Alexandre Koyré — PARACELSO
Excertos do livro “Místicos espirituales y alquimistas del siglo XVI alemán”
PARACELSO 1493-1541
Publicado en Revue d’Histoire et de Philosofia religieuses, 1933
En su época — época tan curiosa, tan viva y tan apasionada — hubo pocas personas cuya obra tuviese una resonancia mayor, una influencia más considerable; nadie provocó luchas más ardientes que la obra y la persona de Teofrasto Paracelso, o, como a veces él mismo se llamaba, Aureolus Theophrastus Bombastus Paracelsus[[Sobre el nombre de Paracelso, véase el prefacio de K. Studhof, en el volumen VIII de su admirable edición de las Obras completas, de Paracelso (T. Paracelso, Gesammelte Werke, Abt. I: Medizinische Schriften, 13, vol. in-8.°, Munich, 1920-1931).]], doctor en medicina, doctor en teología, doctor utriusque iuris; pocas personas que hayan conocido una admiración tan grande, una hostilidad tan implacable como este personaje desconcertante; pocas personas también sobre cuya obra y cuyo pensamiento conozcamos menos que sobre los suyos.
¿Quién era este vagabundo genial? ¿Un profundo sabio que en su lucha contra la física aristotélica y la medicina clásica habría sentado las bases de la medicina experimental moderna? ¿Un precursor de la ciencia racional del siglo XIX? Un médico erudito y genial, un charlatán ignorante, vendedor supersticioso de drogas, un astrólogo, un mago, un alquimista, etc,? ¿Uno de los mayores espíritus del Renacimiento o un heredero tardío de la mística de la edad media, un «gótico»? ¿Un cabalista panteísta, adepto a una oleada de neoplatonismo estoico y a la magia natural? O por el contrario, ¿es «el médico», es decir, el hombre que inclinándose sobre la humanidad sufriente habría encontrado y formulado una concepción nueva de la vida, del universo, del hombre y de Dios? Un espíritu profundamente cristiano que en las soledades de las montañas suizas habría intentado una «reforma» a su modo y predicado una religión evangélica, muy pura y muy elevada, una religión mística, sin clerecía, sin dogmas y sin ritos? ¿O, por último, un cristiano que pese a todas sus opiniones frecuentemente heterodoxas o incluso heréticas habría permanecido fiel a su iglesia y habría preferido, por último, el catolicismo a las nuevas iglesias protestantes?
Todas estas opiniones se encuentran en la enorme literatura paracelsista, sin contar los escritos de los teósofos y ocultistas de todas clases que ven en Paracelso uno de sus grandes maestros, uno de los adeptos de la ciencia secreta, y que tratan de demostrar la identidad de su enseñanza con la de los «sabios filósofos de la India»; lo único que no se encuentra es un análisis exacto y paciente de sus ideas, del mundo en que vivía, del mundo de ideas en que su pensamiento se movía.
Evidentemente, no pretendemos, en las pocas páginas que van a seguir, reemplazar esa monografía que falta; todo lo que tratamos de hacer consiste en dar un esbozo rápido de su Weltanschaung. También renunciaremos a todo estudio de fuentes y de influencias, así como al establecimiento de relaciones y de paralelismos.
Cuando se aborda el estudio de un pensamiento que no es el nuestro, lo más difícil — y lo más necesario — es, como ha demostrado admirablemente un gran historiador, no tanto captar lo que no se sabe y lo que sabía el pensador en cuestión cuanto olvidar lo que sabemos o creemos saber. Nosotros añadiríamos que a veces es necesario no sólo olvidar verdades, que se han convertido en partes integrantes de nuestro pensamiento, sino incluso adoptar ciertos modos, ciertas categorías de razonamiento, o al menos ciertos principios metafísicos que para las personas de una época pretérita eran bases de razonamiento y de búsqueda, tan válidas y también tan seguras como lo son para nosotros los principios de la física matemática y los datos de la astronomía[[Habría que admitir además el principio de equivalencia de la parte y el todo, principio cuya importancia para el pensamiento primitivo ha sido establecido por L. Lévy-Bruhl, y por Hegel para el pensamiento metafísico.]].
Olvidando esta precaución indispensable, buscando en Paracelso y en los pensadores de su época los «predecesores»[[Es incuestionable que Paracelso ha sido un «precursor». Pero, ¿un precursor de quién? Esta pregunta sólo puede ser contestada tras haber efectuado un estudio de Paracelso. La manía de descubrir «precursores» con frecuencia ha falseado irremediablemente la historia de la filosofía.]] de nuestro pensamiento contemporáneo, planteándoles cuestiones en las que jamás pensaron y a las que jamás trataron de responder, se llega, en nuestra opinión, a desconocer profundamente su obra y a encerrarlos en los dilemas que, contradictorios para nosotros, no lo eran, probablemente, para ellos[[Para evitar malentendidos, debemos decir que no admitimos la variabilidad de las formas del pensamiento, ni la evolución de la lógica.]].
Antes nos hemos preguntado si Paracelso fue esto o aquello. Nos parece que no fue ni esto ni aquello, o si se prefiere, que fue esto y aquello. Con toda seguridad, estuvo profundamente influido por el naturalismo hilozoísta y mágico del Renacimiento y muy probablemente también la mística alemana tenía en él un adepto. Combatió violentamente la ciencia médica de su tiempo y proclamó el valor y la necesidad de la «experiencia»; pero la experiencia que él preconizaba no tenía nada en común con la experiencia tal como nosotros la entendemos hoy. Combatió la alquimia y la astrologia[[Paracelso admitía la influencia de los astros sobre las enfermedades e incluso la posibilidad de utilizar los astros para los maleficios. Sólo combatía la astrologia judiciaria, y esto porque atribuía a los astros efectos generales, individualmente diversificados por la diferente receptividad de los individuos, y no por efectos individualizados en ellos mismos.]], pero no porque no creyese en la influencia de los astros o en la posibilidad de fabricar oro. Al contrario: la influencia de los astros era para él algo tan seguro y tan fuera de duda como la vida del mundo; era, además, el único medio de explicar razonablemente la producción y la propagación de las enfermedades epidémicas; y en cuanto a la transmutación de los metales, ¿cómo podía él, discípulo de Trithemius, dudar de su posibilidad, él que había trabajado en las minas de los Függer, que había visto cómo «crecían y se desarrollaban los metales»?[[La creencia en el crecimiento de los metales fue absolutamente general desde la antigüedad hasta el siglo XVII. Cf. O. Lippmann, Entstehung and Ausbreitung der Alchemie, Leipzig, 1925.]]
La alquimia y la astrologia con sus conceptos clave de Tinctur (tinctura) y de Gestirn (astrum) eran para él los fundamentos mismos de su ciencia, de la ciencia del médico, las dos columnas maestras que sostenían el edificio de la philosophia sagax.
No nos extrañemos: Paracelso era hombre de su tiempo y en su época todo el mundo creía tanto en la transmutación de los metales como en la influencia de los astros; vayamos más lejos aún: era en nuestra opinión perfectamente lógico creer en ello[[Duhem, en efecto, ha hecho ver que la astrologia era un sistema perfectamente razonable y racional, y que antes de Copérnico, creer en la influencia de los astros era inevitable para todos aquellos que buscaban y admitían un determinismo científico en la naturaleza. La cosmología de Aristóteles, por no examinar más que un ejemplo cualquiera, conduce necesariamente a la astrologia. Cf. también F. Boïl, Sternglaube und Sterndeutung, 3.°, ed. Leipzig, 1926.]] y Paracelso dio realmente muestra de espíritu crítico al no querer admitir la influencia de los astros más que para explicar fenómenos masivos como epidemias, etc. Quienes no admitían la influencia astral no iban por delante de su tiempo. Tenían sentido común, pero ningún pensamiento auténticamente científico. La crítica de la astrologia judiciaria se apoyaba en razonamientos teológicos, en la noción del libre albedrío, en consideraciones sobre la identidad del lugar y de la hora del nacimiento de personas diversas: lugares comunes repetidos hasta la saciedad desde la antigüedad. Paracelso, por otra parte, admitía todo cuanto estaba bien fundado.
Theophrastus Bombastus no era muy sabio; nada en sus escritos ni en biografía permite suponerle imbuido de la ciencia libresca de su época. Por supuesto, tenía estudios. Se había licenciado incluso como doctor en medicina por Verona. No parece haber ido muy allá. Tanto en la cátedra como en la práctica es un empírico. Lo más evidente de su saber provenía — lo dice él mismo — de aquellas viejas mujeres, semibrujas, que encontraba en su camino; de las prácticas populares; de las recetas tradicionales; de los medios empleados por los barberos de aldea; de los métodos de laboratorio de que se servían los mineros, los fundidores de oro y de plata. En realidad era un chyrurgus, un hombre de práctica, de oficio; no de estudio. Y empleaba un dialecto germánico, abandonando el latín en sus cursos y escritos, no tanto por patriotismo o por convicción de hombre moderno cuanto porque no podía obrar de otro modo: quienes le escuchaban y le seguían no sabían suficiente latín.
Paracelso es una de las aventuras más curiosas de la historia del pensamiento. Una fantasía abundante, superabundante incluso, una pasión de saber y una curiosidad apasionada por el mundo, la realidad concreta, la realidad viva, se habían encarnado en su genio — genio bárbaro, pero genio al cabo — y la disolución de la ciencia medieval había provocado en él, más que en cualquier otro de sus contemporáneos, un renacimiento y una revivificación de las supersticiones más primitivas; la mitad de lo que enseña no es otra cosa que folklore ridiculamente vestido de nombres extraños que, con una alegría infantil e ingenua, inventa a propósito e incluso fuera de propósito, de nombres a los que da raíces y terminaciones «latinas» y «griegas»[[Toda la fauna de los cuentos populares se encuentra en Paracelso. Los Evestra, Larvae, Leffas y Mumiae provienen del folklore. Son aparecidos, espíritus de muertos, etc. En el fondo, los espíritus están «hechos» de materia astral. Paracelso cree en los amuletos, en la eficacia de las fórmulas mágicas, sabe cómo actuar frente a las serpientes y cómo captar la influencia de la luna. Si se quisiera hacer una lista de sus creencias, sería inacabable. Adelung, Die Geschichte der menschlichen Dummheit, Berlín, 1784;Jensen, Deutschland irn Zeitalier derReformation, vol. VI, Leipzig, 1905; Lehmann, Geschichte des Aberglaubens, Leipzig, 1906, han reunido un número considerable de ellas. Por otro lado, una vez más repetimos que Paracelso no era el único en creer en ellas.]] : feliz de poder oponer a la terminología sabia de sus contemporáneos y rivales una terminología más abracadabrante aún[[Paracelso se vanagloria de ser «sencillo», de haber crecido en la miseria y de no deber su saber más que a sí mismo.]].
Y tanto el espíritu del Renacimiento como el de la Reforma se unían en su alma — no el del Renacimiento literario y sabio, ni el de la Reforma teológica — como se unían en el alma popular de la época. La inquietud perpetua, que no le dejaba jamás parado — siempre le vemos viajar y vagabundear por el mundo; el carácter batallador, agresivo y jactancioso[[Paracelso se proclama el «Monarca» de la nueva ciencia. Aristóteles, Avicena, Rhasés no son dignos de desatarle los zapatos. Esto es un rasgo de la época. Giordano Bruno o Campanella tampoco pecaron de modestos.]]; la curiosidad apasionada — le impulsa a ver todo, a saber todo, magia, astrologia, teología, ver el mundo y las gentes, conocer todas las diversidades de criaturas humanas, conocer el universo, conocer al hombre, rey y señor de la creación; quiere aprenderlo todo, pero no en los libros, no en esa sabiduría muerta y envejecida de los sabios oficiales, de los médicos de bonete puntiagudo-, sino en el mundo, en la realidad, en la vida y la naturaleza, donde busca sus enseñanzas y sus maestros.
Además, ¿no ve que esos doctores de bonete, asnos ignorantes que no hablan más que de Avicena y de Rasés, de humores y cualidades, no saben nada? Se apoltronan en sus cátedras y se envuelven en largas hopalandas, hacen negocios chanchulleando con los farmacéuticos, prescribiendo remedios costosos y complicados[[Paracelso no erró en sus ataques. Basta con abrir un libro de medicina de la época para aceptar la mayoría de sus críticas. La farmacia de los siglos XV y XVI era una cocina repugnante, que en la preparación de sus remedios incluso llegaba a utilizar el polvo de momia (numia). Y en lo que concierne al acuerdo de los médicos con los farmacéuticos, parece que fue la regla normal. Los remedios de Paracelso son relativamente simples. Fue él quien introdujo en la práctica los remedios metálicos y el opio. Este es el único progreso real que, al parecer, aportó a la ciencia médica.]], arrancando por la fuerza el dinero a los pobres; ¿saben acaso curar? No, ni siquiera curan. ¿Saben acaso qué es la naturaleza y cómo se utilizan sus fuerzas? No, el último campesino, ¡qué digo!, el último perro sabe más que ellos; sabe que la naturaleza ha dispuesto sabiamente remedios específicos a todas las enfermedades y que sólo se necesita saber cuándo y cómo emplearlos. Estos sedicentes doctores no son más que heréticos e impíos; con sus remedios quieren dominar la naturaleza y no saben que la naturaleza cura por sí misma, que el deber supremo del médico, su único deber, consiste en ayudarla en su lucha contra la enfermedad, ser un aliado de la vida, no su dueño.
La Vida y la Naturaleza, he ahí los grandes temas de la filosofía paracelsista, así como de toda la filosofía del Renacimiento; la vida y la naturaleza, o mejor, la vida-naturaleza, porque la naturaleza es vida, y la vida es la esencia más profunda de la naturaleza. El mundo está vivo, vivo en todas sus partes, pequeñas o grandes, y no hay en él nada que no lo esté: las piedras y los astros, los metales, el aire y el fuego. Todo está vivo y el universo en su totalidad es un río eterno de vida. Ese río se propaga y se rompe en corrientes aisladas y múltiples; las corrientes se encuentran, luchan, se combaten, y todos proceden de una sola y misma fuente y vienen a perderse en un mismo océano de vida.
No fue en los libros ni en las doctrinas de los filósofos clásicos donde Paracelso aprendió su «sentimiento de la naturaleza»; no es en el estoicismo, ni en la Cábala, ni en el Neoplatonismo de la Academia florentina donde se hallan las fuentes de su «filosofía»; no es tampoco en Pico della Mirándola, ni en Reuchlin, ni en Agrippa de Nettesheim, donde fue a buscar los elementos, aunque, por supuesto, las lecturas, las tradiciones, las doctrinas, todo fue utilizado por él para desarrollar su imagen del mundo; fue sobre todo en sí mismo — como, por otro lado, ocurre con el Renacimiento en todas partes — donde había encontrado la imagen del mundo que le obsesionaba.
Para Paracelso, y en esto no es más que hijo de su tiempo, la naturaleza no es ni un sistema de leyes, ni un sistema corporal regido por leyes. La naturaleza es esa fuerza vital y mágica que sin cesar crea, produce y lanza al mundo niños. La naturaleza lo puede todo, porque ella es todo, o todo cuanto pasa y todo cuanto se crea en el mundo es naturaleza y lo produce la naturaleza[[La «naturaleza» paracelsista, como en general, la «naturaleza» de los filósofos del Renacimiento, es vida y magia. J. B. Porta, al escribir su libro sobre la Magia natural, no hizo más que expresar el sentimiento común. La magia es natural, porque la naturaleza es mágica. Y esta es la razón por la cual el Renacimiento es una época de credulidad sin límites. En efecto, ¿cómo saber lo que es posible y lo que no lo es? ¿Acaso no es todo posible para la magia de la naturaleza? ¿Cómo saber lo que puede producir la acción mágica de los astros, o de los elementos? La «experiencia se convierte así en el fundamento más seguro de la superstición».]]. La naturaleza es comparable al hombre, a ese chorro interior que en nuestra alma hace surgir los pensamientos, los deseos, las imágenes. Pero nuestros deseos, nuestros pensamientos, aunque profundamente distintos entre sí, aunque combatiéndose mutuamente en nuestra alma, son, no obstante, alimentados por ella; todos llevan su sello, todos forman parte del alma y, distintos del alma, no son el alma. Ocurre exactamente como con los seres vivos — y todos los seres lo son —: son «productos naturales», «hijos» de una sola y misma fuerza vital y mágica que está presente por doquier, en todos y en todo, que está en cada uno de ellos y no es ninguno.
No fueron, en nuestra opinión, razonamientos especulativos los que llevaron a Paracelso a su panvitalismo mágico igual que ocurrió con la mayoría de los contemporáneos. Al contrario, fue la vida exuberante cuyas pulsaciones sentían en sí mismos, la actitud nueva hacia esa vida que, única en el desorden y en el desmoronamiento de las instituciones, de las doctrinas y de las creencias, pese a todo y contra todo, mantenía su fuerza y su vitalidad; esa vida era la que les hacía buscar razonamientos especulativos para basamentar racionalmente lo que no era otra cosa que una actitud del espíritu. Actitud del espíritu — ¿o del alma? — que no se oponía al mundo, sino que vivía con él, que sentía su parentesco con él, que se veía antes que nada como una parte del mundo, del universo, que, incluso oponiéndose, no podía olvidar los lazos vitales que la vinculaban a él. Actitud de un alma que, para resumir, vivía más que pensaba, y que vivía tanto en el cuerpo como en el espíritu[[No hay cuerpo sin espíritu, pero tampoco hay espíritu sin cuerpo.]].
Y las razones especulativas, a poco que se molestasen en buscarlas, no faltaban. No había más que echar mano del venerable principio del razonamiento por analogía en un sentido vitalista para, procediendo como en buena lógica se debe hacer, de lo conocido a lo desconocido[[Esto no impide a Paracelso reconocer que el alma y el hombre son más difíciles de conocer que la naturaleza exterior. Una de las mayores ventajas de la doctrina del microcosmos es que permite invertir la dificultad al estudiar el «gran mundo» antes que el «pequeño» y explicar al hombre por analogía con el universo. Es una de las razones por las cuales la astrología es necesaria para el médico. Lo cual no impide al hombre continuar siendo la base y el prototipo de todo conocimiento. ¿Acaso san Agustín no dijo: valde profundus est ipso homo ?]], llegar a la no menos antigua y no menos venerable doctrina del hombre microcosmos, centro, imagen y representante del mundo, libro en el que se contienen, y donde pueden leerse, los secretos y las maravillas del macrocosmos o del macrantropos. No había más que volver a tomar desde este punto de vista la doctrina clásica del hombre, imagen y semejanza de Dios para formarse, razonando por analogía, una imagen coherente del universo, cuerpo visible del espíritu invisible, expresión tangible de fuerzas inmateriales. En efecto, ¿cómo conocer algo de lo que se estuviera completa y perfectamente alejado? Conocer, ¿no es acaso asimilar, no es volverse en cierta forma idéntico al objeto o a la persona que se quiere conocer? Una vez más, en este punto la tradición concordaba perfectamente con la sabiduría popular. Nadie puede entender lo que no ha experimentado por sí mismo, nadie puede comprender a otro si no puede, en cierta medida, identificarse con él, hacer revivir en sí mismo sus sentimientos, ponerse en su lugar, sentir como él. No hay conocimiento sin simpatía, y no hay simpatía sin semejanza. Sólo el semejante conoce a sus semejantes; por eso nosotros podemos conocer en nuestro interior lo que es semejante fuera de nosotros mismos.
NOTAS
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