Pero volvamos sobre la Impersonalidad divina mencionada más arriba: hablando con rigor, esta Impersonalidad es más bien una No-Personalidad, es decir, que ella no es ni personal ni impersonal, sino suprapersonal; en todo caso, no hace falta comprender el término «Impersonalidad» en el sentido de una privación, porque de lo que se trata aquí es, por el contrario, de la absoluta Plenitud e Ilimitación que no está determinada por nada, ni siquiera por Sí misma. Es la Personalidad la que, con respecto a la Impersonalidad, significa una suerte de privación o, diríamos, de «determinación privativa», y no a la inversa; no hace falta decir, sin embargo, que entendemos aquí por «Personalidad» no otra cosa que el «Dios personal» o «Ego divino», si se nos permite la expresión, y no el Sí, que es el Principio trascendente del yo y al que se le puede llamar, en un sentido que no tiene nada de restrictivo, la Personalidad por referencia a la individualidad. Lo que distinguimos es, pues, como se habrá comprendido, de una parte la «Persona divina», prototipo principal de la individualidad, y, de otra parte, la Impersonalidad, que es, por así decir, la Esencia infinita de esta Persona; esta distinción de la Persona divina, que manifiesta una Voluntad particular en tal mundo simbólicamente único, con respecto a la Realidad divina impersonal, que manifiesta por el contrario la Voluntad divina esencial y universal a través de las formas del Querer divino particular o personal – y a veces en aparente contradicción con él -, esta distinción, decimos, es completamente fundamental en el esoterismo, no solamente porque ella lo es ante todo en doctrina metafísica, sino también, secundariamente, porque explica la antinomia que puede aparecer entre los dos dominios, exotérico y esotérico. Por ejemplo, es preciso distinguir, en Salomón, su conocimiento esotérico, que se refiere a lo que hemos llamado, a falta de un término mejor, la «Impersonalidad divina», de su ortodoxia exotérica, es decir, de su conformidad con el Querer de la «Persona divina»; no es contra este Querer, sino en virtud del dicho conocimiento, como el gran constructor del TEMPLO de Yahvé reconoció a la divinidad en otras formas reveladas, aunque fuesen ya decaídas; por consiguiente, no es su decadencia o su «paganismo» el que acepta, sino su pureza primitiva siempre recognoscible en su simbolismo, de suerte que se puede decir que las acepta a través del velo de su decadencia; por otra parte, la insistencia que pone el Libro de la Sabiduría sobre la vanidad de la idolatría, ¿no es como un desmentido a la interpretación exotérica que formula el Libro de los Reyes? Como quiera que sea, el Rey Profeta, pese a estar él mismo más allá de las formas, no debió de sufrir menos las consecuencias de lo que su universalismo tenía de contradictorio en el plano formal; y como la Biblia afirma esencialmente una forma, el monoteísmo judaico, y lo hace inclusive según el modo eminentemente formal que es el simbolismo histórico que por definición se liga a los acontecimientos, debió censurar la actitud de Salomón en tanto estaba en contradicción con la manifestación personal de la Divinidad; pero, al mismo tiempo, la Biblia deja entender que la infracción no compromete a la persona misma del sabio (NA: Así, el Corán afirma que «Salomón no era un impío» (NA: o «herético»: mâ kafara Sulaymân) (NA: azora el-baqarah, 102) y le exalta en estos términos: «¡Qué excelente servidor fue Salomón! En verdad, él estaba (NA: en su espíritu) constantemente vuelto hacia Alá» (NA: los comentaristas añaden: «Glorificándole y alabándole sin descanso») (NA: azora cad, 30). Sin embargo, el Corán hace alusión a una prueba enviada a Salomón por Dios, luego a una plegaria de arrepentimiento del Rey-Profeta y finalmente a la favorable acogida divina (NA: ibíd., 34-36); ahora bien, el comentario de este pasaje enigmático concuerda simbólicamente con el relato del Libro de los Reyes, porque cuenta que una de las esposas de Salomón adoró, en su propio palacio y sin que él lo supiera, a un ídolo; Salomón perdió su anillo, y con él su reino, durante unos días; en seguida encontró su anillo, y con él, recuperó su reino; luego rogó a Dios que le perdonara y obtuvo de El un poder más amplio y más maravilloso que el que tenía antes.). La actitud «irregular» de Salomón atrajo sobre su reino el cisma político; es la única sanción a que se refiere la Escritura, y constituiría verdaderamente un castigo completamente desproporcionado si el Rey-Profeta hubiese practicado un politeísmo real, lo que, de hecho, no fue en ningún momento el caso. La sanción mencionada alcanza exactamente el terreno en que se había producido la «irregularidad», no más allá; y así la memoria de Salomón ha seguido siendo venerada no solamente en el seno del Judaísmo y especialmente de la Kabala, sino igualmente en el Islam tanto sharita como sufí; en cuanto al Cristianismo, ya se sabe los comentarios que ha inspirado a un San Gregorio, un Teodoreto, un San Bernardo y a tantos otros el Cantar de los Cantares. Tenemos todavía que precisar que si la antinomia entre las dos grandes «dimensiones» de la tradición surge en la propia Biblia, que es, no obstante, un libro sagrado, es porque el modo de expresión de este libro, como la forma misma del Judaísmo, otorga la preponderancia al punto de vista exotérico, casi se podría decir «social» e inclusive «político» – no en un sentido profano, bien entendido -, mientras que en el Cristianismo la relación es inversa, y que en el Islam, síntesis de los genios judaico y cristiano, las dos «dimensiones» tradicionales se muestran en equilibrio; es por esto por lo que el Corán no considera a Salomón (NA: Seyidnâ Sulaymân) más que bajo su aspecto esotérico y en su calidad de Profeta (NA: El libro sagrado del Islam enuncia la impecancia de los Profetas en estos términos: «Ellos no preceden (NA: a Alá) por la palabra (NA: no hablando los primeros) y actúan según su mandamiento» (NA: azora el-anbiyah, 27); lo que viene a decir que los Profetas no hablan sin inspiración ni actúan sin una orden divina; ahora bien, esta impecancia no es compatible con las «acciones imperfectas» (NA: dhunûb) de los Profetas más que en virtud de la verdad metafísica de las dos Realidades divinas, una personal y otra impersonal, cuyas manifestaciones respectivas pueden contradecirse en el terreno de los hechos, al menos en los grandes espirituales, nunca en el común de los mortales. La palabra dhanb, si tiene igualmente el sentido de «pecado», sobre todo de «pecado por inadvertencia», tiene ante todo y originariamente el sentido de «imperfección en la acción», o de «imperfección resultante de una acción»; es por esto por lo que esta palabra dhanb se emplea sólo cuando se trata de Profetas, y no se usa la palabra ithm, que significa exclusivamente «pecado», insistiendo sobre el carácter intencional de éste; si se quisiera ver una contradicción entre la impecabilidad de los Profetas y la imperfección extrínseca de ciertas de sus acciones, se debería igualmente estimar incompatibles la perfección de Cristo y sus palabras sobre la naturaleza humana: «¿Por qué ME llamas bueno? Sólo Dios es bueno.» Estas palabras responden por otra parte también a la cuestión de saber por qué David y Salomón no previeron un cierto conflicto con tal grado de Ley universal; y es que la naturaleza individual guarda siempre ciertos «puntos ciegos» cuya presencia entra en la definición misma de esta naturaleza; no hay que decir que esta limitación necesaria de toda substancia individual no alcanza a la realidad espiritual a la que esta substancia se encuentra unida de una manera, por así decir, «accidental», porque no hay ninguna medida común entre lo individual y lo espiritual que, sí, no es otra cosa que lo divino. 179 UTR: III
Pero, antes de abordar este tema, hemos de considerar todavía otro aspecto de la cuestión que acabamos de tratar: el Evangelio contiene estas palabras de Cristo: «La Ley y los Profetas llegan hasta Juan: desde entonces se anuncia el reino de Dios y cada cual ha de esforzarse por entrar en él» (NA: Lc 16, 16), y, por otra parte, el Evangelio refiere que, en el instante de la muerte de Cristo, el velo del TEMPLO se rasgó de arriba abajo, suceso que, como las palabras citadas, indica que el advenimiento de Cristo puso fin al Mosaísmo; ahora bien, se podría objetar que el Mosaísmo, como Palabra divina, no es en modo alguno susceptible de anulación, puesto que «nuestra Thora es para la eternidad y nada se puede quitar ni añadir a ella» (NA: Maimónides); ¿cómo conciliar, pues, la abolición del Mosaísmo o, más bien, del ciclo glorioso de su existencia, con la «eternidad» de la Revelación mosaica? En primer lugar, hay que comprender que esta abolición, aunque es real en el orden a que ella concierne, no deja de ser por eso menos relativa, mientras que la realidad intrínseca del Mosaísmo es absoluta, por lo mismo que es divina, y es esta cualidad divina la que se opone necesariamente a la supresión de una Revelación, al menos durante tanto tiempo como la forma doctrinal y ritual de ésta permanezca intacta, como es el caso del Mosaísmo, sin que Cristo haya tenido que conformarse a ella (NA: Es conveniente, sin embargo, hacer notar que la decadencia del esoterismo judaico en la época de Cristo – ¡Nicodemo, doctor de Israel, ignoraba el misterio de la resurrección!- permitía considerar el Mosaísmo en su totalidad, y en relación a la nueva Revelación, como un exoterismo exclusivo, es decir, de alguna manera masivo, manera de ver que no tiene, sin embargo, más que un valor accidental y provisional, por lo mismo que limitado al origen del Cristianismo; como quiera que sea, la Ley mosaica no debía condicionar el acceso a los nuevos Misterios tal como lo haría el exoterismo en relación al esoterismo del que es el complemento, y fue otro exoterismo el que se constituyó para la nueva religión, pero con vicisitudes de adaptación y de interferencias que continuaron durante siglos. Paralelamente, el Judaísmo, por su parte, reconstituía y readaptaba su exoterismo en el nuevo ciclo de su historia, la diáspora, y parece que hubo aquí un proceso de alguna manera correlativo al del Cristianismo, y esto gracias precisamente al amplio influjo de espiritualidad que representaba la manifestación del Verbo crístico. Todos los elementos cercanos al medio de esta manifestación experimentaron directa o indirectamente, abiertamente o de una forma cubierta, sus influencias, y fue así como se produjo, durante el primer siglo del ciclo cristiano, de un lado la desaparición de los misterios antiguos, de los que una parte fue absorbida por el mismo esoterismo cristiano, y de otro lado una irradiación de las fuerzas espirituales en las tradiciones mediterráneas, por ejemplo en el neoplatonismo; por lo que se refiere al Judaísmo, ha existido hasta nuestros días, y sin duda existe hoy mismo, una verdadera tradición esotérica, cualquiera que sea la época exacta en la que se haya operado ese enderezamiento por causa de la manifestación de Cristo y el comienzo del nuevo ciclo tradicional, la diáspora, y cualquiera que haya sido más tarde el papel verosímilmente análogo del Islam con relación al Judaísmo como con relación al Cristianismo.). La abolición del Mosaísmo por Cristo procede de la Voluntad divina, pero la permanencia intangible del Mosaísmo es todavía de un orden más profundo, en el sentido en que procede de la Esencia divina misma, de la que esa Voluntad no es más que una manifestación particular, como una ola es una manifestación particular del agua cuya naturaleza ella no podría modificar. La Voluntad divina manifestada por Cristo no podía afectar más que un modo particular del Mosaísmo, no su cualidad «eterna»; por consiguiente, aunque la Presencia real (NA: Shekhinah) haya dejado el Santo de los Santos del TEMPLO de Jerusalén, esta divina Presencia permanece siempre en Israel, no ya, es cierto, a la manera de un fuego ininterrumpido localizado en un santuario, sino como una piedra de fuego que, sin manifestar el fuego de una manera permanente, lo contiene, sin embargo, virtualmente y puede manifestarlo periódica o incidentalmente. 345 UTR: VI
24. Cristo, al emplear la violencia contra los mercaderes del TEMPLO, mostró que esta actitud no podía excluirse. 705 FSCI 1
«Dios habla sucintamente», como dicen los rabinos, y esto explica también las elipsis audaces, incomprensibles a primera vista, al igual que las superposiciones de sentidos, que se encuentran en las Revelaciones (6); además, y éste es un principio crucial, la verdad está, para Dios, en la eficacia espiritual o social de la palabra o del símbolo, no en la exactitud del hecho cuando ésta es psicológicamente inoperante o incluso nociva; Dios quiere salvar antes que informar, pone la mira en la sabiduría y la inmortalidad y no en el saber exterior, y menos aún en la curiosidad. Cristo llamó a su cuerpo «el TEMPLO», lo cual puede sorprender cuando se piensa que esta palabra designaba a priori, y aparentemente con mayor razón, un edificio de piedra; pero el templo de piedra era mucho menos que Cristo receptáculo del Dios vivo -puesto que Cristo había venido- y en realidad el nombre «TEMPLO» correspondía con mayor razón a Cristo que al edificio hecho de mano del hombre. Diremos incluso que el TEMPLO, el de Salomón lo mismo que el de Herodes, era la imagen del cuerpo de Cristo, pues la sucesión temporal no interviene para Dios. Así es cómo las Escrituras sagradas desplazan a veces palabras e incluso hechos en función de una verdad superior que a los hombres se les escapa. Pero no sólo existen las dificultades intrínsecas de los libros revelados, existen también su lejanía en el tiempo y las diferencias de mentalidad de las distintas épocas, o, digamos, la desigualdad cualitativa de las fases del ciclo humano; en el origen -se trate de la época de los Rishis o de la de Muhammad- el lenguaje era diferente de lo que es en nuestros días; las palabras no estaban gastadas, contenían infinitamente más de lo que podemos adivinar; muchas cosas que eran evidentes para el lector antiguo podían silenciarse, pero tuvieron que ser expresamente explicadas -y no «añadidas»- en una época posterior (7). 765 FSCI 2
En el uso terrenal, es decir, como objeto material y símbolo humano, el Velo oculta por una parte lo sagrado puro y simple y, por otra, lo ambiguo o lo peligroso. Desde este último punto de vista, diremos que Mâyâ posee un carácter de ambigüedad por el hecho de que vela y revela y que, desde el punto de vista de su dinamismo, aleja de Dios porque ella crea, al tiempo que acerca a Dios porque reabsorbe o libera. La belleza en general y la música en particular suministran una imagen elocuente del poder de ilusión, en el sentido de que ellas tienen una cualidad a la vez exteriorizadora e interiorizadora y de que actúan en un sentido o en otro según la naturaleza y la intención del hombre: naturaleza pasional e intención de placer, o naturaleza contemplativa e intención de «recuerdo» en el sentido platónico de la palabra. Se vela a la mujer como en el Islam se prohibe el vino, y se le quita el velo – en ciertos ritos o en ciertas danzas rituales (NA: Se habla de una «danza de los siete velos», en un sentido maléfico en el caso de Salomé danzando delante de Herodes, y en un sentido benéfico en el caso de la reina de Saba danzando delante de Salomón, lo que evoca precisamente la doble función de la belleza, de la mujer, y del vino. – En el caso de la Santísima Virgen y según los comentaristas del Corán, los siete velos se convierten en siete puertas, que Zacarías tenía que abrir con una llave todas las veces que visitaba a María en el TEMPLO; Zacarías representa el alma privilegiada que penetra en el misterio gracias a una «llave», lo que representa otra imagen del «levantamiento del velo»- . Es así cómo el séptimo día de la creación marca el retorno al Origen, o la «paz en el Vacío», como dirían los taoístas, o el encuentro con la Realidad principial, «desnuda», puesto que no está manifestada. Hay un sentido análogo en la noción del «séptimo Cielo», que coincide con el «Jardín de la Esencia».)- con la intención de una magia por analogía, pues el descubrimiento de la belleza con vibración erótica evoca, a la manera de un catalizador, la revelación de la Esencia liberadora y beatífica; de la Hagîgah, la «Verdad-Realidad», como dirían los sufíes. Es en virtud de esta analogía como los sufíes personifican el Conocimiento beatífico y embriagador bajo la forma de Laîla, a veces de Salmâ, personificación que por lo demás se ha concretado, desde el punto de vista de la realidad humana y en el mundo semítico, en la Santa Virgen, que combina en su persona la substancia de santidad y la humanidad concreta; la santidad deslumbrante e inviolable y la belleza misericordiosa que la comunica con pureza y dulzura. Como todo ser celestial, María manifiesta el Velo universal en su función de transmisión: es Velo porque ella es forma, pero es Esencia por su contenido y, por consiguiente, por su mensaje. Ella es a la vez cerrada y abierta, inviolable y generosa (NA: La Iglesia rusa celebra una «fiesta del Velo» en el recuerdo de una aparición de María en Constantinopla, en el curso de la cual la Virgen levantó su velo luminoso y lo sostuvo, de una forma milagrosa, por encima de la asistencia. Ahora bien, la palabra rusa pokrof significa a la vez «velo» e «intersección»: la Mâyâ que disimula la Esencia es al mismo tiempo la que comunica las gracias.); ella está «vestida de sol» porque está vestida de Belleza, «esplendor de lo Verdadero», y es «negra pero bella» porque el velo es a la vez cerrado y transparente, o porque, después de haber sido cerrado en virtud de la inviolabilidad, se abre en virtud de la misericordia. La Virgen está «vestida de sol» porque, como Velo, ella es transparente: la Luz, que es al mismo tiempo la Belleza, se comunica con tal potencia que parece consumir el Velo y abolir el cubrimiento, de suerte que el Interior que es la razón de ser de la forma, parece, por decirlo así, envolver la forma transubstanciándola. «Quien ME ha visto ha visto a Dios»: estas palabras, o su equivalente, se encuentran en los mundos tradicionales más diversos y se aplican especialmente también a la «divina María», «vestida de sol», puesto que está reabsorbida en él y como contenida en él (NA: Los Avatâras se encuentran «contenidos» en el Logos celestial que representan sobre la tierra o del que manifiestan una función, como asimismo están contenidos preexistencialmente en los Nombres divinos, que diversifican los misterios indiferenciados de la Esencia y cuyos aspectos son innumerables. En el Sufismo, la Santísima Virgen personifica la Sophia preexistencial y «existenciadora»: el Logos, en cuanto «concibe» las criaturas, las «engendra» después y finalmente las «forma» o las «embellece»; si María representa así al Logos no manifestado y silencioso – nigra sum sed formosa -, Jesús será el Logos manifestado y legislador.). Ver a Dios viendo al hombre-teofanía es en cierto modo ver la Esencia antes que la forma: es sufrir la huella del contenido divino junto con la del continente humano, y «antes» que éste en razón de la preeminencia de lo divino. El Velo se ha convertido en Luz, ya no hay Velo. 2382 EPV: I EL MISTERIO DEL VELO
Como las mitologías arias – hindú, grecorromana y nórdica – el chamanismo hiperbóreo, del que forma parte la tradición a la vez diferenciada y homogénea de los indios de América del Norte, da testimonio de una interpretación sacra de la naturaleza virgen: ésta hace las veces de TEMPLO así como de Libro divino (NA: Asimismo, los pieles rojas tienen el mérito de haber sido siempre los defensores de la naturaleza y de la solidaridad humana con ella. Sus portavoces declaran en nuestros días que «no queremos la igualdad, sino la posibilidad de vivir nuestra vida; rechazamos la vía de los blancos. Nuestros valores se fundan en el respeto a la naturaleza: según nosotros, el hombre es poseído por la tierra, no es él quien la posee».). Ahí hay un elemento de esoterismo – por lo demás evidente, puesto que se trata de una supervivencia de la religión primordial – que el exoterismo monoteísta y semítico debía excluir por el hecho de que estaba obligado a oponerse al naturalismo de las religiones paganizadas, pero que, en el plano de la religio perennis o de la verdad a secas, conserva todos sus derechos incluso en el marco de los monoteísmos abrahámicos; pues nadie puede impedir que la naturaleza en general y sus contenidos nobles en particular – a pesar de una cierta maldición global pero completamente relativa – manifieste a Dios y sean vehículos de gracias, que pueden comunicar bajo ciertas condiciones tanto objetivas como subjetivas (NA: Como quiera que sea, la prescripción bíblica de «someter la tierra» no hace más que definir al hombre; destinada a priori a semitas nómadas, no corre el riesgo de ser mal interpretada – en el sentido de una declaración de guerra a la naturaleza – más que en un clima europeo, aristotélico y civilizacionista.). 3704 EPV: III LA DANZA DEL SOL