Actualmente se conoce tan bien, en general, la arquitectura del universo ptolemaico, que voy a tratarlo en la forma más breve posible. La Tierra, que es esférica y ocupa el centro, está rodeada por una serie de globos huecos y transparentes, uno encima de otro, y naturalmente cada uno de ellos mayor que el que está por debajo. Ésas son las «esferas», «cielos» o (a veces) «elementos». En cada una de las primeras siete esferas hay fijado un gran cuerpo luminoso. Empezando por la Tierra, el orden es la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno; los «siete planetas». Más allá de la esfera de Saturno está el Stellatum, al que pertenecen todas esas estrellas que todavía llamamos «fijas», porque sus posiciones unas en relación con las otras, a diferencia de las de los planetas, son invariables. Más allá del Stellatum hay una esfera llamada Primer Motor o Primum Mobile. Como no contiene ningún cuerpo luminoso, esta última pasa desapercibida a nuestros sentidos; su existencia se infirió para explicar los movimientos de todas las demás.
Y, más allá del Primum Mobile, ¿qué? La primera respuesta a esa pregunta ineludible la había dado Aristóteles. «Fuera del cielo no hay espacio, ni vacío, ni tiempo. Ésa es la razón por la que lo que quiera que allí haya se caracteriza por no ocupar espacio ni verse afectado por el tiempo.» (De Caelo, 279a) El mejor paganismo se caracteriza por su timidez, por su voz queda. En cambio, una vez adaptada por el cristianismo, esa doctrina habla en voz alta y alborozada. Lo que en un sentido está «fuera del cielo», constituyó entonces, en otro sentido, el Cielo propiamente dicho, caelum ipsum, y colmado por Dios, como dice Bernardo.1 Así, cuando Dante pasa la última frontera, le dicen: «Hemos pasado del cuerpo mayor (del maggior corpo) a ese Cielo que es luz pura, luz intelectual, colmado de amor» (Paradiso, XXX, 38). En otras palabras, como veremos con mayor claridad más adelante, en esa frontera la concepción espiritual deja de funcionar completamente. En el sentido espacial ordinario, no puede haber «fin» para un espacio tridimensional. El fin del espacio es el fin de la espacialidad. La luz que hay más allá del universo material es luz intelectual.
Ni siquiera en la actualidad se entienden las dimensiones del universo medieval tan bien como su estructura; en este siglo, un científico eminente ha contribuido a propalar el error.2 El lector de este libro ya debe saber que la Tierra era, en términos cósmicos, un punto, que no tenía magnitud apreciable. Las estrellas, como había enseñado el Somnium Scipionis, eran mayores que ella. En el siglo vi, San Isidoro sabía que el Sol es mayor y la Luna menor que la Tierra (Etimologías, III, xlvii-xlviii); Maimónides, en el xii, sostiene que cualquier estrella es noventa veces mayor; Roger Bacon, en el xm, dice simplemente que la estrella más pequeña es «mayor» que ella.3 En cuanto a los cálculos de la distancia, tenemos la suerte de disponer de una obra completamente popular, el South English Legendary: mejor que ninguna obra culta para testimoniar el Modelo, tal como existía en la imaginación de la gente común. En ella se nos dice que si un hombre pudiese viajar hacia arriba a la velocidad de forty mile and yet som del mo («cuarenta millas e incluso algo más») por día, en 8.000 años seguiría sin haber alcanzado el Stellatum («the highest heven that ye alday seeth» («el cielo más alto que veis todos los días»)).4
Por sí mismos, esos hechos son curiosidades de poco interés. Adquieren valor solamente en la medida en que nos permiten penetrar más profundamente en la conciencia de nuestros antepasados al comprender cómo debió afectar aquel universo a quienes creían en él. La receta para dicha comprensión no es el estudio de los libros. Hay que salir al campo una noche estrellada y caminar durante media hora aproximadamente intentando ver el cielo en los términos de la antigua cosmología. Hay que recordar que en ese caso existen un arriba y un abajo absolutos. La Tierra es realmente el centro, el lugar más bajo realmente; el movimiento hacia ella desde cualquier dirección es un movimiento hacia abajo. En términos modernos, localizamos las estrellas a gran distancia. Ahora hemos de sustituir la distancia por esa forma suya especialísima (y mucho menos abstracta) que llamamos altura; la altura, que habla inmediatamente a nuestros músculos y nervios. El Modelo medieval es vertiginoso. Y el hecho de que la altura de las estrellas en la astronomía medieval sea muy pequeña en comparación con su distancia en la moderna resultará no tener la importancia que podíamos creer en un principio. Para el pensamiento y la imaginación, diez millones de millas y mil millones son lo mismo. Ambas cifras pueden concebirse (es decir, con las dos podemos hacer sumas) y ninguna de las dos puede imaginarse; y cuanta mayor imaginación tengamos, mejor lo sabremos. La diferencia realmente importante radica en que el universo medieval, además de inimaginablemente grande, era finito sin ambigüedad. Y una consecuencia inesperada de ello es hacer que la pequeñez de la Tierra se sintiese de forma más vivida. En nuestro universo, es pequeña indudablemente; pero también lo son las galaxias, todo, y ¿qué importa? Pero, en el de los medievales, había un término de comparación absoluto. La esfera más lejana, el maggior corpo de Dante, es pura y simplemente, el objeto existente de mayores dimensiones. De esa forma, la palabra «pequeña», aplicada a la Tierra, adquiere un significado muchísimo más absoluto. Además, por ser el universo medieval finito, tiene una forma, la forma esférica perfecta, que contiene en su interior una variedad ordenada. A eso se debe que mirar el cielo en una noche estrellada con ojos modernos sea como mirar el mar que se desvanece en la niebla o mirar a nuestro alrededor en un bosque impracticable: árboles por todos lados y sin horizonte. Mirar hacia arriba en el soberbio universo medieval es mucho más como mirar un gran edificio. El «espacio» de la astronomía moderna puede inspirar terror o asombro o vago ensueño; las esferas de los antiguos nos presentan un objeto en el que la mente puede descansar, abrumador por sus dimensiones, pero satisfactorio por su armonía. En ese entido es en el que nuestro universo es romántico y el suyo era clásico.
Ésa es la explicación de que cuando la poesía medieval, nos lleva al cielo — cosa que hace con tanta frecuencia -, esté tan absolutamente ausente de ella el sentido de lo enmarañado, de lo intrincado y de lo absolutamente extraño — cualquier tipo de agorafobia —. Dante, cuyo tema podríamos haber esperado que le invitase a hacerlo, nunca tocó esa nota. En ese sentido, el más modesto escritor de ciencia-ficción moderno puede satisfacernos más que él. El terror de Pascal ante le silence éternel de ees espaces infinis nunca entró en su mente. Es como un hombre al que conducen a través de una catedral inmensa, no como alguien perdido en un mar sin costas. Supongo que el sentimiento moderno apareció con Bruno. Entró en la poesía inglesa con Milton, cuando ve la Luna «cabalgando»
Like one that had bin led astray
Through the Heav’ns wide pathless way5
Posteriormente, en Paradise Lost, inventó un procedimiento más ingenioso para conservar las antiguas glorias del universo creado y finito, al tiempo que expresaba la nueva concepción del espacio. Encerró su cosmos en un envoltorio esférico dentro del cual todo podía ser luz y orden, y lo colgó del suelo del cielo. Fuera de él estaba el Caos, el «abismo infinito» (II, 405), la «noche no esencial» (438), en la que «se pierden la longitud, la anchura y la altura, el tiempo y el espacio» (891-2). Quizá fuese el primer escritor que usó el nombre de espacio en un sentido enteramente moderno: «el espacio puede producir nuevos mundos» (I, 650).
[C.S.Lewis — A IMAGEM DO MUNDO]