juicio (IGEDH)

Pero, en la palabra misma «crisis», hay contenidas otras significaciones, que la hacen todavía más apta para expresar lo que acabamos de decir: en efecto, su etimología, que se pierde de vista frecuentemente en el uso corriente, pero a la que conviene remitirse como es menester hacerlo siempre cuando se quiere restituir a un término la plenitud de su sentido propio y de su valor original, su etimología, decimos, la hace parcialmente sinónimo de «JUICIO» y de «discriminación». La fase que puede llamarse verdaderamente «crítica», en no importa qué orden de cosas, es aquella que desemboca inmediatamente en una solución favorable o desfavorable, aquella donde interviene una decisión en un sentido o en el otro; por consiguiente, es entonces cuando es posible aportar un JUICIO sobre los resultados adquiridos, sopesar los «pros» y los «contras», operando una suerte de clasificación entre esos resultados, unos positivos, otros negativos, y ver así de qué lado se inclina la balanza definitivamente. Bien entendido, no tenemos en modo alguno la pretensión de establecer de una manera completa una tal discriminación, lo que sería por lo demás prematuro, puesto que la crisis no está todavía resuelta y puesto que quizás no es siquiera posible decir exactamente cuándo y cómo lo estará, tanto más cuanto que es siempre preferible abstenerse de algunas previsiones que no podrían apoyarse sobre razones claramente inteligibles para todos, y cuanto que, por consiguiente, correrían el riesgo de ser muy mal interpretadas y de aumentar la confusión en lugar de remediarla. Así pues, todo lo que podemos proponernos, es contribuir, hasta un cierto punto y tanto como nos lo permitan los medios de que disponemos, a dar a aquellos que son capaces de ello la consciencia de algunos de los resultados que parecen bien establecidos desde ahora, y a preparar así, aunque no sea más que de una manera muy parcial y bastante indirecta, los elementos que deberán servir después al futuro «JUICIO», a partir del que se abrirá un nuevo periodo de la historia de la humanidad terrestre. 1057 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO PREFACIO

No obstante, algunos han llegado hasta contestar que la división misma de la humanidad en Oriente y Occidente corresponde a una realidad; pero, al menos para la época actual, eso no parece poder ponerse seriamente en duda. Primero, que existe una civilización occidental, común a Europa y a América, es ese un hecho sobre el que todo el mundo debe estar de acuerdo, cualquiera que sea por lo demás el JUICIO que se haga sobre el valor de esta civilización. Para Oriente, las cosas son menos simples, porque, efectivamente, no existe una, sino varias civilizaciones orientales; pero basta que posean algunos rasgos comunes, rasgos que caracterizan lo que hemos llamado una civilización tradicional, y que éstos mismos rasgos no se encuentren en la civilización occidental, para que la distinción e incluso la oposición de Oriente y de Occidente esté plenamente justificada. Ahora bien, ello es efectivamente así, y el carácter tradicional es en efecto común a todas las civilizaciones orientales, para las cuales, a fin de fijar mejor las ideas, recordaremos la división general que hemos adoptado precedentemente, y que, aunque algo simplificada quizás si se quisiera entrar en el detalle, no obstante es exacta cuando uno se atiene a las grandes líneas: el extremo oriente, representado esencialmente por la civilización china; el oriente medio, representado por la civilización hindú; el oriente próximo, representado por la civilización islámica. Conviene agregar que esta última, bajo muchas relaciones, debería considerarse más bien como intermediaria entre Oriente y Occidente, y que incluso muchos de sus caracteres la acercan sobre todo a lo que fue la civilización occidental de la edad media; pero, si se considera en relación al Occidente moderno, debe reconocerse que se opone a él al mismo título que las civilizaciones propiamente orientales, a las cuales conviene asociarla bajo este punto de vista. 1097 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO II

Pero volvamos todavía un instante sobre la introducción de los hábitos de discusión en los dominios donde no tienen nada que hacer, y decimos claramente esto: la actitud «apologética» es, en sí misma, una actitud extremadamente débil, porque es puramente «defensiva», en el sentido jurídico de esta palabra; no es en vano por lo que se designa por un término derivado de «apología», que tiene como significación propia el alegato de un abogado, y que, en una lengua tal como el inglés, ha llegado hasta tomar corrientemente la acepción de «excusa»; así pues, la importancia preponderante acordada a la «apologética» es la marca incontestable de un retroceso del espíritu religioso. Esta debilidad se acentúa todavía cuando la «apologética» degenera, como lo decíamos hace un momento, en discusiones completamente «profanas» tanto por el método como por el punto de vista, donde la religión se pone sobre el mismo plano que las teorías filosóficas y científicas, o pseudocientíficas, más contingentes y más hipotéticas, y donde, para parecer «conciliador», se llega hasta admitir en una cierta medida concepciones que no se han inventado más que para arruinar a toda religión; aquellos que actúan así proporcionan ellos mismos la prueba de que son perfectamente inconscientes del verdadero carácter de la doctrina cuyos representantes más o menos autorizados se creen. Aquellos que están calificados para hablar en el nombre de una doctrina tradicional no tienen por qué discutir con los «profanos» ni tampoco hacer «polémica»; no tienen más que exponer la doctrina tal cual es, para aquellos que pueden comprenderla, y, al mismo tiempo, denunciar el error por todas partes donde se encuentra, hacerle aparecer como tal proyectando sobre él la luz del verdadero conocimiento; así pues, su papel no es entablar una lucha y comprometer en ella la doctrina, sino aportar el JUICIO que tienen el derecho de aportar si poseen efectivamente los principios que deben inspirarles infaliblemente. El dominio de la lucha, es el de la acción, es decir, el dominio individual y temporal; el «motor inmóvil» produce y dirige el movimiento sin estar implicado en él; el conocimiento ilustra la acción sin participar en sus vicisitudes; lo espiritual guía lo temporal sin mezclarse en ello; y así cada cosa permanece en su orden, en el rango que le pertenece en la jerarquía universal; pero, en el mundo moderno, ¿dónde se puede encontrar todavía la noción de una verdadera jerarquía? Nada ni nadie está ya en el lugar donde debería estar normalmente; los hombres no reconocen ya ninguna autoridad efectiva en el orden espiritual, ni ningún poder legítimo en el orden temporal; los «profanos» se permiten discutir de las cosas sagradas, contestar su carácter y hasta su existencia misma; es lo inferior lo que juzga a lo superior, la ignorancia la que impone límites a la sabiduría, el error el que toma la delantera a la verdad, lo humano lo que substituye a lo divino, la tierra la que prevalece sobre el cielo, el individuo el que se hace la medida de todas las cosas y pretende dictar al universo leyes sacadas íntegramente de su propia razón relativa y falible. «Ay de vosotros, guías ciegos», se dice en el Evangelio; hoy día, no se ve en efecto por todas partes más que ciegos que conducen a otros ciegos, y que, si no son detenidos a tiempo, les llevarán fatalmente al abismo donde perecerán con ellos. 1168 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO V

Pero se dirá, ¿qué relación hay entre los dos puntos de que se trata y las extremidades del ciclo cronológico? Para uno de ellos, el Paraíso terrestre, esta relación es evidente, y eso es lo que corresponde al comienzo del ciclo; pero, para el otro, es menester precisar que la Jerusalem terrestre se toma como la prefiguración, de la Jerusalem celeste que describe el Apocalipsis; simbólicamente, por lo demás, es también en Jerusalem donde se coloca el lugar de la resurrección y del JUICIO que terminan el ciclo. La situación de los dos puntos en los antípodas uno del otro toma también una nueva significación si se observa que la Jerusalem celeste no es otra cosa que la reconstitución misma del Paraíso terrestre, según una analogía que se aplica en sentido inverso (Entre el Paraíso terrestre y la Jerusalém celeste hay la misma relación que entre los dos Adam de los que habla San Pablo (1a Epístola a los Corintios, XV).). En el comienzo de los tiempos, es decir, del ciclo actual, el Paraíso terrestre se ha hecho inaccesible a consecuencia de la caída del hombre; la nueva Jerusalem debe «descender del cielo a la tierra» en el final del mismo ciclo, para marcar el restablecimiento de todas las cosas en su orden primordial, y se puede decir que desempeñará para el ciclo futuro el mismo papel que el Paraíso terrestre para éste. En efecto, el fin de un ciclo es análogo a su comienzo, y coincide con el comienzo del ciclo siguiente; lo que no era más que virtual en el comienzo del ciclo se encuentra realizado efectivamente en su fin, y engendra entonces inmediatamente las virtualidades que se desarrollarán a su vez en el curso de ciclo futuro; pero esa es una cuestión sobre la que no podríamos insistir más sin salirnos enteramente de nuestro tema (Hay todavía a este propósito muchas otras cuestiones en las que podría ser interesante profundizar, como por ejemplo en ésta: ¿por qué el Paraíso terrestre es descrito como un jardín y con un simbolismo vegetal, mientras que la Jerusalem celeste es descrita como una ciudad y con un simbolismo mineral? Ello es porque la vegetación representa la elaboración de los gérmenes en la esfera de la asimilación vital, mientras que los minerales representan los resultados definitivamente fijados, «cristalizados» por así decir, al término del desarrollo cíclico.). Para indicar aún otro aspecto del mismo simbolismo, agregaremos que el centro del ser, al que ya hemos hecho alusión más atrás, es designado por la tradición hindú como la «ciudad de Brahma» (en sánscrito Brahma-pura), y que varios textos hablan de él en términos que son casi idénticos a los que encontramos en la descripción apocalíptica de la Jerusalém celeste (La aproximación a la que estos textos dan lugar es todavía más significativa cuando se conoce la relación que une al Cordero del simbolismo Cristiano con el Agni vêdico (cuyo vehículo es representado por un carnero). No pretendemos que haya, entre las palabras Agnus e Ignis (equivalente latino de Agni), otra cosa que una de esas similitudes fonéticas a las que hacíamos alusión más atrás, que pueden no corresponder a ningún parentesco lingüístico propiamente dicho, pero que por ello no son puramente accidentales. De lo que queremos hablar sobre todo, es de un cierto aspecto del simbolismo del fuego, que, en diversas formas tradicionales, se liga bastante estrechamente a la idea del «Amor», transpuesta en un sentido superior como lo hace Dante; y, en esto, Dante se inspira todavía de San Juan, al que las Órdenes de caballería han vinculado siempre principalmente sus concepciones doctrinales. — Conviene hacer observar, además que el Cordero se encuentra asociado a la vez a las representaciones del Paraíso terrestre y a las de la Jerusalem celeste.). Finalmente, y para volver a lo que concierne más directamente al viaje de Dante, conviene notar que, si es el punto inicial del ciclo el que deviene el término de la travesía del mundo terrestre, en eso hay una alusión formal a ese «retorno a los orígenes» que tiene un lugar tan importante en todas las doctrinas tradicionales, y sobre el que, por una coincidencia bastante sorprendente, el esoterismo Islámico y el Taoísmo insisten más particularmente; lo que se trata, por lo demás, es todavía la restauración del «estado edénico», de la que ya hemos hablado, y que debe ser considerada como una condición preliminar para la conquista de los estados superiores del ser. 1652 RGED CAPÍTULO VIII

Janus es el Janitor que abre y cierra el ciclo anual, ylas dos llaves que porta más frecuentemente son las de las dos puertas solsticiales. Por otro lado, era también el dios de la iniciación a los misterios (initiatio deriva de in-ire, y, según Cicerón, el nombre mismo de Janus tiene la misma raíz que el verbo ire); bajo este nuevo aspecto, las dos mismas llaves, una de oro y otra de plata, eran las de los “grandes misterios” y de los “pequeños misterios”; ¿no es natural que se haya visto ahí una prefiguración de las llaves que abren y cierran el Reino de los Cielos? Por lo demás, en virtud de cierto simbolismo astronómico que parece haber sido común a todos los pueblos antiguos, hay lazos muy estrechos entre los dos sentidos que acabamos de indicar; este simbolismo al cual aludimos es el del ciclo zodiacal, y, no es sin razón por lo que éste, con sus dos mitades ascendente y descendente que tienen sus puntos de partida respectivos en los dos solsticios de invierno y de verano, se encuentra representado en el portal de tantas iglesias de la Edad Media. Se ve aparecer aquí otra significación de los dos rostros de Jano: es el “Dueño de las dos vías” a las cuales dan acceso las dos puertas solsticiales, esas dos vías de la derecha y de la izquierda que los Pitagóricos representaban por la letra Y2, y que la tradición hindú, por su lado, designa como la “vía de los dioses” y la “vía de los antepasados” (dêva-yâna y pitri-yâna; la palabra sánscrita yâna tiene la misma raíz aún que el latín ire, y su forma le aproxima singularmente al nombre de Janus). Estas dos vías son también, en un sentido, la de los Cielos y la de los Infiernos; y se observará que los dos lados a los cuales ellas corresponden, la derecha y la izquierda, son aquellos donde se reparten los elegidos y los condenados en las representaciones del JUICIO final, que, ellas también, por una coincidencia bien significativa, se encuentran tan frecuentemente en el portal de las iglesias. 1985 EMS III: ACERCA DE ALGUNOS SÍMBOLOS HERMÉTICO-RELIGIOSOS

Así pues, no se trataba para él de seguir a los autores en cuestión ni de adoptar sus preJUICIOs sino antes al contrario de combatirlos, de lo cual no podemos sino felicitarle. Solamente que ha querido combatirles sobre su propio terreno y de alguna manera con sus propias armas, y es por eso que se ha hecho, por decirlo así el crítico de los críticos mismos. En efecto también él se sitúa bajo el punto de vista de la pura y simple erudición; pero aunque lo haya hecho voluntariamente, uno puede preguntarse hasta qué punto esta actitud ha sido verdaderamente hábil y ventajosa. M. Vulliaud se rehusa a ser Kabbalista; y se rehusa con una insistencia que nos ha sorprendido y que no comprendemos muy bien. ¿Sería pues de los del número que se hacen una gloria de ser «profanos» y que hasta ahora no los habíamos encontrado sobre todo más que en los medios «oficiales», y, frente a los cuales M. Vulliaud mismo ha dado pruebas de una justa severidad? Llega inclusive hasta calificarse de «simple aficionado»; en eso queremos creer que se calumnia él mismo. ¿No se priva así de una buena parte de esa autoridad que le sería necesaria frente a autores de los cuales discute las aserciones? Por lo demás, esa toma de partido de considerar una doctrina desde el punto de vista «profano», es decir, «desde el exterior», nos parece excluir toda posibilidad de una comprensión profunda. Y además, inclusive si esta actitud no es sino afectada, por ello no será menos deplorable dado que, aunque habiendo alcanzado por su propia cuenta la dicha comprensión, se obligará así a no hacer nada de la misma y el interés de la parte doctrinal se encontrará por ello fuertemente diminuido. En cuanto a la parte crítica, el autor hará antes figura de polémica que de JUICIO cualificado, lo que constituirá para él una evidente inferioridad. Por otra parte, dos propósitos para una sola obra, es probablemente demasiado, y, en el caso de M. Vulliaud, es bien lamentable que el segundo de esos propósitos, tales cuales son señalados más atrás, le haga muy frecuentemente olvidar el primero, que era empero y con mucho el más importante. Las discusiones y las críticas, en efecto, se siguen de un cabo al otro de su libro e inclusive en los capítulos cuyo título anunciaría antes un sujeto de orden puramente doctrinal; se saca de su trabajo una cierta impresión de desorden y de confusión. Por otra parte, entre las críticas que hace M. Vulliaud, si las hay que están perfectamente justificadas, por ejemplo las concernientes a Renan y a Frank, y también a algunos ocultistas, y que son las más numerosas, otras hay que son más contestables; así, en particular, las que conciernen a Fabre d’Olivet, frente por frente de quien M. Vulliaud parece hacerse eco de ciertos odios rabínicos (a menos que no haya heredado del odio de Napoleón mismo para el autor de La Lengua hebraica restituida, pero esta segunda hipótesis es mucho más verosímil). De todas las maneras e inclusive si se trata de las críticas más legítimas, de las que pueden útilmente contribuir a destruir reputaciones usurpadas, ¿no habría sido posible decir las cosas más brevemente, y sobre todo más seriamente y en un tono menos agresivo? La obra hubiera ciertamente ganado con ello, primero porque no habría tenido la apariencia de una obra de polémica, aspecto que presenta muy frecuentemente y que gentes malintencionadas podrían fácilmente utilizar contra el autor y, lo que es más grave, lo esencial habría sido menos sacrificado a consideraciones, que, en suma, no son sino accesorias y de un interés bastante relativo. Hoy todavía otros defectos deplorables: Las imperfecciones de la forma son a veces molestas; no queremos hablar solamente de los errores de impresión, que son en extremo numerosos y cuyas erratas no rectifican sino una ínfima parte, sino de las muy frecuentes incorrecciones que es difícil, inclusive con una fuerte dosis de buena voluntad, poner sobre la cuenta de los tipógrafos. Hay así diferentes lapsus que vienen mal verdaderamente a propósito. Hemos relevado un cierto número de ellos, y éstos, cosa curiosa, se encuentran sobre todo en el segundo volumen, como si éste hubiera sido escrito más apresuradamente. Así, por ejemplo, Frank no ha sido «profesor de filosofía en el Colegio Stanislas» (p. 241), sino en el Colegio de Francia, lo que es muy diferente. Así M. Vulliaud escribe Capelle, y a veces igualmente Capele, hebraizando Lois Cappel, de quien podemos restablecer el nombre exacto con tanta más seguridad cuanto que al escribir este artículo, tenemos a la vista su propia firma. ¿No habría pues M. Vulliaud visto este nombre más que bajo una forma latinizada? Todo esto no es gran cosa, pero, por el contrario, en la página 26, es cuestión de un nombre divino de 26 letras, y se encuentra después que ese mismo nombre tiene 42; este pasaje es verdaderamente incomprensible, y nos preguntamos si no hay ahí alguna omisión. Indicaremos todavía otra negligencia del mismo orden pero que es tanto más grave cuanto que es causa de una verdadera injusticia: Criticando a un redactor de la Enciclopedia británica, M. Vulliaud termina con esta frase: «Nadie podía esperarse una sólida lógica del lado de un autor que en el mismo artículo estima que se han subestimado en demasía las doctrinas Kabbalísticas (absurdly overestimated) y que al mismo tiempo el Zohar es un farrago of absurdity» (t. II, p. 418). Los términos ingleses han sido citados por M. Vulliaud mismo; ahora bien, over-estimated no quiere decir, «subestimado» (que sería under-estimated), sino antes al contrario «sobre-estimado», que es precisamente lo opuesto, y así, cualesquiera que sean por lo demás los errores contenido en el artículo del autor en cuestión, la contradicción que se le reprocha no se encuentra ahí en realidad de ninguna manera. Con seguridad que estas cosas no son más que detalles, pero cuando uno se muestra tan severo hacia los demás y siempre está presto a cogerles en falta, ¿no debería esforzarse en ser irreprochable? En la transcripción de los términos hebraicos, hay una falta de uniformidad que es verdaderamente disgustante; sabemos bien que ninguna transcripción puede ser perfectamente exacta, pero al menos cuando se ha adoptado una de ellas, cualquiera que sea, sería preferible atenerse a la misma de una manera constante. Además hay términos que parecen haber sido traducidos mucho más apresuradamente, y para los cuales no habría sido difícil encontrar una interpretación satisfactoria; daremos de inmediato un ejemplo de ello bastante preciso. En la página 49 del tomo II está representada una imagen de terafim sobre la cual hay inscrito, entre otros, el término luz; M. Vulliaud ha reproducido los diferentes sentidos del verbo luz dados por Buxtorf haciendo seguir a cada uno de ellos un signo de interrogación pareciéndole de tal modo poco aplicables, pero no ha pensado que existía igualmente un sustantivo luz, el cual significa ordinariamente «almendra» o «núcleo» (y también «almendro», porque designa al mismo tiempo al árbol y a su fruto). Ahora, este mismo sustantivo es, en la lengua rabínica, el nombre de una pequeña parte corporal indestructible a la cual el alma permanecería ligada después de la muerte (y es curioso notar que esta tradición hebraica ha inspirado muy probablemente algunas teorías de Leibnitz); este último sentido es ciertamente el más plausible y está, por otra parte, confirmado para nos, por el lugar mismo que el término luz ocupa sobre la figura. 2539 FTCC «LA KABBALA JUDÍA»

Antes de ir más lejos, precisaremos que no pretendemos contestar la originalidad de la civilización helénica desde tal o cual punto de vista más o menos secundario a nuestro JUICIO, por ejemplo desde el punto de vista del arte, sino únicamente desde el punto de vista intelectual, que, por lo demás, se encuentra en ella mucho más reducido que en los orientales. Este empequeñecimiento de la intelectualidad, esta disminución, por así decir, podemos afirmarla claramente en relación a las civilizaciones orientales que subsisten y que conocemos directamente; y verosímilmente es lo mismo en relación a las que han desaparecido, según todo lo que podemos saber de ellas, y sobre todo según las analogías que han existido manifiestamente entre éstas y aquellas. En efecto, el estudio de Oriente, tal como es todavía hoy día, si se quisiera emprender de una manera verdaderamente directa, sería susceptible de ayudar en una amplia medida a comprender la antigüedad, en razón de ese carácter de fijeza y de estabilidad que hemos indicado; ayudaría incluso a comprender la antigüedad griega, para la que no tenemos el recurso de un testimonio inmediato, ya que, ahí también, se trata de una civilización que está realmente extinguida, y los griegos actuales no podrían considerarse a ningún título como los legítimos continuadores de los antiguos, de los que ni siquiera son sin duda los descendientes auténticos. 3556 IGEDH La divergencia

Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental; se podría decir incluso que su unidad, que reposa siempre naturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una cierta conformidad mental, ya no es verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio como carece de principio esta civilización misma, desde que se ha roto, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era precisamente para ella el principio esencial, y que hacía de ella, en la edad media, lo que se llamaba la «Cristiandad». La intelectualidad occidental no podía tener a su disposición, en los límites donde se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de un orden diferente que fuera susceptible de sustituir a ese; entendemos que un tal elemento, fuera de las excepciones incapaces de generalizarse en este medio, no podía ser concebido de otra manera que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, en tanto que raza, es, como lo hemos indicado, demasiado relativa y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización. Así pues, desde entonces, se corría el riesgo de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin ningún lazo efectivo y consciente; y, de hecho, es a partir del momento en que se quebró la unidad fundamental de la «Cristiandad» cuando se vieron constituirse en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades secundarias, fragmentarias y empequeñecidas de las «nacionalidades». Pero, no obstante, hasta su desviación mental, y como a pesar suyo, Europa conservaba la huella de la formación única que había recibido en el curso de los siglos precedentes; las influencias mismas que habían acarreado la desviación se habían ejercido por todas partes de modo semejantemente, aunque a grados diversos; el resultado fue también una mentalidad común, de donde una civilización que seguía siendo común a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuera, por lo demás, iba a estar en adelante, si se puede decir, al servicio de una «ausencia de principio» que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener, ciertamente, que ese era el precio del progreso material hacía el que el mundo occidental ha tendido exclusivamente desde entonces, ya que hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea como sea, era verdaderamente, a nuestro JUICIO, pagar muy caro ese progreso tan ensalzado. 3617 IGEDH Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Hay aún otro aspecto bajo el que la vía oriental está en antítesis absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente «esotérica», sino más bien «iniciática», se oponen evidentemente a toda difusión desconsiderada, difusión más perjudicial que útil a los ojos de cualquiera que no está engañado por ciertas apariencias. Primeramente, está permitido dudar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo una forma idéntica, a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en cuanto a aptitudes y temperamento, así como se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, ciertamente el más imperfecto de todos, es exigido por la manía igualitaria que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, para gentes en quienes los «hechos» deben ocupar el lugar de todo criterio, según el espíritu de la ciencia experimental moderna, ¿habría, si no estuvieran completamente cegados por sus preJUICIOs sentimentales, un hecho más visible que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Después, hay otra razón por la que el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer extender a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a toda «vulgarización»: es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la mentalidad común, bajo pretexto de hacérsela accesible; no pertenece a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; pertenece a los individuos elevarse, si pueden, a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral. Esas son las únicas condiciones posibles de formación de una élite intelectual, por una selección apropiada, puesto que cada uno se detiene necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio «horizonte intelectual»; y es también el obstáculo a todos los desórdenes que suscita, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orientales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconvenientes muy reales de la «instrucción obligatoria» que de sus beneficios supuestos, y, a nuestro JUICIO, tienen mucha razón. 3863 IGEDH La enseñanza tradicional

Esa es la gran diferencia sobre la que no hay acuerdo posible con los especialistas en la erudición: cuando hablamos de la verdad, con esto no entendemos simplemente una verdad de hecho, que tiene sin duda su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina, es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que se expresa en ella. Al contrario, aquellos que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan en modo alguno de la verdad de las ideas; en el fondo, no saben lo que es, ni siquiera si eso existe, y tampoco se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, aparte del caso muy especial donde se trata exclusivamente de la verdad histórica. La misma tendencia se afirma igualmente en los historiadores de la filosofía: lo que les interesa, no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; lo que les interesa es únicamente saber quién ha emitido esa idea, en qué términos la ha formulado, y en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo ha hecho; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba por perder el poco valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por lo demás, no hay que decir que una tal actitud es tan desfavorable como es posible para comprender una doctrina cualquiera: puesto que no se aplica más que a la letra, no puede penetrar el espíritu, y así la meta misma que se propone se le escapa fatalmente; la incomprehensión no puede dar nacimiento más que a interpretaciones fantasiosas y arbitrarias, es decir, a verdaderos errores, incluso si no se trata más que de exactitud histórica. Eso es lo que ocurre, en una medida más amplia que en cualquier otra parte, con el orientalismo, que trata concepciones totalmente extrañas a la mentalidad de aquellos que se ocupan de ellas; es el fracaso del supuesto «método histórico», incluso bajo el aspecto de la simple verdad histórica, cuya investigación es su razón de ser, como lo indica la denominación que se le ha dado. Quienes emplean este método cometen el doble error, por una parte, de no darse cuenta de las hipótesis más o menos aventuradas que implica, y que pueden reducirse principalmente a la hipótesis «evolucionista», y, por otra, de ilusionarse sobre su alcance, creyéndole aplicable a todo; ya hemos dicho por qué no es aplicable en modo alguno al dominio metafísico, de donde está excluida toda idea de evolución. A los ojos de los partidarios de este método, la primera condición para poder estudiar las doctrinas metafísicas es, evidentemente, no ser metafísico; del mismo modo, aquellos que le aplican a la «ciencia de las religiones» pretenden, más o menos abiertamente, que se está descalificado para ese estudio únicamente por el hecho de pertenecer a una religión cualquiera: esto equivale a proclamar la competencia exclusiva, en no importa cuál rama, de aquellos que no tienen más que un conocimiento exterior y superficial de ella, ese mismo que se basta para dar la erudición, y, sin duda, es por eso por lo que, en hecho de doctrinas, el JUICIO de los orientales se tiene por nulo e inconveniente. En eso hay, ante todo, un temor instintivo de todo lo que rebasa la erudición y amenaza con hacer ver cuan mediocre y pueril es en el fondo; pero este temor se refuerza por su acuerdo con el interés, mucho más consciente, que se vincula al mantenimiento de ese monopolio de hecho que han establecido en su provecho los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizás más completamente todavía que los otros. La voluntad bien decidida de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de buscar desacreditarlo por todos los medios, encuentra, por lo demás, su justificación en los preJUICIOs mismos que ciegan a esas gentes de miras estrechas, y que les llevan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; aquí también, no incriminamos su buena fe, sino que constatamos simplemente el efecto de su tendencia muy humana, por la que se está tanto más persuadido de una cosa cuanto más interés se tiene en ella. 3870 IGEDH El orientalismo oficial

Si hemos tenido que precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace que ésta juegue un papel considerable en una cierta concepción de la «ciencia de las religiones», que es la de lo que se llama la «escuela sociológica»; después de haber buscado mucho tiempo dar sobre todo una explicación psicológica de los «fenómenos religiosos», ahora se busca más bien, en efecto, dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de ello a propósito de la definición de la religión; a nuestro JUICIO, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón la tradición en general. Augusto Comte quería comparar la mentalidad de los antiguos a la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que llaman «primitivos», mientras que nosotros los consideramos al contrario como unos degenerados. Si los salvajes hubieran estado siempre en el estado inferior donde los vemos, no se podría explicar que exista en ellos una multitud de usos que ellos mismos ya no comprenden, y que, al ser muy diferentes de lo que se encuentra en cualquier otra parte, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden considerarse más que como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que han debido ser, en una antigüedad muy remota, prehistórica incluso, la de pueblos de los que esos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer sobre el terreno de los hechos, y sin preJUICIO de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y demás «observadores» analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite frecuentemente interpretar, por un empleo JUICIOso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las que se vinculaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fuesen reducidos al estado de «supersticiones»; de la misma manera, la misma unidad permite comprender también, en una amplia medida, las civilizaciones que no nos han dejado mas que monumentos escritos o figurados: es lo que indicábamos desde el comienzo, al hablar de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos aquellos que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que buscan sacar de ello enseñanzas válidas, no contentándose con el punto de vista completamente exterior y superficial de la simple erudición. 3880 IGEDH La ciencia de las religiones

Además, si éste fue incontestablemente un impostor, aunque algunos hayan intentado presentarlo como un fanático sincero, no es seguro que haya imaginado por sí mismo todas sus imposturas; se han dado muchos otros casos más o menos similares, en los que los jefes aparentes de un movimiento a menudo no fueron más que los instrumentos de inspiradores ocultos, que ellos mismos no conocieron quizá nunca; y un hombre como Rigdon, por ejemplo, podría muy bien haber jugado un papel intermediario entre Smith y tales inspiradores. La ambición personal que predominaba en el carácter de Smith pudo, junto con su ausencia de escrúpulos, hacerlo apto para la realización de designios más o menos tenebrosos; pero, más allá de ciertos limites, podía resultar peligroso, y normalmente, en tal caso, el instrumento es liquidado despiadadamente; esto es lo que ocurrió en el caso de Smith. Indicamos estas consideraciones sólo a título de hipótesis, sin querer establecer ninguna conclusión; pero es suficiente para mostrar que es difícil realizar un JUICIO definitivo sobre los individuos, y que la investigación de las verdaderas responsabilidades es mucho más complicada de lo que imaginan quienes sólo se atienen a las apariencias. 5048 MISCELÁNEA LOS ORÍGENES DEL MORMONISMO

Ahora, hay todavía un punto que nos hace falta precisar bien para evitar todo malentendido: no habría ciertamente que pensar que aquel que pretende mantenerse en una actitud rigurosamente tradicional debe desde entonces prohibirse hablar jamás de las teorías de la ciencia profana; puede y debe al contrario, cuando ha lugar, denunciar sus errores y sus peligros, y ello sobre todo cuando se encuentran afirmaciones que van nítidamente contra los datos de la tradición; pero deberá hacerlo siempre de tal manera que ello no constituya de ningún modo una discusión “de igual a igual”, que no es posible más que a condición de emplazarse a sí mismo sobre el terreno profano. En efecto, aquello de que se trata realmente en semejante caso, es un JUICIO formulado en nombre de una autoridad superior, la de la doctrina tradicional, pues entiéndase bien que es esta sola doctrina la que cuenta aquí y que las individualidades que la expresan no tienen la menor importancia en sí mismas; ahora bien, nunca se ha osado pretender, que sepamos, que un JUICIO podía ser asimilado a una discusión o a una polémica. Si, por un preJUICIO debido a la incomprehensión y del cual la mala fe no está desgraciadamente siempre ausente, los que desconocen la autoridad de la tradición pretenden ver “polémica” allá donde no hay ni la sombra de ella, no hay evidentemente ningún medio para impedírselo, como tampoco se puede impedir a un ignorante o a un estúpido tomar las doctrinas tradicionales por “filosofía”, pero a eso no vale la pena prestar la menor atención; igualmente, todos los que comprenden lo que es la tradición, y que son los únicos cuya opinión importa, sabrán perfectamente a qué atenerse; y, por nuestra parte, si hay profanos que querrían arrastrarnos a discutir con ellos, les advertimos de una vez por todas que, como no podríamos consentir en descender a su nivel ni a colocarnos en su punto de vista, sus esfuerzos caerán siempre en el vacío. 5351 MISCELÁNEA LA CIENCIA PROFANA ANTE LAS DOCTRINAS TRADICIONALES?

En lo que concierne a la concepción del «progreso moral», representa el otro elemento predominante de la mentalidad moderna, queremos decir la sentimentalidad; y la presencia de este elemento no nos hace modificar el JUICIO que hemos formulado al decir que la civilización occidental es completamente material. Sabemos bien que algunos quieren oponer el dominio del sentimiento al de la materia, hacer del desarrollo de uno una suerte de contrapeso a la invasión del otro, y tomar por ideal un equilibrio tan estable como sea posible entre estos dos elementos complementarios. Tal es quizás, en el fondo, el pensamiento de los intuicionistas que, al asociar indisolublemente la inteligencia a la materia, intentan liberarse de ésta con la ayuda de un instinto bastante mal definido; tal es, más ciertamente aún, el pensamiento de los pragmatistas, para quienes la noción de utilidad, destinada a reemplazar la noción de verdad, se presenta a la vez bajo el aspecto material y bajo el aspecto moral; y aquí vemos también hasta qué punto el pragmatismo expresa las tendencias especiales del mundo moderno, y sobre todo del mundo anglosajón que es su fracción más típica. De hecho, materialidad y sentimentalidad, muy lejos de oponerse, no pueden ir apenas la una sin la otra, y juntas las dos adquieren su desarrollo más extremo; tenemos la prueba de ello en América, donde, como ya hemos tenido ocasión de hacerlo observar en nuestros estudios sobre el teosofismo y el espiritismo, las peores extravagancias «pseudomísticas» nacen y se extienden con una increíble facilidad, al mismo tiempo que el industrialismo y la pasión por los «negocios» se llevan hasta un grado que confina la locura; cuando las cosas han llegado a eso, ya no es un equilibrio lo que se establece entre las dos tendencias, son dos desequilibrios que se suman uno al otro y, en lugar de compensarse, se agravan mutuamente. La razón de este fenómeno es fácil de comprender: allí donde la intelectualidad está reducida al mínimo, es muy natural que la sentimentalidad asuma la primacía; y, por lo demás, ésta, en sí misma, está muy cerca del orden material: en todo el dominio psicológico, no hay nada que sea más estrechamente dependiente del organismo, y, a pesar de Bergson, es el sentimiento, y no la inteligencia, la que se nos aparece como ligada a la materia. Vemos muy bien lo que pueden responder a eso los intuicionistas: la inteligencia, tal como la conciben, está ligada a la materia inorgánica (puesto que es siempre el mecanicismo cartesiano y sus derivados lo que tienen en vista); el sentimiento, lo está a la materia viva, que les parece que ocupa un grado más elevado en la escala de las existencias. Pero, inorgánica o viva, es siempre materia, y en eso no se trata nunca más que de las cosas sensibles; a la mentalidad moderna, y a los filósofos que la representan, les es decididamente imposible librarse de esta limitación. En rigor, si nos atenemos a que haya ahí una dualidad de tendencias, será menester vincular una a la materia y la otra a la vida, y esta distinción puede servir efectivamente para clasificar, de una manera bastante satisfactoria, las grandes supersticiones de nuestra época; pero, lo repetimos, todo eso es del mismo orden y no puede disociarse realmente; estas cosas están situadas sobre un mismo plano, y no superpuestas jerárquicamente. Así, el «moralismo» de nuestros contemporáneos no es más que el complemento necesario de su materialismo práctico (Decimos materialismo práctico para designar una tendencia, y para distinguirla del materialismo filosófico, que es una teoría, de la que esta tendencia no es forzosamente dependiente.); y sería perfectamente ilusorio querer exaltar uno en detrimento del otro, puesto que, siendo necesariamente solidarios, ambos se desarrollan simultáneamente y en el mismo sentido, que es el de lo que se ha convenido llamar la «civilización». 5387 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

Hasta aquí, hemos presentado sobre todo una visión de conjunto del estado actual del mundo occidental considerado bajo el aspecto mental; es por ahí por donde es menester comenzar, ya que es de eso de lo que depende todo lo demás, y no puede haber cambio importante y duradero si no recae primero sobre la mentalidad general. Aquellos que sostienen lo contrario son todavía las víctimas de una ilusión muy moderna: puesto que no ven más que las manifestaciones exteriores, toman los efectos por las causas, y creen gustosamente que lo que no ven no existe; lo que se llama «materialismo histórico», o la tendencia a reducir todo a los factores económicos, es un notable ejemplo de esta ilusión. El estado de cosas ha devenido tal que los factores de ese orden han adquirido efectivamente, en la historia contemporánea, una importancia que no habían tenido nunca en el pasado; pero no obstante su papel no es y no podrá ser nunca exclusivo. Por lo demás, que nadie se engañe: los «dirigentes», conocidos o desconocidos, saben bien que, para actuar eficazmente, les es menester ante todo crear y mantener corrientes de ideas o de pseudoideas, y no se privan de ello; aunque estas corrientes son puramente negativas, por ello no son menos de naturaleza mental, y es en el espíritu de los hombres donde debe germinar primero lo que se realizará después en el exterior; incluso para abolir la intelectualidad, es menester en primer lugar persuadir a los espíritus de su inexistencia y volver su actividad hacia otra dirección. No es que seamos de aquellos que pretenden que las ideas gobiernen el mundo directamente; es también una fórmula de la que se ha abusado mucho, y la mayoría de aquellos que la emplean no saben apenas lo que es una idea, si es que no la confunden totalmente con la palabra; en otros términos, no son frecuentemente otra cosa que «ideólogos», y los peores soñadores «moralistas» pertenecen precisamente a esta categoría: en el nombre de las quimeras que llaman «derecho» y «justicia», y que no tienen nada que ver con las ideas verdaderas, han ejercido en los acontecimientos recientes una influencia muy nefasta y cuyas consecuencias se hacen sentir muy pesadamente como para que sea necesario insistir sobre lo que acabamos de decir; pero no solo hay ingenuos en parecido caso, hay también, como siempre, aquellos que los manejan sin que lo sepan, que los explotan y los que se sirven de ellos en vista de intereses mucho más positivos. Sea como sea, como somos tentados a repetirlo a cada instante, lo que importa ante todo, es saber poner cada cosa en su verdadero lugar: la idea pura no tiene ninguna relación inmediata con el dominio de la acción, y no puede tener sobre lo exterior la influencia directa que ejerce el sentimiento; pero la idea no es por ello menos el principio, aquello por lo que todo debe comenzar, bajo pena de estar desprovisto de toda base sólida. El sentimiento, si no es guiado y controlado por la idea, no engendra más que error, desorden y obscuridad; no se trata de abolir el sentimiento, sino de mantenerle en sus límites legítimos, y lo mismo para todas las demás contingencias. La restauración de una verdadera intelectualidad, aunque no sea más que en una elite restringida, al menos al comienzo, se nos aparece como el único medio de poner fin a la confusión mental que reina en Occidente; sólo con eso pueden ser disipadas tantas vanas ilusiones que atestan el espíritu de nuestros contemporáneos, tantas supersticiones enteramente ridículas y desprovistas de fundamento como todas aquellas de las que se burlan sin ton ni son las gentes que quieren pasar por «ilustradas»; y sólo con eso también se podrá encontrar un terreno de entendimiento con los pueblos orientales. En efecto, todo lo que hemos dicho representa fielmente, no solo nuestro propio pensamiento, que no importa apenas en sí mismo, sino también, lo que es mucho más digno de consideración, el JUICIO que Oriente tiene sobre Occidente, ello, cuando consiente en ocuparse de él de otro modo que para oponer a su acción invasora esa resistencia enteramente pasiva que Occidente no puede comprender, porque supone un poder interior del que no tiene equivalente, y contra el que ninguna fuerza brutal podría prevalecer. Este poder está más allá de la vida, es superior a la acción y a todo lo que pasa, es ajeno al tiempo y es como una participación de la inmutabilidad suprema; si el oriental puede sufrir pacientemente la dominación material de Occidente, es porque conoce la relatividad de las cosas transitorias, y es porque lleva, en lo más profundo de su ser, la consciencia de la eternidad. 5422 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA

Por lo demás, puesto que la civilización occidental es con mucho la más joven de todas, las reglas de la cortesía más elemental, si se guardaran en las relaciones de los pueblos o de las razas como en las de los individuos, deberían bastar para mostrarle que es a él, y no a los demás que son sus mayores, a quien incumbe dar los primeros pasos. Ciertamente, es Occidente quien ha ido al encuentro de los orientales, pero con intenciones completamente contrarias: no para instruirse junto a ellos, como corresponde a los jóvenes que se encuentran con ancianos, sino para esforzarse, ora brutalmente, ora insidiosamente, en convertirles a su propia manera de ver, para predicarles toda suerte de cosas con las que no tienen nada que hacer o de las que no quieren oír hablar. Los orientales, que aprecian todos bastante la cortesía, se sienten atropellados por este proselitismo intempestivo como por una grosería; al venir a ejercerse en su propio país, constituye incluso, lo que es aún más grave a sus ojos, una afrenta a las leyes de la hospitalidad; y la cortesía oriental, que nadie se engañe al respecto, no es un vano formalismo como la observación de las costumbres completamente exteriores a las que los occidentales dan el mismo nombre: reposa sobre razones mucho más profundas, porque concierne a todo el conjunto de una civilización tradicional, mientras que, en Occidente, puesto que esas razones han desaparecido con la tradición, lo que subsiste no es más que superstición hablando propiamente, sin contar las innovaciones debidas simplemente a la «moda» y a sus caprichos injustificables, con los que se cae en la parodia. Pero, volviendo al proselitismo, toda cuestión de cortesía aparte, para los orientales no es más que una prueba de ignorancia y de incomprehensión, el signo de un defecto de intelectualidad, porque implica y supone esencialmente el predominio del sentimentalismo: no se puede hacer propaganda de una idea más que si se le agrega un interés sentimental cualquiera, en detrimento de su pureza; en lo que concierne a las ideas puras, hay que contentarse con exponerlas para aquellos que son capaces de comprenderlas, sin preocuparse nunca de forzar la convicción de nadie. Este JUICIO desfavorable al que da pie el proselitismo, queda confirmado por todo lo que dicen y hacen los occidentales; todo aquello con lo que creen probar su superioridad, no es para los orientales más que otras tantas marcas de inferioridad. 5457 Oriente y Occidente TENTATIVAS INFRUCTUOSAS

Finalmente, haremos observar a nuestros contradictores eventuales que, si nos sentimos en condición de apreciar con plena independencia las ciencias y las filosofías de Occidente, es porque tenemos consciencia de no deberles nada; lo que somos intelectualmente, se lo debemos sólo a Oriente, y así no tenemos detrás de nosotros nada que sea susceptible de molestarnos lo más mínimo. Si hemos estudiado la filosofía, lo hemos hecho en un momento en que nuestras ideas estaban ya completamente fijadas sobre todo lo esencial, lo que es probablemente el único medio de no recibir de ese estudio ninguna influencia enojosa; y lo que hemos visto entonces no ha hecho más que confirmar muy exactamente todo lo que pensábamos anteriormente al respecto de la filosofía. Sabíamos que no teníamos que esperar ningún beneficio intelectual de ella; y, de hecho, la única ventaja que hemos sacado, es darnos cuenta mejor de las precauciones necesarias para evitar las confusiones, y de los inconvenientes que puede haber en emplear algunos términos que conllevan el riesgo de hacer nacer equívocos. Se trata de cosas de las que los orientales, a veces, no desconfían lo suficiente; y, en este orden, hay muchas dificultades de expresión que no habríamos podido sospechar antes de tener la ocasión de examinar más de cerca el lenguaje especial de la filosofía moderna, con todas sus incoherencias y todas sus sutilezas inútiles. Pero esta ventaja no lo es más que para la exposición, en el sentido de que, al forzarnos a introducir complicaciones que no tienen nada de esencial, eso nos permite prevenir numerosos errores de interpretación que cometerían muy fácilmente aquellos que tienen el hábito exclusivo del pensamiento occidental; para nosotros personalmente, no es en modo alguno una ventaja, puesto que eso no nos procura ningún saber real. Si decimos estas cosas, no es para citarnos como ejemplo, sino para aportar un testimonio cuya sinceridad al menos no podrán ponerla en tela de JUICIO aquellos que no compartan en absoluto nuestra manera de ver; y, si insistimos más particularmente sobre nuestra independencia absoluta frente a todo lo que es occidental, es porque eso puede contribuir también a hacer comprender mejor nuestras verdaderas intenciones. Pensamos tener el derecho a denunciar el error por todas partes donde se encuentre, según juzguemos oportuno hacerlo; pero hay querellas en las que no queremos vernos mezclados a ningún precio, y estimamos no tener que tomar partido por tal o cual concepción occidental; lo que se puede encontrar de interesante en algunas de éstas, estamos enteramente dispuestos a reconocerlo con toda imparcialidad, pero no hemos visto nunca en ellas nada más que una pequeña parte de lo que ya conocíamos en otros ámbitos, y, allí donde las mismas cosas son consideradas de maneras diferentes, la comparación no ha sido nunca ventajosa para los puntos de vista occidentales. No es sino después de haberlas reflexionado largamente cuando nos hemos decidido a exponer consideraciones como las que forman el objeto de la presente obra, y hemos indicado por qué nos ha parecido necesario hacerlo antes de desarrollar concepciones que tienen un carácter más propiamente doctrinal, de manera que el interés de éstas últimas pueda aparecer así a gentes que, de otro modo, no les hubieran prestado una atención suficiente, al no estar preparados de ninguna manera para ello, y que pueden no obstante ser perfectamente capaces de comprenderlas. 5521 Oriente y Occidente CONCLUSIÓN

Conviene decir que, como lo indica el comienzo del último pasaje que acabamos de citar, Leibnitz considera estas aserciones como si fueran del género de aquellas que no son más que «toleranter verae», y que, por otra parte, él mismo dice, «sirven sobre todo al arte de inventar, aunque, a mi JUICIO, encierran algo de ficticio y de imaginario, que, no obstante, puede ser rectificado fácilmente por la reducción a las expresiones ordinarias, a fin de que no pueda producirse error» (Epístola ad V. Cl. Christianum Wolfium, ya citada más atrás. ); ¿pero son ellas mismas solo eso, y no encierran más bien, en realidad, contradicciones puras y simples? Sin duda, Leibnitz reconocía que el caso extremo, o el «ultimus casus», es «exclusivus», lo que supone manifiestamente que está fuera de la serie de los casos que entran naturalmente en la ley general; ¿pero con qué derecho puede hacérsele entrar entonces a pesar de todo en esta ley y tratarle «ut inclusivum», es decir, como si no fuera más que un simple caso particular comprendido en esta serie? Es cierto que el círculo es el límite de un polígono regular cuyo número de lados crece indefinidamente, pero su definición es esencialmente otra que la de los polígonos; y se ve muy claramente, en un ejemplo como ese, la diferencia cualitativa que existe, como ya lo hemos dicho, entre el límite mismo y aquello de lo cual es el límite. El reposo no es de ninguna manera un caso particular del movimiento, ni la igualdad un caso particular de la desigualdad, ni la coincidencia un caso particular de la distancia, ni el paralelismo un caso particular de la convergencia; por lo demás, Leibnitz no admite que lo sean en un sentido riguroso, pero por ello no sostiene menos que de alguna manera pueden considerarse como tales, de suerte que «el género se acaba en la especie casi opuesta» (Initia Rerum Mathematicarum Metaphisica. — Leibnitz dice textualmente: «genus in quasi-especiem oppositam desinit», y el empleo de esta singular expresión «quasi-especies» parece indicar al menos una cierta dificultad para dar una apariencia plausible a un tal enunciado. ), y que algo puede ser «equivalente a una especie de su contradictorio». Por lo demás, notémoslo de pasada, es al mismo orden de ideas al que parece referirse la noción de la «virtualidad», concebida por Leibnitz, en el sentido especial que él le da, como una potencia que sería un acto que comienza (Bien entendido que las palabras «acto» y «potencia» están tomadas aquí en su sentido aristotélico y escolástico. ), lo que no es menos contradictorio aún que los otros ejemplos que acabamos de citar. 5670 LOS PRINCIPIOS DEL CÁLCULO INFINITESIMAL CONTINUIDAD Y PASO AL LÍMITE

Hemos dicho precedentemente que la sucesión de los números enteros se forma a partir de la unidad, y no a partir de cero; en efecto, dada la unidad, toda la sucesión de los números se deduce de ella de tal suerte que se puede decir que toda la sucesión está ya implicada y contenida en principio en esta unidad inicial (Del mismo modo, por transposición analógica, toda multiplicidad indefinida de las posibilidades de manifestación está contenida en principio y «eminentemente» en el Ser puro o la Unidad metafísica. ), mientras que de cero evidentemente no se puede sacar ningún número. El paso de cero a la unidad no puede hacerse de la misma manera que el paso de la unidad a los demás números, o de un número cualquiera al número siguiente, y, en el fondo, suponer posible este paso del cero a la unidad, es haber establecido ya implícitamente la unidad (Eso aparece de una manera completamente evidente si, conformemente a ley general de formación de la sucesión de los números, se representa este paso por la fórmula 0+1=1. ). En fin, poner cero al comienzo de la sucesión de los números, como si fuera el primero de esta sucesión, no puede tener más que dos significaciones: o bien es admitir realmente que cero es un número, contrariamente a lo que hemos establecido, y, por consiguiente, que puede tener con los demás números relaciones del mismo orden que las relaciones de estos números entre sí, lo que no puede ser, puesto que cero multiplicado o dividido por un número cualquiera da siempre cero; o bien es un simple artificio de notación, que no puede sino entrañar confusiones más o menos inextricables. De hecho, el empleo de este artificio no se justifica apenas si no es para permitir la introducción de la notación de los números negativos, y, si el uso de esta notación ofrece sin duda algunas ventajas para la comodidad de los cálculos, consideración completamente «pragmática» que no está en litigio aquí y que carece incluso de importancia verdadera bajo nuestro punto de vista, es fácil darse cuenta de que no deja de presentar, por otra parte, graves inconvenientes lógicos. La primera de todas las dificultades a las que da lugar a este respecto, es precisamente la concepción de las cantidades negativas como «menores que cero», que Leibnitz colocaba entre las afirmaciones que no son más que «toleranter verae», pero que, en realidad, como lo decíamos hace un momento, está desprovista de toda significación. «Adelantar que una cantidad negativa aislada es menor que cero, ha dicho Carnot, es cubrir la ciencia de las matemáticas, que debe ser la de la evidencia, de una nube impenetrable, y comprometerse en un laberinto de paradojas a cual más extravagante» («Nota sobre las cantidades negativas» colocada al final de las Réflexions sur la Métaphysique du Calcul infinitésimal, p. 173. ). Sobre este punto, podemos atenernos a este JUICIO, que no es sospechoso y que ciertamente no tiene nada de exagerado; por lo demás, en el uso que se hace de esta notación de los números negativos, no se debería olvidar nunca que en eso no se trata de nada más que de una simple convención. 5700 LOS PRINCIPIOS DEL CÁLCULO INFINITESIMAL LA NOTACIÓN DE LOS NÚMEROS NEGATIVOS