Verbo (FS)

Para volver al tema principal que nos hemos propuesto tratar en este libro, insistiremos sobre que la unidad de las religiones no solamente no es realizable, en el plano exterior, el plano de las formas, sino que no debe si quiera ser realizada, suponiendo que fuese posible, sobre este plano, sin que las formas reveladas fuesen desprovistas de razón suficiente; y decir que son reveladas es como decir que son queridas por el VERBO divino. Al hablar de «unidad trascendente» queremos decir que la unidad de las formas religiosas debe ser realizada de una manera puramente interior y espiritual, sin ser traicionada por ninguna forma particular. Los antagonismos de estas formas no perjudican más a la Verdad una y universal que los antagonismos entre los colores opuestos a la transmisión de la luz una e incolora, por utilizar la misma imagen que antes; y de la misma manera que todo color, por su, negación de la oscuridad y su afirmación de la luz, permite encontrar el rayo que la hace visible y remontar este rayo hasta su fuente luminosa, de la misma manera toda forma, todo símbolo, toda religión, todo dogma, por su negación del error y su afirmación de la Verdad, permite remontar el rayo de la Revelación, que no es otro que el del Intelecto, hasta su Manantial divino. 29 UTR: PREFACIO

La pretensión exotérica de la detentación exclusiva de la verdad tropieza, pues, como acabamos de ver, con la objeción axiomática de que no existe un hecho único, por la simple razón de que es rigurosamente imposible que un tal hecho exista, pues sólo la unicidad es única y un hecho no es la unicidad; esto es lo que ignora la ideología «creyente», que no es otra cosa, en el fondo, que la confusión interesada entre lo formal y lo universal. Las ideas que se afirman en una forma religiosa – tales como la idea del VERBO o la de la Unidad divina – no pueden no afirmarse, de una manera o de otra, en las otras religiones; de la misma manera los medios de gracia o de realización espiritual de que dispone tal sacerdocio no pueden no encontrar equivalente en otra parte; y, añadiremos, es precisamente en la medida en que un medio de gracia es importante o indispensable, como se reencontrará necesariamente en todas las formas ortodoxas bajo un modo apropiado al respectivo ambiente. 107 UTR: II

Si Cristo hubiese podido ser la manifestación única del VERBO, suponiendo que esta unicidad de manifestación fuese posible, su nacimiento habría debido tener por efecto reducir instantáneamente el universo a cenizas. 117 UTR: II

Todas estas cuestiones ayudarán a hacer comprender que la Divinidad manifiesta Su Personalidad mediante tal o cual Revelación, y Su suprema Impersonalidad mediante la diversidad de formas de Su VERBO. 131 UTR: II

Hemos hecho notar más arriba que, en el estado normal de la humanidad, ésta se compone de varios mundos distintos. Muchos, sin duda, nos objetarán que Cristo no mencionó jamás esta delimitación del mundo ni, por otra parte, la existencia de un esoterismo. A esta objeción, responderemos que tampoco explicó a los judíos cómo debían interpretar sus palabras que, sin embargo, les escandalizaron; por lo demás, el esoterismo se dirige precisamente a «los que tienen oídos para oír» y que, por este hecho, no tienen ninguna necesidad de puestas a punto o pruebas que puedan necesitar aquéllos a quienes el esoterismo no se dirige; en cuanto a la enseñanza que Cristo haya podido reservar a sus discípulos o a algunos de entre ellos, no iban a ser explicitadas en los Evangelios, puesto que dicha enseñanza está contenida en ellos bajo una forma sintética y simbólica, la única que admiten las Escrituras sagradas. Por otra parte, Cristo, en su calidad de Encarnación divina, hablaba necesariamente de modo absoluto, en razón de una cierta subjetivación de lo Absoluto que tiene lugar en los Hombres-Dios y sobre la que no nos podemos extender aquí (NA: René Guénon explica esta subjetivación en los siguientes términos: «La vida de ciertos seres, considerada según las apariencias individuales, presenta hechos que están en correspondencia con los de orden cósmico y son en cierto modo, desde el punto de vista exterior, una imagen o una reproducción de éstos; pero, desde el punto de vista interior, esta relación debe ser inversa, porque siendo estos seres realmente el Mahâ-Purusha, son los hechos cósmicos los que verdaderamente son modelados sobre su vida o, hablando más exactamente, sobre aquello de lo cual esta vida es una expresión directa, mientras que los hechos cósmicos en sí mismos no son más que una expresión reflejada de ella» (NA: Etudes traditionnelles, marzo 1939).); El no tenía pues que tener en cuenta contingencias que quedaban fuera del dominio de su misión, y no tenía por qué especificar que existen mundos tradicionales «sanos» – por servirnos del término evangélico – fuera del mundo «enfermo» al que concierne su mensaje; no tenía tampoco por qué explicar que, al decir de sí mismo que era «el camino, la verdad y la vida», en sentido absoluto, es decir, «principial», no entendía en modo alguno limitar por esto la manifestación universal del VERBO, sino que, por el contrario, afirmaba su identidad esencial con este último, cuya manifestación cósmica vivía él mismo de modo subjetivo (NA: Citemos este adagio sufí: «Nadie puede encontrar a Alá si no ha encontrado antes al Profeta»; es decir, nadie llega a Dios si no es mediante Su VERBO, cualquiera que sea el modo de revelación de este último; o aún en un sentido más específicamente iniciático: nadie alcanza el «Sí mismo» divino si no es a través de la perfección del «yo» humano. Importa subrayar que cuando se dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», esto es absolutamente verdadero para el VERBO divino (NA: «Cristo»), y relativamente verdadero para Su manifestación humana (NA: «Jesús»); una verdad absoluta, en efecto, no puede limitarse a un ser relativo. Jesús es Dios, pero Dios no es Jesús; el Cristianismo es divino, pero Dios no es cristiano.); de ahí la imposibilidad, en semejante ser, de considerarse a sí mismo desde el simple punto de vista de las existencias relativas, si bien este punto de vista se encuentra comprendido en toda naturaleza humana y debe afirmarse accesoriamente; pero esto no interesa para nada a la perspectiva específicamente esotérica. 135 UTR: II

Después de esta disgresión, volvamos a los aspectos más directos de la cuestión de la unidad de las formas religiosas. Nos proponemos mostrar ahora cómo la universalidad simbólica de cada una de estas formas implica limitaciones de cara a la universalidad en sentido absoluto. Afirmaciones verdaderas que tienen por objeto hechos sagrados – que manifiestan necesariamente y por definición verdades trascendentes – tales, como la persona de Cristo, pueden en efecto volverse más o menos falsas cuando se las saca artificialmente de su cuadro providencial; éste es, para el Cristianismo, el mundo occidental, en el cual Cristo es «la Vida», con artículo determinado y sin epíteto. Este cuadro ha sido roto por el desorden moderno y «la humanidad» se ha dilatado exteriormente de una manera artificial o cuantitativa; de ahí resulta que unos se niegan a ver otros «Cristos» y que otros llegan a la conclusión inversa, negando a Jesús la cualidad crística; es como si, ante el descubrimiento de otros sistemas solares, unos mantuviesen que no hay más que un sol, el nuestro, mientras que otros, al ver que nuestro sol no era el único, negaran que es un sol y concluyeran que no hay ningún sol, puesto que ninguno es único. La verdad está entre las dos opiniones: nuestro sol es, sin duda, «el sol», pero único solamente en relación con el sistema del cual es el centro; como hay muchos sistemas solares, hay muchos soles, lo que no impide, por otra parte, que cada uno de ellos sea único por definición. El sol, el león, el águila, el helianto, la miel, el ámbar, el oro son otras tantas manifestaciones del principio solar, cada uno de ellos único y simbólicamente absoluto en su orden; el hecho de que pierdan este carácter de unicidad cuando se les quitan los límites que encuadran estos órdenes y hacen de ellos especies de sistemas cerrados o microcosmos, y que entonces aparezca la relatividad de esta «unicidad», no se opone al hecho de que, en sus órdenes respectivos y para estos órdenes, estas manifestaciones se identifiquen con el principio solar, revistiendo modos apropiados a las posibilidades del orden que es respectivamente el suyo. Afirmar que Cristo no es «el Hijo de Dios», sino solamente «un hijo de Dios» sería, pues, falso, porque el VERBO es único, y cada una de Sus manifestaciones refleja esencialmente esta divina unicidad. 281 UTR: V

Algunos pasajes del Nuevo Testamento permiten entrever que el mundo del cual Cristo es «el sol» se identifica con el Imperio romano que representaba el dominio providencial de expansión y de vida para la civilización cristiana: cuando se menciona en estos textos a «cuantas naciones hay bajo el cielo» (NA: Act. 2, 5-11), no se trata en realidad más que de los pueblos conocidos en el mundo romano (NA: Al hablar de «judíos, varones piadosos de cuantas naciones hay bajo el cielo», es evidente que la Escritura no puede considerar a los japoneses o los peruanos, pese a que estos pueblos pertenezcan igualmente a este mundo terrestre que se encuentra «bajo el cielo»; el mismo texto precisa por otra parte, más adelante, lo que significaba para los autores neotestamentarios este conjunto de «cuantas naciones hay bajo el cielo»: «Partos, medos, elamitas, los que habitan Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios» (NA: Act. 2, 5-1 1). La misma concepción necesariamente restringida del mundo geográfico y étnico se encuentra implicada en estas palabras de San Pablo: «Ante todo doy gracias a Dios por Jesucristo, por todos vosotros (NA: de la Iglesia de Roma), de que vuestra fe es conocida en todo el mundo.» (NA: Rom., 1,8); ahora bien, es evidente que el autor no pretendía sostener que la fe de la Iglesia primitiva de Roma tenía renombre entre todos los pueblos que, según los conocimientos geográficos actuales, forman parte de «todo el mundo».); y de la misma manera, cuando se dice que «en ningún otro hay salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo» (NA: Act. 4, 12), no hay ninguna razón para admitir que hay que entender este «cielo» de otra forma que en el primer pasaje citado, a menos que se entienda el nombre de «Jesús» como designación simbólica del mismo VERBO, lo que equivaldría a decir que no hay en el mundo más que un solo nombre, el del VERBO, por el que los hombres podrían ser salvados, cualquiera que sea la manifestación divina que este nombre designe en particular, o, en otros términos, cualquiera que sea la forma particular de este nombre eterno: «Jesús», «Buda» u otro. 283 UTR: V

Estas consideraciones suscitan una cuestión que no es posible dejar pasar en silencio: la actividad de los misioneros que trabajan fuera del mundo predestinado y normal del Cristianismo, ¿es legítima? A esto hay que responder que la senda de los misioneros – a pesar de que ellos se beneficien materialmente de circunstancias anormales, como es el hecho de que la expansión occidental sobre otras civilizaciones no se debe más que a la aplastante superioridad material resultante de la desviación moderna -, esta senda, íbamos a decir, comporta un carácter sacrificial, al menos en principio; por consiguiente, la realidad subjetiva de esta senda guardará siempre un sentido místico, y ello independientemente de la realidad objetiva de la actividad misionera. El aspecto positivo que esta actividad toma de su origen evangélico no puede, en efecto, desaparecer enteramente por el solo hecho de que el mundo cristiano haya desbordado sus límites – lo que, por otra parte, había tenido ya lugar antes de la época moderna, pero sólo por excepción y en otras condiciones – y se haya ido extendiendo sobre mundos que, siendo «cristianos» sin Cristo Jesús, pero no sin el Cristo universal, que es el VERBO inspirador de toda Revelación, no tienen que ser convertidos; pero este aspecto positivo de la actividad misionera no se manifestará, en el mundo objetivo, más que en casos más o menos excepcionales, ya sea porque la influencia espiritual emanante de un hombre santo o de una reliquia sobrepase en fuerza una influencia espiritual autóctona disminuida por el materialismo de hecho de tal medio local, sea inclusive porque la religión cristiana se adapte mejor a la mentalidad particular de ciertos individuos, lo que presupone, sin embargo, en el caso de estos últimos, una incomprensión de su propia tradición y la presencia de aspiraciones, espirituales o no, a las cuales responda el Cristianismo de una forma o de otra. La mayoría de estas observaciones valen, bien entendido, también en sentido inverso y en beneficio de las tradiciones no cristianas, con la diferencia, sin embargo, de que en este caso las conversiones son mucho más raras, y ello por razones que no significan en absoluto una ventaja para Occidente: en primer lugar, los orientales no tienen colonias ni «protectorados» en Occidente, ni mantienen misiones poderosamente protegidas, y, en segundo lugar, los occidentales se vuelven con mayor voluntad hacia la pura y simple incredulidad que hacia una espiritualidad extraña (NA: Sin embargo, desde mediados del siglo XX asistimos al fenómeno de un número creciente de occidentales que se vuelven hacia formas de espiritualidad oriental, auténticas o falsas.). En cuanto a las reservas que se pueden formular respecto a la actividad misionera, es importante no perder jamás de vista que no concernirían en ningún caso a su aspecto directo y evangélico – además de que este mismo aspecto sufre forzosamente una disminución e incluso una decadencia debidas a las circunstancias anormales que hemos señalado -, sino únicamente a su solidaridad con la barbarie occidental moderna. 285 UTR: V

Después de esta disgresión, que era indispensable para mostrar un aspecto importante de la expansión musulmana, volveremos sobre una cuestión más fundamental: la de la dualidad de sentido inherente a las prescripciones divinas concernientes a las cosas humanas. Esta dualidad se encuentra prefigurada en el mismo nombre de «Jesu-Cristo». «Jesús» – como Gautama.y como Mahoma – indica el aspecto limitado, relativo, de la manifestación del Espíritu, y designa el soporte de esta manifestación; «Cristo» – como «Buda» y «Rasul Alá»- indica la realidad universal de esta misma manifestación, es decir, el VERBO como tal; y esta dualidad de aspectos se vuelve a encontrar, pese a que la teología no se sitúe en un punto de vista que permita sacar de él todas sus consecuencias, en la distinción entre la «naturaleza humana» y la «naturaleza divina» de Cristo. 313 UTR: V

Pero, antes de abordar este tema, hemos de considerar todavía otro aspecto de la cuestión que acabamos de tratar: el Evangelio contiene estas palabras de Cristo: «La Ley y los Profetas llegan hasta Juan: desde entonces se anuncia el reino de Dios y cada cual ha de esforzarse por entrar en él» (NA: Lc 16, 16), y, por otra parte, el Evangelio refiere que, en el instante de la muerte de Cristo, el velo del Templo se rasgó de arriba abajo, suceso que, como las palabras citadas, indica que el advenimiento de Cristo puso fin al Mosaísmo; ahora bien, se podría objetar que el Mosaísmo, como Palabra divina, no es en modo alguno susceptible de anulación, puesto que «nuestra Thora es para la eternidad y nada se puede quitar ni añadir a ella» (NA: Maimónides); ¿cómo conciliar, pues, la abolición del Mosaísmo o, más bien, del ciclo glorioso de su existencia, con la «eternidad» de la Revelación mosaica? En primer lugar, hay que comprender que esta abolición, aunque es real en el orden a que ella concierne, no deja de ser por eso menos relativa, mientras que la realidad intrínseca del Mosaísmo es absoluta, por lo mismo que es divina, y es esta cualidad divina la que se opone necesariamente a la supresión de una Revelación, al menos durante tanto tiempo como la forma doctrinal y ritual de ésta permanezca intacta, como es el caso del Mosaísmo, sin que Cristo haya tenido que conformarse a ella (NA: Es conveniente, sin embargo, hacer notar que la decadencia del esoterismo judaico en la época de Cristo – ¡Nicodemo, doctor de Israel, ignoraba el misterio de la resurrección!- permitía considerar el Mosaísmo en su totalidad, y en relación a la nueva Revelación, como un exoterismo exclusivo, es decir, de alguna manera masivo, manera de ver que no tiene, sin embargo, más que un valor accidental y provisional, por lo mismo que limitado al origen del Cristianismo; como quiera que sea, la Ley mosaica no debía condicionar el acceso a los nuevos Misterios tal como lo haría el exoterismo en relación al esoterismo del que es el complemento, y fue otro exoterismo el que se constituyó para la nueva religión, pero con vicisitudes de adaptación y de interferencias que continuaron durante siglos. Paralelamente, el Judaísmo, por su parte, reconstituía y readaptaba su exoterismo en el nuevo ciclo de su historia, la diáspora, y parece que hubo aquí un proceso de alguna manera correlativo al del Cristianismo, y esto gracias precisamente al amplio influjo de espiritualidad que representaba la manifestación del VERBO crístico. Todos los elementos cercanos al medio de esta manifestación experimentaron directa o indirectamente, abiertamente o de una forma cubierta, sus influencias, y fue así como se produjo, durante el primer siglo del ciclo cristiano, de un lado la desaparición de los misterios antiguos, de los que una parte fue absorbida por el mismo esoterismo cristiano, y de otro lado una irradiación de las fuerzas espirituales en las tradiciones mediterráneas, por ejemplo en el neoplatonismo; por lo que se refiere al Judaísmo, ha existido hasta nuestros días, y sin duda existe hoy mismo, una verdadera tradición esotérica, cualquiera que sea la época exacta en la que se haya operado ese enderezamiento por causa de la manifestación de Cristo y el comienzo del nuevo ciclo tradicional, la diáspora, y cualquiera que haya sido más tarde el papel verosímilmente análogo del Islam con relación al Judaísmo como con relación al Cristianismo.). La abolición del Mosaísmo por Cristo procede de la Voluntad divina, pero la permanencia intangible del Mosaísmo es todavía de un orden más profundo, en el sentido en que procede de la Esencia divina misma, de la que esa Voluntad no es más que una manifestación particular, como una ola es una manifestación particular del agua cuya naturaleza ella no podría modificar. La Voluntad divina manifestada por Cristo no podía afectar más que un modo particular del Mosaísmo, no su cualidad «eterna»; por consiguiente, aunque la Presencia real (NA: Shekhinah) haya dejado el Santo de los Santos del Templo de Jerusalén, esta divina Presencia permanece siempre en Israel, no ya, es cierto, a la manera de un fuego ininterrumpido localizado en un santuario, sino como una piedra de fuego que, sin manifestar el fuego de una manera permanente, lo contiene, sin embargo, virtualmente y puede manifestarlo periódica o incidentalmente. 345 UTR: VI

Ocurre que los musulmanes, para quienes el Corán representa lo que Cristo representa para los cristianos, reprochan a éstos el no tener un libro equivalente al Corán, es decir, un libro único, a la vez doctrinal y legislativo, y escrito en el lenguaje mismo de la Revelación, y ellos ven en la pluralidad de los Evangelios y de otros textos del Nuevo Testamento la señal de una división, agravada por el hecho de que estos escritos no se han conservado en la lengua que hablaba Jesús, sino en una lengua no semítica, o inclusive traducidos de esta lengua a otra completamente extraña a los pueblos surgidos de Abraham, y, en fin, que estos textos son traducibles a cualquier lengua extranjera; esta confusión es análoga en un todo a esa que consiste en reprochar al Profeta el haber sido un simple mortal. En efecto, mientras que el Corán es la Palabra divina, es el Cristo viviente en la Eucaristía, y no el Nuevo Testamento, quien es el VERBO divino; el Nuevo Testamento no juega sino un papel de soporte, lo mismo que el Profeta no es más que un soporte del mensaje divino y no este mensaje en sí mismo. El recuerdo, el ejemplo y la intersección del Profeta están subordinados al Libro revelado. 381 UTR: VII

Ahora nos proponemos mostrar en qué consiste en realidad la diferencia entre las manifestaciones crística y mahometana. Importa, sin embargo, subrayar que tales diferencias no conciernen más que a la manifestación de los Hombres-Dios, y no a su realidad interior y divina que es idéntica, lo que el Maestro Eckhart enuncia en estos términos: «Todo cuanto la Sagrada Escritura dice de Cristo se confirma igualmente en su totalidad en todo hombre bueno y divino», es decir, en todo hombre que posea la plenitud de la realización espiritual, según su «amplitud» y su «exaltación»; y Shrî Râmakrishna: «En lo Absoluto yo no soy, y tú no eres, y Dios no es, porque El (NA: lo Absoluto) está más allá de la palabra y el pensamiento. Pero por mucho tiempo que exista cualquier cosa fuera de mí, yo debo adorar a Brahma, en los límites de lo mental, como algo que se encuentra fuera de mí.» Esta enseñanza explica, por una parte, cómo Cristo pudo orar, siendo El mismo divino y, por otra parte, cómo el Profeta, aunque apareció expresamente como hombre por el hecho de su modo particular de manifestación, pudo ser divino en su realidad interior. En este orden de ideas, hemos de precisar aún lo que sigue: la perspectiva dogmatista se funda esencialmente sobre un «hecho» al que atribuye un carácter absoluto; por ejemplo, la perspectiva cristiana se funda sobre el estado espiritual supremo, realizado por Cristo e inaccesible al individualismo místico, pero ella lo atribuye sólo a Cristo, de ahí la negación, al menos en la teología ordinaria, de la Unión metafísica, o de la Visión beatífica en esta vida. Añadamos que el esoterismo, por voz de un Maestro Eckhart, lleva el misterio de la Encarnación al orden de las leyes espirituales, atribuyendo al hombre que ha alcanzado la santidad suprema los caracteres del Cristo, salvo la misión profética, o más bien redentora. Un ejemplo análogo es el de ciertos sufíes que reivindican para tal o cual de sus escritos una inspiración igual a la del Corán; ahora bien, este grado de inspiración, en el Islam exotérico, no es atribuido más que al Profeta, conforme a la perspectiva dogmatista que se funda siempre sobre un «hecho trascendente», que reivindica exclusivamente para tal o cual manifestación del VERBO. 403 UTR: VII

Anteriormente, hemos hecho alusión al hecho de que es el Corán el que corresponde rigurosamente al Cristo-Eucaristía, y que es él el que constituye la gran manifestación paraclética, «descendimiento» (NA: tanzil) efectuado por el Espíritu Santo (NA: Er-Rûh, designado por el nombre de Jibrîl en su función reveladora); el papel del Profeta será, por consiguiente, análogo, e inclusive simbólicamente idéntico bajo el aspecto considerado, al de la Santísima Virgen, que también estuvo en el plano de recepción del VERBO; y lo mismo que la Virgen, fecundada por el Espíritu Santo, es «Corredentora» y «Reina del Cielo», creada antes que el resto de la Creación, de la misma manera el Profeta, inspirado por el mismo Espíritu paraclético, es «Enviado de Misericordia» (NA: Rasûl Er-Rahmah) y «Señor de las dos existencias» (NA: de la de «aquí abajo» y de la del «más allá») (NA: Sayid el-kawnayn), y fue igualmente creado antes que todos los demás seres. Esta «creación anterior» significa que la Virgen y el Profeta encarnan una realidad principial o metacósmica (NA: La opinión según la cual es Cristo quien habría sido el Mleccha-Avatâra, el «descendimiento divino de los Bárbaros» (NA: o «para los Bárbaros»), o sea, la novena encarnación de Vishnú, es rechazable, en primer lugar por una razón de carácter tradicional y después por una razón de principio: primeramente, Buda siempre ha sido considerado por los hindúes como un Avatâra, pero como el hinduismo debía excluir forzosamente el Budismo, se explicaba la aparente herejía búdica por la necesidad de abolir los sacrificios sangrientos y la de inducir al error a los hombres corrompidos, a fin de precipitar la marcha fatal del kali-yuga; en segundo lugar, diremos que es imposible que un ser que encuentre su lugar «orgánico» en el sistema hindú pertenezca a otro mundo que la India, y sobre todo a un mundo tan alejado como era el mundo judaico.); ambos se identifican – en su papel receptivo, no en su Conocimiento divino ni, por lo que respecta a Mahoma, en su función profética, con el aspecto pasivo de la Existencia universal (NA: Prakriti; en árabe El-Lawh el-mahfûzh, «la Mesa Guardada»), y es por esto por lo que la Virgen es «inmaculada» y, desde el punto de vista simplemente físico, «virgen», mientras que el Profeta es «iletrado» (NA: ummî), como, por lo demás, lo eran también los Apóstoles – es decir, puro de la contaminación de un saber humano, o de un saber adquirido humanamente; esta pureza es la condición primera de la recepción del Don paraclético, y por lo mismo, en el orden espiritual, la castidad, pobreza, humildad y demás formas de la simplicidad o unidad, son indispensables para la recepción de la Luz divina. A fin de precisar más todavía la relación de analogía entre la Virgen y el Profeta, añadiremos que este último, en el estado particular en que se encontraba sumido durante las Revelaciones, es directamente comparable a la Virgen cuando llevaba dentro de sí al Niño Jesús o cuando le daba a luz; pero en razón de su función profética, Mahoma realiza una dimensión nueva y activa mediante la que se identifica – sea cuando profiere las azoras coránicas, sea en general cuando el «Yo divino» habla por su boca – directamente con Cristo, que es El mismo lo que para el Profeta es la Revelación, y cada una de cuyas palabras, por consiguiente, es Palabra divina. En el Profeta, sólo las «palabras del Muy Santo» (NA: ahâdîth quddûsiyah) presentan, fuera del Corán, este carácter divino; sus otras palabras proceden del grado secundario de inspiración (NA: nafath Er-Rûh, la Smriti hindú), grado que es también el de algunas partes del Nuevo Testamento, especialmente de las Epístolas. Pero volvamos a la «pureza» del Profeta: en éste se encuentra el equivalente exacto de la «Inmaculada Concepción»; según el relato tradicional, dos ángeles hendieron el pecho del niño Mahoma y le lavaron con nieve el «pecado original» que aparecía bajo la forma de una mancha negra sobre su corazón. Mahoma, como María, o como la «naturaleza humana» de Jesús, no es pues un hombre ordinario, y es por esto por lo que se dice que «Mahoma es un (NA: simple) hombre, no como un hombre (NA: ordinario), sino a la manera de una piedra preciosa entre las piedras (NA: vulgares)» (NA: Muhammadun basharun lâ kal-bashari bal hua kal-yaqûti bayn al-hajar). Recuérdese aquí la fórmula del Ave María: «Bendita tú eres entre todas las mujeres», lo que indica que la Virgen, en sí misma y aparte de la recepción del Espíritu Santo, es una «piedra preciosa» en relación con las demás criaturas, es decir, una especie de «norma sublime». 405 UTR: VII

Aunque el Profeta no ocupa en el Islam el lugar que ocupa Cristo en el Cristianismo, no por eso deja de tener, como era necesario por otra parte, una situación central en la perspectiva islámica. Nos queda por precisar en virtud de qué verdad puede y debe ser así y, por otra parte, cómo integra el Islam en su perspectiva a Cristo, aun reconociéndole, en cierto modo a través de su nacimiento virginal, su carácter solar. El VERBO, según esta perspectiva, no se manifiesta en tal hombre aislado, sino en la función profética – en el sentido más elevado del término – y ante todo en los Libros revelados; ahora bien, al ser real la función profética de Mahoma y siendo el Corán una auténtica revelación, los musulmanes, que no admiten más que estos dos criterios, no ven ninguna razón para preferir Jesús a Mahoma; por el contrario, ellos deben dar a este último la preeminencia, por la simple razón de que, siendo el último representante de la función profética, recapitula y sintetiza todas las formas de ésta y cierra el ciclo de la manifestación del VERBO, de ahí la denominación de «Sello de los Profetas» (NA: Khâtam el-anbiyâ); es esta situación única la que confiere a Mahoma la posición central que le confiere el Islamismo, y la que permite llamar al mismo VERBO «Luz mahometana» (NA: Nûr muhammadî). 409 UTR: VII

Hemos dejado entrever ya más arriba que, en su realidad interior, Mahoma se identifica con el VERBO, como Cristo y como, por otra parte, fuera de la perspectiva específicamente dogmatista, todo ser que haya realizado la plenitud metafísica; de donde estos ahâdîth: «Quien ME ha visto, ha visto a Dios (NA: bajo Su aspecto de Verdad absoluta)» (NA: Man ra’ânî faqad râ’al-Haqq), y «El (NA: Mahoma) era Profeta (NA: VERBO) cuando Adán estaba todavía entre el agua y el limo» (NA: Fakâna nabiyen wa Adamu baynal-mâ’i wat-tîn), palabras que se pueden relacionar con éstas de Cristo: «Yo y el Padre somos Uno», y «En verdad os digo, que antes de que Abraham existiera, ya existía Yo». 415 UTR: VII

Lo que estamos obligados a llamar, a falta de un término mejor, el exoterismo cristiano, no es estrictamente análogo, ni por su origen ni por su estructura, a los exoterismos judaico y musulmán. Mientras que éstos han sido instituidos como tales desde su origen, en el sentido de que forman parte de la Revelación aunque distinguiéndose netamente del elemento esotérico, lo que fue más tarde el exoterismo cristiano no aparece apenas como tal en la misma Revelación crística, o al menos no aparece en ella más que incidentalmente. Es verdad que los textos más antiguos, especialmente las epístolas de San Pablo, dejan entrever un modo exotérico o dogmatista; así ocurre, por ejemplo, cuando la relación jerárquica principial que existe entre el esoterismo y el exoterismo es presentada como una relación en cierto modo histórica existente entre la Nueva y la Antigua Alianza, siendo entonces ésta identificada con la «letra que mata» y aquélla con el «espíritu que vivifica», (NA: La interpretación exotérica de una tal palabra equivale a un verdadero suicidio, porque ella debe volverse inevitablemente contra el exoterismo que la ha anexionado; esto es lo que demostró la Reforma, que se apoderó, en efecto, ávidamente de dichas palabras (NA: II Cor. 3,6) para hacer de ellas su principal arma, usurpando así el puesto que habría debido volver normalmente al esoterismo.) sin que sea tenida en cuenta, en esta forma de hablar, la realidad integral inherente a la Antigua Alianza, es decir, a lo que, precisamente, equivale principialmente a la Nueva Alianza, y de la que ésta no es más que una forma o adaptación nueva. Este ejemplo muestra cómo el punto de vista dogmatista o teológico (NA: El Cristianismo fue el heredero del Judaísmo, cuya forma coincide con el origen mismo de este punto de vista; es casi superfluo insistir sobre que la presencia de éste en el Cristianismo primitivo no aminora en nada la esencia iniciática de este último. «Hay – dice Orígenes – diversas formas del VERBO bajo las cuales El se revela a Sus discípulos, conformándose al grado de luz de cada uno, según el grado de sus progresos en la santidad.» (NA: Contra Cels., IV, 16.)), en lugar de abarcar una verdad integralmente, elige, por razones de oportunidad, un solo aspecto y le presta un carácter exclusivo y absoluto. Sin este carácter dogmático, no se debe olvidar jamás, la verdad religiosa permanecería ineficaz respecto al fin particular que su punto de vista se propone en virtud mismo de las dichas razones de oportunidad. Se da aquí, pues, una doble restricción de la verdad pura: de una parte, se presta a un aspecto de la verdad integral y, de otra parte, se atribuye a lo relativo un carácter absoluto; además, este punto de vista de oportunidad entraña la negación de todo lo que, no siendo ni accesible ni indispensable para todos sin distinción, sobrepasa por esto la razón de ser de la perspectiva teológica y debe ser dejado fuera de ésta, de donde las simplificaciones y síntesis simbólicas propias de todo exoterismo (NA: Así, los exoterismos semíticos niegan la transmigración del alma y, por consiguiente, la existencia de un alma inmortal en los animales, o incluso el fin cíclico total que los hindúes llaman mahâ-pralaya, fin que implica el aniquilamiento de toda la creación (NA: samsâra); estas verdades no son en absoluto indispensables para la salvación y comportan inclusive ciertos peligros para las mentalidades a las que se dirigen las doctrinas exotéricas; esto es decir que un exoterismo está siempre obligado a pasar bajo silencio o a rechazar los elementos esotéricos incompatibles con su forma dogmática. 429 UTR: VIII

Sin embargo, para prevenir toda posible objeción contra los ejemplos que acabamos de aducir, hemos de formular dos reservas: por lo que respecta a la inmortalidad del alma en los animales, la negación teológica tiene razón en el sentido de que un ser no puede, en efecto, alcanzar la inmortalidad en tanto que está sujeto al estado animal, puesto que éste, al igual que el estado vegetal o mineral, es periférico, y la inmortalidad y la liberación no pueden ser alcanzadas más que a partir de un estado central como es el estado humano; por este ejemplo se ve que una negación religiosa de carácter dogmático no está nunca desprovista de sentido. Por otra parte, por lo que respecta a la negación del mahâ-pralaya, hemos de añadir que ella no es estrictamente dogmática y que el fin cíclico total, fin que concluye una «vida de Brahma», se encuentra netamente atestiguado por fórmulas tales como las siguientes: «Porque en verdad os digo que antes pasarán el cielo y la tierra que falte una jota o una tilde de la Ley hasta que todo se cumpla» (NA: Mt. 5, 18). «Permanecerán (NA: hâlidîn) mientras duren el cielo y la tierra, a menos que tu Señor lo quiera de otra forma» (NA: Corán, XI, 107).); en fin, mencionemos todavía, como rasgo particularmente saliente de estas doctrinas, la asimilación de hechos históricos a verdades principiales y las confusiones inevitables que de ello resultan: por ejemplo, cuando se dice que todas las almas humanas, desde Adán hasta los difuntos contemporáneos de Cristo, debían esperar hasta que éste bajase a los infiernos y los liberase de él, se confunde al Cristo histórico con el Cristo cósmico, y se representa una función eternal del VERBO como un hecho temporal, por la simple razón de que Jesús fue una manifestación de este VERBO; lo que equivale a decir que, en el mundo en que ella se ha producido, El era sin duda la encarnación única del VERBO. Otro ejemplo es el de la divergencia cristiano-musulmana sobre el tema de la muerte de Cristo: aparte de que el Corán, por su aparente negación de ésta, no hace en el fondo más que afirmar que Cristo no ha sido muerto realmente – lo que no solamente es evidente por la naturaleza misma del Hombre-Dios, sino verdadero también en cuanto a su naturaleza humana, puesto que ésta resucitó- , la negativa de los musulmanes a admitir la Redención histórica, cuyos hechos, para la humanidad cristiana, son la única expresión terrestre de la Redención universal, significa en último análisis que Cristo no murió por los «buenos», que aquí son los musulmanes en tanto que ellos se benefician de otra forma terrestre de la Redención una y eterna; en otros términos, si en principio Cristo murió por todos los hombres – de la misma manera que la Revelación islámica se dirige principialmente a todos -, de hecho no murió más que por aquéllos que se benefician, y se deben beneficiar, de los medios de gracia que perpetúan su obra redentora (NA: Recordemos igualmente, en este orden de ideas, esta frase de San Agustín: «Lo que se llama hoy religión cristiana existía entre los antiguos y no ha dejado nunca de existir desde el origen del género humano hasta que, habiendo venido el mismo Cristo, se ha comenzado a llamar cristiana a la verdadera religión que existía ya desde antes.» Retract., I, XIII, 3). Este pasaje ha sido comentado a su vez por el abate P.-J. Jallabert en su libro El Catolicismo antes de Jesucristo: «La religión católica no es más que una continuación de la religión primitiva restaurada y generosamente enriquecida por quien conocía su obra desde el comienzo. Esto es lo que explica por qué el apóstol San Pablo no se proclamaba superior a los Gentiles más que por la ciencia de Jesús crucificado. En efecto, los Gentiles no tenían que adquirir más que el conocimiento de la encarnación y de la redención consideradas como hecho cumplido, porque ellos habían recibido ya el depósito de todas las otras verdades… Es oportuno considerar que esta divina revelación, hecha irrecognoscible por la idolatría, se había conservado sin embargo en su pureza y quizá en toda su perfección bajo los antiguos misterios de Eleusis, de Lemnos y de Samotracia.» Este «conocimiento de la encarnación y de la redención» implica ante todo el conocimiento de la renovación operada por Cristo de un medio de gracia que en sí mismo es eterno, como lo es la Ley que Cristo vino a cumplir y no a abolir. Este medio de gracia es esencialmente siempre el mismo y el único que es, cualquiera que puedan ser las diferencias de sus modos según los diferentes medios étnicos y culturales a los cuales se revele; la Eucaristía es una realidad universal como el mismo Cristo.); ahora bien, la distancia tradicional del Islam con respecto al Misterio crístico debe revestir exotéricamente la forma de una negación, exactamente como el exoterismo cristiano debe negar la posibilidad de salvación fuera de la Redención operada por Jesús. Como quiera que sea, una perspectiva religiosa, si puede ser contestada ab extra, es decir, según otra perspectiva religiosa, procedente de un aspecto diferente de la verdad considerada, no es menos incontestable ab intra en el sentido de que, al poder servir de medio de expresión de la verdad total, es la clave de ella. Tampoco se debe perder de vista jamás que las restricciones inherentes al punto de vista dogmático son en su orden conformes a la Bondad divina, que quiere impedir a los hombres que se pierdan y que les otorga lo que es accesible e indispensable para todos, teniendo siempre en cuenta predisposiciones mentales de la colectividad humana considerada (NA: En un sentido análogo es como se dice en el Islam que «la divergencia de los exegetas es una bendición» (NA: Ikhtilâf el’ulamâ’i rahmah).). 431 UTR: VIII

Ahora, si el Cristianismo parece confundir dos dominios que normalmente deben permanecer separados, como confunde las dos Especies eucarísticas que representan respectivamente esos dominios, ¿quiere esto decir que ello hubiera podido ser de otra manera, y que esta confusión no es sino producto de errores individuales? Seguramente no; pero lo que hay que decir es que la verdad interior o esotérica debe manifestarse a veces a la luz del día, y esto en virtud de una posibilidad determinada de manifestación espiritual, independientemente de las deficiencias de tal medio humano; en otros términos, esta «confusión» (NA: La expresión más general de esta «confusión», que se podría llamar también «fluctuación», es la mezcla, en las Escrituras del Nuevo Testamento, de los dos grados de inspiración que los hindúes designan, respectivamente, por los términos de Shruti y Smriti, y los musulmanes por los términos de nafath Er-Rúh e ilqâ Er-Rahmâniyah. Esta última palabra, como la de Smriti, designa la inspiración derivada o secundaria, mientras que la primera, como la de Shruti, designa la Revelación propiamente dicha, es decir, la palabra divina en sentido directo. En las epístolas, esta mezcla aparece inclusive explícitamente en varias ocasiones; el séptimo capítulo de la primera epístola a los Corintios es particularmente instructivo a este respecto.) es la consecuencia negativa de algo que en sí mismo es positivo y que no es otra cosa que la propia manifestación crística. Sin duda es a esto, y a toda otra manifestación análoga del VERBO, en cualquier grado de universalidad que ella se produzca, a lo que se refieren las palabras inspiradoras: «La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron». Por definición metafísica o cosmológica, podríamos decir, Cristo debía quebrar la corteza que representaba la Ley mosaica, sin negarla, sin embargo; siendo El mismo el nudo viviente de esta corteza, tenía todos los derechos para ello; El era, pues, «más verdadero» que ella, que es uno de los sentidos de estas palabras suyas: «Antes de que Abraham fuera, yo ya era.» Podríamos decir también que si el esoterismo no concierne a todo el mundo es, analógicamente hablando, porque la luz penetra tales materias y no tales otras, mientras que, si a veces debe manifestarse a la luz del día, como fue el caso de Cristo y, en menor grado de universalidad, de un El-Hallâj, es porque, siempre por analogía, el sol lo ilumina indistintamente todo; pues si «la Luz luce en las tinieblas», en el sentido principial o universal del que aquí se trata, es porque ella manifiesta una de sus posibilidades, y una posibilidad es por definición algo que no puede ser, por ser un aspecto de la absoluta necesidad del Principio divino. 445 UTR: VIII

Hemos dicho más arriba que el Cristianismo representa una «vía de Gracia» o de «Amor» (NA: el bhakti-mârga de los hindúes); esta definición requiere aún algunas precisiones de orden general, que formularemos de la manera siguiente: lo que distingue más profundamente la Nueva de la Antigua Alianza es que en ésta predominaba el aspecto divino de Rigor, mientras que en aquélla es, por el contrario, el aspecto de Clemencia el que prevalece; ahora bien, la vía de Clemencia es, en un cierto sentido, más fácil que la del Rigor porque, siendo al mismo tiempo de un orden más profundo, se beneficia de una Gracia particular: es la «justificación por la Fe», cuyo «yugo es suave y su peso ligero», y que hace inútil el «yugo del Cielo» de la Ley mosaica. Esta «justificación por la Fe» es por lo demás análoga – y esto es lo que le confiere todo su alcance esotérico – a la «liberación por el Conocimiento», siendo la una como la otra más o menos independientes de la «Ley», es decir, de las obras (NA: Una diferencia análoga a la que opone la «Fe» y la «Ley» la volvemos a encontrar en el interior del dominio iniciático: a la «Fe» corresponden aquí los diferentes movimientos espirituales fundados sobre la invocación del Nombre divino (NA: el japa hindú, el buddhânusmriti, nienfo o nembutsu búdico y el dhikr musulmán); un ejemplo particularmente típico de esto es el de Shri Chaitanya rechazando todos sus libros para no consagrarse más que a la invocación bháktica de Krishna, actitud semejante a la de los cristianos rechazando la «Ley» y las «obras» en nombre de la «Fe» y del «Amor». Igualmente, por citar otro ejemplo, las escuelas búdicas japonesas Jôdo-Shinshu, cuya doctrina, fundada sobre los sutras de Amithaba, es análoga a ciertas doctrinas del Budismo chino y proceden como éstas del «voto original de Amida», rechazan las meditaciones y las austeridades de otras escuelas búdicas y no practican más que la invocación del nombre sagrado de Amida: el esfuerzo ascético es reemplazado por la simple confianza en la Gracia del Buddha-Amida, Gracia que El acuerda en Su Compasión por quienes le invocan y sin ningún «mérito» por parte de éstos. «La invocación del Nombre sagrado debe ir acompañada de una absoluta sinceridad de corazón y de la fe más completa en la bondad de Amida, que ha querido que todas las criaturas fuesen salvas. Por piedad para con los hombres de los ‘Ultimos tiempos’, Amida ha permitido, para salvarles de los sufrimientos del mundo, que las virtudes sean sustituidas por la fe en el valor Redentor de Su Gracia». «Todos somos iguales por efecto de nuestra fe común, de nuestra confianza en la Gracia de Amida-Buddha». «Toda criatura, por gran pecadora que sea, está segura de ser salvada y abrazada en la luz de Amida y de obtener un lugar en la ‘eterna e imperecedera Tierra de Felicidad, si simplemente cree en el Nombre de Amida-Buddha, y si, abandonando las preocupaciones presentes y futuras de este mundo, se refugia entre las manos liberadoras tan misericordiosamente tendidas hacia todas las criaturas, y recita Su Nombre con una entera sinceridad de corazón.» «Conocemos el Nombre de Amida por las predicaciones de Shakia-Muni y sabemos que en este Nombre se encuentra incluida la fuerza del deseo de Amida de salvar a todas las criaturas. Oír este Nombre es oír la voz de la salvación diciendo: ‘Tened confianza en Mí y Yo os salvaré con toda seguridad’, palabras que Amida nos dirige directamente. Esta significación está contenida en el nombre de Amida. Mientras que todas nuestras demás acciones están más o menos manchadas de impurezas, la repetición del Namu-Amida-Bu es un acto exento de toda impureza, porque no es que nosotros lo recitemos, sino que es el mismo Amida quien, dándonos Su propio Nombre, nos lo hace repetir.» «Tan pronto como nuestra creencia en nuestra salvación por Amida se despierta y fortifica, nuestro destino está fijado: renaceremos en la Tierra Pura y nos convertiremos en Budas. Entonces, está dicho que seremos totalmente abrazados por la Luz de Amida y que, viviendo bajo Su dirección llena de amor, nuestra vida será llena de una alegría indescriptible, don de Buda» (NA: véase Les Sectes bouddiques japonaises, de E. Steinilber-Oberlin y Kuni Matsuo). «El voto original de Amida es el de recibir en Su Tierra de felicidad a quienquiera que pronuncie Su Nombre con una confianza absoluta: ¡Bienaventurados, pues, aquellos que pronuncien Su Nombre! Un hombre puede tener fe, pero si no pronuncia el Nombre, su fe no le servirá para nada. Otro puede pronunciar el Nombre pensando únicamente en esto, pero si su fe no es lo bastante profunda, su renacimiento no tendrá lugar. Pero el que cree firmemente en el renacimiento como resultado del nembutsu (NA: invocación) y pronuncia el Nombre, éste, sin ninguna duda, renacerá en la Tierra de la recompensa» (NA: véase Essais sur le Bouddhisme Zen, vol. III, de Daisetz Teitaro Suzuki). Se habrán podido reconocer sin mucho esfuerzo las analogías sobre las que queríamos llamar la atención: Amida no es otro que el VERBO divino. Amida-Buda puede, pues, transcribirse, en términos cristianos, por «Dios Hijo, Cristo», equivaliendo el Nombre de «Cristo Jesús» al de Buda Shakia-Muni; el Nombre redentor de Amida corresponde exactamente a la Eucaristía y la invocación de este Nombre a la comunión; en fin, la distinción entre jiriki (NA: poder individual, es decir, esfuerzo en vista del mérito) y tariki (NA: poder del otro, es decir, gracia sin mérito) – constituyendo este último precisamente la vía del Jôdo-Shinshu– es análogo a la distinción paulina entre la «Ley» y la «Fe». Añadamos aún que si el Cristianismo moderno padece de una cierta regresión del elemento intelectual, es precisamente porque su espiritualidad original era bháktica y la exoterización de la bhakti entraña inevitablemente una regresión de la intelectualidad en provecho de la sentimentalidad.). La Fe no es otra cosa, en efecto, que el modo bháktico del Conocimiento y de la certidumbre intelectual, lo que significa que es un acto pasivo de la inteligencia, teniendo por objeto no inmediatamente la verdad como tal, sino un símbolo de ésta; este símbolo descubrirá sus secretos en la medida en que la Fe sea grande, y lo será por una actitud de confianza, o de certidumbre emocional, luego por un elemento de bhakti, de amor. La Fe, en tanto es una actitud contemplativa, tiene por sujeto la inteligencia; se puede, pues, decir que es un Conocimiento virtual; pero como su modo es pasivo, debe compensar esta pasividad mediante una actitud activa complementaria, es decir, por una actitud voluntaria cuya substancia será precisamente la confianza y el fervor, gracias a los cuales la inteligencia recibirá certidumbres espirituales. La Fe es a priori una disposición natural del alma a admitir lo sobrenatural; ella será, pues, esencialmente una intuición de lo sobrenatural, provocada por la Gracia que, sí, será actualizada mediante la actitud de confianza ferviente (NA: La vida del gran bhakta Shrî Râmakrishna ofrece un ejemplo muy instructivo de este modo bháktico de Conocimiento: en lugar de partir de un dato metafísico que le hubiese permitido entrever la vanidad de las riquezas, como lo habría hecho un jnânin, él rogaba a Kali que le hiciese comprender, mediante una revelación, la identidad entre el oro y la arcilla: «…Todas las mañanas, durante largos meses, he tenido en mis manos una moneda y un trozo de greda, y he repetido: El oro es arcilla y la arcilla es oro. Pero este pensamiento no operaba en mí ningún trabajo espiritual; nada venía a ‘probarme la verdad de un tal aserto. No puedo acordarme al cabo de cuántos meses de meditación, estaba sentado una mañana, al amanecer, a la orilla del río, suplicando a nuestra Madre que hiciese en mí la Luz. Y, de repente, todo el universo se ME apareció revestido de un resplandeciente manto de oro… Después el paisaje tomó un aspecto más oscuro, color de arcilla marrón, más bello todavía que el oro. Y mientras que esta visión se grababa profundamente en mi alma, oí como el berrido de más de diez mil elefantes que clamaba en mi oído: La arcilla y el oro no son más que uno para ti. Mis plegarias habían sido escuchadas y yo arrojé al Ganges, muy lejos, la moneda de oro y el trozo de cristal.» 459 UTR: VIII

Llamaremos finalmente la atención sobre el alcance verdaderamente fundamental y realmente universal de la invocación del Nombre divino; éste es, en el Cristianismo – como en el Budismo y en ciertas sectas iniciáticas hindúes – un Nombre del VERBO manifestado (NA: En este punto, se nos viene a la mente la invocación de Amida-Buddha y la fórmula Om mani padmê hum y, por lo que respecta al hinduismo, las invocaciones de Rama y de Krishna.), en este caso el Nombre de «Jesús» que, como todo Nombre divino revelado y ritualmente pronunciado, se identifica misteriosamente con la Divinidad; es en el Nombre divino donde se efectúa el misterioso encuentro entre lo creado y lo Increado, lo contingente y lo Absoluto, lo finito y lo Infinito; el Nombre divino es así una manifestación del Principio supremo o, para expresarnos de una manera todavía más directa, es el Principio supremo que se manifiesta; no es, pues, en primer lugar una manifestación, sino el Principio mismo (NA: De la misma manera Cristo, según la perspectiva cristiana, no es en primer lugar hombre, sino Dios.). «El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, antes de que venga el gran terrible día del Señor – dice el profeta Joel -, pero aquellos que invoquen el Nombre del Señor serán salvados» (NA: Los Salmos contienen varias referencias a la invocación del Nombre de Dios: «Invoco al Señor con mi voz y él ME oye desde su montaña santa.» «Yo he invocado el Nombre del Señor. ¡Señor, salva mi alma!». «El Señor está cerca de todos aquellos que le invocan, de quienes le invocan seriamente.» Dos pasajes contienen al mismo tiempo una referencia al modo eucarístico: «Abre tu boca, que quiero llenarla.» «El que hace feliz tu boca a fin de que vuelvas a ser joven como un águila.» Y en Isaías: «No temas, porque Yo te he salvado, Yo te he llamado por tu nombre, tú eres para Mí.» «Buscad al Señor, porque El puede ser encontrado; invocadle, porque El está cerca.» Y Salomón, en el Libro de la Sabiduría: «He invocado, y el Espíritu de la Sabiduría ha venido a mí.»); y recordemos también el principio de la primera Epístola a los Corintios, dirigida a «todos los que invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo en todo lugar», y también, en la primera Epístola a los Tesalonicenses, la prescripción de «rogar sin descanso», que San Juan Damasceno comenta en estos términos: «Es preciso aprender a invocar el Nombre de Dios más que a respirar, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación. El Apóstol dice: Orad sin descanso; es decir, enseña que se debe recordar a Dios en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación» (NA: En un comentario de San Juan Damasceno, las palabras «invocar» y «acordarse» aparecen para describir o ilustrar una misma idea; ahora bien, es sabido que la palabra árabe dhikr significa a la vez «invocación» y «recuerdo»; de la misma manera, en el Budismo, «pensar en Buda» e «invocar» a Buda se expresa con una misma palabra (NA: buddhânusmriti; el nienfo chino y el nembutsu japonés). Por otra parte, es digno de nota el hecho de que los Hesiquiastas y los Derviches designan la invocación con la misma palabra: los Hesiquiastas llaman «trabajo» la recitación de la «oración de Jesús», mientras que los Derviches llaman «ocupación» o «asunto» (NA: shughl) a toda invocación.). No es, pues, sin razón que los Hesiquiastas consideran la invocación del Nombre de Jesús como legada por Este a los Apóstoles: «Es así – dice la Centuria de los monjes Calixto e Ignacio – como nuestro misericordioso y bienamado Señor Jesucristo, en el momento en que se acerca a Su Pasión libremente aceptada por nosotros, lo mismo que en el momento en que, después de Su Resurrección, Se muestra visiblemente a los Apóstoles e inclusive cuando se dispone a ascender hacia el Padre… ha legado a los Suyos estas tres cosas (NA: la invocación de Su Nombre, la Paz y el Amor, que corresponden, respectivamente, a la Fe, la Esperanza y la Caridad)… El principio de toda actividad de amor divino es la invocación confiada del Nombre Salvador de Nuestro Señor Jesucristo, como El mismo ha dicho (NA: Juan, 15, 5): Sin Mí no podéis hacer nada… Por la invocación confiada del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, esperamos firmemente obtener Su Misericordia y la verdadera Vida oculta en El. Ella se asemeja a otro Manantial divino que no se agota jamás (NA: Juan, 4, 14) y que hace brotar estos dones cuando es invocado el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, sin imperfección, en el corazón.» Y citemos todavía este pasaje de una Epístola (NA: Epístola ad monachos) de San Juan Crisóstomo: «Yo he oído decir a los Padres: ‘¿Qué es de ese monje que abandona la regla y la desprecia? El debería, cuando come y bebe, y cuando está sentado o cuando sirve a los otros, o cuando camina o cuando haga lo que haga, invocar sin parar: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí…’ (NA: Esta fórmula se reduce frecuentemente, sobre todo en los espirituales más avanzados en la vía al simple Nombre de Jesús. «El medio más importante de la vida de oración es el Nombre de Dios, invocado en la oración. Los ascetas y todos cuantos llevan una vida de oración, desde los anacoretas de la Tebaida y los hesiquiastas del Monte Athos…, insisten sobre todo en esta importancia del Nombre de Dios. Fuera de los oficios, existe para todos los ortodoxos una regla de oraciones, compuestas de salmos y de diferentes plegarias; para los monjes es mucho más considerable. Pero lo que es más importante en la oración, lo que constituye el corazón mismo de la plegaria, es que es llamada la oración de Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador.» Esta oración repetida cientos de veces, inclusive indefinidamente, constituye el elemento esencial de toda regla de oración monástica; ella puede, si es necesario, reemplazar los Oficios y todas las demás plegarias, porque su valor es universal. La fuerza de esta oración no reside en su contenido, que es simple y claro (NA: es la oración del peajero), sino en el dulcísimo Nombre de Jesús. Los ascetas dan testimonio de que este Nombre reafirma la fuerza de la presencia de Dios. No solamente Dios es invocado por este Nombre, sino que El está ya presente en esta invocación. Se puede afirmar ciertamente de todo Nombre de Dios, pero hay que decirlo sobre todo del nombre divino y humano de Jesús, que es el Nombre propio de Dios y del hombre. En resumen, el Nombre de Jesús, presente en el corazón humano, le comunica la fuerza de la deificación que el Redentor nos ha concedido» (NA: S. Boulgakof, La Ortodoxia). 475 UTR: VIII

Cuando el cristiano oye la palabra «verdad» piensa en seguida en el hecho de que «el VERBO se hizo carne», mientras que el musulmán, al oír esta misma palabra, piensa a priori que «no hay divinidad fuera de la única Divinidad», lo que interpretará, según su grado de conocimiento, bien literalmente, bien metafísicamente. El Cristianismo se funda en un «acontecimiento», y el Islam en un «ser», una «naturaleza de las cosas». Lo que en el Cristianismo aparece como un hecho único, a saber, la Revelación, será en el Islam la manifestación rítmica de un principio; (9) si para los cristianos la verdad es que Cristo se dejó crucificar, para los musulmanes -para quienes la verdad es que no hay más que un solo Allâh-, la crucifixión de Cristo no puede, por su misma naturaleza, ser «la Verdad»; el rechazo musulmán de la cruz es una manera de expresarlo. El «antihistoricismo» musulmán -que podríamos calificar por analogía de «platónico» o de «gnóstico»- culmina en este rechazo que en el fondo es completamente externo, e incluso dudoso para algunos en cuanto a la intención. (10) 579 FSCI 1

42. Lo mismo que Cristo es el VERBO traído al mundo por el Espíritu Santo. En este caso, la Shaháda es el Mensaje manifestado; por el contrario, cuando decíamos más arriba que la Basmala está contenida en la primera Sha-háda -como la segunda Shaháda en la palabra ili¿!-, se trataba de la Shahada in divinis, es decir, considerada como Verdad no manifestada. 945 FSCI 2

Es natural que los partidarios del exoterismo (fuqahâ o ‘ulama al-zhâhir, “sabios de lo exterior”), tengan interés en negar la autenticidad de los hâdices que se refieren a la naturaleza avatárica del Profeta, pero el concepto mismo del Espíritu muhammadiano (Rûh muhammadi) -que es el Logos– prueba que estos hâdices tienen razón, sea cual sea su valor histórico, admitiendo que éste pueda ser puesto en duda. Cada forma tradicional identifica a su fundador con el divino Logos y considera a los demás portavoces del Cielo, en la medida en que los toma en consideración, como proyecciones de este fundador y como manifestaciones secundarias del Logos único; para los budistas, Cristo y el Profeta no pueden ser sino Budas. Cuando Cristo dijo: “Nadie llega al Padre si no es por mí”, es el Logos como tal el que habla, aunque Jesús se identifica realmente, para un mundo dado, con este VERBO uno y universal. 1144 FSCI 3

(30). Del mismo modo, el loto sobre el que descansa Buda es a la vez el Universo manifestado y el corazón del hombre, cada uno de ellos considerado en cuanto soporte del Nirvana. Del mismo modo: la Santa Virgen es a la vez la pura Sustancia universal (Prakriti), matriz del Espíritu divino manifestado y también de todas las criaturas desde el punto de vista de su deiformidad, y la sustancia primordial del hombre, su pureza original, su corazón en cuanto soporte del VERBO liberador. 1282 FSCI 3

Bastante cercano al concepto cristiano del arte es el del Budismo, al menos en cierto aspecto: el arte búdico, como el cristiano, está centrado en la imagen del Superhombre portador de la Revelación, aunque difiriendo de la perspectiva cristiana por su no-teísmo que todo lo reduce a lo impersonal; si el hombre se sitúa lógicamente en el centro del cosmos, es «por accidente» y no por necesidad teológica como ocurre en el Cristianismo; los personajes son «ideas» más bien que individuos. El arte búdico evoluciona alrededor de la imagen sacramental de Buddha, dada, según la tradición, en vida del propio Bienaventurado, por lo demás bajo diversas formas, esculturales y pictóricas; contrariamente a lo que ocurre en el arte cristiano, la estatua predomina sobre la pintura, pero sin que ésta deje de ser estrictamente canónica; no es «facultativa» como la estatua cristiana. Puede mencionarse también, por lo que atañe a la arquitectura, el relicario (NA: stûpa) de Piprâva, edificado inmediatamente después de la muerte de Shâkya-muni; además, elementos de los artes hindú y chino fueron transmutados en un arte nuevo que presenta diferentes variantes tanto en el marco del Theravâda como en el Mahâyâna. Desde el punto de vista doctrinal, el fundamento del arte es aquí la idea de la virtud salvadora que emana de la sobrehumana belleza de los Buddhas; las imágenes del Bienaventurado, los demás Buddhas y los Bodhisattvas, son otras tantas cristalizaciones sacramentales; los objetos cultuales son igualmente manifestaciones suyas, «abstractas» por sus formas, pero «concretas» por su naturaleza. Este principio proporciona un argumento capital contra el arte religioso profano, tal como lo practica Occidente; a saber: que la belleza celestial del Hombre-Dios se extiende a todo el arte tradicional, sea cual sea el estilo particular que tal colectividad exige; negar el arte tradicional – y pensamos ahora en el Cristianismo – es negar la belleza salvadora del VERBO hecho carne, e ignorar que en el verdadero arte cristiano hay algo de Jesús y de la Virgen. El arte profano sustituye el alma del Hombre-Dios, o del hombre deificado, por la del artista y su modelo humano. 1954 FSCR: PRINCIPIOS Y CRITERIOS DEL ARTE UNIVERSAL

El hombre es como una imagen reducida del desarrollo cosmogónico: estamos hechos de materia, pero en el centro de nuestro ser se encuentra lo suprasensible y lo trascendente, el «reino de los Cielos», el «ojo del corazón», el pasaje al Infinito. Suponer que la materia -que en realidad no es más que un instante– está «en el comienzo» del Universo, equivale a afirmar que la carne puede producir la inteligencia, o que la piedra puede producir la carne. Si Dios es el «omega», es también el «alfa»: el VERBO está «al comienzo» y no solamente «al fin» como querría un evolucionismo pseudoreligioso cuya nulidad metafísica salta a la vista. La «emanación» es estrictamente discontinua a causa de la trascendencia y la inmutabilidad de la Substancia divina, pues la continuidad afectaría al Creador en función de la creación, quod absit. Hay una teoría -pero Dios es más sabio- según la cual el Universo estelar sería una inmensa explosión a partir de un núcleo imperceptible; sea cual sea el valor de esta concepción se puede describir de la misma manera al Universo total, del que el Universo visible no es más que una célula ínfima, aunque no hay que tomar la imagen al pie de la letra: queremos decir que la Maya manifestada (La Mâyâ no-manifestada, ya lo hemos dicho, es el Ser, Ishwara.), que en su conjunto escapa a todas luces a nuestras facultades sensoriales y a nuestra imaginación, describe un movimiento análogo, o sea, un movimiento centrífugo, hasta el agotamiento de las posibilidades que el Ser le ha prestado; cada expansión alcanza tarde o temprano su punto muerto, su «fin del mundo» o su «Juicio final». 4941 FSRMA: SOBRE LAS HUELLAS DE MAYA LA VÍA DE LA UNIDAD