que no es sino su caricatura. La idea de “valor” nos parece vincularse sobre todo al segundo caso: hace ya mucho tiempo que no se reconoce de hecho ninguna jerarquía real, es decir, fundada esencialmente sobre la naturaleza misma de las cosas; pero, por una u otra razón, que no pretendemos buscar aquí, ha parecido oportuno (no sin duda a los filósofos, pues ellos no son verosímilmente en eso más que los primeros engañados) instaurar en la mentalidad pública una falsa jerarquía, basada únicamente sobre apreciaciones sentimentales luego enteramente “subjetiva” (y, tanto más inofensiva, desde el punto de vista del “igualitarismo” moderno, cuanto que se encuentra así relegada a las nubes de lo “ideal”, que es tanto como decir en las quimeras de la imaginación); se podría decir, en suma, que los “valores” representan una falsificación de jerarquía para uso de un mundo que ha sido conducido a la negación de toda verdadera jerarquía.
Lo que es todavía poco tranquilizador, es que se ose calificar a esos “valores” de “espirituales”, y el abuso de esa palabra no es menos significativo que todo el resto; en efecto, encontramos aquí otra falsificación, la de la espiritualidad, la cual ya hemos tenido que denunciar diversas formas; la “filosofía de los valores” ¿tendría también algún papel que jugar a este respecto?
Lo que no es dudoso, en todo caso, es que no nos encontramos ya en la etapa en la cual el “materialismo” y el “positivismo” ejercían una influencia preponderante; se trata a partir de ahora de otra cosa que, para cumplir su destino, debe revestirse de un carácter más sutil; y, para decir claramente nuestro pensamiento sobre este punto, son el “idealismo” y el “subjetivismo” desde ahora, y lo serán cada vez mas, en el orden de las concepciones filosóficas, y por sus reacciones sobre la mentalidad general, los principales obstáculos a toda restauración de la verdadera intelectualidad.