El mito no es mío propio, yo lo recibí de mi madre. Eurípides, fr. 488.
Quizás no haya un tema que se haya investigado más extensamente y malinterpretado más prejuiciadamente por el científico moderno que el del folklore. Por «folklore» entendemos ese cuerpo de cultura íntegro y consistente que no se ha transmitido en libros, sino oralmente y por la práctica, desde un tiempo más allá del alcance de la investigación histórica, en la forma de leyendas, cuentos de hadas, baladas, juegos, juguetes, oficios, medicina, agricultura, y otros ritos, y formas de organización social, especialmente las que nosotros llamamos «tribales». Este es un complejo cultural independiente de las fronteras nacionales e incluso raciales, y de notable similitud en todo el mundo; se trata, en otras palabras, de una cultura de extraordinaria vitalidad. El material del folklore difiere de el de la «religión exotérica», con la que puede estar en una suerte de oposición — como lo está de una manera completamente diferente con la «ciencia» — por su contenido más intelectual y menos moralista; y más obvia y esencialmente, por su adaptación a la transmisión vernacular: por una parte, como se cita arriba, «el mito no es mío propio, yo lo recibí de mi madre», y por otra «el paso de una mitología tradicional a una “religión” es una decadencia humanista».
El contenido del folklore es metafísico. Nuestra incapacidad para reconocer esto se debe primariamente a nuestra propia ignorancia abismal de la metafísica y de sus términos técnicos. Observemos, por ejemplo, que el artesano primitivo deja en su obra alguna cosa inacabada, y que la madre primitiva no quiere oír que se alabe excesivamente la belleza de su hijo; ello es «tentar a la Providencia», y puede acarrear un desastre. A nosotros eso nos parece un disparate. Y sin embargo, en nuestra lengua vernácula sobrevive la explicación del principio implícito en ello: el artesano deja algo sin hacer en su obra por la misma razón que las palabras «estar acabado» pueden significar ya sea ser perfecto o ya sea morir. La perfección es la muerte: cuando una cosa se ha realizado completamente, cuando todo lo que tenía que hacerse se ha hecho, cuando la potencialidad se ha reducido completamente a acto ( krtakrtyah ), eso es el fin: aquellos a quienes los dioses aman mueren jóvenes. Esto no es lo que el artesano desea para su obra, ni la madre para su hijo. Puede ocurrir que el artesano o la madre campesina ya no sean conscientes del significado de una precaución que puede haber devenido una mera superstición; pero, ciertamente, nosotros, que nos llamamos a nosotros mismos antropólogos, deberíamos haber sido capaces de comprender cual era la única idea que podía haber hecho surgir una tal superstición, y deberíamos habernos preguntado si la campesina, con su observancia efectiva de la precaución, está defendiéndose o no de una peligrosa sugestión a la que nosotros, que hemos hecho de nuestra existencia un sistema más estrechamente cerrado, podemos ser inmunes.
Como una cuestión de hecho, la destrucción de las supersticiones implica invariablemente, en un sentido u otro, la muerte prematura del pueblo, o en todo caso el empobrecimiento de sus vidas. Para tomar un caso típico, el de los aborígenes australianos, D. F. Thompson, que ha estudiado recientemente sus notables símbolos iniciatorios, observa que su «mitología apoya la creencia en una visitación ritual o sobrenatural que sobreviene a aquellos que desprecian o desobedecen la ley de los ancianos. Cuando esta creencia en los ancianos y su poder — a quienes, bajo las condiciones tribales, yo no he tenido nunca noticia de que se les maltratara — muere, o declina, como ocurre con la “civilización”, el caos y la muerte racial se siguen inmediatamente». Los museos del mundo están llenos de las artes tradicionales de innumerables pueblos cuyas culturas han sido destruidas por el siniestro poder de nuestra civilización industrial: pueblos que han sido forzados a abandonar sus propias técnicas altamente desarrolladas y bellas y sus diseños plenamente significantes para poder conservar sus propias vidas trabajando como mano de obra alquilada en la producción de materias primas. Al mismo tiempo, los eruditos modernos, con algunas honorables excepciones, han comprendido tan escasamente el contenido del folklore como los antiguos misioneros comprendían lo que consideraban sólo como las «invenciones bestiales de los paganos»; Sir J. G. Frazer, por ejemplo, cuya vida ha estado dedicada al estudio de todas las ramificaciones de la creencia y de los ritos populares folklóricos, al final de todo ello, sólo tiene que decir, en un tono de orgullosa superioridad, que fue «conducido, paso a paso, a examinar, como desde una espectacular altura, como desde algún Pasga de la mente, una gran parte de la raza humana; fui engañado, como por algún sutil encantador, a instruir el proceso de lo que yo no podía considerar sino como una oscura, una trágica crónica del error y de la locura humana, del esfuerzo infructuoso, del tiempo malgastado y de las esperanzas sofocadas» — ¡palabras que suenan mucho más como si se tratara de la instrucción del proceso de la civilización europea moderna que como una crítica de una sociedad salvaje!
La característica distintiva de una sociedad tradicional es el orden. La vida de la comunidad como un todo y la del individuo, cualquiera que sea su función, se conforma a modelos reconocidos, cuya validez nadie cuestiona: el criminal es el hombre que no sabe como comportarse, más bien que un hombre que no quiere comportarse. Pero un tal no querer comportarse es muy raro, donde la educación y la opinión pública tienden a hacer simplemente grotesco todo lo que no debe hacerse, y donde, también, el concepto de vocación implica un honor profesional correspondiente. La creencia es una virtud aristocrática: «la increencia es para las turbas». En otras palabras, la sociedad tradicional es una sociedad unánime, y como tal completamente diferente de una sociedad proletaria e individualista, en la que los problemas de conducta mayores se deciden por la tiranía de una mayoría y los problemas de conducta menores por cada individuo por sí solo, y no hay ningún acuerdo real, sino sólo conformidad o inconformidad.