religiones

Hemos dicho que la confusión que hace ver a algunos misticismo, allí donde no hay el menor trazo de él, tiene su punto de partida en la tendencia a reducirlo todo a los puntos de vista occidentales; es que, en efecto, el misticismo propiamente dicho es algo exclusivamente occidental y, en el fondo, específicamente cristiano. A este propósito, hemos tenido la ocasión de hacer una observación que nos parece lo bastante curiosa como para que la anotemos aquí: en un libro del que ya hemos hablado en otra parte (NA: Les deux sources de la morale et de la religion. — Ver a este propósito: El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXIII.), el filósofo Bergson, oponiendo lo que llama la «religión estática» y la «religión dinámica», ve la más alta expresión de esta última en el misticismo, que, por lo demás, no comprende apenas, y que admira sobre todo por lo que podríamos encontrar en él, al contrario, de vago e incluso de defectuoso bajo algunos aspectos; pero lo que puede parecer verdaderamente extraño por parte de un «no cristiano», es que, para él, el «misticismo completo», por poco satisfactoria que sea la idea que se hace de él, por ello no es menos el de los místicos cristianos. En verdad, por una consecuencia necesaria de la poca estima que siente por la «religión estática», olvida demasiado que los místicos en cuestión son cristianos antes incluso de ser místicos, o al menos, para justificar que sean cristianos, coloca indebidamente el misticismo en el origen mismo del cristianismo; y, para establecer a este respecto una suerte de continuidad entre éste y el judaísmo, llega a transformar en «místicos» a los profetas judíos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, no tiene ni la menor idea (NA: De hecho, no se puede encontrar misticismo judaico propiamente dicho más que en el hassidismo, es decir, en una época muy reciente.). Sea como sea, si el misticismo cristiano, por deformada o disminuida que sea su concepción de él, es así a sus ojos el tipo mismo del misticismo, la razón de ello es, en el fondo, bien fácil de comprender: es que, de hecho y para hablar estrictamente, no existe apenas otro misticismo que ese; e incluso los místicos que se llaman «independientes», y que diríamos gustosamente «aberrantes», no se inspiran en realidad, aunque sea sin saberlo, sino de ideas cristianas desnaturalizadas y más o menos enteramente vacías de su contenido original. Pero eso también, como tantas otras cosas, escapa a nuestro filósofo, que se esfuerza en descubrir, con anterioridad al cristianismo, «esbozos del misticismo futuro», mientras que, en realidad, se trata de cosas totalmente diferentes; hay así, concretamente sobre la India, algunas páginas que dan testimonio de una incomprehensión inaudita. Las hay también sobre los misterios griegos, y aquí la aproximación, fundada sobre el parentesco etimológico que hemos señalado más atrás, se reduce en suma a un torpe juego de palabras; por lo demás, Bergson se ve forzado a confesar él mismo que «la mayoría de los misterios no tuvieron nada de místicos»; pero entonces ¿por qué habla de ellos bajo este vocablo? En cuanto a lo que fueron esos misterios, se hace de ellos la representación más «profana» que pueda darse; y, en verdad, ignorando todo de la iniciación, ¿cómo podría comprender que hubo allí, así como en la India, algo que en primer lugar no era de ningún modo de orden religioso, y que después iba incomparablemente más lejos que su «misticismo», e incluso, es menester decirlo, que el misticismo auténtico, que, por eso mismo de que se queda en el dominio puramente exotérico, tiene forzosamente también sus limitaciones? (NA: M. Alfred Loisy ha querido responder a Bergson y sostener contra él que no hay más que una sola «fuente» de la moral y de la religión; en su calidad de especialista de la «historia de las religiones» prefiere las teorías de Frazer a las de Durkheim, y también la idea de una «evolución» continua a la de una «evolución» por mutaciones bruscas; a nuestros ojos, todo eso vale exactamente igual; pero hay al menos un punto sobre el que debemos darle la razón, y lo debe ciertamente a su educación eclesiástica: gracias a ésta conoce a los místicos mucho mejor que Bergson, y hace observar que nunca han tenido la menor sospecha de algo que se parezca por poco que sea al «impulso vital»; evidentemente, Bergson ha querido hacer de ellos «bergsonianos» ante la letra, lo que no es apenas conforme a la simple verdad histórica; y M. Loisy se sorprende también a justo título de ver a Juana de Arco colocada entre los místicos. — Señalamos de pasada, ya que eso también es útil registrarlo, que su libro se abre con una confesión bien divertida: «El autor del presente opúsculo declara- no se conoce inclinación particular para las cuestiones de orden puramente especulativo». ¡He aquí al menos una franqueza bastante loable; y puesto que es él mismo quien lo dice, y de manera completamente espontánea, creemos gustosamente en su palabra!). 204 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN VÍA INICIÁTICA Y VÍA MÍSTICA

Pero eso no es todo: admitamos que, en el pensamiento de algunos, se trate verdaderamente de una comunicación con los estados superiores; eso estará todavía muy lejos de bastar para caracterizar la iniciación. En efecto, una tal comunicación es establecida también por los ritos de orden puramente exotérico, concretamente por los ritos religiosos; es menester no olvidar que, en este caso igualmente, entran en juego influencias espirituales y no ya simplemente psíquicas, aunque para fines completamente diferentes de aquellos que se refieren al dominio iniciático. La intervención de un elemento «no humano» puede definir, de una manera general, todo lo que es auténticamente tradicional; pero la presencia de este carácter común no es una razón suficiente para no hacer después las distinciones necesarias, y en particular para confundir el dominio religioso y el dominio iniciático, o para ver entre ellos todo lo más una simple diferencia de grado, mientras que hay realmente una diferencia de naturaleza, e incluso, podemos decir, de naturaleza profunda. Esta confusión es muy frecuente también, sobre todo entre aquellos que pretenden estudiar la iniciación «desde afuera», con intenciones que, por lo demás, pueden ser muy diversas; así, es indispensable denunciarla formalmente: el esoterismo es esencialmente otra cosa que la religión, y no la parte «interior» de una religión como tal, incluso cuando toma su base y su punto de apoyo en ésta como ocurre en algunas formas tradicionales, en el islamismo por ejemplo (NA: Es para marcar bien esto y para evitar todo equívoco por lo que conviene decir «esoterismo islámico» o «esoterismo cristiano», y no, como hacen algunos, «islamismo esotérico» o «cristianismo esotérico»; es fácil comprender que en eso hay algo más que un simple matiz.); la iniciación no es tampoco una suerte de religión especial reservada a una minoría, como parecen imaginarlo, por ejemplo, aquellos que hablan de los misterios antiguos calificándolos de «religiosos» (NA: Se sabe que la expresión «religión de misterios» es una de las que aparecen constantemente en la terminología especial adoptada por los «historiadores de las religiones».). No nos es posible desarrollar aquí todas las diferencias que separan los dos dominios religioso e iniciático, ya que, todavía más que cuando se trataba solo del dominio místico, que no es más que una parte del primero, eso nos llevaría ciertamente muy lejos; pero, para lo que tratamos al presente, bastará precisar que la religión considera al ser únicamente en el estado individual humano y no apunta de ninguna manera a hacerle salir de él, sino, al contrario, a asegurarle las condiciones más favorables en este estado mismo (NA: Bien entendido, aquí se trata del estado humano considerado en su integralidad, que comprende la extensión indefinida de sus prolongamientos extracorporales.), mientras que la iniciación tiene como meta esencialmente rebasar las posibilidades de este estado y hacer efectivamente posible el paso a los estados superiores, e incluso, finalmente, conducir al ser más allá de todo estado condicionado cualquiera que sea. 230 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN ERRORES DIVERSOS CONCERNIENTES A LA INICIACIÓN

Decíamos hace un momento que no sólo es inútil, sino a veces incluso peligroso, querer mezclar elementos rituales pertenecientes a formas tradicionales diferentes, y que, por lo demás, esto no es verdad únicamente para el dominio iniciático al cual lo aplicamos aquí en primer lugar; en efecto, la cosa es así en realidad para todo el conjunto del dominio tradicional, y no creemos que carezca de interés considerar aquí esta cuestión en su generalidad, aunque eso pueda parecer alejarnos un poco de las consideraciones que se refieren más directamente a la iniciación. Como la mezcla de la que se trata no representa más que un caso particular de lo que se puede llamar propiamente «sincretismo», deberemos comenzar, a este propósito, por precisar bien lo que es menester entender por eso, tanto más cuanto que aquellos de nuestros contemporáneos que pretenden estudiar las doctrinas tradicionales sin penetrar en modo alguno su esencia, y sobre todo aquellos que las consideran desde un punto de vista «histórico» y de pura erudición, tienen frecuentemente una fastidiosa tendencia a confundir «síntesis» y «sincretismo». Esta precisión se aplica, de una manera completamente general, tanto al estudio «profano» de las doctrinas del orden exotérico, como a las del orden esotérico; por lo demás, la distinción entre las unas y las otras raramente se hace ahí como debería serlo, y es así como la supuesta «ciencia de las religiones» trata una multitud de cosas que no tienen nada de «religiosas», como por ejemplo, así como ya lo indicábamos más atrás, los misterios iniciáticos de la antigüedad. Esta «ciencia» afirma claramente su carácter «profano», en el peor sentido de la palabra, al proponer como principio que aquel que está fuera de toda religión, y que, por consiguiente, no puede tener de la religión (y diríamos más bien de la tradición, sin especificar ninguna modalidad particular de la misma) más que un conocimiento completamente exterior, es el único cualificado para ocuparse de ella «científicamente». La verdad es que, bajo un pretexto de conocimiento desinteresado, se disimula una intención claramente antitradicional: se trata de una «crítica» destinada ante todo, en el espíritu de sus promotores, y menos conscientemente quizás en aquellos que les siguen, a destruir toda tradición, puesto que, expresamente, no quieren ver en ella más que un conjunto de hechos psicológicos, sociales u otros, pero en todo caso puramente humanos. Por lo demás, no insistiremos más sobre esto, ya que, además de que ya hemos tenido bastante frecuentemente la ocasión de hablar de ello en otras partes, al presente no nos proponemos más que señalar una confusión que, aunque muy característica de esa mentalidad especial, evidentemente puede existir también independientemente de esta intención antitradicional. 277 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN SÍNTESIS Y SINCRETISMO

En tales condiciones, es fácil comprender que el papel del individuo que confiere la iniciación a otro es verdaderamente un papel de «transmisor», en el sentido más exacto de esta palabra; él no actúa como individuo, sino como soporte de una influencia que no pertenece al orden individual; él es únicamente un eslabón de la «cadena» cuyo punto de partida está fuera y más allá de la humanidad. Es por eso por lo que no puede actuar en su propio nombre, sino en el nombre de la organización a la que está vinculado y de la que tiene sus poderes, o, más exactamente todavía, en el nombre del principio que esta organización representa visiblemente. Por lo demás, eso explica que la eficacia del rito cumplido por un individuo sea independiente del valor propio de ese individuo como tal, lo que es verdad igualmente para los ritos religiosos; y no lo entendemos en el sentido «moral», lo que, evidentemente, no tendría ninguna importancia en una cuestión que es en realidad de orden exclusivamente «técnico», sino en el sentido de que, incluso si el individuo considerado no posee el grado de conocimiento necesario para comprender el sentido profundo del rito y la razón esencial de sus diversos elementos, ese rito no tendrá por ello menos su efecto pleno si, estando regularmente investido de la función de «transmisor», le cumple observando todas las reglas prescritas, y con una intención que baste para determinar la conciencia de su vinculamiento a la organización tradicional. De ahí deriva inmediatamente la consecuencia de que, incluso una organización donde no se encontraran ya en un cierto momento más que lo que hemos llamado iniciados «virtuales» (y volveremos de nuevo sobre esto después) por eso no seguirá siendo menos capaz de continuar transmitiendo realmente la influencia espiritual de que es depositaria; para eso basta que la «cadena» no esté interrumpida; y, a este respecto, la fábula bien conocida del «asno que lleva reliquias» es susceptible de una significación iniciática digna de ser meditada (NA: A este propósito, es digno de destacar que las reliquias son precisamente un vehículo de influencias espirituales; en eso reside la verdadera razón del culto del que son objeto, incluso si esta razón no es siempre consciente en los representantes de la religiones exotéricas, que a veces parecen no darse cuenta del carácter muy «positivo» de las fuerzas que manejan, lo que, por lo demás, no impide a estas fuerzas actuar efectivamente, inclusive sin que ellos lo sepan, aunque quizás con menos amplitud que si estuvieran mejor dirigidas «técnicamente».). 323 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN DE LA TRANSMISIÓN INICIÁTICA

A veces, la fuerza de la que acabamos de hablar, o más exactamente la síntesis de la influencia espiritual con esta fuerza colectiva a la que «se incorpora» por así decir, puede concentrarse sobre un «soporte» de orden corporal, tal como un lugar o un objeto determinado, que juega el papel de un verdadero «condensador» (NA: En parecido caso, se trata de una constitución comparable a la de un ser vivo completo, con un «cuerpo» que es el «soporte» del que se trate, un «alma» que es la fuerza colectiva, y un «espíritu» que es naturalmente la influencia espiritual que actúa exteriormente por el medio de los otros dos elementos.), y producir en él manifestaciones sensibles, como las que cuenta la Biblia hebraica sobre el Arca de la Alianza y el Templo de Salomón; aquí se podrían citar también como ejemplos, a un grado o a otro, los lugares de peregrinaje, las tumbas y las reliquias de los santos o de otros personajes venerados por los adherentes de tal o de cual forma tradicional. En eso es donde reside la causa principal de los «milagros» que se producen en las diversas religiones, ya que se trata de hechos cuya existencia es incontestable y no se limitan a una religión determinada; por lo demás, no hay que decir que, a pesar de la idea que uno se hace de ello vulgarmente, estos hechos no deben ser considerados como contrarios a las leyes naturales, como tampoco, desde otro punto de vista, lo «supraracional» no debe tomarse por lo «irracional». En realidad, lo repetimos todavía, las influencias espirituales tienen también sus leyes, que, aunque de un orden diferente al de las fuerzas naturales (tanto psíquicas como corporales), por eso no dejan de presentar con ellas algunas analogías; así, es posible determinar circunstancias particularmente favorables a su acción, que podrán provocar y dirigir, si poseen los conocimientos necesarios a este efecto, aquellos que son sus dispensadores en razón de las funciones de las que están investidos en una organización tradicional. Importa destacar que los «milagros» de los que se trata aquí son, en sí mismos e independientemente de su causa, que es la única que tiene un carácter «transcendente», fenómenos puramente físicos, perceptibles como tales por uno o varios de los cinco sentidos externos; por lo demás, tales fenómenos son los únicos que puedan ser constatados general e indistintamente por toda la masa del pueblo o de los «creyentes» ordinarios, cuya comprensión efectiva no se extiende más allá de los límites de la modalidad corporal de la individualidad. 654 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN LA PLEGARIA Y EL ENCANTAMIENTO

Esto nos lleva a establecer otra distinción, si consideramos los diversos grados a los que se puede llegar según la extensión del resultado obtenido al tender hacia esta meta; y, primeramente, por debajo y fuera de la jerarquía así establecida, es menester colocar a la muchedumbre de los «profanos», es decir, en el sentido en el que esta palabra debe tomarse aquí, de todos aquellos que, como los simples creyentes de las religiones, no pueden obtener resultados actuales más que en relación a su individualidad corporal, y en los límites de esta porción o de esta modalidad especial de la individualidad, puesto que su consciencia efectiva no va ni más lejos ni más alto que el dominio encerrado en estos límites restringidos. No obstante, entre estos creyentes, los hay, en pequeño número por lo demás, que adquieren algo más (y ese es el caso de algunos místicos, que se podrían considerar en este sentido como más «intelectuales» que los demás): sin salir de su individualidad, sino en «prolongamientos» de ésta, perciben indirectamente algunas realidades de orden superior, no tales como son en sí mismas, sino traducidas simbólicamente y revestidas de formas psíquicas o mentales. Todavía se trata de fenómenos (es decir, en el sentido etimológico, apariencias, siempre relativas e ilusorias en tanto que formales), pero fenómenos suprasensibles, que no son constatables para todos, y que pueden entrañar para aquellos que los perciben algunas certezas, siempre incompletas, fragmentarias y dispersas, pero no obstante superiores a la creencia pura y simple a la que sustituyen; por lo demás, este resultado se obtiene pasivamente, es decir, sin intervención de la voluntad, y por los medios ordinarios que indican las religiones, en particular por la plegaria y por el cumplimiento de las obras prescritas, ya que todo eso no sale todavía del dominio del exoterismo. 660 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN LA PLEGARIA Y EL ENCANTAMIENTO

Por lo demás, eso no quiere decir que sea menester negar la posibilidad de las transmutaciones metálicas, que representan la alquimia a los ojos del vulgo; pero es menester reducirlas a su justa importancia, que no es mayor en suma que la de experiencias «científicas» cualesquiera, y no confundir cosas que son de un orden totalmente diferente; a priori, no se ve por qué no podría ocurrir que tales transmutaciones sean realizadas por procedimientos que dependen simplemente de la química profana (y, en el fondo, la «hiperquímica» a la que hacíamos alusión hace un momento no es otra cosa que una tentativa de este género) (NA: A este propósito, recordamos que los resultados prácticos obtenidos por las ciencias profanas no justifican ni legitiman de ninguna manera el punto de vista mismo de estas ciencias, como tampoco prueban el valor de las teorías formuladas por éstas, con las que no tienen en realidad más que una relación puramente «ocasional».). No obstante, hay otro aspecto de la cuestión: el ser que ha llegado a la realización de algunos estados interiores, puede, en virtud de la relación analógica del «microcosmos» y del «macrocosmos», producir exteriormente efectos correspondientes; así pues, es perfectamente admisible que aquel que ha llegado a un cierto grado en la práctica de la alquimia «interior» sea capaz, por eso mismo, de efectuar transmutaciones metálicas u otras cosas del mismo orden, pero eso a título de consecuencia completamente accidental, y sin recurrir a ninguno de los procedimientos de la pseudoalquimia material, sino únicamente por una suerte de proyección al exterior de las energías que lleva en sí mismo. Por lo demás, aquí hay que hacer todavía una distinción esencial: en eso no puede tratarse más que de una acción de orden psíquico, es decir, de la puesta en obra de influencias sutiles pertenecientes al dominio de la individualidad humana, y entonces todavía se trata de alquimia material, si se quiere, pero operando por medios completamente diferentes a los de la pseudoalquimia, que se refieren exclusivamente al dominio corporal; o bien, para un ser que ha alcanzado un grado de realización más elevado, puede tratarse de una acción exterior de verdaderas influencias espirituales, como la que se produce en los «milagros» de las religiones, de los cuales ya hemos dicho algunas palabras precedentemente. Entre estos casos, hay una diferencia comparable a la que separa la «teúrgia» de la magia (aunque, lo repetimos todavía, no sea de magia de lo que se trata propiamente aquí, de suerte que no indicamos esto más que a título de similitud), puesto que, en suma, esta diferencia es la misma que hay entre el orden espiritual y el orden psíquico; si los efectos aparentes son a veces los mismos por una parte y por otra, las causas que los producen no son por eso menos total y profundamente diferentes. Por lo demás, agregaremos que aquellos que poseen realmente tales poderes (NA: Aquí se puede emplear sin abuso esta palabra de «poderes», porque se trata de consecuencias de un estado interior adquirido por el ser.) se abstienen cuidadosamente de hacer exhibición de ellos para impresionar al gentío, e incluso no hacen generalmente ningún uso de ellos, al menos fuera de ciertas circunstancias particulares donde su ejercicio se encuentra legitimado por otras consideraciones (NA: Se encuentran en la tradición islámica ejemplos muy claros de lo que indicamos aquí: así, Seyidnâ Alî tenía, se dice, un conocimiento perfecto de la alquimia bajo todos sus aspectos, comprendido el que se refiere a la producción de efectos exteriores tales como las transmutaciones metálicas, pero rehusó siempre a hacer el menor uso de ellos. Por otra parte, se cuenta que Seyidi Abul-Hassan Esh-Shâdili, durante su estancia en Alejandría, transmutó en oro, a petición del sultán de Egipto que tenía entonces una urgente necesidad de él, una gran cantidad de metales vulgares; pero lo hizo sin tener que recurrir a ninguna operación de alquimia material ni a ningún medio de orden psíquico, y únicamente por el efecto de su barakak o influencia espiritual.). 938 APERCEPCIONES SOBRE LA INICIACIÓN ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL HERMETISMO

En efecto, puesto que la religión es propiamente una forma de la tradición, el espíritu antitradicional no puede ser más que antireligioso; comienza por desnaturalizar la religión, y, cuando puede, acaba por suprimirla enteramente. El Protestantismo es ilógico porque, aunque se esfuerza en «humanizar» la religión, a pesar de todo deja subsistir todavía, al menos en teoría, un elemento suprahumano, que es la revelación; no se atreve a llevar la negación hasta el fondo, pero, al librar esta revelación a todas las discusiones que son la consecuencia de interpretaciones puramente humanas, pronto la reduce de hecho a no ser nada; y, cuando se ven gentes que, aunque persisten en llamarse «cristianos», no admiten ya siquiera la divinidad de Cristo, está permitido pensar que esos, sin sospecharlo quizás, están mucho más cerca de la negación completa que del verdadero Cristianismo. Por lo demás, semejantes contradicciones no deben sorprender demasiado, ya que, en todos los dominios, son uno de los síntomas de nuestra época de desorden y de confusión, del mismo modo que la división incesante del Protestantismo no es más que una de las numerosas manifestaciones de esa dispersión en la multiplicidad que, como lo hemos dicho, se encuentra por todas partes en la vida y en la ciencia modernas. Por otra parte, es natural que el Protestantismo, con el espíritu de negación que le anima, haya dado nacimiento a esa «crítica» disolvente que, en las manos de los pretendidos «historiadores de las religiones», ha devenido un arma de combate contra toda religión, y que así, aunque pretende no reconocer otra autoridad que la de los Libros sagrados, haya contribuido en una amplia medida a la destrucción de esta misma autoridad, es decir, del mínimo de tradición que conservaba todavía; la rebelión contra el espíritu tradicional, una vez comenzada, no podía detenerse a medio camino. 1163 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO V

En verdad, parece que el Sr. Waite también esté más o menos influenciado por un cierto «evolucionismo»; esta tendencia se traiciona claramente en cuanto que declara que lo que importa es mucho menos el origen de la leyenda que el último estado al cual ha llegado; y parece creer que ha debido existir, entre uno y otro, un perfeccionamiento progresivo. En realidad, si se trata de algo que tiene un carácter verdaderamente tradicional, todo debe encontrarse desde el principio, y los desarrollos ulteriores no hacen más que explicarlo, sin añadir elementos nuevos del exterior. El Sr. Waite parece admitir una especie de «espiritualización», por la cual un sentido superior habría podido venir a incorporarse sobre algo que no lo comportaba desde el principio, de hecho, es más bien a la inversa lo que se produce generalmente y recuerda un poco las maneras profanas de los «historiadores de las religiones». Encontramos, a propósito de la alquimia, un ejemplo muy sorprendente de esta especie de inversión: el Sr. Waite piensa que la alquimia material ha precedido a la alquimia espiritual, y que ésta no hizo su aparición más que con Khunrath y Jacob Boehme; si conociese algunos tratados árabes bastante anteriores a aquéllos, estaría obligado, incluso ateniéndose a documentos escritos, a modificar esta opinión; de otro modo, puesto que reconoce que el lenguaje empleado es el mismo en ambos casos, podríamos preguntarle cómo puede estar seguro de que, en tal o cual texto, no se trata más que de operaciones materiales. La verdad es que nunca se ha tenido la necesidad de declarar expresamente que se tratase de otra cosa, que debía, bien al contrario, ser velada precisamente por el simbolismo utilizado; y, si se ha llegado después a que algunos lo hayan declarado, fue sobre todo en presencia de degeneraciones debidas a que había gente que, ignorantes del valor de los símbolos, tomaban todo al pie de la letra y en un sentido exclusivamente material: eran los «sopladores», precursores de la química moderna. Pensar que un sentido nuevo puede ser dado a un símbolo que no lo poseyera ya en sí mismo es casi negar el simbolismo, pues es hacer de él algo artificial sino completamente arbitrario, y en todo caso puramente humano; y en este orden de ideas, el Sr. Waite llega a decir que cada uno encuentra en un símbolo lo que él mismo pone, si bien que su significado cambiaría con la mentalidad de cada época; reconocemos ahí las teorías «psicológicas» tan queridas por un buen número de nuestros contemporáneos; ¿no teníamos razón para hablar de «evolucionismo»? Lo habíamos dicho a menudo, y no podríamos más que repetirlo: todo verdadero símbolo lleva sus múltiples sentidos en sí mismo, y esto desde el principio, pues no está constituido como tal en virtud de una convención humana, sino en virtud de la «ley de correspondencia» que religa todos los mundos entre sí; que, mientras que algunos ven esos sentidos, otros no los ven o no ven más que una parte, pero no por eso dejan de estar realmente contenidos, y el «horizonte intelectual» de cada uno marca toda la diferencia; el simbolismo es una ciencia exacta y no una ilusión en la que las fantasías individuales pueden tener libre curso. 1385 ESOTERISMO CRISTIANO EL SANTO GRIAL

Lo que es menester sobre todo retener de este pasaje, es que el grado de que se trata, como casi todos los que se vinculan a la misma serie, presenta una significación claramente hermética (Un alto Masón que parece más versado en esa ciencia enteramente moderna y profana que se llama «historia de las religiones» que en el verdadero conocimiento iniciático, el conde de Goblet d’Alviella, ha creído poder dar de este grado puramente hermético y cristiano una interpretación búdica, bajo el pretexto de que hay una cierta semejanza entre el título de Príncipe de Gracia y el de Señor de Compasión.); y lo que conviene observar más particularmente a este respecto, es la conexión del hermetismo con las Órdenes de caballería. Éste no es el lugar de buscar el origen histórico de los altos grados del Escocismo, ni de discutir la teoría tan controvertida de su descendencia templaria; pero, ya sea que haya habido una filiación real y directa o solo una reconstitución, por ello no es menos cierto que la mayoría de estos grados, y también algunos de los que se encuentran en otros ritos, aparecen como los vestigios de organizaciones que tenían antiguamente una existencia independiente (Es así como hubo efectivamente una Orden de los Trinitarios u Orden de Gracia, que tenía como meta, al menos exteriormente, el rescate de los prisioneros de guerra.), y concretamente de esas antiguas Órdenes de caballería cuya fundación está ligada a la historia de las Cruzadas, es decir, a una época donde no hubo solo relaciones hostiles, como lo creen aquellos que se atienen a las apariencias, sino también activos intercambios intelectuales entre Oriente y Occidente, intercambios que se operaron sobre todo por la mediación de las Órdenes en cuestión. ¿Es menester admitir que es en Oriente donde estas Órdenes tomaron los datos herméticos que asimilaron, o no se debe pensar más bien que poseyeron desde su origen un esoterismo de este género, y que es su propia iniciación la que las hizo aptas para entrar en relaciones sobre este terreno con los orientales? Esa es todavía una cuestión que no pretendemos resolver, pero la segunda hipótesis, aunque menos frecuentemente considerada que la primera (Algunos han llegado hasta atribuir al blasón, cuyas relaciones con el simbolismo hermético son bastante estrechas, un origen exclusivamente persa, mientras que, en realidad, el blasón existía desde la antigüedad en un gran número de pueblos, tanto occidentales como orientales, y concretamente entre los pueblos célticos.), no tiene nada de inverosímil para quien reconoce la existencia, durante toda la edad media, de una tradición iniciática propiamente occidental; y lo que llevaría también a admitirlo, es que Órdenes fundadas más tarde, y que no tuvieron nunca relaciones con Oriente, estuvieron provistas igualmente de un simbolismo hermético, como la Orden del Toisón de Oro, cuyo nombre mismo es una alusión tan clara como es posible a este simbolismo. Sea como sea, en la época de Dante, el hermetismo existía ciertamente en la Orden del Temple, lo mismo que el conocimiento de algunas doctrinas de origen más ciertamente árabe, doctrinas que Dante mismo parece no haber ignorado tampoco, y que le fueron transmitidas sin duda también por esta vía; nos explicaremos más adelante sobre este último punto. 1486 EL ESOTERISMO DE DANTE CAPÍTULO III

Todos los seres, que en todo lo que son dependen de su Principio, deben, consciente o inconscientemente, aspirar a retornar a él; esta tendencia al retorno hacia el Centro tiene también, en todas las tradiciones, su representación simbólica. Queremos referirnos a la orientación ritual, que es propiamente la dirección hacia un centro espiritual, imagen terrestre y sensible del verdadero “Centro del Mundo”; la orientación de las iglesias cristianas no es, en el fondo, sino un caso particular de ese simbolismo, y se refiere esencialmente a la misma idea, común a todas las religiones. En el Islam, esa orientación (qiblah) es como la materialización, si así puede decirse, de la intención (niyyah) por la cual todas las potencias del ser deben ser dirigidas hacia el Principio divino; y sería fácil encontrar muchos otros ejemplos. Mucho habría que decir sobre este asunto; sin duda tendremos algunas oportunidades de volver sobre él en la continuación de estos estudios, y por eso nos contentamos, por el momento, con indicar de modo más breve el último aspecto del simbolismo del Centro. 2071 EMS VIII: LA IDEA DEL CENTRO EN LAS TRADICIONES ANTIGUAS

Bien sabemos que esto tiene el inconveniente de ir contra ciertos hábitos adquiridos y de los que es difícil liberarse; y sin embargo, no se trata de innovar: lejos de ello, se trata al contrario de retornar a la tradición de que se han apartado, de recobrar lo que se ha dejado perder. ¿No valdría esto más que hacer al espíritu moderno las concesiones más injustificadas, por ejemplo las que se encuentran en tanto tratado de apologética, donde el autor se esfuerza por conciliar el dogma con todo lo que de más hipotético y menos fundado hay en la ciencia actual, para volver a poner en cuestión todo, cada vez que esas teorías sedicentemente científicas vienen a ser reemplazadas por otras? Sería muy fácil, empero, mostrar que la religión y la ciencia no pueden entrar realmente en conflicto, por la sencilla razón de que no se refieren al mismo dominio. ¿Cómo no se advierte el peligro que existe en parecer buscar, para la doctrina que concierne a las verdades inmutables y eternas, un punto de apoyo en lo que hay de más cambiante e incierto? ¿Y qué pensar de ciertos teólogos católicos afectados por el espíritu “cientificista” hasta el punto de creerse obligados a tener en cuenta, en mayor o menor medida, los resultados de la exégesis moderna y de la “crítica textual”, cuando sería tan fácil, a condición de poseer una base doctrinal un poco segura, poner en evidencia la inanidad de todo ello? ¿Cómo no se echa de ver que la pretendida “ciencia de las religiones”, tal como se la enseña en los medios universitarios, no ha sido jamás en realidad otra cosa que una máquina de guerra dirigida contra la religión y, más en general, contra todo lo que pueda subsistir aún de espíritu tradicional, al cual quieren, naturalmente, destruir aquellos que dirigen al mundo moderno en un sentido que no puede sino desembocar en una catástrofe? 2081 EMS IX: LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA

“En el hombre, la fuerza centrífuga tiene por órgano el Cerebro, la fuerza centrípeta, el Corazón. El Corazón, sede y conservador del movimiento inicial, está representado en el organismo corpóreo por el movimiento de diástole y de sístole que devuelve continuamente a su propulsor la sangre generadora de vida física y la rechaza para irrigar el campo de su acción. Pero el Corazón es además otra cosa. Como el sol, que, a la vez que difunde los efluvios de la vida, guarda el secreto de su realeza mística, el Corazón reviste funciones sutiles, no discernibles para quien no se ha inclinado hacia la vida profunda y no ha concentrado su atención en el reino interior del cual él es el Tabernáculo… El Corazón es, en nuestra opinión, la sede y el conservador de la vida cósmica. Las religiones lo sabían cuando hicieron del Corazón el símbolo sagrado, y también los constructores de catedrales que erigieron el lugar santo en el corazón del Templo. Lo sabían también aquellos que en las tradiciones más antiguas, en los ritos más secretos, hacían abstracción de la inteligencia discursiva, imponían silencio a sus cerebros para entrar en el Santuario y elevarse más allá de su ser relativo hasta el Ser del ser. Este paralelismo del Templo y el Corazón nos reconduce al doble modo de movimiento, que, por una parte (modo vertical), eleva al hombre más allá de sí mismo y lo desprende del proceso propio de la manifestación, y, por otra parte, (modo horizontal o circular), le hace participar esa manifestación íntegra.” 2155 EMS XV: CORAZÓN Y CEREBRO

No tenemos la intención de rehacer aquí la historia, muy complicada por otra parte, de la “Sociedad Teosófica”; diremos solamente que, en su primera fase, ella presentaba, bajo una etiqueta oriental, una mezcla confusa de ideas muy modernas y muy occidentales con fragmentos tomados de doctrinas de las proveniencias más diversas; y este conjunto heteróclito era, se dice, la doctrina original de la cual todas las religiones habían surgido. El teosofismo era por entonces bastante violentamente anticristiano; pero, en cierto momento, se produjo un cambio de orientación, al menos aparente, y el resultado de ello fue la elaboración de un “Cristianismo esotérico” de la más extraordinaria fantasía. No se detuvo ahí todo: en poco tiempo, se anunció la venida inminente de un nuevo Mesías, de otra encarnación de Cristo o, como dicen los teosofistas, del “Instructor del Mundo”; pero, para hacer comprender cómo se prepara esta venida, es necesario dar algunas explicaciones sobre la concepción muy particular que se tiene de Cristo en el medio de que se trata. 2191 EMS XVIII: UNA FALSIFICACIÓN DEL CATOLICISMO

Debemos pues resumir el singular relato que Mme. Besant, presidente de la Sociedad Teosófica, ha hecho en su obra titulada Esoteric Christianity, según las informaciones que se dicen obtenidas por “clarividencia”, pues los jefes del teosofismo tienen la pretensión de poseer una facultad que les permite hacer investigaciones directas en lo que ellos llaman “los archivos ocultos de la tierra”. He aquí lo esencial de ese relato: el niño judío cuyo nombre fue traducido por el de Jesús nació en Palestina el año 105 antes de nuestra era; sus padres le instruyeron en las letras hebreas; a los doce años, visitó Jerusalén, después fue confiado a una comunidad esenia de la Judea meridional. A los diecinueve años, Jesús entró en el monasterio del monte Serbal, donde se encontraba una biblioteca ocultista considerable, de la que la mayoría de libros “provenían de la India transhimaláyica”; recorrió a continuación Egipto, donde se convirtió en “un iniciado de la Logia esotérica de la cual todas las grandes religiones reciben su fundador”. Llegado a la edad de veintinueve años, devino apto para servir de tabernáculo y de órgano para un poderoso Hijo de Dios, Señor de compasión y de sabiduría”; éste, que los Orientales denominan el Bodhisatwa Maitreya y que los Occidentales llaman el Cristo, descendió pues en Jesús, y, durante los tres años de su vida pública, ” fue él quien vivía y se movía en la forma del hombre Jesús, predicando, curando las enfermedades, y agrupando a su alrededor algunas almas más avanzadas: Pasados tres años, “el cuerpo humano de Jesús se resintió de haber abrigado la presencia gloriosa de un Maestro más que humano”; pero los discípulos que había formado permanecieron bajo su influencia, y, durante más de cincuenta años, continuó visitándolos por medio de su “cuerpo espiritual” e iniciándolos en los misterios esotéricos. Seguidamente, alrededor de los relatos de la vida histórica de Jesús, se cristalizaron los “mitos” que caracterizan a un “dios solar”, y que, tras dejarse de comprender su significado simbólico, dieron nacimiento a los dogmas del Cristianismo. 2192 EMS XVIII: UNA FALSIFICACIÓN DEL CATOLICISMO

«Letras de Humanidad» (t. IV, 1945) contiene un largo estudio sobre «El Dios Janus y los orígenes de Roma», por M. Pierre Grimal, donde se encuentran, bajo el punto de vista histórico, numerosas reseñas interesantes y poco conocidas, pero del cual no se desprende desafortunadamente ninguna conclusión realmente importante. El autor tiene enorme razón, cierto, al criticar «a los historiadores de las religiones» que quieren reducirlo todo a unas ideas tan «simples y groseras» como la de las «fuerzas de la naturaleza» o la de las «funciones sociales»; pero, ¿son sus propias explicaciones, con ser de un carácter más sutil, mucho más satisfactorias en el fondo? Sea como fuere de lo que es menester pensar de la existencia más o menos hipotética de un término arcaico ianus designando la «acción de ir» y teniendo por consecuencia el sentido de «pasaje» o de «paso», no vemos lo que permite sostener que no había en el origen ningún parentesco entre este término y el nombre del Dios Janus, pues una simple diferencia de declinación no impide seguramente en nada la comunidad de raíz; no hay ahí, a decir verdad, más que sutilezas filológicas sin alcance serio. Incluso si se admite que, primitivamente, el nombre de Janus no haya sido latín (puesto que, para M. Grimal, Janus habría sido primeramente un «dios extranjero»), ¿por qué la raíz i , «ir», que es común al latín y al sánscrito, no se iba a haber encontrado también en otras lenguas? Se podría todavía hacer otra hipótesis bastante verosímil: ¿Por qué los romanos, cuando adoptaron este dios, no iban a haber traducido su nombre, cualquiera que haya podido ser, por un equivalente en su propia lengua, como cambiaron más tarde los nombres de los dioses griegos para asimilarles a los suyos? En suma, la tesis de M. Grimal es que el antiguo Janus de ningún modo habría sido un «dios de las puertas», y que este carácter no le habría sido sobreagregado más que «tardíamente», a consecuencia de una confusión entre dos palabras diferentes, aunque de forma completamente semejante; pero todo eso no nos parece de ningún modo convincente, ya que la suposición de una coincidencia así dicha «fortuita» jamás explica nada. Es por lo demás muy evidente que el sentido profundo del simbolismo del «dios de las dos puertas» se le escapa; ¿ha visto siquiera su relación estrecha con la función de Janus en lo que concierne al ciclo anual, lo que le vincula empero bastante directamente al hecho de que este mismo Janus haya sido, como él lo dice, un «dios del Cielo», y también en tanto que Dios de la iniciación? Este último, por lo demás, ha pasado enteramente bajo silencio; sin embargo, en efecto se dice que «Janus fue un iniciador, el dios mismo de los iniciadores», pero este término no está tomado ahí más que en una acepción desviada y del todo profana, que en realidad no tiene absolutamente nada que ver con la iniciación… Hay precisiones curiosas sobre la existencia de un dios bifrons en otras partes que en Roma, y concretamente en la cuenca oriental del Mediterráneo, pero es muy exagerado querer concluir de ello que «Janus» no es en Roma más que la encarnación de Ouranos sirio»; como nos lo hemos dicho frecuentemente, las similitudes entre diferentes Tradiciones están bien lejos de implicar necesariamente «plagios» de la una a la otra, pero, ¿se podrá jamás hacerlo comprender a los que creen que el solo «método histórico» es aplicable a todo? 2620 Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos RESEÑAS: LETRAS DE HUMANIDAD, tomo IV

En el orden de la manifestación, del mismo modo que el mundo sensible, en su conjunto, se identifica a Virâj, este mundo ideal del que acabamos de hablar se identifica a Hiranyagarbha ( es decir, literalmente el “Embrión de oro” ) ( NA: Este nombre tiene un sentido muy próximo al de Taijasa, ya que el oro, según la doctrina hindú, es la “luz mineral”; los alquimistas le consideraban también como correspondiendo analógicamente, entre los metales, al sol entre los planetas; y es al menos curioso notar que el nombre mismo del oro ( aurum ) es idéntico a la palabra hebrea aôr, que significa “Luz”. ), que es Brahmâ ( determinación de Brahma como efecto, Kârya ) ( NA: Es menester destacar que Brahmâ es una forma masculina, mientras que Brahma es neutro; esta distinción indispensable, y de la más alta importancia ( puesto que no es otra que la del “Supremo” y del “No-Supremo” ), no puede hacerse por el empleo, corriente en lo orientalistas, de la única forma Brahman, que pertenece igualmente a uno y otro género, de donde surgen perpetúas confusiones, sobre todo en una lengua como el francés, donde el género neutro no existe. ) envolviéndose en el “Huevo del mundo” ( Brahmânda ) ( NA: Este símbolo cosmogónico del “Huevo del Mundo” no es en modo alguno especial a la India; se encuentra concretamente también en el mazdeísmo, en la tradición egipcia ( el Huevo de Kneph ), en la de los druidas y en la de los órficos. — La condición embrionaria, que corresponde para cada ser individual a lo que es el Brahmânda en el orden cósmico, se llama pinda en sánscrito; y la analogía constitutiva del “microcosmo” y del “macrocosmo” considerados bajo este aspecto se expresa por esta fórmula: Yathâ pinda tathâ Brahmânda, “tal embrión individual, tal Huevo del Mundo”. ), a partir del cual se desarrollará, según su modo de realización, toda la manifestación formal que está virtualmente contenida en él como concepción de este Hiranyagarbha, germen primordial de la Luz cósmica ( Es por lo que Virâj procede de Hiranyagarbha, y Manu, a su vez, procede de Virâj. ). Además, Hiranyagarbha es designado como “conjunto sintético de vida” ( jîva-ghana ) ( NA: La palabra ghana significa primitivamente una nube, y por consecuencia una masa compacta e indiferenciada. ); en efecto, él es verdaderamente la “Vida Universal” ( NA: “Y la Vida era la Luz de los hombres” ( San Juan, I, 4 ). ), en razón de esa conexión ya señalada del estado sutil con la vida, la cual, considerada incluso en toda la extensión de la que es susceptible ( y no limitada únicamente a la vida orgánica o corporal a la que se limita el punto de vista fisiológico ) ( Hacemos alusión más particularmente a la extensión de la idea de vida que está implícita en el punto de vista de las religiones occidentales, y que se refiere efectivamente a posibilidades situadas en un prolongamiento de la individualidad humana; como lo hemos explicado en otra parte, es lo que la tradición extremo oriental designa bajo el nombre de “longevidad”. ), no es por lo demás más que una de las condiciones especiales del estado de existencia al que pertenece la individualidad humana; así pues, el dominio de la vida no rebasa las posibilidades que conlleva este estado, que, bien entendido, debe tomarse aquí integralmente, y cuyas modalidades sutiles forman parte de él tanto como la modalidad grosera. 3266 HDV XIII

Hay lugar a hacer una precisión importante sobre el sentido en el que debe entenderse la “inmortalidad” de que se trata aquí: en efecto, hemos dicho en otra parte que la palabra sánscrita amrita se aplica exclusivamente a un estado que es superior a todo cambio, mientras que, por la palabra correspondiente, los occidentales entienden simplemente una extensión de las posibilidades del orden humano, que consiste en una prolongación indefinida de la vida ( lo que la tradición extremo oriental llama “longevidad” ), en condiciones transpuestas de una cierta manera, pero que permanecen siempre más o menos comparables a las de la existencia terrestre puesto que conciernen igualmente a la individualidad humana. Ahora bien, en el caso presente, se trata de un estado que es todavía individual, y sin embargo se dice que la inmortalidad puede ser obtenida en este estado; eso puede parecer contradictorio con lo que acabamos de recordar, ya que se podría creer que no se trata más que de la inmortalidad relativa, entendida en el sentido occidental; pero no hay nada de eso en realidad. Es verdad que la inmortalidad, en el sentido metafísico y oriental, para ser plenamente efectiva, no puede alcanzarse sino más allá de todos los estados condicionados, individuales o no, de tal suerte que, dado que es absolutamente independiente de todo modo de sucesión posible, se identifica a la Eternidad misma; así pues, sería completamente abusivo dar el mismo nombre a la “perpetuidad” temporal o a la indefinidad de una duración cualquiera; pero no es así como es menester entenderlo. Se debe considerar que la idea de “muerte” es esencialmente sinónima de cambio de estado, lo que, como ya lo hemos explicado, es su acepción más extendida; y, cuando se dice que el ser ha alcanzado virtualmente la inmortalidad, eso se comprende en el sentido de que ya no tendrá que pasar a otros estados condicionados, diferentes del estado humano, o recorrer otros ciclos de manifestación. No es todavía la “Liberación” actualmente realizada, y por la que se haría efectiva la inmortalidad, puesto que las “trabas individuales”, es decir, las condiciones limitativas a las que el ser está sometido, no están enteramente destruidas; pero es la posibilidad de obtener esta “Liberación” a partir del estado humano, en el prolongamiento en el que el ser se encuentra mantenido por toda la duración del ciclo al que pertenece este estado ( lo que constituye propiamente la “perpetuidad” ) ( NA: La palabra griega aionios significa realmente “perpetuo” y no “eterno”, ya que se deriva de aion ( idéntico al latín aevum ), que designa un ciclo indefinido, lo que, por lo demás, era también el sentido primitivo del latín saeóculum, “siglo”, por el cual se traduce a veces. ), de tal suerte que pueda estar comprendido en la “transformación” final que se cumplirá cuando este ciclo esté acabado, y que hará retornar todo lo que se encuentre entonces implicado en él al estado principial de no manifestación ( Habría que hacer precisiones sobre la traducción de esta “transformación” final a lenguaje teológico en las religiones occidentales, y en particular sobre la concepción del “Juicio final” que se vincula a ella muy estrechamente; pero eso necesitaría explicaciones demasiado extensas y una puesta a punto muy compleja como para que sea posible detenernos en ello aquí, tanto más cuanto que, de hecho, el punto de vista propiamente religioso se limita a la consideración del fin de un ciclo secundario, más allá del cual todavía puede tratarse de una continuación de existencia en el estado individual humano, lo que no sería posible si se tratara de la integralidad del ciclo al que pertenece este estado. Eso no quiere decir, por lo demás, que no pueda hacerse la transposición partiendo del punto de vista religioso, así como lo hemos indicado más atrás para la “resurrección de los muertos” y el “cuerpo glorioso”; pero, prácticamente, no se hace por aquellos que se atienen a las concepciones ordinarias y “exteriores”, y para quienes no hay nada más allá de la individualidad humana; volveremos de nuevo sobre ello a propósito de la diferencia esencial que existe entre la noción religiosa de la “salvación” y la noción metafísica de la “Liberación”. ). Por eso es por lo que se da a esta posibilidad el nombre de “Liberación diferida” o de “Liberación por grados” ( krama mukti ), porque no será obtenida así sino por medio de etapas intermediarias ( estados póstumos condicionados ), y no de una manera directa e inmediata como en los otros casos de los que se hablará más adelante ( No hay que decir que la “Liberación diferida” es la única que pueda considerarse para la inmensa mayoría de los seres humanos, lo que no quiere decir, por lo demás, que todos llegarán a ella indistintamente, puesto que es menester considerar el caso donde el ser, que no ha obtenido siquiera la inmortalidad virtual, debe pasar a otro estado individual, en el que tendrá naturalmente la misma posibilidad de alcanzar la “Liberación” que en el estado humano, pero también, si puede decirse, la misma posibilidad de no alcanzarla. ). 3368 HDV XVIII

Por consiguiente, en el caso considerado al presente y que es el de krama-mukti, el ser, hasta el pralaya, puede permanecer en el orden cósmico y no alcanzar la posesión efectiva de estados transcendentes, en la cual consiste propiamente la verdadera realización metafísica; pero por eso no ha obtenido menos desde entonces, y por el hecho mismo de que ha rebasado la Esfera de la Luna ( es decir, porque ha salido de la “corriente de las formas” ), esa “inmortalidad virtual” que hemos definido más atrás. Por eso es por lo que el Centro espiritual que hemos tratado no es todavía más que el centro de un cierto estado o de un cierto grado de existencia, ese al que pertenece el ser en tanto que humano, y al que continúa perteneciendo de una cierta manera, puesto que su total universalización, en modo supraindividual, no está actualmente realizada; y es también por eso por lo que se ha dicho que, en una tal condición, las trabas individuales todavía no pueden ser completamente destruidas. Es muy exactamente en este punto donde se detienen las concepciones que se pueden llamar propiamente religiosas, que se refieren siempre a extensiones de la individualidad humana, de suerte que los estados que permiten alcanzar deben conservar forzosamente alguna relación con el mundo manifestado, incluso cuando le rebasan, y no son esos estados transcendentes a los que no hay otro acceso que por el Conocimiento metafísico puro. Esto puede aplicarse concretamente a los “estados místicos”; y, en lo que concierne a los estados póstumos, entre la “inmortalidad” o la “salvación” entendidas en el sentido religioso ( el único que consideran de ordinario los occidentales ) y la “Liberación”, hay precisamente la misma diferencia que entre la realización mística y la realización metafísica cumplida durante la vida terrestre; así pues, en todo rigor, aquí no puede hablarse más que de “inmortalidad virtual” y, como conclusión última, de “reintegración en modo pasivo”; este último término escapa por lo demás al punto de vista religioso tal como se entiende comúnmente, y sin embargo es solo por eso por lo que se justifica el empleo que se hace ahí de la palabra “inmortalidad” en un sentido relativo, y por lo que puede establecerse una suerte de vinculamiento o de paso de este sentido relativo al sentido absoluto y metafísico en el que este mismo término es tomado por los orientales. Por lo demás, todo eso no nos impide admitir que las concepciones religiosas son susceptibles de una transposición por la cual reciben un sentido superior y más profundo, y eso porque este sentido está también en las Escrituras sagradas sobre las que reposan; pero, por una tal transposición, pierden su carácter específicamente religioso, porque este carácter está vinculado a algunas limitaciones, fuera de las cuales se está en el orden metafísico puro. Por otra parte, una doctrina tradicional que, como la doctrina hindú, no se coloca en el punto de vista de las religiones occidentales, por eso no reconoce menos la existencia de los estados que son considerados más especialmente por estas últimas, y ello debe ser así forzosamente, desde que esos estados son efectivamente posibilidades del ser; pero no puede acordarles una importancia igual a la que les dan las doctrinas que no van más allá ( puesto que, si puede decirse así, la perspectiva cambia con el punto de vista ), y, además, debido a que los rebasa, los sitúa en su lugar exacto en la jerarquía total. 3424 HDV XXI

Así, cuando se dice que el término del “viaje divino” es el Mundo de Brahma ( Brahma-Loka ), aquello de lo que se trata no es, inmediatamente al menos, el Supremo Brahma, sino solo su determinación como Brahmâ, el cual es Brahma “calificado” ( saguna ) y, como tal, considerado como “efecto de la Voluntad productora ( Shakti ) del Principio Supremo” ( Kârya-Brahma ) ( NA: La palabra Kârya, “efecto”, se deriva de la raíz verbal kri, “hacer”, y del sufijo ya, que marca un cumplimiento futuro: “lo que debe hacerse” ( o más exactamente “lo que va a hacerse”, ya que ya es una modificación de la raíz i, “ir” ); este término implica pues una cierta idea de “devenir”, lo que supone necesariamente que aquello a lo que se aplica no se considera más que en relación a la manifestación. — A propósito de la raíz kri, haremos destacar que es idéntica a la del latín creare, lo que muestra que esta última palabra, en su acepción primitiva, no tenía otro sentido que el de “hacer”; la idea de “creación” tal como se entiende hoy, idea que es de origen hebraico, no ha venido a vincularse a ella sino cuando la lengua latina ha sido empleada para expresar las concepciones judeocristianas. ). Cuando se trata aquí de Brahmâ, es menester considerarle, en primer lugar, como idéntico a Hiranyagarbha, principio de la manimanifestación sutil, y por consiguiente de todo el dominio de la existencia humana en su integralidad; y, en efecto, hemos dicho precedentemente que el ser que ha obtenido la “inmortalidad virtual” se encuentra por así decir “incorporado”, por asimilación, a Hiranyagarbha; y este estado, en el que puede permanecer hasta el fin del ciclo ( únicamente en relación al cual Brahmâ existe como Hiranyagarbha ), es lo que se considera más ordinariamente como el Brahma-Loka ( NA: Es eso lo que corresponde más exactamente a los “Cielos” o a los “Paraísos” de las religiones occidentales ( en las que, a este respecto, comprendemos el islamismo ); cuando se considera una pluralidad de “Cielos” ( que se representan frecuentemente por correspondencias planetarias ), se debe entender por ello todos los estados superiores a la Esfera de la Luna ( considerada a veces ella misma como el “primer Cielo” en cuanto a su aspecto de Jauna Coeli ), hasta el Brahma-Loka inclusive. ). No obstante, del mismo modo que el centro de todo estado de un ser tiene la posibilidad de identificarse con el centro del ser<ser total, el centro cósmico donde reside Hiranyagarbha se identifica virtualmente con el centro de todos los mundos ( Aquí aplicamos todavía la noción de la analogía constitutiva del “microcosmo” y del “macrocosmo”. ); queremos decir que, para el ser que ha rebasado un cierto grado de conocimiento, Hiranyagarbha aparece como idéntico a un aspecto más elevado del “No Supremo” ( Esta identificación de un cierto aspecto a otro aspecto superior, y así seguidamente a diversos grados hasta el Principio Supremo, no es en suma más que el desvanecimiento de otras tantas ilusiones “separativas”, que algunas iniciaciones representan por una serie de velos que caen sucesivamente. ), que es Îshwara o el Ser Universal, principio primero de la manifestación. En este grado, el ser ya no está en el estado sutil, ni siquiera solo en principio, sino que está en lo no manifestado; pero conserva no obstante algunas relaciones con el orden de la manifestación universal, puesto que Îshwara es propiamente el principio de ésta, aunque ya no esté vinculado por los lazos especiales al estado humano y al ciclo particular del que éste forma parte. Este grado corresponde a la condición de Prâjna, y es del ser que no va más lejos, del que se dice que no está unido a Brahma, incluso en el pralaya, sino de la misma manera que en el sueño profundo; desde ahí, el retorno al otro ciclo de manifestación es todavía posible; pero, puesto que el ser está liberado de la individualidad ( contrariamente a lo que tiene lugar para el que ha seguido el pitri-yâna ), este ciclo no podrá ser mas que un estado informal y supraindividual ( NA: Simbólicamente, se dirá que un tal ser ha pasado de la condición de los hombres a la de los Dêvas ( lo que se podría llamar un estado “angélico” en lenguaje occidental ); por el contrario, al término del pitri-yâna, hay retorno al “mundo del hombre” ( mânava-Loka ), es decir, a una condición individual, designada así por analogía con la condición humana, aunque sea necesariamente diferente de ella, puesto que el ser no puede volver de nuevo a un estado por el que ya ha pasado. ). Finalmente, en el caso donde la “Liberación” debe ser obtenida a partir del estado humano, hay todavía más que lo que acabamos de decir, y entonces el término verdadero ya no es el Ser Universal, sino el Supremo Brahma mismo, es decir Brahma “no cualificado” ( nirguna ) en Su Total Infinitud, que comprende a la vez el Ser ( o las posibilidades de manifestación ) y el No Ser ( o la posibilidades de no manifestación ), y principio de uno y del otro, y por consiguiente más allá de ambos ( NA: No obstante, recordamos que se puede entender el No Ser metafísico, del mismo modo que lo no manifestado ( en tanto que éste no es solo el principio inmediato de lo manifestado, lo que no es más que el Ser ), en un sentido total donde se identifica al Principio Supremo. De todas maneras, por lo demás, entre el No Ser y el Ser, como entre lo no manifestado y lo manifestado ( y eso incluso si, en este último caso, uno no va más allá del Ser ), la correlación no puede ser más que una pura apariencia, puesto que la desproporción que existe metafísicamente entre los dos términos no permite verdaderamente ninguna comparación. ), al mismo tiempo que los contiene igualmente según la enseñanza que ya hemos expuesto sobre el estado incondicionado de Âtmâ, que es precisamente de lo que se trata ahora ( NA: A este propósito, citaremos una vez más, para marcar todavía las concordancias de las diferentes tradiciones, un pasaje tomado al Tratado de la Unidad ( Rusâlatul-Ahadiyah ), de Mohyiddin ibn Arabi: “Este inmenso pensamiento ( de la “Identidad Suprema” ) no puede convenir sino a aquel cuya alma es más vasta que los dos mundos ( manifestado y no manifestado ). En cuanto a aquel cuya alma es tan vasta solo como los dos mundos ( es decir, a aquel que alcanza el Ser Universal, pero no le rebasa ), no le conviene. Ya que, en verdad, este pensamiento es más grande que el mundo sensible ( o manifestado, puesto que aquí la palabra “sensible” debe transponerse analógicamente, y no restringirse a su sentido literal ) y el mundo suprasensible ( o no manifestado, según la misma transposición ), tomados los dos juntos”. ). Es en este sentido como la morada de Brahma ( o de Âtmâ en este estado incondicionado ) está incluso “más allá del Sol espiritual” ( que es Âtmâ en su tercera condición, idéntico a Îshwara ) ( Los orientalistas, que no han comprendido lo que significa verdaderamente el Sol, y que le entienden en el sentido físico, tienen sobre este punto interpretaciones bien extrañas; es así como M. Oltramare escribe puerilmente: “Por sus salidas y sus puestas, el sol consume la vida de los mortales; el hombre liberado existe más allá del mundo del sol”. ¿No se diría que se trata de escapar a la vejez y de llegar a una inmortalidad corporal como la que buscan algunas sectas occidentales contemporáneas? ), de la misma manera que está más allá de todas las esferas de los estados particulares de existencia, individuales o extraindividuales; pero esta morada no puede ser alcanzada directamente por aquellos que no han meditado sobre Brahma sino a través de un símbolo ( pratîka ), puesto que cada meditación ( upâsanâ ) solo tiene entonces un resultado definido y limitado ( Brahma-Sûtras, 4 Adhyâya, 3er Pâda, sûtras 7 a 16. ). 3426 HDV XXI

La Liberación, en el caso del que acabamos de hablar en último lugar, es propiamente la liberación fuera de la forma corporal ( vidêha-mukti ), obtenida a la muerte de una manera inmediata, puesto que el Conocimiento es ya virtualmente perfecto antes del término de la existencia terrestre; por consiguiente, debe ser distinguida de la Liberación diferida y gradual ( krama-mukti ), pero debe serlo también de la liberación obtenida por el Yogî desde la vida actual ( jîvan-mukti ), en virtud del Conocimiento, ya no solo virtual y teórico, sino plenamente efectivo, es decir, que realiza verdaderamente la “Identidad Suprema”. En efecto, es menester comprender bien que el cuerpo, como cualquier otra contingencia, no puede ser un obstáculo al respecto de la Liberación; nada puede entrar en oposición con la totalidad absoluta, frente a la cual todas las cosas particulares son como si no fueran; en relación a la meta suprema, hay una perfecta equivalencia entre todos los estados de existencia, de suerte que, entre el hombre vivo y el hombre muerto ( entendiendo estas expresiones en el sentido terrestre ), aquí ya no subsiste ninguna distinción. Aquí vemos todavía una diferencia esencial entre la Liberación y la “salvación”: ésta, tal como la consideran las religiones occidentales, no puede ser obtenida efectivamente, y ni siquiera asegurada ( es decir, obtenida virtualmente ), antes de la muerte; lo que la acción permite alcanzar, la acción puede también hacerlo perder siempre; y puede haber incompatibilidad entre algunas modalidades de un mismo estado individual, al menos accidentalmente y bajo condiciones particulares ( Esta restricción es indispensable, ya que, si hubiera incompatibilidad absoluta o esencial, la totalización del ser se tornaría imposible, puesto que ninguna modalidad puede permanecer fuera de la realización final. Por lo demás, la interpretación más exotérica de la “resurrección de los muertos” basta para mostrar que, incluso desde el punto de vista teológico, no puede haber una antinomia irreductible entre la “salvación” y la “incorporación”. ), mientras que ya no hay nada de tal desde que se trata de estados supraindividuales, ni con mayor razón para el estado incondicionado. Considerar las cosas de otro modo, es atribuir a un modo especial de manifestación una importancia que no podría tener, y que incluso la manifestación toda entera no tiene tampoco; únicamente la prodigiosa insuficiencia de las concepciones occidentales relativas a la constitución del ser humano puede hacer posible una semejante ilusión, y únicamente ella puede también hacer encontrar sorprendente que la Liberación pueda cumplirse tanto en la vida terrestre como en todo otro estado. 3456 HDV XXIII

Si pasamos ahora a la civilización hindú, su unidad es también de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende, en efecto, elementos pertenecientes a razas o agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmente «hindúes» en el sentido estricto de la palabra, a exclusión de otros elementos pertenecientes a esas mismas razas, o al menos a algunas de entre ellas. Algunos querrían que no hubiera sido así en el origen, pero su opinión se funda sólo en la suposición de una pretendida «raza aria», que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientalistas; el término sánscrito ârya, del que se ha sacado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica sólo a los hombres de las tres primeras castas, y eso independientemente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, consideración que no interviene aquí. Es verdad que el principio de la institución de las castas, como muchas otras cosas, ha permanecido tan incomprendido en Occidente, que no hay nada sorprendente en que todo lo que se refiere a él de cerca o de lejos haya dado lugar a toda suerte de confusiones; pero volveremos de nuevo sobre esta cuestión en otra parte. Lo que es menester retener por el momento, es que la unidad hindú reposa enteramente sobre el reconocimiento de una cierta tradición, que envuelve, aquí también, todo el orden social, aunque, por lo demás, a título de simple aplicación a unas contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata ya no es religiosa como lo era en el islam, sino que es de orden más puramente intelectual y esencialmente metafísico. Esta suerte de doble polarización, exterior e interior, a la que hemos hecho alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India, donde, por consiguiente, no se pueden hacer con Occidente las aproximaciones que, al menos, permitía todavía el lado exterior del islam; aquí ya no hay absolutamente nada que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y, para sostener lo contrario, no puede haber más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del penspensamiento oriental. Como nos reservamos tratar muy especialmente la civilización de la India, no es útil, por el momento, decir mucho más a su respecto. 3621 IGEDH Principios de unidad de las civilizaciones orientales

En el mismo orden de ideas, otro hecho interesante que hay que reseñar es que, en el Japón, el sintoísmo tiene, en una cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el confucionismo en China; aunque tenga también otros aspectos menos claramente definidos, es ante todo una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son «sacerdotes», son enteramente libres de tomar la religión que quieran o de no tomar ninguna. A este propósito, recordamos haber leído, en un manual de historia de las religiones, la reflexión singular de que, «ni en el Japón ni tampoco en China, la fe en las doctrinas de una religión excluye en lo más mínimo la fe en las doctrinas de otra religión» (NA: Christus, cap. V, p. 193.); en realidad, doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y eso debería bastar para probar que aquí no puede tratarse en modo alguno de religión. De hecho, fuera del caso de importaciones extranjeras que no han podido tener una influencia muy profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso les es tan completamente desconocido a los japoneses como a los chinos; se trata incluso de uno de los raros rasgos comunes que se pueden observar en la mentalidad de estos dos pueblos. 3645 IGEDH Tradición y Religión

Únicamente el punto de vista metafísico, hemos dicho, es verdaderamente universal, y por lo tanto ilimitado; todo otro punto de vista es, por consiguiente, más o menos especializado y está más o menos sujeto, por su naturaleza propia, a algunas limitaciones. Ya hemos mostrado que ello es así, concretamente, para el punto de vista científico, y mostraremos que ello es así igualmente para otros diversos puntos de vista que se reúnen ordinariamente bajo la denominación común y bastante vaga de «filosóficos», y que, por lo demás, no difieren demasiado profundamente del punto de vista científico propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones más grandes y completamente injustificadas. Ahora bien, esta limitación esencial, que, por lo demás, es evidentemente susceptible de ser más o menos estrecha, existe incluso para el punto de vista teológico; en otros términos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en límites que le asignen un alcance tan restringido; pero, precisamente porque la teología está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, es más delicado distinguirla de ella claramente, y pueden introducirse confusiones aún más fácilmente aquí que en cualquier otra parte. Estas confusiones no han dejado de producirse de hecho, y han podido llegar hasta una inversión de las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la teología, puesto que, incluso en la edad media que fue no obstante la única época donde la civilización occidental recibió un desarrollo verdaderamente intelectual, ocurrió que la metafísica, por lo demás insuficientemente desprendida de diversas consideraciones de orden simplemente filosófico, fue concebida como dependiente respecto a la teología; y, si pudo ser así, no fue sino porque la metafísica, tal como la consideraba la doctrina escolástica, había permanecido incompleta, de suerte que nadie podía darse cuenta plenamente de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de toda limitación, puesto que no se la concebía efectivamente más que en algunos límites, y puesto que no se sospechaba siquiera que hubiera todavía más allá de esos límites una posibilidad de concepción. Esta precisión proporciona una excusa suficiente al error que se cometió entonces, y es cierto que los griegos, incluso en la medida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido equivocarse exactamente de la misma manera, si, no obstante, hubiera habido en ellos algo que correspondiera a lo que es la teología en las religiones judeocristianas; eso equivale en suma a lo que ya hemos dicho, a saber, que los occidentales, incluso aquellos que fueron verdaderamente metafísicos hasta un cierto punto, no han conocido nunca la metafísica total. Quizás hubo, no obstante, excepciones individuales, ya que, así como lo hemos indicado precedentemente, nada se opone en principio a que haya, en todos los tiempos y en todos los países, hombres que puedan alcanzar el conocimiento metafísico completo; y eso sería también posible incluso en el mundo occidental actual, aunque más difícilmente sin duda, en razón de las tendencias generales de la mentalidad que determinan un medio tan desfavorable como es posible bajo este aspecto. En todo caso, conviene agregar que, si hubo tales excepciones, no existe al respecto ningún testimonio escrito, y que no han dejado ningún rastro en lo que se conoce habitualmente, lo que, por lo demás, no prueba nada en el sentido negativo, y lo que no tiene incluso nada de sorprendente, dado que, si se han producido efectivamente casos de este género, eso no ha podido ser nunca sino gracias a circunstancias muy particulares, sobre cuya naturaleza no nos es posible insistir aquí. 3667 IGEDH Relaciones de la metafísica y la teología

Podemos ver ahora como el punto de vista teológico no es más que una particularización del punto de vista metafísico, particularización que implica una alteración proporcional; es, si se quiere, su ampliación a unas condiciones contingentes, una adaptación cuyo modo viene determinado por la naturaleza de las exigencias a las que debe de responder, puesto que, después de todo, estas exigencias son su única razón de ser. Resulta de eso que toda verdad teológica podrá, por una transposición que la desprenda de su forma específica, ser reducida a la verdad metafísica correspondiente, de la que no es más que una suerte de traducción, pero sin que haya por eso equivalencia efectiva entre los dos órdenes de concepciones: es menester recordar aquí lo que decíamos más atrás, de que todo lo que puede ser considerado bajo un punto de vista individual puede serlo también desde el punto de vista universal, sin que estos dos puntos de vista estén por eso menos profundamente separados. Si se consideran después las cosas en sentido inverso, será menester decir que algunas verdades metafísicas, pero no todas, son susceptibles de ser traducidas a un lenguaje teológico, ya que, esta vez, hay lugar a tener en cuenta todo lo que, al no poder ser considerado bajo ningún punto de vista individual, pertenece exclusivamente a la metafísica: lo universal no podría encerrarse todo entero en un punto de vista especial, como tampoco en una forma cualquiera, lo que, por lo demás, es la misma cosa en el fondo. Incluso para las verdades que pueden recibir la traducción de que se trata, esta traducción, como toda otra formulación, no es nunca, forzosamente, más que incompleta y parcial, y lo que deja fuera de ella mide precisamente todo lo que separa el punto de vista de la teología del punto de vista de la metafísica pura. Esto podría ser apoyado por numerosos ejemplos; pero estos ejemplos mismos, para ser comprendidos, presupondrían unos desarrollos doctrinales que no podríamos pensar en emprender aquí; para limitarnos a citar un caso típico entre muchos otros, tal sería una comparación instituida entre la concepción metafísica de la «liberación» en la doctrina hindú y la concepción teológica de la «salvación» en las religiones occidentales, concepciones esencialmente diferentes, que sólo la incomprehensión de algunos orientalistas ha podido buscar asimilar de una manera por lo demás puramente verbal. Notamos de pasada, puesto que la ocasión para ello se presenta aquí, que casos como ese deben servir también para poner en guardia contra otro peligro muy real: si se le afirma a un hindú, a quien las concepciones occidentales son por lo demás extrañas, que los europeos entienden por «salvación» exactamente lo que él mismo entiende por moksha, ciertamente no tendrá ninguna razón para contestar esta aserción o para sospechar de su exactitud, y, por consiguiente, podrá ocurrirle, al menos hasta que esté mejor informado, emplear él mismo esta palabra «salvación» para designar una concepción que no tiene nada de teológica; habrá entonces incomprehensión recíproca, y la confusión se hará más inextricable. Ocurre lo mismo con las confusiones que se producen por la asimilación no menos errónea del punto de vista metafísico con los puntos de vista filosóficos occidentales: tenemos en mente el ejemplo de un musulmán que aceptaba muy gustosamente y como una cosa completamente natural la denominación de «panteísmo islámico» atribuida a la doctrina metafísica de la «Identidad suprema», pero que, desde que se le hubo explicado lo que es verdaderamente el panteísmo, en el sentido propio de esta palabra, en Spinoza concretamente, rechazo con verdadero horror una semejante denominación. 3670 IGEDH Relaciones de la metafísica y la teología

En un manual de historia de las religiones al que ya hemos hecho alusión, y donde, aunque se distingue por el espíritu en el que está redactado, se encuentran, por lo demás, muchas de las confusiones comunes en este género de obras, sobre todo la que consiste en tratar como religiones cosas que no lo son en modo alguno en realidad, hemos detectado a este propósito la observación siguiente: «Un pensamiento indio encuentra raramente su equivalente exacto fuera de la India; o, para hablar menos ambiciosamente, maneras de considerar las cosas que son en otras partes esotéricas, individuales, extraordinarias, son, en el brâhmanismo y en la India, vulgares, generales, normales» (NA: Christus, cap. VII, p. 359, nota.). Eso es justo en el fondo, pero hace llamada no obstante a algunas reservas, ya que no se podrían calificar de individuales, ni en la India ni en ninguna otra parte, unas concepciones que, al ser de orden metafísico, son al contrario esencialmente supraindividuales; por otra parte, esas concepciones encuentran su equivalente, aunque bajo formas diferentes, por todas partes donde existe una doctrina verdaderamente metafísica, es decir, en todo el Oriente, y no es más que en Occidente donde no hay en efecto nada que se les corresponda, ni siquiera de lejos. Lo que es verdad, es que las concepciones de este orden no están en ninguna parte tan generalmente extendidas como en la India, porque no se encuentra en ninguna otra parte un pueblo que tenga tan generalmente y en el mismo grado las aptitudes requeridas, aunque éstas sean no obstante frecuentes en todos los orientales, y concretamente en los chinos, entre los cuales la tradición metafísica ha guardado a pesar de eso un carácter mucho más cerrado. Lo que, en la India, ha debido contribuir sobre todo al desarrollo de una tal mentalidad, es el carácter puramente tradicional de la unidad hindú: no se puede participar realmente en esta unidad sino en tanto que uno se asimila la tradición, y, como esta tradición es de esencia metafísica, se podría decir que, si todo hindú es naturalmente metafísico, es que debe de serlo en cierto modo por definición. 3706 IGEDH Esoterismo y exoterismo

Otro punto que es bueno indicar a este propósito es que existe un lazo bastante estrecho entre la forma sentimental de una doctrina y su tendencia a la difusión, tendencia que existe en el budismo como en las religiones, así como lo prueba su expansión en la mayor parte de Asia; pero, ahí también, es menester no exagerar la semejanza, y quizás no es muy justo hablar de los «misioneros» búdicos que se extendieron fuera de la India en algunas épocas, ya que, además de que en eso no se trata nunca de hecho más que de algunos personajes aislados, la palabra hace pensar demasiado inevitablemente en los métodos de propaganda y de proselitismo que son lo propio de los occidentales. Lo que es muy destacable, por otra parte, es que, a medida que se producía esta difusión, el budismo declinaba en la India misma y acababa por extinguirse en ella enteramente, después de haber producido allí en último lugar escuelas degeneradas y claramente heterodoxas, que son a las que apuntan las obras hindúes contemporáneas de esta última fase del budismo indio, concretamente las de Shankarâchârya, que no se ocupa de él más que para refutar las teorías de esas escuelas en el nombre de la doctrina tradicional, sin imputarlas, por lo demás, al fundador mismo del budismo, lo que indica bien que en eso no se trataba más que de una degeneración; y lo más curioso es que son precisamente estas formas disminuidas y desviadas las que, a los ojos de la mayor parte de los orientalistas, pasan por representar, con la mayor aproximación posible, al verdadero budismo original. Volveremos a ello dentro de un momento; pero, antes de ir más lejos, importa precisar bien que, en realidad, la India no fue nunca budista, contrariamente a lo que pretenden generalmente los orientalistas, que de alguna manera quieren hacer del budismo el centro mismo de todo lo que concierne a la India y a su historia: la India antes del budismo, la India después del budismo, tal es el corte más claro que creen poder establecer allí, entendiendo con ello que el budismo dejó, incluso después de su extinción total, una huella profunda en su país de origen, lo que es completamente falso por la razón misma que acabamos de indicar. Es cierto que esos orientalistas, que se imaginan que los hindúes han debido hacer plagios a la filosofía griega, podrían sostener así mismo, sin mucha más inverosimilitud, que han debido hacerlos también el budismo; y no estamos muy seguros de que no sea ese el fondo del pensamiento de algunos de entre ellos. Es menester reconocer que hay, a este respecto, algunas excepciones honorables, y es así como Barth ha dicho que «el budismo ha tenido sólo la importancia de un episodio», lo que, en lo que concierne a la India, es la estricta verdad; pero, a pesar de eso, la opinión contraria no ha cesado de prevalecer, sin hablar, bien entendido, de la grosera ignorancia del vulgo que, en Europa, se figura gustosamente que el budismo reina todavía actualmente en la India. Lo que sería menester decir, es sólo que, hacia la época del rey Ashoka, es decir, hacia el siglo III antes de la era cristiana, el budismo tuvo en la India un período de gran extensión, al mismo tiempo que comenzaba a extenderse fuera de la India, y que este período fue, por lo demás, seguido prontamente de su declive; pero, inclusive para esta época, si se quisiera encontrar una similitud en el mundo occidental, se debería decir que esa extensión fue más bien comparable a la de una orden monástica que a la de una religión que se dirige a todo el conjunto de la población; esta comparación, sin ser perfecta, sería ciertamente la menos inexacta de todas. 3751 IGEDH A propósito del budismo

Bien entendido, cuando decimos que el Mahâyâna debía estar incluido en el budismo desde su origen, eso debe comprenderse de lo que podríamos llamar su esencia, independientemente de las formas más o menos especiales que son propias a esas diferentes escuelas; estas formas no son más que secundarias, pero son todo lo que permite ver de ellas el «método histórico», y eso es lo que da una apariencia de justificación a las afirmaciones de los orientalistas cuando dicen que el Mahâyâna es «tardío» o que no es más que un budismo «alterado». Lo que complica aún más las cosas, es que el budismo, al salir de la India, se ha modificado en una cierta medida y de maneras diversas, y que, por lo demás, debía modificarse forzosamente así para adaptarse a medios muy diferentes; pero toda la cuestión sería saber hasta dónde van esas modificaciones, y eso no parece ser muy fácil de resolver, sobre todo para aquellos que no tienen casi ninguna idea de las doctrinas tradicionales con las que se encontró en contacto. Ello es así, concretamente, para el Extremo Oriente, donde el taoísmo ha influenciado manifiestamente, al menos en cuanto a sus modalidades de expresión, a algunas ramas del Mahâyâna; la escuela Zen, en particular, ha adoptado métodos cuya inspiración taoísta es completamente evidente. Este hecho puede explicarse por el carácter particular de la tradición extremo oriental, y por la separación profunda que existe entre sus dos partes interior y exterior, es decir, entre el taoísmo y el confucionismo; en estas condiciones, el budismo podía en cierto modo ocupar un lugar en un dominio intermediario entre el uno y el otro, y se puede decir incluso que, en algunos casos, ha servido verdaderamente de «cobertura exterior» al taoísmo, lo que le ha permitido a éste permanecer siempre muy cerrado, mucho más fácilmente de lo que hubiera podido sin eso. Eso es lo que explica también que el budismo extremo oriental se haya asimilado algunos símbolos de origen taoísta, y que, por ejemplo, haya identificado a veces Kouan-yin a un Bodhisattwa o más precisamente a un aspecto femenino de Avalokiteshvara, en razón de la función «providencial» que les es común; y esto, indiquémoslo de pasada, ha causado aún una equivocación de los orientalistas que, en su mayor parte, apenas conocen el taoísmo más que de nombre; se han imaginado que Kouan-yin pertenecía en propiedad al budismo, y parecen ignorar completamente su proveniencia esencialmente taoísta. Por lo demás, es su costumbre, cuando se encuentran en presencia de alguna cosa cuyo carácter u origen no saben determinar exactamente, salir del asunto aplicándole la etiqueta de «búdico»; ese es un medio bastante cómodo de disimular su embarazo más o menos consciente, y han recurrido a él tanto más gustosamente cuanto que, en virtud del monopolio de hecho que han llegado a establecer en su provecho, están casi seguros de que nadie vendrá a contradecirles; ¿qué pueden temer a este respecto unas gentes que establecen como principio que no hay competencia verdadera, en el orden de estudios de que se trata, más que la que se adquiere en su escuela? Por lo demás, no hay que decir que todo lo que declaran así «búdico» al capricho de su fantasía, así como lo que lo es realmente, no es en todo caso para ellos más que «budismo alterado»; en un manual de historia de las religiones que ya hemos mencionado, y donde el capítulo relativo a la China evidencia en su conjunto una incomprehensión muy lamentable, se declara que, «del budismo primitivo, ya no queda ningún rastro en China», y que las doctrinas que existen allí actualmente «no tienen de budismo más que el nombre» (NA: Christus, cap. IV, p. 187.); si se entiende por «budismo primitivo» lo que los orientalistas presentan como tal, eso es completamente exacto, pero sería menester saber primero si se debe aceptar la concepción que ellos se hacen de él, o si no es más bien ésta la que, al contrario, no representa efectivamente más que un budismo degenerado. 3754 IGEDH A propósito del budismo

Esa es la gran diferencia sobre la que no hay acuerdo posible con los especialistas en la erudición: cuando hablamos de la verdad, con esto no entendemos simplemente una verdad de hecho, que tiene sin duda su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina, es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que se expresa en ella. Al contrario, aquellos que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan en modo alguno de la verdad de las ideas; en el fondo, no saben lo que es, ni siquiera si eso existe, y tampoco se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, aparte del caso muy especial donde se trata exclusivamente de la verdad histórica. La misma tendencia se afirma igualmente en los historiadores de la filosofía: lo que les interesa, no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; lo que les interesa es únicamente saber quién ha emitido esa idea, en qué términos la ha formulado, y en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo ha hecho; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba por perder el poco valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por lo demás, no hay que decir que una tal actitud es tan desfavorable como es posible para comprender una doctrina cualquiera: puesto que no se aplica más que a la letra, no puede penetrar el espíritu, y así la meta misma que se propone se le escapa fatalmente; la incomprehensión no puede dar nacimiento más que a interpretaciones fantasiosas y arbitrarias, es decir, a verdaderos errores, incluso si no se trata más que de exactitud histórica. Eso es lo que ocurre, en una medida más amplia que en cualquier otra parte, con el orientalismo, que trata concepciones totalmente extrañas a la mentalidad de aquellos que se ocupan de ellas; es el fracaso del supuesto «método histórico», incluso bajo el aspecto de la simple verdad histórica, cuya investigación es su razón de ser, como lo indica la denominación que se le ha dado. Quienes emplean este método cometen el doble error, por una parte, de no darse cuenta de las hipótesis más o menos aventuradas que implica, y que pueden reducirse principalmente a la hipótesis «evolucionista», y, por otra, de ilusionarse sobre su alcance, creyéndole aplicable a todo; ya hemos dicho por qué no es aplicable en modo alguno al dominio metafísico, de donde está excluida toda idea de evolución. A los ojos de los partidarios de este método, la primera condición para poder estudiar las doctrinas metafísicas es, evidentemente, no ser metafísico; del mismo modo, aquellos que le aplican a la «ciencia de las religiones» pretenden, más o menos abiertamente, que se está descalificado para ese estudio únicamente por el hecho de pertenecer a una religión cualquiera: esto equivale a proclamar la competencia exclusiva, en no importa cuál rama, de aquellos que no tienen más que un conocimiento exterior y superficial de ella, ese mismo que se basta para dar la erudición, y, sin duda, es por eso por lo que, en hecho de doctrinas, el juicio de los orientales se tiene por nulo e inconveniente. En eso hay, ante todo, un temor instintivo de todo lo que rebasa la erudición y amenaza con hacer ver cuan mediocre y pueril es en el fondo; pero este temor se refuerza por su acuerdo con el interés, mucho más consciente, que se vincula al mantenimiento de ese monopolio de hecho que han establecido en su provecho los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizás más completamente todavía que los otros. La voluntad bien decidida de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de buscar desacreditarlo por todos los medios, encuentra, por lo demás, su justificación en los prejuicios mismos que ciegan a esas gentes de miras estrechas, y que les llevan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; aquí también, no incriminamos su buena fe, sino que constatamos simplemente el efecto de su tendencia muy humana, por la que se está tanto más persuadido de una cosa cuanto más interés se tiene en ella. 3870 IGEDH El orientalismo oficial

Es apropiado decir aquí algunas palabras en lo concerniente a lo que se llama la «ciencia de las religiones», ya que aquello de lo que se trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra «religión» no se toma ahí en el sentido exacto que le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece ser el primero en haber dado su denominación a esta ciencia, o supuesta tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la religión, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; es lo que le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan de ninguna manera con el punto de vista religioso, ya que reconoce al menos, con razón, que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la «ciencia de las religiones», que pretende reunir bajo este mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero hay muchas otras confusiones que han venido a sumarse a esa, sobre todo desde que la erudición más reciente ha introducido en este dominio su temible aparato de exégesis, de «crítica de los textos» y de «hipercrítica», más propio para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias. 3875 IGEDH La ciencia de las religiones

La pretendida «ciencia de las religiones» reposa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el «naturalismo», en el que, al contrario, no vemos más que una desviación que, por todas partes donde se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones primordiales y regulares; y, a fuerza de torturar textos que no se comprenden, se acaba siempre por hacer salir de ellos alguna interpretación conforme a ese espíritu «naturalista». Es así como se elaboró toda la teoría de los «mitos», y concretamente la del «mito solar», el más famoso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Muller, que ya hemos tenido la ocasión de citar en varias ocasiones porque es muy representativo de la mentalidad de los orientalistas. Esta teoría del «mito solar» no es otra cosa que la teoría astromitológica emitida y sostenida en Francia, hacia finales del siglo XVIII, por Dupuis y Volney (NA: Dupuis, Origine de tous les cultes; Volney, Les Ruines.). Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción tanto al cristianismo como a todas las demás doctrinas, y ya hemos señalado la confusión que implica esencialmente: desde que se observa en el simbolismo una correspondencia con algunos fenómenos astronómicos, se apresuran a concluir de ello que no se trata más que de una representación de esos fenómenos, mientras que los fenómenos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de un orden completamente diferente, y que la correspondencia constatada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar «naturalismo» por todas partes, y sería sorprendente incluso que no se encontrara, desde que el símbolo, que pertenece forzosamente al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los «nominalistas» que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y es así como los eruditos modernos, animados, por lo demás, por el prejuicio que les lleva a imaginarse todas las civilizaciones como edificadas sobre el tipo grecorromano, fabrican ellos mismos los «mitos» por incomprehensión de los símbolos, lo que es la única manera en que pueden tomar nacimiento. 3876 IGEDH La ciencia de las religiones

Se debe comprender por qué calificamos a un estudio de este género de «pretendida ciencia», y por qué nos es completamente imposible tomarla en serio; y es menester agregar también que, aunque afecte darse un aire de imparcialidad desinteresada, y aunque proclame incluso la necia pretensión de «dominar todas las doctrinas» (NA: E. Burnouf, La Science des Religions, p. 6.), lo que rebasa la justa medida en este sentido, esta «ciencia de las religiones» es simplemente, la mayor parte del tiempo, un vulgar instrumento de polémica entre las manos de gentes cuya intención verdadera es servirse de él contra la religión, entendida esta vez en su sentido propio y habitual. Este empleo de la erudición en un espíritu negador y disolvente es natural a los fanáticos del «método histórico»; es el espíritu mismo de este método, esencialmente antitradicional, al menos desde que se le hace salir de su dominio legítimo; y es por eso por lo que todos aquellos que dan algún valor real al punto de vista religioso son recusados aquí como incompetentes. No obstante, entre los especialistas de la «ciencia de las religiones», hay algunos que, en apariencia al menos, no van tan lejos: son aquellos que, pertenecen a la tendencia del «protestantismo liberal»; pero esos, aunque conservan nominalmente el punto de vista religioso, quieren reducirle a un simple «moralismo», lo que equivale de hecho a destruirle por la doble supresión del dogma y del culto, en el nombre de un «racionalismo» que no es más que un sentimentalismo disfrazado. Así, el resultado final es el mismo que para los no creyentes puros y simples, amantes de la «moral independiente», aunque la intención esté quizás mejor disimulada; y eso no es, en suma, más que la conclusión lógica de las tendencias que el espíritu protestante llevaba en él desde el comienzo. Se ha visto recientemente una tentativa, felizmente desmantelada, de hacer penetrar ese mismo espíritu, bajo el nombre de «modernismo», en el catolicismo mismo. Este movimiento se proponía reemplazar la religión por una vaga «religiosidad», es decir, por una aspiración sentimental que la «vida moral» bastaba para satisfacer, y que, para llegar a ella, debía esforzarse en destruir los dogmas aplicándoles la «crítica» y constituyendo una teoría de su «evolución», es decir, sirviéndose también de esa misma máquina de guerra que es la «ciencia de las religiones», que quizás no ha tenido nunca otra razón de ser. 3877 IGEDH La ciencia de las religiones

Ya hemos dicho que ese espíritu «evolucionista» es inherente al «método histórico», y se puede ver una aplicación de ello, entre muchas otras, en esa singular teoría según la cual las concepciones religiosas, o supuestas religiosas, habrían debido pasar necesariamente por una serie de fases sucesivas, de las que las principales llevan comúnmente los nombres de fetichismo, de politeísmo, y de monoteísmo. Esta hipótesis es comparable a la que se ha emitido en el dominio de la lingüística, y según la cual las lenguas, en el curso de su desarrollo, pasarían sucesivamente por las formas monosilábicas, aglutinante y flexional: se trata de una suposición completamente gratuita, que no está confirmada por ningún hecho, y a la que los hechos son incluso claramente contrarios, dado que nadie ha podido descubrir nunca el menor indicio del paso real de una a otra de tales formas; lo que se ha tomado por tres fases sucesivas, en virtud de una idea preconcebida, son simplemente tres tipos diferentes a los que se vinculan respectivamente los diversos grupos lingüísticos, y cada uno de ellos permanece siempre en el tipo al que pertenece. Se puede decir otro tanto de otra hipótesis de orden más general, la que Augusto Comte ha formulado bajo el nombre de «ley de los tres estados», y en la que trasforma en estados sucesivos dominios diferentes del pensamiento, que siempre pueden existir simultáneamente, pero entre los cuales quiere ver una incompatibilidad, porque se ha imaginado que todo conocimiento posible tenía exclusivamente como objeto la explicación de los fenómenos naturales, lo que no se aplica en realidad más que al conocimiento científico. Se ve que esta concepción fantasiosa de Comte, que, sin ser propiamente «evolucionista», tenía algo del mismo espíritu, está emparentada a la hipótesis del «naturalismo» primitivo, puesto que las religiones no pueden ser en ella más que ensayos prematuros y provisorios al mismo tiempo que una preparación indispensable, de lo que será más tarde la explicación científica; y, en el desarrollo mismo de la fase religiosa, Comte cree poder establecer precisamente, como otras tantas subdivisiones, los tres grados fetichista, politeísta y monoteísta. No insistiremos más sobre la exposición de esta concepción, por lo demás bastante generalmente conocida, pero hemos creído bueno destacar la correlación, muy frecuentemente desapercibida, de puntos de vista diversos, que proceden todos de las mismas tendencias generales del espíritu occidental moderno. 3878 IGEDH La ciencia de las religiones

Para acabar de mostrar lo que es menester pensar de estas tres fases pretendidas de las concepciones religiosas, recordaremos primero lo que hemos dicho ya precedentemente, a saber, que no ha habido nunca ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los «mitos» que se relacionan con él bastante estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, el politeísmo y el antropomorfismo no se han generalizado verdaderamente más que en los griegos y los romanos, y, por toda otra parte, han permanecido en el dominio de los errores individuales. Así pues, toda doctrina verdaderamente tradicional es en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una «doctrina de la unidad», o incluso de la «no dualidad», que deviene monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, a saber, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, es muy evidente que son puramente monoteístas. Ahora bien, en lo que concierne al fetichismo, esta palabra, de origen portugués, significa literalmente «brujería»; por consiguiente, lo que designa no es religión o algo más o menos análogo, sino más bien magia, e incluso magia del tipo más inferior. La magia no es de ninguna manera una forma de religión, aunque se la suponga primitiva o desviada, y no es tampoco, como otros lo han sostenido, algo que se opone profundamente a la religión, una suerte de «contrarreligión», si se puede emplear una tal expresión; en fin, no es tampoco aquello de donde habrían salido a la vez la religión y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas estas confusiones muestran que aquellos que hablan de la magia no saben demasiado de qué se trata. En realidad, la magia pertenece al dominio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; concierne al manejo de algunas fuerzas, que, en el Extremo Oriente, se llaman «influencias errantes», y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, por eso no son menos fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los demás. Esta ciencia es ciertamente susceptible de una base tradicional, pero, incluso entonces, no tiene nunca más valor que el de una aplicación contingente y secundaria; es menester agregar también, para aclararse sobre su importancia, que generalmente es desdeñada por los verdaderos detentadores de la tradición, que, salvo en algunos casos especiales y determinados, la abandonan a los juglares errantes que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos, como se encuentran frecuentemente en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de faquires, es decir, «pobres» o «mendigos», son hombres cuya incapacidad intelectual los ha detenido en la vía de una realización metafísica, así como ya lo hemos dicho; interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les acuerdan sus compatriotas. No entendemos contestar de ninguna manera la realidad de los fenómenos así producidos, aunque a veces sean sólo imitados o simulados, en condiciones que suponen, por lo demás, un poder de sugestión poco ordinario, al lado del cual los resultados obtenidos por los occidentales que intentan librarse al mismo género de experimentación aparecen como completamente desdeñables e insignificantes; lo que contestamos es el interés de estos fenómenos, de los que la doctrina pura y la realización que implica son absolutamente independientes. Este es el lugar de recordar que todo lo que depende del dominio experimental no prueba nunca nada, a menos que no sea negativamente, y puede servir como mucho para la ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, incluso relativo, de una de sus aplicaciones particulares. 3879 IGEDH La ciencia de las religiones

Si hemos tenido que precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace que ésta juegue un papel considerable en una cierta concepción de la «ciencia de las religiones», que es la de lo que se llama la «escuela sociológica»; después de haber buscado mucho tiempo dar sobre todo una explicación psicológica de los «fenómenos religiosos», ahora se busca más bien, en efecto, dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de ello a propósito de la definición de la religión; a nuestro juicio, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón la tradición en general. Augusto Comte quería comparar la mentalidad de los antiguos a la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que llaman «primitivos», mientras que nosotros los consideramos al contrario como unos degenerados. Si los salvajes hubieran estado siempre en el estado inferior donde los vemos, no se podría explicar que exista en ellos una multitud de usos que ellos mismos ya no comprenden, y que, al ser muy diferentes de lo que se encuentra en cualquier otra parte, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden considerarse más que como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que han debido ser, en una antigüedad muy remota, prehistórica incluso, la de pueblos de los que esos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer sobre el terreno de los hechos, y sin prejuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y demás «observadores» analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite frecuentemente interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las que se vinculaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fuesen reducidos al estado de «supersticiones»; de la misma manera, la misma unidad permite comprender también, en una amplia medida, las civilizaciones que no nos han dejado mas que monumentos escritos o figurados: es lo que indicábamos desde el comienzo, al hablar de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos aquellos que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que buscan sacar de ello enseñanzas válidas, no contentándose con el punto de vista completamente exterior y superficial de la simple erudición. 3880 IGEDH La ciencia de las religiones

En Francia mismo, el peligro que señalamos, con ser menos visible, no es desdeñable; lo es incluso tanto menos cuanto que el espíritu de imitación de lo extranjero, la influencia de la moda y la necedad mundana se unen para favorecer la expansión de semejantes teorías en algunos medios y para hacerlas encontrar los elementos materiales de una difusión más amplia todavía, por una propaganda que reviste hábilmente formas múltiples para alcanzar a los públicos más diversos. La naturaleza de este peligro y su gravedad no permite tener ningún miramiento hacia aquellos que son su causa; estamos aquí en el dominio del charlatanismo y de la fantasmagoría, y, si es menester compadecer muy sinceramente a los ingenuos que forman la gran mayoría de aquellos que se complacen en eso, las gentes que conducen conscientemente a esta clientela de engañados y les hacen servir a sus intereses, en cualquier orden que sea, no deben inspirar más que el desprecio. Por lo demás, en esta suerte de cosas, hay varias maneras de ser engañado, y la adhesión a las teorías en cuestión está lejos de ser la única; entre aquellos mismos que las combaten por razones diversas, la mayor parte están muy insuficientemente armados y cometen la falta involuntaria, pero no obstante capital, de tomar por ideas verdaderamente orientales lo que no es más que el producto de una aberración puramente occidental; sus ataques, dirigidos frecuentemente con las intenciones más loables, pierden por eso casi todo alcance real. Por otra parte, algunos orientalistas oficiales toman también estas teorías en serio; no queremos decir que las consideren como verdaderas en sí mismas, ya que, dado el punto de vista especial en el que se colocan, no se plantean siquiera la cuestión de su verdad o de su falsedad; pero las consideran erróneamente como representativas de una cierta parte o de un cierto aspecto de la mentalidad oriental, y es en eso en lo que están engañados, puesto que no conocen esta mentalidad, y eso tanto más fácilmente cuanto que no les parece encontrar en ella una competencia muy molesta. A veces, hay incluso extrañas alianzas, concretamente sobre el terreno de la «ciencia de las religiones», donde Burnouf dio el ejemplo de ello; quizás este hecho se explica muy simplemente por la tendencia antirreligiosa y antitradicional de esta pretendida ciencia, tendencia que la pone naturalmente en relaciones de simpatía e inclusive de afinidad con todos los elementos disolventes que, por otros medios, persiguen un trabajo paralelo y concordante. Para quien no quiere quedarse en las apariencias, habría que hacer observaciones muy curiosas y muy instructivas, ahí como en otros dominios, sobre el partido que es posible sacar a veces del desorden y de la incoherencia, o de lo que parece tal, en vista de la realización de un plan bien definido, y sin que lo sepan todos aquellos que no son más que sus instrumentos más o menos inconscientes; son, en cierto modo, medios políticos, pero de una política un poco especial, y por lo demás, contrariamente a lo que algunos podrían creer, la política, incluso en el sentido más estrecho en que se entiende habitualmente, no es completamente ajena a las cosas que consideramos en este momento. 3886 IGEDH El teosofismo

El «teosofismo» da una importancia considerable a la idea de la «evolución», lo que es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al que está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de la «reencarnación». Esta última concepción parece haber tomado nacimiento en algunos pensadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para quienes estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente chocante a sus ojos, aunque sea completamente natural en el fondo, y que, para quien comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la diferencia de las naturalezas individuales, la cuestión no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del «evolucionismo», no explican nada verdaderamente, y, al posponer la dificultad, si es que hay dificultad, incluso indefinidamente si se quiere, finalmente la dejan subsistir toda entera; y, si no hay dificultad, son perfectamente inútiles. En lo que concierne a la pretensión de hacer remontar la concepción «reencarnacionista» a la antigüedad, no reposa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde ha nacido una grosera interpretación de la «metempsicosis» pitagórica en el sentido de una suerte de «transformismo» psíquico; es de la misma manera como se ha podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino en el budismo mismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en los que cada ser tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y donde la existencia terrestre, o incluso, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una indefinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero nos ha ocurrido forzosamente hacer algunas alusiones a ella, concretamente a propósito del apûrva y de las «acciones y reacciones concordantes». En cuanto al «reencarnacionismo», que no es más que una inepta caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizás algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, son unánimemente opuestos a ella; por lo demás, su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, ya que admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir, a negar el Infinito, y esta negación, en sí misma, es contradictoria en grado sumo. Conviene dedicarse a combatir muy especialmente la idea de la «reencarnación», primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y después por otra razón de orden más contingente, que es que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la más ininteligente de todas las escuelas «neoespiritualistas», y al mismo tiempo la más extendida, es una de aquellas que contribuyen más eficazmente a ese trastorno mental que señalábamos al comienzo del presente capítulo, y cuyas víctimas son desafortunadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar aquellos que no están al corriente de estas cosas. Naturalmente, no podemos insistir aquí sobre este punto de vista; pero, por otro lado, es menester agregar también que, mientras los espiritistas se esfuerzan en demostrar la pretendida «reencarnación», del mismo modo que la inmortalidad del alma, «científicamente», es decir, por la vía experimental, que es absolutamente incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayor parte de los «teosofistas» parecen ver en ella una suerte de dogma o artículo de fe, que es menester admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar a buscar dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Eso muestra muy claramente que se trata de constituir una pseudorreligión, en competencia con las religiones verdaderas de Occidente, y sobre todo con el catolicismo, ya que, en lo que concierne al protestantismo, se acomoda muy bien en la multiplicidad de las sectas, que engendra incluso espontáneamente por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudorreligión «teosofista» ha intentado darse una forma definida tomando como punto central el anuncio de la venida inminente de un «gran instructor», presentado por sus profetas como el Mesías futuro y como una «reencarnación» de Cristo: entre las transformaciones diversas del «teosofismo», esa, que aclara singularmente su concepción del «cristianismo esotérico», es la última en fecha, al menos hasta este día, pero no es la menos significativa. 3889 IGEDH El teosofismo

Una rama más completamente desviada aún, y más generalmente conocida en Occidente, es la que fue fundada por Vivêkânanda, discípulo del ilustre Ramakrishna, pero infiel a sus enseñanzas, y que ha reclutado adherentes sobre todo en América y en Australia, donde mantiene «misiones» y «templos». El Vêdânta ha devenido ahí lo que Schopenhauer había creído ver en él, una religión sentimental y «consolante», con una fuerte dosis de «moralismo» protestante; y, bajo esta forma decaída, se acerca extrañamente al «teosofismo», para el que es más bien un aliado natural que un rival o un competidor. Los matices «evangélicos» de esta pseudorreligión le aseguran un cierto éxito en los países anglosajones, y lo que muestra bien su carácter de sentimentalismo, es el ardor que pone en su propaganda, ya que la tendencia completamente occidental al proselitismo actúa con intensidad en estas organizaciones que no tienen de oriental más que el nombre y algunas apariencias puramente exteriores, lo estrictamente necesario para atraer a los curiosos y a los aficionados a un exotismo de la más mediocre cualidad. Salido de esa extravagante invención americana, también de inspiración protestante, que se intituló el «Parlamento de las religiones», y tanto mejor adaptado a Occidente cuanto más profundamente desnaturalizado estaba, este supuesto Vêdânta, que, por así decir, ya no tiene nada en común con la doctrina metafísica por la que quiere hacerse pasar, no merece ciertamente que nos detengamos más en él; pero, al menos, teníamos que señalar su existencia, así como la de otras instituciones similares, para poner en guardia contra las asimilaciones erróneas que podrían estar tentados de hacer aquellos que las conocen, y también porque, para aquellos que no las conocen, es bueno estar un poco informado sobre estas cosas, que son mucho menos inofensivas de lo que puede parecer a primera vista. 3897 IGEDH El Vêdânta occidentalizado

En otro artículo de la misma revista, hemos puesto de relieve una confesión involuntaria, incluso totalmente inconsciente quizás, que es lo bastante divertida como para merecer ser señalada de paso. Un espiritualista declara que. “la verdad está en la relación exacta de lo contingente a lo absoluto”; ahora bien, esa relación, siendo la de lo finito a lo infinito, no puede ser más que rigurosamente igual a cero; sacad vos mismos la conclusión y ved si tras eso subsiste todavía algo de esta pretendida “verdad espiritualista” que se nos presenta ¡como una futura “evidencia experimental”! Pobreniño humano” (sic) (El autor tiene el cuidado de advertirnos que “no es un pleonasmo”; entonces, nos preguntamos lo que puede ser.), “psico-intelectual”, al que se quiere “alimentar” con semejante verdad (¿?), y a quien se quiere hacer creer que está “hecho para conocerla, amarla y servirla”, fiel imitación de ¡lo que el catecismo católico enseña con respecto a su Dios antropomorfo! Como esta “enseñanza espiritualista” parece, en la intención de sus promotores, proponerse una finalidad sentimental y moral, nos preguntamos si vale la pena querer sustituir las viejas religiones que, a pesar de todos sus defectos, tenían al menos un valor incontestable desde ese punto de vista relativo, por bizarras concepciones que no las reemplazarán ventajosamente en ningún aspecto, y que, sobre todo, serán perfectamente incapaces de cumplir la función social que pretenden. 5123 MISCELÁNEA LA GNOSIS Y LAS ESCUELAS ESPIRITUALISTAS

Como ya lo hemos dicho, consideramos al neo-espiritualismo, en la forma que sea, como absolutamente incapaz de reemplazar las antiguas religiones en su papel social y moral, y sin embargo tal es el fin que se propone, de una manera más o menos confesada. Hemos hecho alusión precedentemente, en particular, a las pretensiones de sus promotores, en lo que concierne a la enseñanza; acabamos de leer un discurso pronunciado sobre el asunto por uno de ellos. Como quiera que se diga, encontramos muy poco «equilibrado» el «espiritualismo liberal» de esos «aviadores del espíritu»(?!), que viendo en la atmósfera «dos colosales nimbos cargados hasta la cola (sic) de electricidades contrarias», se preguntan «cómo evitar series de relámpagos, gamas de truenos (sic), caídas de rayos», y que, a pesar de tales presagios amenazantes quieren «afrontar la libertad de enseñanza» como otros han «afrontado las libertades del espacio». Ellos admiten sin embargo que «la enseñanza de la escuela debe permanecer neutra», pero a condición que esta «neutralidad» desemboque en conclusiones «espiritualistas»; nos parece que esa no sería más que una neutralidad aparente, no real, y cualquiera con el menor sentido de la lógica no puede apenas pensar de otro modo al respecto; pero para ellos, al contrario, ¡eso es la «neutralidad profunda»! el espíritu de sistema y las ideas preconcebidas conducen a veces a extrañas contradicciones, y esto es un ejemplo que tenemos que señalar (Podríamos recordar a este propósito, en otro orden de ideas, la actitud de ciertos doctos, que rechazan admitir hechos debidamente comprobados, simplemente porque sus teorías no permiten dar de ellos una explicación satisfactoria.). En cuanto a nosotros, que estamos lejos de pretender una acción social cualquiera, es evidente que esta cuestión de la enseñanza, así planteada, no puede interesarnos de ningún modo. El único método que tendría un valor real sería el de la «instrucción integral (Véase la obra publicada con el título L’instruction intégrale, por nuestro eminente colaborador F.-Ch. Barlet.)»; y desgraciadamente, dada la mentalidad actual, se está lejos, sin duda para mucho tiempo aún, de poder intentar la menor aplicación en Occidente, y particularmente en Francia, donde el espíritu protestante, caro a ciertos «espiritualistas liberales», reina como dueño absoluto en todos los grados y todas las ramas de la enseñanza. 5189 MISCELÁNEA LA GNOSIS Y LAS ESCUELAS ESPIRITUALISTAS

Primero, como quiera que pueda decir M. X., su Dios no es ciertamente el nuestro, pues él cree evidentemente, como además todos los Occidentales modernos, en un Dios “personal” (por no decir individual) y un poco antropomorfo, el cual, en efecto, “nada tiene en común” con el Infinito metafísico (Por lo demás, la misma palabra Dios está tan ligada a la concepción antropomórfica, ha devenido tan incapaz de corresponder a otra cosa, que preferimos evitar su empleo lo más posible, aunque no fuera más que para marcar mejor el abismo que separa la Metafísica de las religiones.). 5195 MISCELÁNEA LA GNOSIS Y LAS ESCUELAS ESPIRITUALISTAS

Uno de los síntomas más destacables de la preponderancia adquirida por el sentimentalismo, es lo que llamamos el «moralismo», es decir, la tendencia claramente marcada a referirlo todo a preocupaciones de orden moral, o al menos a subordinarles todo lo demás, y particularmente lo que se considera como propio del dominio de la inteligencia. La moral, por sí misma, es algo esencialmente sentimental; representa un punto de vista tan relativo y contingente como es posible, y que, por lo demás, ha sido siempre propio de Occidente; pero el «moralismo» propiamente dicho es una exageración de este punto de vista, que no se ha producido sino en una fecha bastante reciente. La moral, cualquiera que sea la base que se le dé, y cualquiera que sea también la importancia que se le atribuya, no es y no puede ser más que una regla de acción; para hombres que no se interesan más que en la acción, es evidente que debe jugar un papel capital, y se apegan a ella tanto más cuanto que las consideraciones de ese orden pueden dar la ilusión del pensamiento en un periodo de decadencia intelectual; esto es lo que explica el nacimiento del «moralismo». Un fenómeno análogo ya se había producido hacia el fin de la civilización griega, pero sin alcanzar, según parece, las proporciones que ha tomado en nuestro tiempo; de hecho, a partir de Kant, casi toda la filosofía moderna está impregnada de «moralismo», lo que equivale a decir que ha dado la preeminencia a la práctica sobre la especulación, considerándose esta práctica, por lo demás, bajo un ángulo especial; esta tendencia llega a su entero desarrollo con esas filosofías de la vida y de la acción de las que ya hemos hablado. Por otra parte, hemos señalado la obsesión, hasta en los materialistas más probados, de lo que se llama la «moral científica», lo que representa más exactamente la misma tendencia; ya se la llame científica o filosófica, según los gustos de cada uno, eso no es nunca más que una expresión del sentimentalismo, y esta expresión no varía siquiera de una manera muy apreciable. En efecto, lo curioso es que las concepciones morales, en un medio dado, se parecen todas extraordinariamente, aunque pretendan fundarse sobre consideraciones diferentes e incluso a veces contrarias; es lo que muestra bien el carácter artificial de las teorías por las que cada uno se esfuerza en justificar reglas prácticas que son siempre las que se observan comúnmente alrededor de él. En suma, esas teorías representan simplemente las preferencias particulares de aquellos que las formulan o que las adoptan; frecuentemente también, un interés partidista no es extraño a ellas: no hay prueba más evidente de ello que la manera en que la «moral laica» (científica o filosófica, poco importa) se pone en oposición con la moral religiosa. Por lo demás, puesto que el punto de vista moral tiene una razón de ser exclusivamente social, la intrusión de la política en semejante dominio no tiene nada de lo que uno deba sorprenderse; eso es quizás menos chocante que la utilización, para fines similares, de teorías que se pretenden puramente científicas; pero, después de todo, el espíritu «cientificista» mismo, ¿no ha sido creado para servir a los intereses de una cierta política? Dudamos mucho que la mayoría de los partidarios del evolucionismo estén libres de toda segunda intención de este género; y, para tomar otro ejemplo, la supuesta «ciencia de las religiones» se parece mucho más a un instrumento de polémica que a una ciencia seria; éstos son casos a los que ya hemos hecho alusión más atrás, y donde el racionalismo es sobre todo una máscara del sentimentalismo. 5419 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA

Esta pretensión inverosímil no hace más que traducir la creencia que tienen los occidentales en su propia superioridad: incluso cuando consienten en tomar en consideración las ideas de los demás, se consideran tan sumamente inteligentes que deben comprender esas ideas mucho mejor que aquellos que las han elaborado, y que les basta mirarlas desde fuera para saber enteramente a qué atenerse a su respecto; cuando se tiene una tal confianza en sí mismo, se pierden generalmente todas las ocasiones que se podrían tener de instruirse realmente. Entre los prejuicios que contribuyen a mantener un tal estado de espíritu, hay uno que hemos llamado el «prejuicio clásico», y al cual ya hemos hecho alusión a propósito de la creencia en la «civilización» única y absoluta, de la que ese prejuicio no es en suma más que una forma particular: debido a que la civilización occidental moderna se considera como la heredera de la civilización grecorromana (lo que no es verdad más que hasta un cierto punto), no se quiere conocer nada fuera de ésta (En un discurso pronunciado en la Cámara de los Diputados por M. Bracke, en el curso del debate sobre la reforma de la enseñanza, hemos reparado en este pasaje característico: «Vivimos en la civilización grecorromana. Para nosotros, no hay otra. La civilización grecorromana es, para nosotros, la civilización sin más». Éstas palabras, y sobre todo los aplausos unánimes que las acogieron, justifican plenamente todo lo que hemos dicho en otra parte sobre el «prejuicio clásico».), y se está persuadido de que todo el resto no tiene interés o no puede ser más que el objeto de una suerte de interés arqueológico; se decreta que no se puede encontrar en otras partes ninguna idea válida, o que al menos, si se encuentran por azar, debían existir también en la antigüedad grecorromana; pero es aún más pintoresco cuando se llega a afirmar que esas ideas no pueden ser más que saqueos hechos a esta última. Aquellos mismos que no piensan expresamente así, por eso no sufren menos la influencia de este prejuicio: hay quienes, aunque proclaman una cierta simpatía por las concepciones orientales, quieren a toda costa hacerlas entrar en los cuadros del pensamiento occidental, lo que equivale a desnaturalizarlas totalmente, y lo que prueba que en el fondo no comprenden nada de ellas; algunos, por ejemplo, no quieren ver en Oriente más que religión y filosofía, es decir, todo lo que allí no se encuentra, y no ven nada de lo que existe en realidad. Nadie ha llevado nunca más lejos estas falsas asimilaciones que los orientalistas alemanes, que son precisamente aquellos cuyas pretensiones son más grandes, y que han llegado hasta monopolizar casi enteramente la interpretación de las doctrinas orientales: con su espíritu estrechamente sistemático, hacen de ellas, no sólo filosofía, sino algo enteramente semejante a su propia filosofía, mientras que se trata de cosas que no tienen ninguna relación con tales concepciones; evidentemente, no pueden resignarse a no comprender, ni evitar reducirlo todo a la medida de su mentalidad, mientras creen hacer un gran honor a aquellos a quienes atribuyen esas ideas «buenas para niños de ocho años». Por lo demás, en Alemania, los filósofos mismos se han mezclado en esto, y Schopenhauer, en particular, tiene ciertamente una buena parte de responsabilidad en la manera en que Oriente es interpretado allí; ¡y cuántas gentes, incluso fuera de Alemania, siguen repitiendo, desde él y su discípulo von Hartmann, frases hechas sobre el «pesimismo búdico», al que suponen incluso gustosamente que constituye el fondo de las doctrinas hindúes! Hay un buen número de europeos que se imaginan que la India es budista, tan grande es su ignorancia, y, como ocurre siempre en parecido caso, no se privan de hablar de ello sin ton ni son; por lo demás, si el público da a las formas desviadas del budismo una importancia desmesurada, la culpa de ello la tienen la cantidad increíble de orientalistas que se han especializado en ellas, y que han encontrado en eso un medio de deformar hasta esas desviaciones del espíritu oriental. La verdad es que ninguna concepción oriental es «pesimista», y que el budismo mismo no lo es; es cierto que tampoco hay en él «optimismo», pero eso prueba simplemente que esas etiquetas y esas clasificaciones no se le aplican, no más que todas aquellas que están hechas igualmente para la filosofía europea, y que no es de esa manera como se les plantean las cuestiones a los orientales; para considerar las cosas en términos de «optimismo» o de «pesimismo», es menester el sentimentalismo occidental (ese mismo sentimentalismo que empujaba a Schopenhauer a buscar «consolaciones» en las Upanishads), y la serenidad profunda que da a los hindúes la pura contemplación intelectual está mucho más allá de esas contingencias. No acabaríamos si quisiéramos reseñar todos los errores del mismo género, errores de los que basta uno solo para probar la incomprehensión total; nuestra intención no es dar aquí un catálogo de los fracasos, germánicos y otros, en los que ha desembocado el estudio de Oriente emprendido sobre bases erróneas y al margen de todo principio verdadero. Hemos mencionado a Schopenhauer porque es un ejemplo muy «representativo»; entre los orientalistas propiamente dichos, ya hemos citado precedentemente a Deussen, que interpreta la India en función de las concepciones de este mismo Schopenhauer; recordaremos también a Max Müller, que se esfuerza en descubrir «los gérmenes del budismo», es decir, al menos según la concepción que él se hacía, de la heterodoxia, hasta en los textos vêdicos, que son los fundamentos esenciales de la ortodoxia tradicional hindú. Podríamos continuar así casi indefinidamente, incluso no anotando más que uno o dos rasgos para cada uno; pero nos limitaremos a agregar un último ejemplo, porque hace aparecer claramente un cierto partidismo que es completamente característico: es el de Oldenberg, que descarta a priori todos los textos donde se cuentan hechos que parecen milagrosos, y que afirma que es menester no ver en ellos más que agregados tardíos, no solo en el nombre de la «crítica histórica», sino bajo pretexto de que los «indogermanos» (sic) no admiten el milagro; que hable, si quiere, en nombre de los alemanes modernos, que por algo son los inventores de la pretendida «ciencia de las religiones»; pero que tenga la pretensión de asociar a los hindúes sus negaciones, que son las del espíritu antitradicional, he ahí lo que rebasa toda medida. Ya hemos dicho en otra parte lo que es menester pensar de la hipótesis del «indogermanismo», que no tiene apenas más que una razón de ser política: el orientalismo de los alemanes, como su filosofía, ha devenido un instrumento al servicio de su ambición nacional, lo que, por lo demás, no quiere decir que sus representantes sean necesariamente de mala fe; no es fácil saber hasta dónde puede llegar la ceguera que tiene como causa la intrusión del sentimiento en los dominios que deberían estar reservados a la inteligencia. En cuanto al espíritu antitradicional que constituye el fondo de la «crítica histórica» y de todo lo que se relaciona con ella más o menos directamente, es puramente occidental y, en Oriente mismo, puramente moderno; nunca insistiremos demasiado en ello, porque esto es lo que repugna más profundamente a los orientales, que son esencialmente tradicionalistas y que no serían nada si no lo fueran, pues todo lo que constituye sus civilizaciones es estrictamente tradicional; así pues, es de este espíritu del que importa deshacerse ante todo si se quiere tener alguna esperanza de entenderse con ellos. 5464 Oriente y Occidente TENTATIVAS INFRUCTUOSAS

Algunos escritores occidentales, con pretensiones más o menos iniciáticas, han querido dar a la cruz una significación exclusivamente astronómica, diciendo que es “un símbolo de la unión crucial que forma la eclíptica con el Ecuador”, y también “una imagen de los equinoccios, cuando el sol, en su curso actual, cubre sucesivamente estos dos puntos” ( NA: Estas citas están tomadas, a título de ejemplo muy característico, de un autor masónico bien conocido, J. M. Ragon ( Ritual del grado de Rosa-Cruz, PP. 25-28 ). ). A decir verdad, si la cruz es eso, es porque, como lo indicábamos más atrás, los fenómenos astronómicos mismos pueden considerarse, desde un punto de vista más elevado, como símbolos, y porque, a este título, puede encontrarse en ellos, así como por toda otra parte, esta figuración del “Hombre Universal” a la que hacíamos alusión en el precedente capítulo; pero, si estos fenómenos son símbolos, es evidente que no son la cosa simbolizada, y que el hecho de tomarlos por ésta constituye una inversión de las relaciones normales entre los diferentes órdenes de realidades ( NA: Es quizás bueno recordar también aquí, aunque ya lo hayamos hecho en otras ocasiones, que es esta interpretación astronómica, siempre insuficiente en sí misma, y radicalmente falsa cuando pretende ser exclusiva, la que ha dado nacimiento a la muy famosa teoría del “mito solar”, inventada hacia el final del siglo XVIII por Dupuis y Volney, reproducida después por Max Müller, y todavía en nuestros días por los principales representantes de una supuesta “ciencia de las religiones” que nos es completamente imposible tomar en serio. ). Cuando encontramos la figura de la cruz en los fenómenos astronómicos u otros, tiene exactamente el mismo valor simbólico que la que podemos trazar nosotros mismos ( Por otra parte, señalamos que el símbolo guarda siempre su valor propio, incluso cuando se traza sin intención consciente, como ocurre concretamente cuando algunos símbolos incomprendidos son conservados simplemente a título de ornamentación. ); eso prueba solo que el verdadero simbolismo, lejos de ser inventado artificialmente por el hombre, se encuentra en la naturaleza misma, o, para decirlo mejor, que la naturaleza entera no es más que un símbolo de las realidades transcendentes. 6064 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ IV

Bien sabemos que esto tiene el inconveniente de ir contra ciertos hábitos adquiridos y de que es difícil liberarse; y empero, no se trata de innovar: lejos de ello, se trata al contrario de retornar a la tradición de que se han apartado, de recobrar lo que se ha dejado perder. ¿No valdría esto más que hacer al espíritu moderno las concesiones más injustificadas, por ejemplo las que se encuentran en tanto tratado de apologética, donde el autor se esfuerza por conciliar el dogma con todo lo que de más hipotético y menos fundado hay en la ciencia actual, para volver a poner en cuestión todo, cada vez que esas teorías sedicentes científicas vienen a ser reemplazadas por otras? Sería muy fácil, empero, mostrar que la religión y la ciencia no pueden entrar realmente en conflicto, por la sencilla razón de que no se refieren al mismo dominio. ¿Cómo no se advierte el peligro que existe en parecer buscar, para la doctrina que concierne a las verdades inmutables y eternas, un punto de apoyo en lo que hay de más cambiante e incierto? ¿Y qué pensar de ciertos teólogos católicos afectados por el espíritu “cientificista” hasta el punto de creerse obligados a tener en cuenta, en mayor o menor medida, los resultados de la exégesis moderna y de la “crítica textual”, cuando seria tan fácil, a condición de poseer una base doctrinal un poco segura, poner en evidencia la inanidad de todo ello? ¿Cómo no se echa de ver que la pretendida “ciencia de las religiones”, tal como se la enseña en los medios universitarios, no ha sido jamás en realidad otra cosa que una máquina de guerra dirigida contra la religión y, más en general, contra todo lo que pueda subsistir aún de espíritu tradicional, al cual quieren, naturalmente, destruir aquellos que dirigen al mundo moderno en un sentido que no puede sino desembocar en una catástrofe? 6612 SFCS LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA

El señor Waite parece admitir una suerte de “espiritualización” por la cual un sentido superior hubiese podido venir a injertarse en algo que no lo contenía originariamente; de hecho, lo que ocurre por lo general es más bien lo inverso; y aquello recuerda un poco demasiado las concepciones profanas de los “historiadores de las religiones”. Encontramos, acerca de la alquimia, un ejemplo muy llamativo de esta especie de trastrueque: el señor Waite piensa que la alquimia material ha precedido a la espiritual, y que ésta no ha aparecido sino con Kuhnrath y Jacob Boehme; si conociera ciertos tratados árabes muy anteriores a éstos, se vería obligado, aun ateniéndose a los documentos escritos, a modificar tal opinión; y además, puesto que reconoce que el lenguaje empleado es el mismo en ambos casos, podríamos preguntarle cómo puede estar seguro de que en tal o cual texto no se trata sino de operaciones materiales. La verdad es que no siempre los autores han experimentado la necesidad de declarar expresamente que se trataba de otra cosa, la cual, al contrario, debía inclusive ser velada por el simbolismo utilizado; y, si ha ocurrido posteriormente que algunos lo hayan declarado, fue sobre todo frente a degeneraciones debidas a que había ya gentes quienes, ignorantes del valor de los símbolos, tomaban todo a la letra y en un sentido exclusivamente material: eran los “sopladores”, precursores de la química moderna. Pensar que puede darse un sentido nuevo a un símbolo que ya no lo poseyera de por sí es casi negar el simbolismo, pues equivale a hacer de él algo artificial, si no enteramente arbitrario, y, en todo caso, puramente humano; y, en este orden de ideas, el señor Waite llega a decir que cada uno encuentra en un símbolo lo que él mismo pone, de modo que su significación cambiaría con la mentalidad de cada época; reconocemos aquí las teorías “psicológicas” caras a buen número de nuestros contemporáneos; ¿y no teníamos razón al hablar de “evolucionismo”? 6665 SFCS EL SANTO GRAAL

Todos los seres, que en todo lo que son dependen de su Principio, deben, consciente o inconscientemente, aspirar a retornar a él; esta tendencia al retorno hacia el Centro tiene también, en todas las tradiciones, su representación simbólica. Queremos referirnos a la orientación ritual, que es propiamente la dirección hacia un centro espiritual, imagen terrestre y sensible del verdadero “Centro del Mundo”; la orientación de las iglesias cristianas no es, en el fondo, sino un caso particular de ese simbolismo, y se refiere esencialmente a la misma idea, común a todas las religiones. En el Islam, esa orientación (qiblah) es como la materialización, si así puede decirse, de la intención (niyyah) por la cual todas las potencias del ser deben ser dirigidas hacia el Principio divino (La palabra “intención” debe tornarse aquí en su sentido estrictamente etimológico (de in-tendere, ‘tender hacia’)) ; y sería fácil encontrar muchos otros ejemplos. Mucho habría que decir sobre este asunto; sin duda tendremos algunas oportunidades de volver sobre él en la continuación de estos estudios ( (Véase Le Roi du Monde, cap. VIII)), y por eso nos contentamos, por el momento, con indicar de modo más breve el último aspecto del simbolismo del Centro. En resumen, el Centro es a la vez el principio y el fin de todas las cosas; es, según un simbolismo muy conocido, el alfa y el omega. Mejor aún, es el principio, el centro y el fin; y estos tres aspectos están representados por los tres elementos del monosílabo Aum en, al cual L. Charbonneau-Lassay había aludido como emblema de Cristo, y cuya asociación con el svástika entre los signos del monasterio de los Carmelitas de Loudun nos parece particularmente significativa ( (He aquí los términos de Charbonneau-Lassay: “…A fines del siglo XV, o en el XVI, un monje del monasterio de Loudun, fray Guyot, pobló los muros de la escalinata de su capilla con toda una serie de emblemas esotéricos de Jesucristo, algunos de los cuales, repetidos varias veces, son de origen oriental, como el Swástika y el Sauwástíka, el Aum y la Serpiente crucificada” (Reg., marzo de 1926))). En efecto, ese símbolo, mucho más completo que el alfa y el omega, y capaz de significaciones que podrían dar lugar a desarrollos casi indefinidos, es, por una de las concordancias más asombrosas que puedan encontrarse, común a la antigua tradición hindú y al esoterismo cristiano del Medioevo; y, en uno y otro caso, es igualmente y por excelencia un símbolo del Verbo, el cual es real y verdaderamente el “Centro del Mundo” ( (R. Guénon ya había tratado sobre el simbolismo del monosílabo Aum en L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. XVI; después volvió en diferentes ocasiones sobre el tema, ante todo en Le Roi du Monde, cap. IV, Además, en esta misma compilación se alude a él en los caps. XIX: “El jeroglífico de Cáncer”, y XXII: “Algunos aspectos del simbolismo del Pez”)). 6729 SFCS LA IDEA DEL CENTRO EN LAS TRADICIONES ANTIGUAS

Si el autor no ha logrado ver el otro aspecto de este simbolismo, ello se debe muy probablemente al influjo ejercido sobre él por las teorías de ciertos “historiadores de las religiones”: siguiendo a éstos admite, en efecto, que la caverna deba vincularse siempre a los cultos “ctonios”, sin duda por la razón, algo demasiado “simplista”, de que está situada en el interior de la tierra; pero esto está muy lejos de la verdad (Esta interpretación unilateral lleva al autor a una singular confusión: cita, entre otros ejemplos, el mito shintoísta de la danza ejecutada ante la entrada de una caverna para hacer salir de ella a la “diosa ancestral” allí escondida; desgraciadamente para su tesis, no se trata de la “tierra madre”, como lo cree y lo dice expresamente, sino de la diosa solar, lo cual es enteramente distinto). Con todo, nuestro autor no puede menos de advertir que la caverna iniciática se da ante todo como una imagen del mundo (En la masonería ocurre lo mismo con la logia, cuyo nombre algunos han relacionado incluso con la palabra sánscrita loka (‘mundo’), lo que en efecto es exacto simbólicamente, si etimológicamente no; pero ha de agregarse que la logia no se asimila a la caverna, y que el equivalente de ésta se encuentra solo, en ese caso, al comienzo mismo de las pruebas iniciáticas, de modo que no se le da otro sentido que el de lugar subterráneo en relación directa con las ideas de muerte y de “descenso”); pero su hipótesis le impide sacar la consecuencia que sin embargo se impone, a saber: siendo las cosas así, la caverna debe formar un todo completo y contener en sí misma la representación del cielo tanto como de la tierra; si ocurre que el cielo se mencione expresamente en algún texto o figure en algún monumento como correspondiente a la bóveda de la caverna, las explicaciones propuestas a este respecto se tornan a tal punto confusas y poco satisfactorias que ya no es posible seguirlas. La verdad es que, muy lejos de constituir un lugar tenebroso, la caverna iniciática está iluminada interiormente, de modo que, al contrario, la oscuridad reina fuera de ella, pues el mundo profano se asimila naturalmente a las “tinieblas exteriores” y el “segundo nacimiento” es a la vez una “iluminación” (En el simbolismo masónico igualmente, y por las mismas razones, las “luces” se encuentran obligatoriamente en el interior de la logia; y la palabra loka, recién mencionada, se relaciona también directamente con una raíz cuyo sentido primero designa la luz). Ahora, si se pregunta por qué la caverna es considerada así desde el punto de vista iniciático, responderemos que la solución se encuentra, por una parte, en el hecho de que el símbolo de la caverna es complementario con respecto al de la montaña, y, por otra, en la relación que une estrechamente el simbolismo de la caverna con el del corazón; nos proponemos tratar por separado estos dos puntos esenciales, pero no es difícil comprender, después de cuanto hemos tenido ya ocasión de decir en otros lugares, que todo eso está en relación directa con la figuración misma de los centros espirituales. 6961 SFCS LA CAVERNA Y EL LABERINTO

“…Si hay un movimiento esencial, es el que ha hecho del hombre un ser vertical, de estabilidad voluntaria, un ser cuyos impulsos de ideal, cuyas plegarias, cuyos sentimientos más elevados y puros suben como un incienso hacia los cielos. De ese ser, el Ser supremo ha hecho un templo en el Templo y para ello le dotó de un corazón, es decir, de un punto de apoyo inmutable, de un centro de movimiento que hace al hombre adecuado a sus orígenes, semejante a su Causa primera. Al mismo tiempo, es verdad, el hombre fue provisto de un cerebro; pero este cerebro, cuya inervación es propia del reino animal íntegro, se encuentra de facto sometido a un orden de movimiento secundario (con respecto al movimiento inicial). El cerebro, instrumento del pensamiento encerrado en el mundo, y transformador, para uso del hombre y del mundo, de ese pensamiento latente, hace a éste realizable por intermedio suyo. Pero solo el corazón, por un aspir y un expir secreto, permite al hombre, permaneciendo unido a su Dios, ser pensamiento vivo. Así, gracias a esta pulsación regia, el hombre conserva su palabra de divinidad y opera bajo la égida de su Creador, observante de su Ley, feliz de una dicha, que le pertenece a él únicamente, de raptarse a sí mismo, apartándose de la vía secreta que lleva de su corazón al Corazón universal, al Corazón divino… Recaído al nivel de la animalidad, por superior que tenga el derecho de llamarse, el hombre ya no tiene que hacer uso sino del cerebro y sus anexos. Obrando así, vive de sus solas posibilidades transformadoras; vive del pensamiento latente expandido en el mundo; pero ya no está en su poder el ser pensamiento vivo. Empero, las religiones, los santos, los monumentos mismos elevados bajo el signo de una ordenación espiritual desaparecida, hablan al hombre de su origen y de los privilegios propios de éste. Por poco que lo quiera, su atención, exclusivamente dirigida a las necesidades inherentes a su estado relativo, puede dedicarse a restablecer en él el equilibrio, a recobrar la felicidad… El exceso de sus extravíos lleva al hombre a reconocer la inanidad de ellos. Sin aliento, he ahí que por un movimiento instintivo se repliega sobre sí mismo, se refugia en su propio corazón, y, tímidamente, trata de descender a su cripta silenciosa. Allí los vanos ruidos del mundo se acallan. Si permanecen aún, quiere decir que la profundidad muda no ha sido alcanzada todavía, que el umbral augusto no ha sido franqueado aún… El mundo y el hombre son uno. Y el Corazón del hombre, el Corazón del mundo, son un solo Corazón”. 7299 SFCS CORAZON Y CEREBRO

“En el hombre, la fuerza centrífuga tiene por órgano el Cerebro, la fuerza centrípeta, el Corazón. El Corazón, sede y conservador del movimiento inicial, está representado en el organismo corpóreo por el movimiento de diástole y de sístole que devuelve continuarnente a su propulsor la sangre generadora de vida física y la rechaza para irrigar el campo de su acción. Pero el Corazón es además otra cosa. Como el sol, que, a la vez que difunde los efluvios de la vida, guarda el secreto de su realeza mística, el Corazón reviste funciones sutiles, no discernibles para quien no se ha inclinado hacia la vida profunda y no ha concentrado su atención en el reino interior del cual él es el Tabernáculo… El Corazón es, en nuestra opinión, la sede y el conservador de la vida cósmica. Las religiones lo sabían, cuando hicieron del Corazón el símbolo sagrado, y también los constructores de catedrales que erigieron el lugar santo en el corazón del Templo. Lo sabían también aquellos que en las tradiciones más antiguas, en los ritos más secretos, hacían abstracción de la inteligencia discursiva, imponían silencio a sus cerebros para entrar en el Santuario y elevarse más allá de su ser relativo hasta el Ser del ser. Este paralelismo del Templo y el Corazón nos reconduce al doble modo de movimiento, que, por una parte (modo vertical), eleva al hombre más allá de sí mismo y lo desprende del proceso propio de la manifestación, y por otra parte (modo horizontal o circular), le hace participar de esa manifestación íntegra”. 7303 SFCS CORAZON Y CEREBRO