Schuon — referências a Clemente de Alexandria
O Esoterismo como princípio e como via
Cuando se habla de esoterismo cristiano no puede tratarse más que de tres cosas: puede tratarse primeramente de gnosis crística, fundada sobre la persona, la enseñanza y los dones de Cristo y beneficiaria eventualmente de conceptos platónicos, lo que en metafísica no tiene nada de irregular19; esta gnosis se ha manifestado especialmente, aunque de una manera muy desigual, en escritos como los de Clemente de Alejandría, Origenes, Dionisio el Areopagita — o el Teólogo o el Místico, si se prefiere —, Escoto Erígena, el maestro Eckhart, Nicolás de Cusa, Jacob Boehme, Angelus Silesius. A continuación puede tratarse de algo completamente diferente, a saber, de esoterismo greco-latino —o próximo-oriental— incorporado al Cristianismo: pensamos aquí ante todo en el hermetismo y en las iniciaciones artesanales. En este caso, el esoterismo es más o menos limitado e incluso fragmentario, reside más bien en el carácter sapiencial del método —hoy perdido— que en la doctrina y el fin; la doctrina era sobre todo cosmológica y, por consiguiente, el fin no sobrepasaba los «pequeños misterios» o la perfección horizontal, o «primordial», si nos referimos a las condiciones ideales de la «edad de oro». En cualquier caso, este esoterismo cosmológico o alquímico, y «humanista» en un sentido todavía legítimo —porque se trataba de devolver al microcosmo humano la perfección del macrocosmo siempre conforme a Dios—, este esoterismo cosmológico cristianizado, decimos, fue esencialmente vocacional, puesto que ni una ciencia ni un arte pueden imponerse a todo el mundo; el hombre elige una ciencia o un arte por razones de afinidad y de cualificación, y no a priori para salvar su alma. Estando la salvación garantizada por la religión, el hombre puede, a posteriori, y sobre esta misma base, sacar provecho de sus dones y sus ocupaciones profesionales, y es incluso normal o necesario que lo haga cuando una ocupación ligada a un esoterismo alquímico o artesanal se imponga a él por un motivo cualquiera. COMPRENDER EL ESOTERISMO

Finalmente, y ante todo, fuera de toda consideración histórica o literaria, se puede y debe entender por «esoterismo cristiano» la verdad pura y simple —metafísica y espiritual— en cuanto se expresa o se manifiesta a través de las formas dogmáticas, rituales y de otra clase, del Cristianismo; o, formulado en sentido inverso, este esoterismo es el conjunto de los símbolos cristianos en cuanto ellos expresan o manifiestan la metafísica pura y la espiritualidad una y universal. Esto es independiente de la cuestión de saber hasta qué punto un Orígenes o un Clemente de Alejandría tenían consciencia de lo que se trataba; cuestión por lo demás superflua, puesto que es evidente que, por razones más o menos extrínsecas, ellos no podían tener consciencia de todos los aspectos del problema, por cuanto fueron ampliamente solidarios de la bhakti que determina la perspectiva específica del Cristianismo. En cualquier caso es importante no confundir el esoterismo de principio con el esoterismo de hecho, o una doctrina virtual, que tiene todos los derechos de la verdad, con una doctrina efectiva, que eventualmente no mantiene todo cuanto promete su propio punto de vista. COMPRENDER EL ESOTERISMO


Da Unidade Transcendente das Religiões
«La salvación no es posible — dice San Dionisio el Areopagita — más que para los espíritus deificados, y la deificación no es más que la unión y la semejanza que uno se esfuerza en tener con Dios… Lo que es compartido uniformemente y, por así decir, en masa con las bienaventuradas Esencias que habitan los Cielos, nos es transmitido a nosotros como en fragmentos y bajo la multiplicidad de símbolos variados en los divinos oráculos. Porque son los divinos oráculos los que fundan nuestra jerarquía. Y por esta palabra hay que entender no solamente lo que nuestros Maestros inspirados nos han dejado en las Santas Cartas y en sus escritos teológicos, sino también lo que ellos transmitieron a sus discípulos mediante una especie de enseñanza espiritual y casi celeste, iniciándoles de espíritu a espíritu de una manera corporal, sin duda, puesto que ellos hablaban, pero que yo ME atrevería a llamar también inmaterial, puesto que no escribían. Pero al tener que traducirse estas verdades en los usos de la Iglesia, los Apóstoles las expusieron bajo el velo de los símbolos y no en su sublime desnudez; porque no todos somos santos y, como dice la Escritura, la Ciencia no es para todos» (NA: Se nos permitirá citar también a un autor católico bien conocido, Paul Vulliaud: «Hemos adelantado que el procedimiento de enunciación dogmática fue, durante los primeros siglos, el de la Iniciación sucesiva; en una palabra, que había un exoterismo y un esoterismo en la religión cristiana. Con perdón, historiadores, pero el vestigio de la «ley del arcano» se encuentra incontestablemente en el origen de nuestra religión… Para captar con toda claridad la enseñanza doctrinal de la Revelación cristiana, es preciso admitir, como anteriormente hemos insistido, el doble grado de la predicación evangélica. La ley que ordenaba no revelar los dogmas más que a los Iniciados se perpetúa durante mucho tiempo para que los más ciegos y los más refractarios puedan sorprenderse ante sus huellas innegables. El historiador Sozomène escribió, a propósito del Concilio de Nicea, que él quería, en primer lugar, aportar detalles sobre él ‘a fin de dejar a la posteridad un monumento público de verdad’. Se le aconseja callar ‘lo que no debe ser conocido más que de los padres y de los fieles’. La ‘ley del secreto’, por consiguiente, se perpetúa en algunos lugares después de la universal divulgación conciliar del Dogma… San Basilio, en su obra Sobre la verdadera y piadosa fe, cuenta que él se abstenía de utilizar términos como Trinidad y consubstancialidad, que no se encuentran en las Escrituras — decía él -, aunque las cosas que significan sí se encuentran en ella… Tertuliano, contra Praxeas, dice que no hace falta hablar, en palabras claras, de la Divinidad de Jesucristo y que se debe llamar Dios al Padre y Señor al hijo… Tales locuciones, habituales, ¿no parecen de todo punto como los indicios de una convención, puesto que esta fórmula de lenguaje reticente se encuentra en todos los autores de los primeros siglos, que es de aplicación canónica?… La primitiva disciplina del cristianismo comportaba una sesión de examen en la que los componentes (NA: los que pedían el bautismo) eran admitidos a la elección. Esta sesión era llamada escrutinio. Se trazaba una señal de la cruz sobre las orejas del catecúmeno, pronunciando Ephpheta, lo que hacía que la ceremonia se llamara el ‘escrutinio de la apertura de los oídos’. Los oídos eran abiertos a la recepción (NA: cabâlâh), a la tradición de las verdades divinas… El problema sinóptico-johánico… no puede resolverse más que recordando la existencia de la doble enseñanza, exotérica y acroamática, histórica y teológica-mística… Hay una teología parabólica. Ella formaba parte de ese patrimonio que Teodoreto llama, en el Prefacio de su Comentario al Cantar de los Cantares, la ‘herencia paterna’, lo que significa la transmisión del sentido que se aplica a la interpretación de las Escrituras… El dogma, en su parte divina, constituía la revelación reservada a los Iniciados, bajo ‘la disciplina del arcano’. Tenzelius pretendía remontar el origen de esta ‘ley del secreto’ a fines del siglo IX… Emmanuel Schelstrate, bibliotecario del Vaticano, la constataba con razón en los siglos apostólicos. En realidad, el modo esotérico de transmisión de las verdades divinas y de interpretación de los textos existía entre los judíos como entre los gentiles y, en fin, más tarde, entre los cristianos… Si nos obstinamos en no estudiar los procedimientos iniciáticos de Revelación, no llegaremos jamás a tener una asimilación subjetiva inteligente del Dogma. Las antiguas liturgias no son suficientemente tenidas en consideración y, de la misma manera, la erudición hebraica es absolutamente descuidada… Los Apóstoles y los Padres conservaron en el secreto y el silencio la ‘Majestad de los Misterios’; San Dionisio el Areopagita buscó con afectación el empleo de palabras oscuras; como Cristo fingía llamarse el ‘Hijo del Hombre’, él llama al bautismo la Iniciación de la Teogenesia… La disciplina del arcano fue muy legítima. Los profetas y el propio Cristo no revelaron los divinos arcanos con una claridad que los hiciese comprensibles a todos» (NA: Paul Vulliaud: Etudes d’Esotérisme catholique). En fin, permítasenos citar también, y a pesar de la longitud del texto, a un autor de principios del siglo XIX: «En sus orígenes, el cristianismo fue una iniciación semejante a la de los paganos. Hablando de esta religión, exclama Clemente de Alejandría: ‘¡Oh misterios verdaderamente sagrados! ¡Oh luz pura! Al resplandor de las antorchas cae el velo que cubre a Dios y al cielo. Yo ME convierto en santo desde que soy iniciado. El Señor mismo es el hierofante; El pone su sello al adepto que ilumina y lo recomienda eternamente a su padre. He aquí las orgías de mis misterios. Venid a haceros recibir’. Se podrían tomar estas palabras por una simple metáfora, pero los hechos prueban que es preciso interpretarlas al pie de la letra. Los evangelios están llenos de calculadas reticencias, de alusiones a la iniciación cristiana. En ellos se lee: ‘El que pueda adivinar que adivine; el que tenga oídos que oiga.’ Al dirigirse a la muchedumbre, Jesús emplea siempre parábolas: ‘Buscad, dice, y encontraréis; llamad y se os abrirá…’ Las asambleas eran secretas. No se era admitido a ellas más que en determinadas condiciones. No se llegaba al conocimiento completo de la doctrina sino después de franquear tres grados de instrucción. Los iniciados, pues, se repartían en tres clases. La primera era la de los auditores, la segunda la de los catecúmenos o competentes y la tercera la de los fieles. Los auditores constituían una especie de novicios a los que se preparaba, mediante ciertas prácticas e instrucciones, para recibir la comunicación de los dogmas del cristianismo. Una parte de estos dogmas era revelada a los catecúmenos, los cuales, después de las purificaciones ordenadas, recibían el bautismo, o la iniciación de la teogenesia (NA: generación divina), como la llama San Dionisio en su Jerarquía eclesiástica; se convertían desde ese momento en domésticos de la fe y tenían acceso a las iglesias. Nada había en los misterios de secreto u oculto para los fieles; todo se hacía en su presencia; ellos podían verlo y oírlo todo; tenían derecho a asistir a toda la liturgia; les estaba prescrito examinarse atentamente, a fin de que no se deslizara entre ellos ningún profano o iniciado de un grado inferior; y el signo de la cruz les servía para reconocerse unos a otros. Los misterios se dividían en dos partes. La primera era llamada misa de los catecúmenos, porque los miembros de esta clase podían asistir a ella; comprendía todo cuanto se dice desde el comienzo del oficio divino hasta la recitación del símbolo. La segunda se llamaba misa de los fieles. Comprendía la preparación del sacrificio, el sacrificio mismo y la acción de gracias que sigue. Cuando comenzaba esta misa, un diácono decía en alta voz: sancta sanctis; loris canes! (NA: ¡las cosas santas son para los santos; que se retiren los perros!). Entonces se expulsaba a los catecúmenos y a los penitentes, es decir, a los fieles que, teniendo alguna falta grave que reprocharse, habían sido sometidos a las expiaciones ordenadas por la Iglesia y no podían asistir a la celebración de los espantosos misterios, como los llama San Juan Crisóstomo. Una vez solos, los fieles recitaban el símbolo de la fe, a fin de estar seguros de que todos los asistentes habían recibido la iniciación y de que se podía hablar delante de ellos, abiertamente y sin enigmas, de los grandes misterios de la religión y sobre todo de la Eucaristía. Se mantenía la doctrina y la celebración de este sacramento en un secreto inviolable; y si los doctores hablaban de ellos en sus sermones o en sus libros no era sino con una gran reserva, a medias palabras, enigmáticamente. Cuando Diocleciano ordenó a los cristianos entregar a los magistrados sus libros sagrados, aquellos que, por temor a la muerte, obedecieron este edicto del emperador, fueron expulsados de la comunión de los fieles y considerados como traidores y apóstatas. En San Agustín se puede ver qué dolor conmovió a la Iglesia al ver las sagradas Escrituras en manos de los infieles. A los ojos de la Iglesia significaba una horrible profanación cuando un hombre no iniciado entraba en el templo y asistía al espectáculo de los misterios sagrados. San Juan Crisóstomo señala un hecho de este género al papa Inocencio I. Soldados bárbaros habían entrado en la iglesia de Constantinopla la víspera de Pascua: ‘Las mujeres catecúmenas, que se habían desvestido para ser bautizadas, se vieron obligadas por el terror a huir completamente desnudas; aquellos bárbaros no les dieron tiempo a cubrirse. Entraron en los lugares en que se conservan con profundo respeto las cosas santas, y algunos de entre ellos, que no estaban todavía iniciados en nuestros misterios, vieron todo lo que había allí de sagrado.’ El número de los fieles, que aumentaba de día en día, llevó a la Iglesia, en el siglo VII, a instituir las órdenes menores, entre las que se encontraban los porteros, que sucedieron a los diáconos y a los subdiáconos en la función de guardar las puertas de las iglesias. Hacia el año 700, todo el mundo fue admitido a la visión de la liturgia, y de todo el misterio que rodeaba en los primeros tiempos el ceremonial sagrado, no se ha conservado más que la costumbre de recitar secretamente el canon de la misa. Sin embargo, en el rito griego el oficiante celebra, todavía hoy día, el oficio divino detrás de unas cortinas, que no es descorrida más que en el momento de la elevación; pero en este momento, los asistentes deben estar posternados o inclinados de tal forma que no pueden ver el santo sacramento.» (NA: F.-T..B. Clavel, Histoire pittoresque de la Franc-Maçonerie et des Sociétés secrètes anciennes et modernes.)). VIII