mitos

Las consideraciones que acabamos de exponer nos conducen de manera bastante natural a examinar otra cuestión conexa, la de las relaciones del símbolo con lo que se llama el «mito»; sobre este tema, debemos hacer observar primeramente que nos ha ocurrido a veces hablar de una cierta degeneración del simbolismo como habiendo dado nacimiento a la «mitología», tomando esta última palabra en el sentido que se le da habitualmente, y que es en efecto exacto cuando se trata de la antigüedad llamada «clásica», pero que quizás no podría aplicarse válidamente fuera de ese periodo de las civilizaciones griega y latina. Así pues, pensamos que, para todas las demás partes, conviene evitar el empleo de este término, que solo puede dar lugar a equívocos fastidiosos y a asimilaciones injustificadas; pero, si el uso impone esta restricción, es menester decir no obstante que la palabra «mito», en sí misma y en su significación original, no contiene nada que marque una tal degeneración, bastante tardía en suma, y debida únicamente a una incomprehensión más o menos completa de lo que subsistía de una tradición muy anterior. Conviene agregar que, si se puede hablar de «mitos» en lo que concierne a esta tradición misma, a condición de restablecer el verdadero sentido de la palabra y de desechar todo lo que se le agrega frecuentemente de «peyorativo» en el lenguaje corriente, no habría entonces, en todo caso, «mitología», puesto que ésta, tal como la entienden los modernos, no es nada más que un estudio emprendido «desde el exterior», y que implica por consiguiente, se podría decir, una incomprehensión de segundo grado. 511 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS

La distinción que se ha querido establecer a veces entre «mitos» y «símbolos» no tiene fundamento en realidad: para algunos, mientras que el mito es un relato que presenta un sentido diferente del que expresan directa y literalmente las palabras que le componen, el símbolo sería esencialmente una representación figurativa de algunas ideas por un esquema geométrico o por un dibujo cualquiera; así pues, el símbolo sería propiamente un modo gráfico de expresión, y el mito un modo verbal. Según lo que ya hemos explicado precedentemente, hay, en lo que concierne a la significación dada al símbolo, una restricción completamente inaceptable, ya que toda imagen que es tomada para representar una idea, para expresarla o sugerirla de una manera cualquiera y a cualquier grado que sea, es por eso mismo un signo, o, lo que equivale a lo mismo, un símbolo de esta idea; importa poco que se trate de una imagen visual o de cualquier otro tipo de imagen, ya que eso no introduce aquí ninguna diferencia esencial y no cambia absolutamente nada el principio del simbolismo. Éste, en todos los casos, se basa siempre sobre una relación de analogía o de correspondencia entre la idea que se trata de expresar y la imagen, gráfica, verbal u otra, por la que se la expresa; desde este punto de vista completamente general, las palabras mismas, como ya lo hemos dicho, no son y no pueden ser otra cosa que símbolos. Se podría incluso, en lugar de hablar de una idea y de una imagen como acabamos de hacerlo, hablar más generalmente todavía de dos realidades cualquiera, de órdenes diferentes, entre las cuales existe una correspondencia que tiene su fundamento a la vez en la naturaleza de una y de la otra: en estas condiciones, una realidad de un cierto orden puede ser representada por una realidad de un orden diferente, y ésta es entonces un símbolo de aquella. 513 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS

Habiendo recordado así el principio del simbolismo, vemos que éste es evidentemente susceptible de una multitud de modalidades diversas; el mito no es más que un simple caso particular, que constituye una de esas modalidades; se podría decir que el símbolo es el género, y que el mito es una de sus especies. En otros términos, se puede considerar un relato simbólico, tanto como un dibujo simbólico, o como muchas otras cosas aún que tienen el mismo carácter y que juegan el mismo papel; los mitos son relatos simbólicos, lo mismo que las «parábolas», que, en el fondo, no difieren de ellos esencialmente (NA: No carece de interés destacar que lo que se llama en la Masonería las «leyendas» de los diferentes grados entra en esta definición de los mitos, y que la «puesta en acción» de estas «leyendas» muestra bien que ellas están verdaderamente incorporadas a los ritos mismos, de los que es absolutamente imposible separarlas; así pues, lo que hemos dicho de la identidad esencial del rito y del símbolo, se aplica muy particularmente también en parecido caso.); en eso no nos parece que haya nada que pueda dar lugar a la menor dificultad, desde que se ha comprendido bien la noción general y fundamental del simbolismo. 515 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS

Pero, dicho eso, hay lugar a precisar la significación propia de la palabra «mito» misma, que puede conducirnos a algunas observaciones que no carecen de importancia, y que se vinculan al carácter y a la función del simbolismo considerado en el sentido más determinado donde se distingue del lenguaje ordinario y donde se opone a él incluso bajo algunos aspectos. Esta palabra «mito» se considera comúnmente como sinónima de «fábula», entendiendo por eso simplemente una ficción cualquiera, lo más frecuentemente revestida de un carácter más o menos poético; eso es el efecto de la degeneración de la que hablábamos al comienzo, y los griegos, de cuya lengua se ha tomado este término, tienen ciertamente su parte de responsabilidad en lo que es, a decir verdad, una alteración profunda y una desviación de su sentido primitivo. En efecto, en ellos la fantasía individual comenzó bastante pronto a darse curso libre en todas las formas del arte, que, por eso, en lugar de permanecer propiamente hierático y simbólico como en los egipcios y los pueblos de oriente, tomó rápidamente una dirección muy diferente, que apuntaba mucho menos a instruir que a complacer, y que desembocó en producciones cuya mayor parte están casi desprovistas de toda significación real y profunda (salvo lo que podía subsistir aún en ellas, aunque fuera inconscientemente, de los elementos que habían pertenecido a la tradición anterior), y donde, en todo caso, ya no se encuentra ningún rastro de esa ciencia eminentemente «exacta» que es el verdadero simbolismo; ese es, en suma, el comienzo de lo que se puede llamar el arte profano; y coincide sensiblemente con el de ese pensamiento igualmente profano que, debido al ejercicio de la misma fantasía individual en un dominio diferente, debía de ser conocido bajo el nombre de «filosofía». La fantasía de que se trata se ejerció en particular sobre los mitos preexistentes: los poetas, que desde entonces ya no eran escritores sagrados como en el origen y que ya no poseían la inspiración «suprahumana», al desarrollarlos y al modificarlos al capricho de su imaginación, los rodearon de ornamentos superfluos y vanos, los oscurecieron y los desnaturalizaron, de suerte que devino frecuentemente muy difícil recuperar su sentido y sacar sus elementos esenciales, salvo quizás por comparación con los símbolos similares que se pueden encontrar en otras partes y que no han sufrido la misma deformación; y se puede decir que, finalmente, el mito ya no fue, al menos para la inmensa mayoría, más que un símbolo incomprendido, eso mismo que ha seguido siendo para los modernos. Pero en eso no hay más que abuso y, podríamos decir, «profanación» en el sentido propio de la palabra; lo que nos es menester considerar, es que el mito, antes de toda deformación, era esencialmente un relato simbólico, como lo hemos dicho más atrás, y que esa era su única razón de ser; y, bajo este punto de vista ya, «mito» no es enteramente sinónimo de «fábula», ya que esta última palabra (en latín fabula, de fari, hablar) no designa etimológicamente más que un relato cualquiera, sin especificar de ninguna manera su intención o su carácter; aquí también, por lo demás, el sentido de «ficción» no ha venido a agregarse a ella sino ulteriormente. Hay más: estos dos términos de «mito» y «fábula», que se han llegado a tomar como equivalentes, se derivan de raíces que tienen en realidad una significación completamente opuesta, ya que, mientras que la raíz de «fábula» designa la palabra, la raíz de «mito», por extraño que eso pueda parecer a primera vista cuando se trata de un relato, designa al contrario el silencio. 517 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS

Pero, se dirá, si la palabra «mito» ha tenido semejante origen, ¿cómo es posible que haya podido servir para designar un relato de un cierto género? Es que esta idea de «silencio» debe ser referida aquí a las cosas que, en razón de su naturaleza misma, son inexpresables, al menos directamente y por el lenguaje ordinario; una de las funciones generales del simbolismo es efectivamente sugerir lo inexpresable, hacerlo presentir, o mejor «asentir», por las transposiciones que permite efectuar de un orden a otro, de lo inferior a lo superior, de lo que es más inmediatamente aprehensible a lo que lo es mucho más difícilmente; y tal es precisamente el destino primero de los mitos. Por lo demás, es así como, incluso en la época «clásica», Platón ha recurrido también al empleo de los mitos, cuando quiere exponer concepciones que rebasan el alcance de sus medios dialécticos habituales; y estos mitos, que ciertamente no han sido «inventados», sino solo «adaptados», ya que llevan la marca incontestable de una enseñanza tradicional (como la llevan también algunos procedimientos de los que hace uso para la interpretación de las palabras, y que son comparables a los de nirukta en la tradición hindú) (NA: Para ejemplos de este género de interpretación, ver sobre todo el Crátilo.), estos mitos, decimos, están muy lejos de no ser más que los ornamentos literarios más o menos desdeñables que ven en ellos muy frecuentemente los comentadores y los «críticos» modernos, para quienes es ciertamente mucho más cómodo desecharlos así sin más examen que dar de ellos una explicación siquiera aproximada; antes al contrario, los mitos responden de lo que hay más profundo en el pensamiento de Platón, más despejado de las contingencias individuales, y que él no puede expresar más que simbólicamente a causa de esta profundidad misma; la dialéctica en él contiene frecuentemente una cierta parte de «juego», lo que es muy conforme a la mentalidad griega, pero, cuando la abandona por el mito, se puede estar seguro de que el juego ha terminado y de que se trata de cosas que tienen de alguna manera un carácter «sagrado». 521 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS

Finalmente, hay un tercer sentido, el más profundo de todos, según el cual el misterio es propiamente lo inexpresable, lo que no se puede sino contemplar en silencio (y conviene recordar aquí lo que decíamos hace un momento del origen de la palabra «contemplación»); y, como lo inexpresable es al mismo tiempo y por eso mismo lo incomunicable, la prohibición de revelar la enseñanza sagrada simboliza, desde este nuevo punto de vista, la imposibilidad de expresar con palabras el verdadero misterio del que esta enseñanza no es, por así decir, más que la vestidura, que la manifiesta y que la vela todo junto (NA: La concepción vulgar de los «misterios», sobre todo cuando se aplica al dominio religioso, implica una confusión manifiesta entre «inexpresable» e «incomprehensible», confusión que es completamente injustificada, salvo relativamente a las limitaciones intelectuales de algunas individualidades.). De este modo, la enseñanza que concierne a lo inexpresable no puede, evidentemente, más que sugerirlo con la ayuda de imágenes apropiadas, que serán como los soportes de la contemplación; según lo que hemos explicado, esto equivale a decir que una tal enseñanza toma necesariamente la forma simbólica. Tal ha sido siempre, y en todos los pueblos, uno de los caracteres esenciales de la iniciación a los misterios, por cualquier nombre que, por lo demás, se la haya designado; así pues, se puede decir que los símbolos, y en particular los mitos cuando esta enseñanza se tradujo en palabras, constituyen verdaderamente, en su destino primero, el lenguaje mismo de esta iniciación. 531 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN MITOS, MISTERIOS Y SÍMBOLOS

Puesto que acabamos de hablar de los «misterios», no creemos inútil señalar la singularidad de esta denominación con doble sentido: en todo rigor etimológico, se debería escribir «ministerios», ya que esta palabra se deriva del latín ministerium, que significa «oficio» o «función», lo que indica claramente hasta qué punto, en el origen, las representaciones teatrales de este tipo se consideraban como formando parte integrante de la celebración de las fiestas religiosas (NA: Es igualmente de ministerium, en el sentido de función, de donde se deriva por otra parte la palabra metier (oficio), así como ya lo hemos señalado en otra parte (NA: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, capítulo VIII). ). Pero lo que es extraño, es que este nombre se haya contraído y abreviado para devenir exactamente homónimo de «misterios», y de ser confundido finalmente con esta otra palabra, de origen griego y de derivación completamente diferente; ¿es sólo por alusión a los «misterios» de la religión, puestos en escena en las piezas así designadas, por lo que esta asimilación ha podido producirse? Esto puede ser sin duda una razón bastante plausible; pero por otra parte, si se piensa que representaciones simbólicas análogas habían tenido lugar en los «misterios» de la antigüedad, en Grecia y probablemente también en Egipto (NA: Por lo demás, a estas representaciones simbólicas se puede vincular directamente la «puesta en acción» ritual de las «leyendas» iniciáticas de las que hemos hablado más atrás.), se puede estar tentado de ver en eso algo que se remonta mucho más lejos, y como un indicio de la continuidad de una cierta tradición esotérica e iniciática, que se afirmaba al exterior, a intervalos más o menos espaciados, por manifestaciones similares, con la adaptación requerida por la diversidad de las circunstancias de los tiempos y los lugares (NA: La «exteriorización» en modo religioso, en la edad media, puede haber sido la consecuencia de una tal adaptación; por consiguiente, eso no constituye una objeción contra el carácter esotérico de esta tradición en sí misma.). Por lo demás, bastante frecuentemente, en otras ocasiones, ya hemos tenido que señalar la importancia, como procedimiento del lenguaje simbólico, de las asimilaciones fonéticas entre términos filológicamente distintos; se trata de algo que, en verdad, no tiene nada de arbitrario, piensen lo que piensen de ello la mayor parte de nuestros contemporáneos, y que se emparienta bastante directamente a los modos de interpretación que dependen del nirukta hindú: pero los secretos de la constitución íntima del lenguaje están tan completamente perdidos hoy día que apenas es posible hacer alusión a ellos sin que cada quien se imagine que se trata de «falsas etimologías», incluso de vulgares «juegos de palabras»; y Platón mismo, que a veces ha recurrido a este género de interpretación, como lo hemos observado incidentalmente a propósito de los «mitos», no encuentra gracia ante la «crítica» pseudocientífica de los espíritus limitados por los prejuicios modernos. 724 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN EL SIMBOLISMO DEL TEATRO

Se ve que todo esto está muy lejos del significado puramente filológico que se atribuye habitualmente al tratado de Dante, y que se trata en el fondo de algo muy distinto al idioma italiano, e incluso lo que se refiere a éste realmente, puede tener un valor simbólico. De manera que, cuando Dante opone tal ciudad o tal región a tal otra, no se trata simplemente de una oposición lingüística, sino que, cuando cita ciertos nombres como los de Petranala, los Papienses o los Aquilegienses, hay en esa elección (NA: sin llegar hasta la consideración de un simbolismo geográfico propiamente dicho) intenciones bastante transparentes, como ya lo había subrayado Rossetti; y, naturalmente, es necesario a menudo, para comprender el verdadero sentido de tal o cual palabra aparentemente insignificante, referirse a la terminología convencional de los «Fieles de Amor». El Sr. Scarlata hace muy bien en observar que son casi siempre los ejemplos (NA: comprendidos los que parecen no tener más que un valor puramente retórico o gramatical) los que dan la clave del contexto; había en ello, en efecto, un excelente medio de desviar la atención de los «profanos» que no podían ver más que frases sin importancia; se podría decir que esos ejemplos juegan un papel bastante parecido al de los «mitos» en los diálogos platónicos, y no hay más que ver lo que hacen de ellos los «críticos» universitarios para darse cuenta de la eficacia del procedimiento que consiste en poner en «fuera de juego», si se puede decir así, lo que precisamente tiene mayor importancia. 1359 ESOTERISMO CRISTIANO NUEVAS APRECIACIONES SOBRE EL LENGUAJE SECRETO DE DANTE

Si el Verbo es Pensamiento en lo interior y Palabra en lo exterior, y si el mundo es el efecto de la Palabra divina proferida en el origen de los tiempos, la naturaleza entera puede tomarse como un símbolo de la realidad sobrenatural. Todo lo que es, cualquiera sea su modo de ser, al tener su principio en el Intelecto divino, traduce o representa ese principio a su manera y según su orden de existencia; y así, de un orden en otro, todas las cosas se encadenan y corresponden para concurrir a la armonía universal y total, que es como un reflejo de la Unidad divina misma. Esta correspondencia es el verdadero fundamento del simbolismo, y por eso las leyes de un dominio inferior pueden siempre tomarse para simbolizar la realidad de orden superior, donde tienen su razón profunda, que es a la vez su principio y su fin. Señalemos, con ocasión de esto, el error de las modernas interpretaciones “naturalistas” de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de relaciones entre los diferentes órdenes de realidades: por ejemplo los símbolos o los mitos nunca han tenido por función representar el movimiento de los astros, sino que la verdad es que se encuentran a menudo en ellos figuras inspiradas en ese movimiento y destinadas a expresar analógicamente muy otra cosa, porque las leyes de aquel traducen físicamente los principios metafísicos de que dependen. Lo inferior puede simbolizar lo superior, pero la inversa es imposible; por otra parte, si el símbolo no estuviese más próximo al orden sensible que lo representado por él, ¿cómo podría cumplir la función a la que está destinado? En la naturaleza, lo sensible puede simbolizar lo suprasensible; el orden natural íntegro puede, a su vez, ser un símbolo del orden divino; y, por lo demás, si se considera más particularmente al hombre, ¿no es legítimo decir que él también es un símbolo, por el hecho mismo de que ha sido “creado a imagen de Dios” (Génesis, 1, 26-27)? Agreguemos aún que la naturaleza solamente adquiere su plena significación si se la considera en cuanto proveedora de un medio para elevarnos al conocimiento de las verdades divinas, lo que es, precisamente, también el papel esencial que hemos reconocido al simbolismo. 2003 EMS IV: EL VERBO Y EL SÍMBOLO

Una revista consagrada más especialmente al estudio del simbolismo masónico ha publicado un artículo sobre la “interpretación de los mitos”, en el cual por lo demás se encuentran ciertos puntos de vista bastante ajustados, entre otros que son mucho más contestables o incluso totalmente falseados por los prejuicios ordinarios del espíritu moderno; pero no pretendemos ocuparnos aquí más que de uno solo de los puntos tratados. El autor de este artículo establece, entre “mitos” y “símbolos”, una distinción que no nos parece fundada: Para él, mientras que el mito es un relato presentando otro sentido que aquel que las palabras que lo componen expresan directamente, el símbolo sería esencialmente una representación figurativa de ciertas ideas mediante un esquema geométrico o por un dibujo cualquiera; el símbolo sería pues propiamente un modo gráfico de expresión, y el mito un modo verbal. Hay ahí, en lo concerniente a la significación dada al símbolo, una restricción que creemos inaceptable; en efecto, toda imagen tomada para representar una idea, para expresarla o sugerirla de la manera que sea, puede ser considerada como un signo o, lo que viene a ser lo mismo, un símbolo de esta idea; poco importa que se trate de una imagen visual o de cualquier otro tipo de imagen, pues eso no introduce aquí ninguna diferencia esencial y no cambia absolutamente nada en el principio mismo del simbolismo. Este, en todos los casos, se basa siempre en una relación de analogía o de correspondencia entre la idea que se trata de expresar y la imagen, gráfica, verbal u otra, por la cual se expresa; y por ello hemos dicho, en el artículo al cual aludíamos al principio, que las palabras mismas no son y no pueden ser otra cosa que símbolos. Se podría incluso, en lugar de hablar de una idea y de una imagen como acabamos de hacer, hablar de modo aún más general de dos realidades cualesquiera, de órdenes diferentes, entre las cuales existe una correspondencia que a la vez tiene su fundamento en la naturaleza de una y otra: en estas condiciones, una realidad de cierto orden puede ser representada por una realidad de un orden distinto, y ésta es entonces un símbolo de aquella. 2132 EMS XIII: CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO I: MITOS Y SÍMBOLOS

El simbolismo así entendido (y, establecido así su principio de la manera que acabamos de recordar, no es apenas posible entenderlo de otro modo), es evidentemente susceptible de una multitud de diversas modalidades; el mito no es sino un simple caso particular, constituyendo una de estas modalidades; se podría decir que el símbolo es el género, y el mito una de las especies. En otros términos, puede considerarse un relato simbólico, tanto y del mismo modo que un dibujo simbólico o que muchas otras cosas aún que tienen el mismo carácter y que juegan el mismo papel; los mitos son relatos simbólicos, como las parábolas evangélicas lo son igualmente; no nos parece que haya aquí nada que pueda dar lugar a la menor dificultad, desde el momento en que se ha comprendido bien la noción general del simbolismo. 2133 EMS XIII: CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO I: MITOS Y SÍMBOLOS

Pero aún es necesario hacer, a este propósito, otras observaciones que no carecen de importancia; queremos referirnos a la significación original misma de la palabra “mito”. Se toma comúnmente esta palabra como sinónimo de “fábula”, entendiendo simplemente por ello una ficción cualquiera, lo más frecuentemente revestida de un carácter más o menos poético; bien parece que los Griegos, de cuya lengua está tomado este término, tengan una parte de responsabilidad en lo que es, a decir verdad, una alteración profunda y una desviación de su sentido primitivo; entre ellos, en efecto, la fantasía individual comenzó bastante pronto a tomar libre curso en todas las formas del arte, el cual, en lugar de mantenerse propiamente hierático y simbólico como entre los Egipcios y los pueblos del Oriente, tomó bien pronto otra dirección, apuntando mucho menos a instruir que a agradar, y desembocando en producciones cuya mayor parte está casi desprovista de todo significado real; es lo que puede llamarse el arte profano. Esta fantasía estética se ejerció en particular sobre los mitos: los poetas, desarrollándolos y modificándolos al arbitrio de su imaginación, los rodearon de ornamentos superfluos y vanos, oscureciéndolos y desnaturalizándolos, tan bien que devino frecuentemente muy difícil reencontrar su sentido y extraer sus elementos esenciales, y podría decirse que finalmente el mito no fue, al menos para la mayoría, más que un símbolo incomprendido, tal como ha quedado para los modernos. Pero esto no es sino abuso; lo que es preciso considerar es que el mito, antes de toda deformación, era propia y esencialmente un relato simbólico, como ya hemos dicho; y, ya desde este punto de vista, “mito” no es sinónimo de “fábula”, pues esta última palabra (en latín fabula, de fari, hablar) no designa etimológicamente sino un relato cualquiera, sin especificar en ningún modo su intención o su carácter; aquí también, por otra parte, el sentido de “ficción” no ha venido a vinculársele sino posteriormente. Hay más: estos dos términos de “mito” y “fábula”, que se han llegado a tomar por equivalentes, son derivados de raíces que en realidad tienen un significado opuesto, pues, mientras que la raíz de “fábula” designa la palabra, la de “mito”, por extraño que pueda parecer a primera vista cuando se trata de un relato, designa por el contrario al silencio. 2134 EMS XIII: CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO I: MITOS Y SÍMBOLOS

En efecto, la palabra griega muthos, “mito”, proviene de la raíz mu, y ésta (que se encuentra en el latín mutus, mudo) representa la boca cerrada, y, por consiguiente, al silencio. Tal es el sentido del verbo muein, cerrar la boca, callarse (y, por extensión, llega a significar también cerrar los ojos, en sentido propio y figurado); el examen de algunos de los derivados de este verbo es particularmente instructivo. Pero, se dirá ¿cómo es que una palabra que tenga este origen, ha podido servir para designar un relato de cierto género? Y es que esta idea de “silencio” debe ser relacionada aquí con cosas que, en razón de su propia naturaleza, son inexpresables, al menos directamente y mediante el lenguaje ordinario; una de las funciones generales del simbolismo es efectivamente sugerir lo inexpresable, haciéndolo presentir, o mejor “asentir”, a través de las transposiciones que permite efectuar de uno a otro orden, del inferior al superior, de lo que es más inmediatamente aprehensible a lo que no lo es sino mucho más difícilmente; y tal es precisamente el destino primero de los mitos. Es así, por ejemplo, que Platón recurre al empleo de los mitos cuando desea exponer concepciones que sobrepasan el alcance de sus habituales procedimientos dialécticos; y estos mitos, bien lejos de ser solamente los ornamentos literarios más o menos desdeñables que ven demasiado a menudo los comentadores y los “críticos” modernos, corresponden, muy por el contrario, a lo que de más profundo hay en su pensamiento, y que él no puede, a causa de esta misma profundidad, expresar sino simbólicamente. En el mito, lo que se dice es entonces distinto de lo que se quiere decir, pero lo sugiere por esta correspondencia analógica que es el fundamento y la esencia misma de todo simbolismo; así, podría decirse, se guarda el silencio hablando, y de ahí el mito ha recibido su denominación. Por lo demás, tal es lo que significan también estas palabras de Cristo: “Para los que son de fuera, y que oyendo no oigan nada, (San Mateo, XIII, 13; San Marcos, IV, 11-l2; San Lucas, VIII, 10); se trata aquí de los que no captan más que lo que se dice literalmente, que son incapaces de ir más allá para alcanzar lo inexpresable, y a quienes, consecuentemente, “no ha sido dado conocer el misterio del ” 2135 EMS XIII: CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO I: MITOS Y SÍMBOLOS

A propósito recordamos esta última frase del texto evangélico, pues es precisamente sobre el parentesco entre las palabras “mito” y “misterio”, surgidas ambas de la misma raíz, que nos resta ahora llamar la atención. La palabra griega mustêrion, “misterio”, se relaciona directamente, también ella, con la idea de “silencio”; y esto, por otra parte, puede interpretarse en numerosos sentidos diferentes, pero ligados uno al otro, y cada uno de los cuales tiene su razón de ser bajo cierto punto de vista. En el sentido más inmediato, diríamos de buena gana el más grosero o al menos el más exterior, el misterio es aquello de lo que no se debe hablar, algo sobre lo que conviene guardar silencio, o que está prohibido dar a conocer exteriormente; es así como se entiende comúnmente, incluso cuando se trata de los misterios antiguos. Sin embargo, pensamos que esta prohibición de revelar cierta enseñanza debe en realidad, dejando aparte las consideraciones de conveniencia que han podido con seguridad desempeñar a menudo un papel, ser considerada como poseyendo también, en cierto modo, un valor simbólico; la “disciplina del secreto”, que era de rigor tanto en la primitiva Iglesia cristiana como en los antiguos misterios, no nos parece únicamente una precaución contra la hostilidad debida a la incomprehensión del mundo profano, y vemos otras razones de orden mucho más profundo. Estas razones nos serán indicadas por los restantes sentidos contenidos en la palabra “misterio”. Según el segundo sentido, que ya es menos exterior, esta palabra designa lo que debe ser recibido en silencio, aquello sobre lo cual no es conveniente discutir; desde este punto de vista, todos los dogmas de la religión pueden ser llamadas misterios, puesto que son verdades que, por su naturaleza misma, están más allá de toda discusión. Ahora bien, puede decirse que propagar desconsideradamente entre los profanos los misterios así entendidos, sería inevitablemente librarlos a la discusión, con todos los inconvenientes que pueden resultar de ello y que resume perfectamente la palabra “profanación”, que debe ser tomada aquí en su acepción más literal y más completa; y ahí está el sentido de este precepto del Evangelio: “No deis las cosas santas a los perros, y no lancéis las perlas a los puercos, no sea que las pisoteen y que, revolviéndose, os destrocen” (San Mateo, VIII, 6), En fin, hay un tercer sentido, el más profundo de todos, según el cual el misterio es propiamente inexpresable, no puede sino contemplarse en silencio; y, como lo inexpresable es al mismo tiempo y por ello mismo lo incomunicable, la prohibición de revelar la enseñanza sagrada simboliza, desde este nuevo punto de vista, la imposibilidad de expresar con palabras el verdadero misterio del cual esta enseñanza no es, por así decir, sino el ropaje, que lo manifiesta y lo vela al mismo tiempo. La enseñanza concerniente a lo inexpresable no puede evidentemente sino sugerir con ayuda de imágenes apropiadas, que serán como los soportes de la contemplación; después de lo que hemos explicado, ello significa que tal enseñanza toma necesariamente la forma simbólica. Tal fue siempre, y en todos los pueblos, uno de los caracteres esenciales de la iniciación a los misterios, sea cual sea por otra parte el nombre que los haya designado; puede decirse entonces que los símbolos (y en particular los mitos cuando esta enseñanza se traduce en palabras), constituyen verdaderamente el lenguaje de esta iniciación. 2136 EMS XIII: CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO I: MITOS Y SÍMBOLOS

Debemos pues resumir el singular relato que Mme. Besant, presidente de la Sociedad Teosófica, ha hecho en su obra titulada Esoteric Christianity, según las informaciones que se dicen obtenidas por “clarividencia”, pues los jefes del teosofismo tienen la pretensión de poseer una facultad que les permite hacer investigaciones directas en lo que ellos llaman “los archivos ocultos de la tierra”. He aquí lo esencial de ese relato: el niño judío cuyo nombre fue traducido por el de Jesús nació en Palestina el año 105 antes de nuestra era; sus padres le instruyeron en las letras hebreas; a los doce años, visitó Jerusalén, después fue confiado a una comunidad esenia de la Judea meridional. A los diecinueve años, Jesús entró en el monasterio del monte Serbal, donde se encontraba una biblioteca ocultista considerable, de la que la mayoría de libros “provenían de la India transhimaláyica”; recorrió a continuación Egipto, donde se convirtió en “un iniciado de la Logia esotérica de la cual todas las grandes religiones reciben su fundador”. Llegado a la edad de veintinueve años, devino apto para servir de tabernáculo y de órgano para un poderoso Hijo de Dios, Señor de compasión y de sabiduría”; éste, que los Orientales denominan el Bodhisatwa Maitreya y que los Occidentales llaman el Cristo, descendió pues en Jesús, y, durante los tres años de su vida pública, ” fue él quien vivía y se movía en la forma del hombre Jesús, predicando, curando las enfermedades, y agrupando a su alrededor algunas almas más avanzadas: Pasados tres años, “el cuerpo humano de Jesús se resintió de haber abrigado la presencia gloriosa de un Maestro más que humano”; pero los discípulos que había formado permanecieron bajo su influencia, y, durante más de cincuenta años, continuó visitándolos por medio de su “cuerpo espiritual” e iniciándolos en los misterios esotéricos. Seguidamente, alrededor de los relatos de la vida histórica de Jesús, se cristalizaron los “mitos” que caracterizan a un “dios solar”, y que, tras dejarse de comprender su significado simbólico, dieron nacimiento a los dogmas del Cristianismo. 2192 EMS XVIII: UNA FALSIFICACIÓN DEL CATOLICISMO

Sea como fuere lo que se piense de las opiniones expuestas en esta obra, conviene en todo caso, rendir homenaje a la suma de trabajo que representa, a la paciencia y a la perseverancia de la cual el autor ha hecho prueba, consagrando a estas búsquedas, durante más de veinte años, todos los ocios que le dejaban sus ocupaciones profesionales. Ha estudiado así todos los lugares que, no solamente en Francia, sino a través de toda Europa, llevan un nombre pareciendo derivado, a veces bajo formas bastante alteradas, del de Alésia; ha encontrado un número considerable de ellos, y ha destacado que todos presentan ciertas particularidades topográficas comunes: «ocupan sitios rodeados por cursos de agua más o menos importantes que los aíslan en casi islas», y «poseen todos una fuente mineral». Desde una época «prehistórica» o al menos «protohistórica», estos «lugares alesianos» habrían sido escogidos, en razón de sus situación privilegiada, como «lugares de asamblea» (estaría ahí el sentido primitivo del nombre que los designa), y habrían pronto devenido centros de habitación, lo que parecería confirmado por los numerosos vestigios que se descubren generalmente en los mismos. Todo eso, en suma, es perfectamente plausible, y tendería solamente a mostrar que, en las regiones en cuestión, lo que se llama la «civilización» se remontaría mucho más lejos de lo que se supone de ordinario, y sin siquiera que haya habido desde aquel entonces ninguna verdadera solución de continuidad. Habría quizás solamente, a este respecto, algunas reservas que hacer sobre ciertas asimilaciones de nombres: La misma de Alésia y de Eleusis no es tan evidente como el autor parece creerlo, y por lo demás, de una manera general, puede deplorarse que algunas de las consideraciones a las cuales se libra testimonian conocimientos lingüísticos insuficientes o poco seguros sobre muchos puntos; pero, incluso dejando de lado los casos más o menos dudosos, quedan todavía suficientes, sobre todo en la Europa occidental, para justificar lo que acabamos de decir. No hay que decir, por lo demás, que la existencia de esta antigua «civilización» nada tiene que pueda sorprendernos, cualesquiera que hayan sido por parte su origen y sus caracteres; volveremos más adelante sobre estas últimas cuestiones.- Pero hay todavía otra cosa, y que es aparentemente más extraordinaria: El autor ha constatado que los «lugares alesianos» estaban regularmente dispuestos sobre ciertas líneas irradiando alrededor de un centro, y yendo de una extremidad a otra de Europa; ha encontrado veinticuatro de estas líneas, que él llama «itinerarios alesianos», y que convergen todos en el monte Poupet, cerca de Alaisa, en los Doubs. Además de este sistema de líneas geodésicas, hay incluso un segundo, formado de un «meridiano», de un «equinoccial» y de dos «solsticiales», cuyo centro está en otro punto de la misma «alesia», marcado por una localidad que lleva el nombre de Myon; y hay todavía series «lugares alesianos» (de los cuales algunos coinciden con los precedentes) jalonando líneas que corresponden exactamente a los diferentes grados de longitud y de latitud. Todo eso forma un conjunto bastante completo, y en el cual, desafortunadamente, uno no puede decir que todo aparezca como absolutamente riguroso: Así las veinticuatro líneas del primer sistema no forman todas entre sí ángulos iguales; bastaría por lo demás un muy ligero error de dirección en el punto de partida para tener a una cierta distancia, una desviación considerable, lo que deja una muy amplia parte a la «aproximación»; hay también «lugares alesianos» aislados fuera de estas líneas, y pues, excepciones o anomalías… Por otra parte, no se aprecia bien cuál ha podido ser la importancia del todo especial de la «alesia» central; y es posible que realmente la misma haya sido una de ellas, en un época lejana, pero es sin embargo bastante sorprendente que ningún rastro de la cosa haya subsistido después, aparte de algunas «leyendas» que no tienen en suma nada de muy excepcional, y que están vinculadas a muchos otros lugares; en todo caso, en esto hay una cuestión que no está resuelta, y que incluso, en el estado actual de las cosas, es quizás insoluble. Sea como fuere, hay otra objeción más grave, que el autor no parece haber considerado, y que es la siguiente: De un lado, como se ha visto primeramente, los «lugares alesianos» están definidos por ciertas condiciones que relevan de la configuración natural del suelo; de otro lado, están situados sobre unas líneas que habrían sido trazadas artificialmente por los hombres de una cierta época: ¿Cómo pueden pues conciliarse estas dos cosas de orden completamente diferente? Los «lugares alesianos» tienen así, en cierto modo, dos definiciones distintas, y uno no ve en virtud de qué las mismas pueden llegar a juntarse; eso requeriría al menos una explicación, y, en la ausencia de ésta, es menester reconocer que en eso hay alguna inverosimilitud. La cosa sería muy diferente si se dijera que la mayoría de los lugares que presentan los caracteres «alesianos» están naturalmente repartidos siguiendo ciertas líneas determinadas; sería quizás extraño, pero no imposible en el fondo, ya que puede ser que el mundo sea en realidad mucho más «geométrico» de lo que se piensa; y, en este caso, los hombres no hubieran tenido, de hecho, más que reconocer la existencia de esas líneas y transformarlas en rutas que ligan entre ellos sus diferentes establecimientos «alesianos»; si las líneas en cuestión no son una simple ilusión «cartográfica», apenas vemos que se pueda dar cuenta de ellas de otro modo. — Acabamos de hablar de rutas, y es en efecto lo que implica la existencia; sobre los «itinerarios alesianos», de ciertos «jalones de distancia», constituidos por localidades cuya mayoría llevan nombres tales como Calais, Versailles, Myon, Millières; estas localidades se encuentran a unas distancias del centro que son múltiplos exactos de una unidad de medida a la cual el autor da la designación convencional de «estadio alesiano»; y lo que es particularmente destacable, es que esta unidad, que habría sido el prototipo del estadio griego, de la milla romana y de la legua gala, equivale a la sexta parte de un grado, de donde resulta que los hombres que habían fijado la longitud de la misma debían conocer con precisión las verdaderas dimensiones de la esfera terrestre. A este propósito, el autor señala hechos que indican que los conocimientos poseídos por los geógrafos de la antigüedad «clásica», tales como Estrabón y Ptolomeo, lejos de ser el resultado de sus propios descubrimientos, no representaban más que los restos de una ciencia mucho más antigua, incluso ciertamente «prehistórica», cuya mayor parte estaba entonces perdida. Lo que nos extraña, es que a despecho de constataciones de este género, el autor acepte las teorías «evolucionistas» sobre las cuales está edificada toda la «prehistoria» tal y como se enseña «oficialmente»; que las admita verdaderamente, o que solamente no se atreva a arriesgar a contradecirlas, hay en eso, en su actitud, algo que no es perfectamente lógico y que quita mucha fuerza a su tesis. En realidad, este lado de la cuestión no podría ser aclarado más que por la noción de las ciencias Tradicionales, y ésta no aparece por ninguna parte en este estudio, en el que no se encuentra siquiera la expresión de la menor sospecha de que haya podido existir una ciencia cuyo origen haya sido diferente que el «empírico», y que no se haya formado «progresivamente» por una larga serie de observaciones, por medio de las cuales el hombre se supone que ha salido poco a poco de una pretendida ignorancia «primitiva», que aquí se encuentra atribuida un poco más lejos en el pasado de lo que se estima comúnmente.- La misma carencia de todo dato Tradicional afecta también, bien entendido, a la manera en que se considera la génesis de la «civilización alesiana»: La verdad es que todas las cosas, en los orígenes e incluso todavía mucho más tarde, tenían un carácter ritual y «sagrado»; no hay pues lugar a preguntarse si influencias «religiosas» (término por lo demás bien impropio) han podido ejercerse sobre tal o cual punto particular, lo que no responde más que a un punto de vista extremadamente moderno, y lo que tiene incluso a veces por efecto invertir completamente algunas relaciones. Así, si se admite que la designación de los «Campos Elíseos» está en relación con los nombres «alesianos» (lo que, por lo demás, parece algo hipotético), sería menester no concluir de ello que la morada de los muertos fue concebida sobre el modelo de los lugares habitados cerca de los cuales sus cuerpos eran enterrados, sino antes bien, al contrario, que esos lugares en sí mismos fueron escogidos o dispuestos en conformidad con las exigencias rituales a las cuales presidía esta concepción, y que contaban entonces ciertamente mucho más que simples preocupaciones «utilitarias», ello, si es que éstas podían existir como tales en tiempos en los que la vida humana estaba enteramente regida por el conocimiento Tradicional. Por otra parte, es posible que los «mitos eliseanos» hayan tenido un lazo con «cultos chthónicos» (y lo que hemos expuesto sobre el simbolismo de la caverna explicaría incluso su relación, en algunos casos, con los «misterios» iniciáticos), pero todavía convendría precisar más el sentido que se da a esta aserción; en todo caso, la «Diosa-Madre» era seguramente muy distinta cosa que la «Naturaleza», a menos que por ahí no quiera entenderse la Natura naturans, lo que ya no es más del todo una concepción «naturalista». Debemos añadir que una predominancia dada a la «Diosa-Madre» no parece poder remontarse más allá de los comienzos del Kali-Yuga, del cual la misma sería incluso bastante nítidamente característico; y esto permitiría quizás «fechar» más exactamente la «civilización alesiana», queremos decir determinar el periodo cíclico al cual debe ser referida; se trata ahí de algo que es seguramente bien anterior a la «historia» en el sentido ordinario de este término, pero que, a despecho de eso, por ello no está menos demasiado alejado ya de los verdaderos orígenes.- En fin, el autor parece muy preocupado en establecer que la «civilización europea» haya tenido su origen en Europa misma, fuera de toda intervención de influencias extranjeras y sobre todo orientales; pero, a decir verdad, no es precisamente así como la cuestión debería plantearse. Sabemos que el origen primero de la Tradición, y por consecuencia de toda «civilización», fue en realidad hiperbóreo, y no occidental ni oriental; pero, en la época en cuestión, es evidente que una corriente secundaria puede ser considerada como habiendo dado más directamente nacimiento a esta «civilización alesiana», y, de hecho, diversos indicios podrían hacer pensar sobre todo, a este respecto, en la corriente atlantiana, en el periodo en que se extendió de Occidente hacia Oriente luego de la desaparición de la Atlántida misma; no es esto, bien entendido, más que una simple sugestión, pero que, al menos, haría entrar cómodamente en el cuadro de los datos Tradicionales todo lo que puede haber de verdaderamente fundado en los resultados de estas búsquedas. En todo caso, no es dudoso que una cuestión como la de los «lugares alesianos» no podría ser tratada completa y exactamente más que bajo el solo punto de vista de la «geografía sagrada»; pero es menester decir también que ésta es ciertamente, entre las antiguas ciencias Tradicionales, una de aquellas cuya reconstitución daría lugar actualmente a las mayores dificultades, y quizás inclusive, sobre muchos puntos, a dificultades enteramente insuperables; y, en presencia de ciertos enigmas que se encuentran en este dominio, es permisible preguntarse sí, incluso en el curso de los periodos en los que ningún cataclismo notable se ha producido, la «figura» del mundo terrestre no habrá cambiado a veces de bien extraña manera. 2607 Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos RESEÑAS: XAVIER GUICHARD: Éleusis Alésia: Encuesta sobre los orígenes de la civilización europea. (Imprimerie F. Paillart, Abbeville).

M. Dumézil ha partido de un punto de vista completamente profano, pero le ha sucedido, en el curso de sus búsquedas, encontrar algunos datos Tradicionales, y él ha sacado de los mismos unas deducciones que no carecen de interés, pero que no siempre están justificadas y que no podrían aceptarse sin reservas, tanto más cuanto que se esfuerza casi constantemente en apoyarlas sobre consideraciones lingüísticas de las cuales lo menos que puede decirse es que son muy hipotéticas. Como por lo demás estos datos son forzosamente muy fragmentarios, se ha «fijado» exclusivamente y en cierto modo sistemáticamente sobre algunas cosas tales como la división «tripartita», que quiere reencontrar por todas partes, y que existe en efecto en muchos casos, pero que no es sin embargo la única de la que haya lugar a tener constancia, incluso limitándose al dominio en el que se ha especializado. En este volumen, ha emprendido resumir el estado actual de sus trabajos, ya que es menester reconocer que, al menos, no tiene la pretensión de haber llegado a resultados definitivos, y por lo demás sus descubrimientos sucesivos le han conducido ya a modificar sus conclusiones en varias ocasiones. De lo que se trata esencialmente, es de desprender los elementos que en la Tradición romana, parezcan remontarse directamente a la época en que los pueblos que se ha convenido en llamar «indoeuropeos» no se habían todavía dividido en varias ramas distintas, de las cuales cada una debía después proseguir su existencia de una manera independiente de las demás. En la base de su teoría está la consideración del ternario de divinidades constituido por Júpiter, Marte y Quirinus, que él mira como correspondiendo a tres funciones sociales; parece por lo demás que busca en demasía reducirlo todo al punto de vista social, lo que se arriesga a arrastrar bastante fácilmente una inversión de las relaciones reales entre los principios y sus aplicaciones. Hay incluso en él una cierta manera de ver las cosas ante todo «jurídica» que limita manifiestamente su horizonte; no sabemos por otra parte si la ha adquirido consagrándose sobre todo al estudio de la civilización romana, o si es al contrario porque ya tenía esta tendencia por lo que ésta le ha atraído más particularmente, pero en todo caso las dos cosas nos parecen no estar enteramente sin relación entre ambas. No podemos entrar aquí en el detalle de las cuestiones que son tratadas en este libro, pero debemos al menos señalar una precisión verdaderamente curiosa, tanto más cuanto que es sobre la misma que se basan una notable parte de estas consideraciones; es la de que muchos de los relatos que se presentan en otras partes como «mitos» se reencuentran, con todos sus rasgos principales, en lo que es dado como la historia de los primeros tiempos de Roma, de donde sería menester concluir que los romanos han transformado en «historia antigua» lo que primitivamente era en realidad su «mitología». A juzgar por los ejemplos de ello que da M. Dumézil, bien parece que haya algo de verdad en eso, aunque sea menester quizás no abusar de esta interpretación generalizándola en medida de más; verdad es que uno podría preguntarse también si la historia, sobre todo cuando se trata de «historia sagrada», no puede, en ciertos casos, reproducir efectivamente el mito y ofrecer del mismo como una imagen «humanizada», pero no hay que decir que una tal cuestión, que en suma no es otra que la del valor simbólico de los hechos históricos, ni siquiera puede plantearse al espíritu moderno. 2624 Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos RESEÑAS: GEORGES DUMÉZIL: La Herencia indo-europea en Roma. (Gallimard, París).

Parece que es bastante difícil entenderse sobre una definición exacta y rigurosa de la religión y de sus elementos esenciales, y la etimología, frecuentemente preciosa en parecido caso, aquí no constituye sino una ayuda bastante débil, ya que la indicación que nos proporciona es extremadamente vaga. La religión, según la derivación de esta palabra, es «lo que liga»; ¿pero es menester entender por esto lo que liga al hombre a un principio superior, o simplemente lo que liga a los hombres entre sí? Al considerar la antigüedad grecorromana, de donde nos ha venido la palabra, si no la cosa misma que designa hoy día, es casi cierto que la noción de religión participaba allí de esta doble acepción, y que incluso la segunda tenía entonces muy frecuentemente una parte preponderante. En efecto, la religión, o al menos lo que se entendía entonces por esta palabra, formaba cuerpo, de una manera indisoluble, con el conjunto de las instituciones sociales, de las que el reconocimiento de los «dioses de la ciudad» y la observancia de las formas de culto legalmente establecidas constituían condiciones fundamentales y garantizaban la estabilidad; por lo demás, eso era lo que daba a esas instituciones un carácter verdaderamente tradicional. Únicamente, había ya desde entonces, al menos en la época clásica, algo que no se comprendía en el principio mismo sobre el cual hubiera debido reposar intelectualmente esta tradición; se puede ver en eso una de las primeras manifestaciones de la inaptitud metafísica común a los occidentales, inaptitud que tiene como consecuencia fatal y constante una extraña confusión en las modalidades del pensamiento. En los griegos en particular, los ritos y símbolos, herencia de tradiciones más antiguas y ya olvidadas, habían perdido rápidamente su significación original precisa; la imaginación de este pueblo eminentemente artista, al expresarse al capricho de la fantasía individual de sus poetas, los había recubierto de un velo casi impenetrable, y es por eso por lo que se ve a filósofos tales como Platón declarar expresamente que no saben qué pensar de los escritos más antiguos que poseían relativos a la naturaleza de los Dioses (NA: Las Leyes, libro X.). Los símbolos habían degenerado así en simples alegorías, y, debido al hecho de una tendencia invencible a las personificaciones antropomórficas, habían devenido «mitos», es decir, fábulas de las que cada cual podía creer lo que bien le pareciera, con tal de que guardara prácticamente la actitud convencional impuesta por las prescripciones legales. En estas condiciones, no podía subsistir apenas más que un formalismo tanto más puramente exterior cuanto más incomprehensible había devenido para aquellos mismos que estaban encargados de asegurar su mantenimiento en conformidad con reglas invariables, y la religión, al haber perdido su razón de ser más profunda, ya no podía ser sino un asunto exclusivamente social. Es eso lo que explica cómo el hombre que cambiaba de ciudad debía al mismo tiempo cambiar de religión y podía hacerlo sin el menor escrúpulo: tenía que adoptar los usos de aquellos entre quienes se establecía, y debía obediencia en adelante a su legislación que devenía la suya, y, de esta legislación, la religión constituida formaba parte integrante, exactamente al mismo título que las instituciones gubernamentales, jurídicas, militares u otras. Esta concepción de la religión como «lazo social» entre los habitantes de una misma ciudad, a la que se superponía, por encima de las variedades locales, otra religión más general, común a todos los pueblos helénicos y que formaba entre ellos el único lazo verdaderamente efectivo y permanente, esta concepción, decimos, no era la de la «religión de Estado» en el sentido en que debía entenderse mucho más tarde, pero tenía ya con ella relaciones evidentes, y debía contribuir ciertamente en buena parte a su formación ulterior. 3639 IGEDH Tradición y Religión

El Principio supremo, total y universal, que las doctrinas religiosas de Occidente llaman «Dios». ¿Debe ser concebido como impersonal o como personal? Esta cuestión puede dar lugar a discusiones interminables, y por lo demás sin objeto, porque no procede más que de concepciones parciales e incompletas, que sería vano buscar conciliar sin elevarse por encima del dominio especial, teológico o filosófico, que es propiamente el suyo. Desde el punto de vista metafísico, es menester decir que este Principio es a la vez impersonal y personal, según el aspecto bajo el que se le considere: impersonal o, si se quiere, «suprapersonal» en sí mismo; personal en relación a la manifestación universal, pero, bien entendido, sin que esta «personalidad divina» presente el menor carácter antropomórfico, ya que es menester guardarse de confundir «personalidad» e «individualidad». La distinción fundamental que acabamos de formular, y por la que las contradicciones aparentes de los puntos de vista secundarios y múltiples se resuelven en la unidad de una síntesis superior, es expresada por la metafísica extremo oriental como la distinción del «No Ser» y del «Ser»; está distinción no es menos clara en la doctrina hindú, como lo quiere por lo demás la identidad esencial de la metafísica pura bajo la diversidad de las formas de las que puede estar revestida. El Principio impersonal, y por consiguiente absolutamente universal, es designado como Brahma; la «personalidad divina», que es una determinación o una especificación suya, puesto que implica un menor grado de universalidad, tiene por denominación más general la de Ishwara. Brahma, en su Infinitud, no puede ser caracterizado por ninguna atribución positiva, lo que se expresa diciendo que es nirguna o «más allá de toda cualificación», y también nirvishêsha o «más allá de toda distinción»; por el contrario, a Ishwara se le llama saguna o «cualificado», y savishêsha o «concebido distintamente» porque puede recibir tales atribuciones, como se obtienen por una transposición analógica, en lo universal, de las diversas cualidades o propiedades de los seres de los que él es el principio. Es evidente que se puede concebir así una indefinidad de «atributos divinos», y que, por lo demás, se podría transponer, considerándola en su principio, cualquier cualidad que tenga una existencia positiva; por lo demás, cada uno de estos atributos no debe de ser considerado en realidad más que como una base o un soporte para la meditación de un cierto aspecto del Ser universal. Lo que hemos dicho sobre el simbolismo permite darse cuenta de la manera en la que la incomprehensión que da nacimiento al antropomorfismo puede tener como resultado hacer de los «atributos divinos» otros tantos «dioses», es decir entidades concebidas basándose en el tipo de los seres individuales, y a las que se presta una existencia propia e independiente. Ese es uno de los casos más evidentes de la «idolatría», que toma el símbolo por lo que es simbolizado, y que reviste aquí la forma del «politeísmo»; pero es claro que ninguna doctrina ha sido nunca politeísta en sí misma y en su esencia, puesto que no podía devenir tal más que por el efecto de una deformación profunda, que no se generaliza, por lo demás, sino mucho más raramente de lo que se cree vulgarmente; a decir verdad, no conocemos siquiera más que un solo ejemplo cierto de la generalización de este error, a saber, el de la civilización grecorromana, y todavía hubo al menos algunas excepciones en su elite intelectual. En Oriente, donde la tendencia al antropomorfismo no existe, a excepción de aberraciones individuales siempre posibles, pero raras y anormales, nada semejante ha podido producirse jamás; eso sorprenderá sin duda a muchos de los occidentales, a quienes el conocimiento exclusivo de la antigüedad clásica lleva a querer descubrir por todas partes «mitos» y «paganismo», pero, sin embargo, es así. En la India, en particular, una imagen simbólica que representa uno u otro de los «atributos divinos», y que se llama pratîka, no es un «ídolo», ya que no ha sido tomada nunca por otra cosa que lo que es realmente, un soporte de meditación y un medio auxiliar de realización, pudiendo cada uno, por lo demás, vincularse preferentemente a los símbolos que están más en conformidad con sus disposiciones personales. 3779 IGEDH Shivaismo y Vishnuismo

En razón de la naturaleza de la Mîmânsâ, es a este darshana al que se refieren más directamente los Vêdângas, ciencias auxiliares del Vêda que hemos definido más atrás; basta remitirse a esas definiciones para darse cuenta del lazo estrecho que presentan con el tema actual. Es así como la Mîmânsâ insiste sobre la importancia que tienen, para la comprehensión de los textos, la ortografía exacta y la pronunciación correcta que enseña la shikshâ, y como distingue las diferentes clases de mantras según los ritmos que les son propios, lo que depende del chandas. Por otra parte, se encuentran en ella consideraciones relativas al vyâkarana, es decir, gramaticales, como la distinción de la acepción regular de las palabras y de sus acepciones dialectales o bárbaras, precisiones sobre algunas formas particulares que se emplean en el Vêda y sobre los términos que tienen en él un sentido diferente de su sentido usual; es menester agregar a eso, en varias ocasiones, las interpretaciones etimológicas y simbólicas que constituyen el objeto del nirukta. En fin, el conocimiento del jyotisha es necesario para determinar el tiempo en que deben cumplirse los ritos, y, en cuanto al Kalpa, hemos visto que resume las prescripciones que conciernen a su cumplimiento mismo. Además, la Mîmânsâ trata un gran número de cuestiones de jurisprudencia, y no hay lugar a sorprenderse de ello, puesto que, en la civilización hindú, toda la legislación es esencialmente tradicional; por lo demás, se puede destacar una cierta analogía en la manera en que son conducidos, por una parte, los debates jurídicos, y, por otra, las discusiones de la Mîmânsâ, y hay incluso identidad en los términos que sirven para designar las fases sucesivas de los unos y de los otros. Esta semejanza no es ciertamente fortuita, pero sería menester no ver en ella más que lo que es en realidad, un signo de la aplicación de un mismo espíritu a dos actividades conexas, aunque distintas; esto basta para reducir a su justo valor las pretensiones de los sociólogos, que, llevados por el error bastante común de reducirlo todo a su especialidad, aprovechan todas las similitudes de vocabulario que pueden observar, particularmente en el dominio de la lógica, para concluir que ha habido plagios de las instituciones sociales, como si las ideas y los modos de razonamiento no pudieran existir independientemente de esas instituciones, que, a decir verdad, no representan no obstante más que una aplicación de algunas ideas necesariamente preexistentes. Algunos han creído salir de esta alternativa y mantener la primordialidad del punto de vista social inventando lo que han llamado la «mentalidad prelógica»; pero esta suposición extravagante, así como su concepción general de los «primitivos», no reposa sobre nada serio, es contradicha incluso por todo lo que sabemos de cierto sobre la antigüedad, y lo mejor sería relegarla al dominio de la fantasía pura, con todos los «mitos» que sus inventores atribuyen gratuitamente a los pueblos cuya verdadera mentalidad ignoran. Hay ya suficientes diferencias reales y profundas entre las maneras de pensar propias a cada raza y a cada época, sin imaginar modalidades inexistentes, que complican las cosas más que las explican, y sin ir a buscar el supuesto tipo primordial de la humanidad en algún poblado degenerado, que ya no sabe muy bien él mismo lo que piensa, pero que jamás ha pensado ciertamente lo que se le atribuye; únicamente, los verdaderos modos del pensamiento humano, distintos de los del Occidente moderno, escapan tan completamente a los sociólogos como a los orientalistas. 3838 IGEDH La Mîmânsâ

La pretendida «ciencia de las religiones» reposa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el «naturalismo», en el que, al contrario, no vemos más que una desviación que, por todas partes donde se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones primordiales y regulares; y, a fuerza de torturar textos que no se comprenden, se acaba siempre por hacer salir de ellos alguna interpretación conforme a ese espíritu «naturalista». Es así como se elaboró toda la teoría de los «mitos», y concretamente la del «mito solar», el más famoso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Muller, que ya hemos tenido la ocasión de citar en varias ocasiones porque es muy representativo de la mentalidad de los orientalistas. Esta teoría del «mito solar» no es otra cosa que la teoría astromitológica emitida y sostenida en Francia, hacia finales del siglo XVIII, por Dupuis y Volney (NA: Dupuis, Origine de tous les cultes; Volney, Les Ruines.). Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción tanto al cristianismo como a todas las demás doctrinas, y ya hemos señalado la confusión que implica esencialmente: desde que se observa en el simbolismo una correspondencia con algunos fenómenos astronómicos, se apresuran a concluir de ello que no se trata más que de una representación de esos fenómenos, mientras que los fenómenos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de un orden completamente diferente, y que la correspondencia constatada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar «naturalismo» por todas partes, y sería sorprendente incluso que no se encontrara, desde que el símbolo, que pertenece forzosamente al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los «nominalistas» que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y es así como los eruditos modernos, animados, por lo demás, por el prejuicio que les lleva a imaginarse todas las civilizaciones como edificadas sobre el tipo grecorromano, fabrican ellos mismos los «mitos» por incomprehensión de los símbolos, lo que es la única manera en que pueden tomar nacimiento. 3876 IGEDH La ciencia de las religiones

Para acabar de mostrar lo que es menester pensar de estas tres fases pretendidas de las concepciones religiosas, recordaremos primero lo que hemos dicho ya precedentemente, a saber, que no ha habido nunca ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los «mitos» que se relacionan con él bastante estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, el politeísmo y el antropomorfismo no se han generalizado verdaderamente más que en los griegos y los romanos, y, por toda otra parte, han permanecido en el dominio de los errores individuales. Así pues, toda doctrina verdaderamente tradicional es en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una «doctrina de la unidad», o incluso de la «no dualidad», que deviene monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, a saber, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, es muy evidente que son puramente monoteístas. Ahora bien, en lo que concierne al fetichismo, esta palabra, de origen portugués, significa literalmente «brujería»; por consiguiente, lo que designa no es religión o algo más o menos análogo, sino más bien magia, e incluso magia del tipo más inferior. La magia no es de ninguna manera una forma de religión, aunque se la suponga primitiva o desviada, y no es tampoco, como otros lo han sostenido, algo que se opone profundamente a la religión, una suerte de «contrarreligión», si se puede emplear una tal expresión; en fin, no es tampoco aquello de donde habrían salido a la vez la religión y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas estas confusiones muestran que aquellos que hablan de la magia no saben demasiado de qué se trata. En realidad, la magia pertenece al dominio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; concierne al manejo de algunas fuerzas, que, en el Extremo Oriente, se llaman «influencias errantes», y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, por eso no son menos fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los demás. Esta ciencia es ciertamente susceptible de una base tradicional, pero, incluso entonces, no tiene nunca más valor que el de una aplicación contingente y secundaria; es menester agregar también, para aclararse sobre su importancia, que generalmente es desdeñada por los verdaderos detentadores de la tradición, que, salvo en algunos casos especiales y determinados, la abandonan a los juglares errantes que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos, como se encuentran frecuentemente en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de faquires, es decir, «pobres» o «mendigos», son hombres cuya incapacidad intelectual los ha detenido en la vía de una realización metafísica, así como ya lo hemos dicho; interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les acuerdan sus compatriotas. No entendemos contestar de ninguna manera la realidad de los fenómenos así producidos, aunque a veces sean sólo imitados o simulados, en condiciones que suponen, por lo demás, un poder de sugestión poco ordinario, al lado del cual los resultados obtenidos por los occidentales que intentan librarse al mismo género de experimentación aparecen como completamente desdeñables e insignificantes; lo que contestamos es el interés de estos fenómenos, de los que la doctrina pura y la realización que implica son absolutamente independientes. Este es el lugar de recordar que todo lo que depende del dominio experimental no prueba nunca nada, a menos que no sea negativamente, y puede servir como mucho para la ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, incluso relativo, de una de sus aplicaciones particulares. 3879 IGEDH La ciencia de las religiones

Son esas conclusiones lo que nos queda todavía por examinar ahora, y aquí hay por lo menos un pasaje que nos es menester citar integralmente: «En la constitución interior del hombre moderno, existe una fractura que hace que la tradición se le aparezca como un corpus doctrinal y ritual exterior, y no como una corriente de vida suprahumana en la cual le sea dado sumergirse para revivir; en el hombre moderno vive el error que separa lo transcendente del mundo de los sentidos, de suerte que percibe éste como privado de lo Divino; por consiguiente, la reunión, la reintegración no puede advenir por medio de una forma de iniciación que precede a la época en la que un tal error ha devenido un hecho cumplido». Somos enteramente de la opinión, nos también, de que en esto hay en efecto un error de los más graves, y también de que este error, que constituye propiamente el punto de vista profano, es de tal modo característico del espíritu moderno mismo que es verdaderamente inseparable de él, de suerte que, para aquellos que están dominados por este espíritu, no hay ninguna esperanza de liberarse de él; es evidente que, bajo el punto de vista iniciático, el error de que se trata es una «descualificación» insuperable, y es por eso por lo que el «hombre moderno» es realmente inapto para recibir una iniciación, o por lo menos para llegar a la iniciación efectiva; pero debemos agregar que hay sin embargo excepciones, y eso porque, a pesar de todo, existen todavía actualmente, incluso en occidente, hombres que, por su «constitución interior» no son «hombres modernos», hombres que son capaces de comprender lo que es esencialmente la tradición, y que no aceptan considerar el error profano como un «hecho cumplido»; es a esos a quienes hemos entendido dirigirnos siempre exclusivamente. Pero eso no es todo, y el autor cae después en una curiosa contradicción, ya que parece querer presentar como un «progreso» lo que primero había reconocido como un error; citamos de nuevo sus propias palabras: «Hipnotizar a los hombres con el espejismo de la tradición y de la organización “ortodoxa” para transmitir la iniciación, significa paralizar esta posibilidad de liberación y de conquista de la libertad que, para el hombre actual, reside propiamente en el hecho de que ha alcanzado el último escalón del conocimiento, de que ha devenido consciente hasta el punto de que los Dioses, los oráculos, los mitos, y las transmisiones iniciáticas ya no actúan». He aquí ciertamente un extraño desconocimiento de la situación real: jamás el hombre ha estado más lejos que actualmente del «último escalón del conocimiento», a menos que esto no quiera entenderse en el sentido descendente, y, si ha llegado en efecto a un punto en el que todas las cosas que acaban de ser enumeradas ya no actúan más en él, no es porque haya subido demasiado alto, sino al contrario porque ha caído demasiado bajo, como lo muestra por lo demás el hecho de que, por el contrario, sus múltiples contrahechuras más o menos groseras si que actúan enormemente bien para acabar de desequilibrarle. Se habla mucho de «autonomía», de «conquista de la libertad» y así sucesivamente, entendiéndolo siempre en un sentido puramente individual, pero se olvida o más bien se ignora que la verdadera liberación no es posible más que por la liberación de los límites inherentes a la condición individual; nadie quiere oír hablar ya de transmisión iniciática regular ni de organizaciones tradicionales ortodoxas, ¿pero que se pensaría del caso, completamente comparable a ese, de un hombre que, estando a punto de ahogarse, rehusara la ayuda que le quiere aportar un salvador porque éste es «exterior» a él? Se quiera o no, la verdad, que nada tiene que ver con una «dialéctica» cualquiera, es que, fuera del vinculamiento a una organización tradicional, no hay iniciación, y que, sin iniciación previa, ninguna realización metafísica es posible; aquí no se trata de «espejismos» o de ilusiones «ideales», ni de vanas «especulaciones del pensamiento», sino de realidades completamente positivas. Sin duda, nuestro contradictor dirá también que todo lo que escribimos no sale del «mundo de las palabras»; eso es por lo demás demasiado evidente, por la fuerza misma de las cosas, y se puede decir otro tanto de lo que escribe él mismo, pero hay sin embargo una diferencia esencial: es que, por persuadido que pueda estar el mismo de lo contrario, sus palabras, para quien comprende su «sentido último», no traducen nada más que la actitud mental de un profano; y le rogamos que crea que no se trata en modo alguno de una injuria de nuestra parte, sino más bien de la expresión «técnica» de un estado de hecho puro y simple. 3939 Iniciación y Realización Espiritual METAFÍSICA Y DIALÉCTICA

La cruz, hemos dicho, es un símbolo que, bajo formas diversas, se rencuentra casi por todas partes, y eso desde las épocas más remotas; por consiguiente, está muy lejos de pertenecer propia y exclusivamente al cristianismo como algunos podrían estar tentados de creerlo. Es menester decir incluso que el cristianismo, al menos en su aspecto exterior y generalmente conocido, parece haber perdido un poco de vista el carácter simbólico de la cruz para no considerarla ya más que como el signo de un hecho histórico; en realidad, estos dos puntos de vista no se excluyen de ningún modo, e incluso el segundo de ellos no es en un cierto sentido más que una consecuencia del primero; pero esta manera de considerar las cosas es tan extraña a la gran mayoría de nuestros contemporáneos que debemos detenernos un instante en ella para evitar todo malentendido. En efecto, con mucha frecuencia se tiene tendencia a pensar que la admisión de un sentido simbólico debe entrañar el rechazo del sentido literal o histórico; una tal opinión no resulta más que de la ignorancia de la ley de correspondencia que es el fundamento mismo de todo simbolismo, y en virtud de la cual cada cosa, al proceder esencialmente de un principio metafísico del que tiene toda su realidad, traduce o expresa este principio a su manera y según su orden de existencia, de tal suerte que, de un orden al otro, todas las cosas se encadenan y se corresponden para concurrir a la armonía universal y total, que es, en la multiplicidad de la manifestación, como un reflejo de la unidad principial misma. Por eso es por lo que las leyes de un dominio inferior pueden tomarse siempre para simbolizar las realidades de un orden superior, donde tienen su razón profunda, y que es a la vez su principio y su fin; y podemos recordar en esta ocasión, tanto más cuanto que encontraremos aquí mismo ejemplos de ello, el error de las modernas interpretaciones “naturalistas” de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de las relaciones entre los diferentes órdenes de realidades. Así, los símbolos o los mitos jamás han tenido por función, como lo pretende una teoría muy extendida en nuestros días, representar el movimiento de los astros; sino que la verdad es que se encuentran frecuentemente en ellos figuras inspiradas en éste y destinadas a expresar analógicamente otra cosa, porque las leyes de este movimiento traducen físicamente los principios metafísicos de los que dependen. Lo que decimos de los fenómenos astronómicos, puede decirse igualmente, y al mismo título, de todos los demás géneros de fenómenos naturales: estos fenómenos, por eso mismo de que derivan de principios superiores y transcendentes, son verdaderamente símbolos de éstos; y es evidente que eso no afecta en nada a la realidad propia que estos fenómenos como tales poseen en el orden de existencia al que pertenecen; antes al contrario, es eso mismo lo que funda esta realidad, ya que, fuera de su dependencia al respecto de los principios, todas las cosas no serían más que una pura nada. Y ocurre con los hechos históricos como con todo lo demás: ellos también se conforman necesariamente a la ley de correspondencia de que acabamos de hablar y, por eso mismo, traducen según su modo las realidades superiores, realidades de las que no son en cierto modo más que una expresión humana; y agregaremos que es eso lo que constituye todo su interés desde nuestro punto de vista, enteramente diferente, no hay que decirlo, de aquel en el que se colocan los historiadores “profanos” ( NA: “La verdad histórica misma no es sólida más que cuando deriva del Principio” ( Tchoang-Tseu, capítulo XXV ). ). Este carácter simbólico, aunque común a todos los hechos históricos, debe ser particularmente claro en aquellos que dependen de lo que se puede llamar más propiamente la “historia sagrada”; y es así como se encuentra concretamente, de una manera muy destacada, en todas las circunstancias de la vida de Cristo. Si se ha comprendido bien lo que acabamos de exponer, se verá inmediatamente que eso no solo no es una razón para negar la realidad de estos acontecimientos y para tratarlos de “mitos” puros y simples, sino que, antes al contrario, esos acontecimientos debían ser tales y que no podrían ser de otro modo; por lo demás, ¿cómo se podría atribuir un carácter sagrado a lo que estaría desprovisto de toda significación transcendente? En particular, si Cristo ha muerto en la Cruz, es, podemos decirlo, en razón del valor simbólico que la cruz posee en sí misma y que siempre se le ha reconocido por todas las tradiciones; es así como, sin disminuir en nada su significación histórica, se la puede considerar como no siendo más que derivada de este valor simbólico mismo. 5984 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ PREFACIO

Si el Verbo es Pensamiento en lo interior y Palabra en lo exterior, y si el mundo es el efecto de la Palabra divina proferida en el origen de los tiempos, la naturaleza entera puede tomarse como un símbolo de la realidad sobrenatural. Todo lo que es, cualquiera sea su modo de ser, al tener su principio en el Intelecto divino, traduce o representa ese principio a su manera y según su orden de existencia; y así, de un orden en otro, todas las cosas se encadenan y corresponden para concurrir a la armonía universal y total, que es como un reflejo de la Unidad divina misma. Esta correspondencia es el verdadero fundamento del simbolismo, y por eso las leyes de un dominio inferior pueden siempre tomarse para simbolizar la realidad de orden superior, donde tienen su razón profunda, que es a la vez su principio y su fin. Señalemos, con ocasión de esto, el error de las modernas interpretaciones “naturalistas” de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que trastruecan pura y simplemente la jerarquía de relaciones entre los diferentes órdenes de realidades: por ejemplo los símbolos o los mitos nunca han tenido por función representar el movimiento de los astros, sino que la verdad es que se encuentran a menudo en ellos figuras inspiradas en ese movimiento y destinadas a expresar analógicamente muy otra cosa, porque las leyes de aquél traducen físicamente los principios metafísicos de que dependen. Lo inferior puede simbolizar lo superior, pero la inversa es imposible; por otra parte, si el símbolo no estuviese más próximo al orden sensible que lo representado por él, ¿cómo podría cumplir la función a la que está destinado? ( (Este pasaje ha sido retomado casi textualmente en Autorité spirituelle et pouvoir temporel, cap. I; pasaje paralelo en el prefacio de Le symbolisme de la Croix (1931)). En la naturaleza, lo sensible puede simbolizar lo suprasensible; el orden natural íntegro puede, a su vez, ser un símbolo del orden divino; y, por lo demás, si se considera más particularmente al hombre, ¿no es legítimo decir que él también es un símbolo, por el hecho mismo de que ha sido “creado a imagen de Dios” (Génesis, I, 26-27) ? Agreguemos aún que la naturaleza solo adquiere su plena significación si se la considera en cuanto proveedora de un medio para elevarnos al conocimiento de las verdades divinas, lo que es, precisamente, también el papel esencial que hemos reconocido al simbolismo (Quizá no sea inútil hacer notar que este punto de vista, según el cual la naturaleza se considera como un símbolo de lo sobrenatural, no es nuevo en modo alguno, sino que, al contrario, ha sido encarado corrientemente en la Edad Media; ha sido, especialmente, el de la escuela franciscana, y en particular de San Buenaventura. Notemos también que la analogía, en el sentido tomista de la palabra, que permite remontarse del conocimiento de las criaturas al de Dios, no es otra cosa que un modo de expresión simbólica basado en la correspondencia del orden natural con el sobrenatural). 6624 SFCS EL VERBO Y EL SIMBOLO

Aunque ya hemos hablado en diversas oportunidades sobre el simbolismo del puente, agregaremos aún algunas otras consideraciones, en conexión con un estudio de doña Luisa Coomaraswamy sobre ese tema ( “The Perilous Bridge of Welfare”, en Harvard Journal of Asiatic Studies, número de agosto de 1944), donde insiste particularmente sobre un punto que muestra la estrecha relación de ese simbolismo con la doctrina del sûtrâtmâ. Se trata del sentido original del vocablo setu, el más antiguo de los diversos términos sánscrítos para designar el puente, y el único que se encuentra en el RG-Veda: esa palabra, derivada de la raíz si-, ‘ligar’, significa propiamente un ‘vínculo’; y, en efecto, el puente tendido sobre un río es ciertamente lo que vincula una orilla con la otra; pero, aparte de esta observación de orden general, hay en lo implicado por dicho término algo mucho más preciso. Es menester representarse el puente como constituido primitivamente por líneas, que son su modelo natural más ortodoxo, o por una cuerda fijada del mismo modo que aquéllas, por ejemplo a un par de árboles que crecen en las riberas y que parecen así efectivamente “ligados” uno al otro por medio de esa cuerda. Las dos orillas representan simbólicamente dos estados diferentes del ser, y es evidente que la cuerda es en tal caso lo mismo que el “hilo” que reúne esos estados entre sí, es decir, el sûtrâtmâ, mismo; el carácter de tal vínculo, a la vez tenue y resistente, es también una imágen adecuada de su naturaleza espiritual; y por eso el puente, asimilado también a un rayo de luz, es frecuentemente, en las descripciones tradicionales, tan delgado como el filo de una espada, o bien, si hecho de madera, está formado por una sola viga o un solo tronco (Recordemos a este respecto el doble sentido de la palabra inglesa beam, que designa a la vez una ‘viga’ y un ‘rayo luminoso’, según lo hemos hecho notar ya en otro lugar (“Maçons et Charpentiers”, en É. T., de diciembre de 1946 (texto que será incluido en la compilación póstuma Tradition primordiale et formes particulières))). Tal estrechez hace aparecer igualmente el carácter “peligroso” de la vía de que se trata, la cual, por lo demás, es la única posible, pero no todos logran recorrerla, e inclusive muy pocos pueden recorrerla sin ayuda y por sus propios medios (Es éste privilegio exclusivo de los “héroes solares” en los mitos y cuentos donde figura el paso del puente), pues hay siempre cierto peligro en el paso de un estado a otro; pero esto se refiere sobre todo al doble sentido, “benéfico” y “maléfico”, que tiene el puente, como tantos otros símbolos, y sobre el cual hemos de volver en seguida. 7248 SFCS EL SIMBOLISMO DEL PUENTE

Recordábamos hace un momento que el eje a la vez une y separa el cielo y la tierra; del mismo modo, si el puente es real y verdaderamente la vía que une las dos orillas y permite pasar de la una a la otra, sin embargo, puede ser también, en cierto sentido, como un obstáculo colocado entre ellas, y esto nos reconduce a su carácter “peligroso”. Esto mismo está, por lo demás, implícito en la significación de la palabra setu, que es una ‘ligadura’ en la doble acepción en que puede entendérsela: por una parte, lo que vincula dos cosas entre sí, pero también una traba en la cual se halla preso un ser; una cuerda puede servir igualmente a ambos fines, y el puente aparecerá así bajo uno u otro aspecto, o sea, en suma, como “benéfico”o como “maléfico”, según que el ser logre franquearlo o no. Puede observarse que el doble sentido simbólico del puente resulta también de que se lo puede recorrer en las dos direcciones opuestas, aunque deba serlo, sin embargo, solo en una, en aquella que va de “esta ribera” a “la otra ribera”, pues todo retroceso constituye un peligro de evitar (De ahí las alusiones, tan frecuentes en los mitos y las leyendas de toda procedencia, al peligro de volverse en medio del camino y de “mirar hacia atrás”), salvo en el caso único del ser que, liberado ya de la existencia condicionada, puede en adelante “moverse a voluntad” a través de todos los mundos, y para el cual tal retroceso no es, por lo demás, sino una apariencia ilusoria. En cualquier otro caso, la parte del puente ya recorrida debe normalmente “perderse de vista” y hacerse como si no existiera, del mismo modo que la escala simbólica se considera siempre como asentada en el dominio mismo donde se encuentra actualmente el ser que sube por ella, y su parte inferior desaparece para él a medida que efectúa su ascensión (Haya quí una “reabsorción” del eje por el ser que lo recorre, según lo hemos explicado ya en La Grande Triade, libro al cual remitiremos también para ciertos puntos conexos, en particular el de la identificación de ese ser con el eje mismo, cualquiera sea el símbolo que represente a este último, y en consecuencia también con el puente, lo que da el verdadero sentido de la función “pontifical”, y a lo cual alude muy netamente, entre otras fórmulas tradicionales, esta frase del Mabinogion céltico citado como lema por la señora Coomaraswamy: “Quien quiera ser Jefe debe ser el Puente”). Mientras el ser no haya llegado al mundo principial, de donde podrá luego redescender a la manifestación sin ser de ninguna manera afectado por ello, la realización no puede cumplirse, en efecto, sino en sentido ascendente; y para aquel que se apegue a la vía por la vía misma, tomando así el medio por el fin, esa vía se convertirá verdaderamente en un obstáculo en lugar de llevarlo de modo efectivo a la liberación, la cual implica una destrucción continua de los vínculos que lo ligan a los estadios recorridos ya, hasta que el eje se reduzca finalmente al punto único que lo contiene todo y que es el centro del ser<ser total. 7250 SFCS EL SIMBOLISMO DEL PUENTE