Miguel Cruz Hernández
Desde la anterior situación hay que comprender la obra de Ruzbihan Baqli Shirazi, nacido en Pasa, en la región de Fars (la «Persia» en sentido estricto) en 522/1128 y muerto en Shiráz en 606/1209. Escribió varias obras, alguna de gran calidad literaria. Su pensamiento encierra un primer mérito en el material místico de primera mano que aporta. A petición de un amigo escribió un diario espiritual, que recoge sus experiencias extáticas. Desde niño poseyó una experiencia mística excepcional, no apoyada en construcción teórica alguna y en la cual se le mostraron dulces y bellas presencias, ángeles, profetas y santos. A los quince años abandona el hogar, cuando una visión extraordinaria le muestra cuál es su alto grado dentro de la jerarquía mística. Más tarde se suceden nuevas visiones: contemplaciones angélicas, que le conducen hasta alturas místicas que sólo había franqueado Ali ibn Abi Talib; visiones de criaturas excepcionalmente hermosas, músicas celestes, paisajes, flores y auroras arreboladas, ya que el color rojo tiene especial sentido extático. Estas visiones culminan con su encuentro con el proto-profeta Jezr ( = Jetró), iniciador de Moisés, con cuyo magisterio Ruzbihan alcanza el grado correspondiente a los siete ‘abdales, cumbre de la «jerarquía» que rodea el polo del Imam oculto. Mas, con independencia de la belleza lírica y amorosa de la obra de Ruzbihan, otro de sus valores es la mostración de las sucesivas moradas y pruebas que constituyen la dialéctica amorosa del ascenso espiritual, a través de las «teofanías», hasta alcanzar la cumbre del sentido del monoteísmo (tawhid) esotérico. La primera morada está representada por la prueba del Velo. La Realidad Esencial o Tesoro Oculto es por esencia velada. Para desvelarse ha producido el mundo, a través del cual El puede conocerse en sus criaturas, y éstas le conocen. La principal novedad de Ruzbihan reside en sustituir la Primera Inteligencia, el Nous eterno, por lo que él llama el Espíritu, que constituye la primera gran teofanización. Por este Espíritu subsisten las esencias individuales espirituales preternales de todos los seres, o sea: los Santos-Espíritus, cuyo estatuto entitativo, aunque privado de sucesión temporal, reside en la sucesión ontológica al modo aviceniano. Cada uno de los seres se comporta como un ojo totalmente entregado a la contemplación de la Luz que le dio el ser. Entonces surge el Primer Velo. Dios siente celos de Sí mismo. Ya no es El Solo testigo de Sí mismo; hay otro testigo fuera de sí. Dios tiene que volver a sólo autoposeerse. Para ello esquiva al Espíritu de Su contemplación. Las criaturas se contemplan entonces a sí mismas. La visión de la criatura por sí misma constituye el Segundo Velo. Dios quiere ser conocido por un Testigo, pero tal testimoniante sólo puede ser El mismo. Por esto se manifiesta como pura efusión de belleza, produciendo el mundo invisible, el mundo del misterio, el Adán celeste, los mundos contingentes hasta el microcosmos humano. El hombre al recorrer el camino ascendente desde sus sentidos a Dios lo que hace es ir corriendo, velo tras velo, hasta llegar a los sesenta velos.
Las obras fundamentales para conocer su pensamiento son:
*Sarh-i Sattiyyat (comentario a las paradojas de los sufies. Pub. por Henry Corbin con el título «Commentaire sur les paradoxes des soufis». Texto persa con introducción francesa. Teherán-París, 1966.
*Kitáb-i Abhar al-asbiqm (Libro del Jazmín de los fieles del amor). Pub. por Henry Corbin y M. Mocin con el título de «Le Jasmin des Fideles d’amour», con doble introducción y traducción del cap. I. Teherán-París, 1958.
*’Ara’is al-Bayan (Las «esposas» místicas de la exposición alcoránica). Comentario místico del Alcorán, Lucknow, 1301/1883.
[Excertos de Miguel Cruz Hernández]
Henry Corbin
Entre las visiones que Rûzbehân de Shirâz describió en su Diarium spirituale, algunas ilustran de manera particularmente explícita el simbolismo del polo. En sueños, o más bien, en la mayor parte de sus visiones, en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, todas las criaturas se revelan a él reunidas en el interior de una casa; numerosas lámparas difunden una luz viva; sin embargo, un muro le impide llegar hasta ellas; sube entonces a la terraza de la casa, que es su propia morada; encuentra allí a dos personajes muy hermosos que tienen la apariencia de shaykhs sufíes y en los cuales — precisión de importancia capital — reconoce su propia imagen.
Los tres juntos consumen una especie de comida mística, compuesta de panes de trigo y un aceite tan sutil que parecía una pura substancia espiritual. A continuación, uno de los dos shaykhs pregunta a Rûzbehân si sabe qué era esa substancia. Como lo ignora, el shaykh le dice: «Era aceite de la constelación de la Osa, que habíamos recogido para ti». Después de salir de su visión, Rûzbehân continuó pensando en ella, pero le hizo falta cierto tiempo, confiesa, para comprender que había en ella una alusión a los siete polos (aqtâb, más generalmente los siete abdâl) del pleroma celestial, y que Dios le había dispensado la substancia pura de su grado místico, es decir, lo había admitido en el plano de los siete intercesores y maestros de iniciación que están invisiblemente en nuestro mundo. «Entonces — escribe — concentré mi atención en la constelación de la Osa, y observé que formaba siete orificios por los que Dios se mostraba a mí. “¡Dios mío!”, exclamé “¿qué es esto?”. Él me dijo: “Son los siete orificios del Trono”.»
Así como Hermes es invitado en el relato de Sohravardi a subir hasta las almenas del Trono, aquí Rûzbehân, admitido entre los siete abdâl que rodean el Polo (en términos chiítas, el «Imam oculto»), es entronizado en la cima de la misteriosa jerarquía espiritual e invisible, sin la cual la vida sobre la tierra no podría seguir existiendo. La idea y la estructura de esta jerarquía mística que domina la teosofía del sufismo y sobre todo, en el chiísmo, del shaykhismo, están en correspondencia con la idea y la estructura de una astronomía esotérica; una y otra ejemplifican una misma imagen-arquetipo del mundo. Rûzbehân añade estos detalles que confirman que lo que él percibe en su visión del polo, del norte cósmico, es el umbral del más allá y el lugar de las teofanías: «Cada noche — escribe — seguí observando estos orificios en el cielo, hacia los que me empujaba mi amor y mi ardiente deseo. Y una noche vi que estaban abiertos, y vi al Ser divino que se manifestaba a mí por esos orificios. Me dijo: “Me manifesté a ti por estas aberturas; ellas forman siete mil umbrales (en correspondencia con las siete estrellas principales de la constelación) hasta el umbral del pleroma angélico (malakût). Y me muestro a ti por todas a la vez”».
Las visiones de Rûzbehân ilustran así de forma óptima un doble tema: el del polo y el de la walâyat, la «iniciación», cuya clave de bóveda es el polo que agrupa y escalona a su alrededor a los miembros de una pura Ecclesia spiritualis, que se mantienen desconocidos para el común de los hombres e invisibles a sus ojos. El empleo del término árabe qotb, «eje» (najmat al-Qotb: la Estrella Polar), refleja aquí la imagen del extremo del eje del molino fijado en la muela inferior inmóvil, que atraviesa por un orificio central la muela superior móvil cuya rotación dirige. La cúpula celeste es el homólogo del elemento móvil, mientras que la Estrella Polar representa el orificio por el que pasa un eje imaginario. Las estrellas más próximas a la Estrella Polar participan de su preeminencia y están investidas de una energía y una significación especiales (las invocaciones a la constelación de la Osa, en ciertos documentos gnósticos o mágicos, dan testimonio de ello). Estas siete estrellas tienen sus homólogos en el cielo espiritual. Acabamos de ver cómo Rûzbehân las denomina «los siete polos», y son designadas con frecuencia como los siete abdâl, los siete personajes misteriosos que, de ciclo en ciclo, se suceden sustituyéndose unos a otros. Lo mismo que la constelación de la Osa domina y «ve» la totalidad del cosmos, ellos mismos son los ojos por los que el más allá mira el mundo. (Corbin Homem Luz)