Guénon Vida

René Guénon — ORIENTE E OCIDENTE
A SUPERSTIÇÃO DA VIDA
La vida, considerada en sí misma, es siempre cambio, modificación incesante; así pues, es comprehensible que ejerza una tal fascinación sobre el espíritu de la civilización moderna, en la que el cambio es también el carácter más sobresaliente, el que aparece a primera vista, incluso si uno se queda en un examen completamente superficial. Cuando uno se encuentra así encerrado en la vida y en las concepciones que se refieren a ella directamente, no se puede conocer nada de lo que escapa al cambio, nada del orden transcendente e inmutable que es el de los principios universales; así pues, ya no podría haber ningún conocimiento metafísico posible, y somos llevados siempre a esta constatación, como consecuencia ineluctable de cada una de las características del Occidente actual. Decimos aquí cambio más bien que movimiento, porque el primero de estos dos términos es más extenso que el segundo: el movimiento no es más que la modalidad física o, mejor, mecánica del cambio, y hay concepciones que consideran otras modalidades irreductibles a ésta, a las que reservan incluso el carácter más propiamente «vital», a exclusión del movimiento entendido en el sentido ordinario, es decir, como un simple cambio de situación. Aquí también, sería menester no exagerar algunas oposiciones, que no son tales más que desde un punto de vista más o menos limitado: así, una teoría mecanicista es, por definición, una teoría que pretende explicarlo todo por la materia y el movimiento; pero, dando a la idea de vida toda la extensión de la que es susceptible, se podría hacer entrar en ella el movimiento mismo, y uno se daría cuenta entonces de que las teorías supuestamente opuestas o antagonistas son, en el fondo, mucho más equivalentes de lo que quieren admitir sus partidarios respectivos (Es lo que ya hemos hecho observar, en otra ocasión, en lo que concierne a las dos variedades del «monismo», una espiritualista y la otra materialista. ); por una parte y por otra, no hay apenas más que un poco más o menos de estrechez de miras. Sea como sea, una concepción que se presenta como una «filosofía de la vida» es necesariamente, por eso mismo, una «filosofía del devenir»; queremos decir que está encerrada en el devenir y no puede salir de él (puesto que devenir y cambio son sinónimos), lo que la lleva a colocar toda realidad en ese devenir, a negar que haya algo fuera o más allá de él, puesto que el espíritu sistemático está hecho de tal manera que se imagina que incluye en sus fórmulas la totalidad del Universo; eso es también una negación formal de la metafísica. Tal es, concretamente, el evolucionismo bajo todas sus formas, desde las concepciones más mecanicistas, comprendido el grosero «transformismo», hasta teorías del género de las de Bergson; nada que no sea el devenir podría encontrar sitio ahí, y, todavía, a decir verdad, no se considera de él más que una porción más o menos restringida. La evolución, no es en suma más que el cambio, una ilusión más que se refiere al sentido y a la cualidad de ese cambio; evolución y progreso son una sola y misma cosa, complicaciones al margen, pero hoy día se prefiere frecuentemente la primera de estas dos palabras porque se la encuentra de un matiz más «científico»; el evolucionismo es como un producto de estas dos grandes supersticiones modernas, la de la ciencia y la de la vida, y lo que constituye su éxito, es precisamente que el racionalismo y el sentimentalismo encuentran en él, uno y otro, su satisfacción; las proporciones variables en las que se combinan estas dos tendencias cuentan mucho en la diversidad de las formas que reviste esta teoría. Los evolucionistas ponen el cambio por todas partes, y hasta en Dios mismo cuando le admiten: es así que Bergson se representa a Dios como «un centro de donde brotarían los mundos, y que no es una cosa, sino una continuidad de brote»; y agrega expresamente: «Dios, definido así, no ha hecho nada; es vida incesante, acción, libertad» (L’Evolution créatrice, p. 270,). Así pues, son efectivamente estas ideas de vida y de acción las que constituyen, en nuestros contemporáneos, una verdadera obsesión, ideas que se transfieren aquí a un dominio que querría ser especulativo; de hecho, es la supresión de la especulación en provecho de la acción la que invade y absorbe todo. Esta concepción de un Dios en devenir, que no es más que inmanente y no transcendente, y también (lo que equivale a lo mismo) la de una verdad que se hace, que no es más que una suerte de límite ideal, sin nada actualmente realizado, no son excepciones en el pensamiento moderno; los pragmatistas, que han adoptado la idea de un Dios limitado por motivos sobre todo «moralistas», no son sus primeros inventores, pues aquello que se dice que evoluciona debe ser concebido forzosamente como limitado. El pragmatismo, por su denominación misma, se presenta ante todo como «filosofía de la acción»; su postulado más o menos confesado es que el hombre no tiene otras necesidades que las de orden práctico, necesidades a la vez materiales y sentimentales; por consiguiente, es la abolición de la intelectualidad; pero, si es así, ¿por qué querer entonces hacer teorías? Eso se comprende bastante mal; y, como el escepticismo, del que no difiere más que en el aspecto de la acción, el pragmatismo, si quisiera ser consecuente consigo mismo, debería limitarse a una simple actitud mental, que no puede siquiera intentar justificar lógicamente sin darse un desmentido; pero sin duda es muy difícil mantenerse estrictamente en una tal reserva. El hombre, por caído que esté intelectualmente, no puede impedirse al menos razonar, aunque no sea más que para negar la razón; por lo demás, los pragmatistas no la niegan como los escépticos, pero quieren reducirla a un uso puramente práctico; al venir después de aquellos que han querido reducir toda la inteligencia a la razón, pero sin negar a ésta un uso teórico, es un grado más en el descenso. Hay incluso un punto sobre el que la negación de los pragmatistas va más lejos que la de los puros escépticos; éstos últimos no niegan que la verdad exista fuera de nosotros, sino sólo que podamos alcanzarla; los pragmatistas, a imitación de algunos sofistas griegos (que al menos no se tomaban probablemente en serio), llegan hasta suprimir la verdad misma.

Vida y acción son estrechamente solidarias; el dominio de una es también el de la otra, y es en ese dominio limitado donde se encuentra, hoy día más que nunca, toda la civilización occidental. Hemos dicho en otra parte cómo consideran los orientales la limitación de la acción y de sus consecuencias, cómo oponen bajo este aspecto el conocimiento a la acción: la teoría extremo oriental del «no actuar», la teoría hindú de la «liberación», son cosas inaccesibles a la mentalidad occidental ordinaria, para la que es inconcebible que se pueda pensar en liberarse de la acción, y todavía mucho más que se pueda llegar a ello efectivamente. Incluso la acción no se considera comúnmente más que bajo sus formas más exteriores, las que corresponden propiamente al movimiento físico: de ahí esa creciente necesidad de velocidad, esa trepidación febril, que son tan particulares a la vida contemporánea; actuar por el placer de actuar, eso no puede llamarse más que agitación, ya que en la acción misma hay algunos grados que observar y algunas distinciones que hacer. Nada sería más fácil que demostrar cuán incompatible es eso con todo lo que es reflexión y concentración, y, por consiguiente, con los medios esenciales de todo verdadero conocimiento; es verdaderamente el triunfo de la dispersión, en la exteriorización más completa que se pueda concebir; es la ruina definitiva del resto de intelectualidad que podía subsistir todavía, si nada viene a reaccionar a tiempo contra estas funestas tendencias. Afortunadamente, el exceso de mal puede llevar a una reacción, y los peligros, incluso físicos, que son inherentes a un desarrollo tan anormal pueden acabar por inspirar un miedo saludable; por lo demás, por el hecho mismo de que el dominio de la acción no conlleva más que posibilidades muy restringidas, cualesquiera que sean las apariencias, no es posible que este desarrollo se prosiga indefinidamente, y, por la fuerza de las cosas, antes o después, se impondrá un cambio de dirección. Pero, por el momento, no vamos a considerar las posibilidades de un porvenir quizás lejano; lo que consideramos, es el estado actual de Occidente, y todo lo que vemos, confirma enteramente que el progreso material y la decadencia intelectual se apoyan y se acompañan; no queremos decidir cuál de los dos es la causa o el efecto del otro, tanto más cuanto que, en suma, se trata de un conjunto complejo donde las relaciones de los diversos elementos son a veces recíprocas y alternativas. Sin buscar remontarnos a los orígenes del mundo moderno y a la manera en que su mentalidad propia ha podido constituirse, lo que sería necesario para resolver enteramente la cuestión, podemos decir esto: ha sido menester que hubiera ya una depreciación y una disminución de la intelectualidad para que el progreso material haya llegado a tomar una importancia suficientemente grande como para traspasar algunos límites; pero, una vez comenzado este movimiento, al absorber la preocupación del progreso material poco a poco todas las facultades del hombre, la intelectualidad ha ido debilitándose también gradualmente, hasta el punto donde la vemos hoy, y quizás más aún, aunque eso parezca ciertamente difícil. Por el contrario, la expansión de la sentimentalidad no es de ningún modo incompatible con el progreso material, porque, en el fondo, son cosas casi del mismo orden; se nos excusará que volvamos a ello tan frecuentemente, ya que eso es indispensable para comprender lo que pasa alrededor de nosotros. Esta expansión de la sentimentalidad, al producirse correlativamente a la regresión de la intelectualidad, será tanto más excesiva y más desordenada cuanto que no encontrará nada que pueda contenerla o dirigirla eficazmente, ya que este papel no podría ser desempeñado por el «cientificismo», que, ya lo hemos visto, está lejos de ser él mismo indemne al contagio sentimental, y que ya no tiene más que una falsa apariencia de intelectualidad.


René Guénon