René Guénon — A GRANDE TRÍADA (RGGT)
«El Cielo es su padre, la Tierra es su madre»: tal es la fórmula iniciática, siempre idéntica a sí misma en las circunstancias más diversas de tiempos y de lugares1, que determina las relaciones del Hombre con los otros dos términos de la Gran Tríada, definiéndole como el «Hijo del Cielo y de la Tierra». Por lo demás, ya es manifiesto, por el hecho mismo de que se trata de una fórmula propiamente iniciática, que el ser al que se aplica en la plenitud de su sentido es mucho menos el hombre ordinario, tal como es en las condiciones actuales de nuestro mundo, que el «hombre verdadero» de quien el iniciado está llamado a realizar en sí mismo todas las posibilidades. No obstante, conviene insistir en ello un poco más, ya que se podría objetar a esto que, desde que la manifestación entera es y no puede ser más que el producto de la unión del Cielo y de la Tierra, todo hombre, e incluso todo ser, es igualmente y por eso mismo hijo del Cielo y de la Tierra, puesto que su naturaleza participa necesariamente del uno y de la otra; y esto es verdad en un cierto sentido, ya que hay efectivamente en todo ser una esencia y una substancia en la acepción relativa de estos dos términos, un aspecto yang y un aspecto yin, un lado «en acto» y un lado «en potencia», un «interior» y un «exterior». No obstante, hay grados que observar en esta participación, ya que, en los seres manifestados, las influencias celestes y terrestres pueden combinarse evidentemente de muchas maneras y en muchas proporciones diferentes, y, por lo demás, es eso lo que hace su diversidad indefinida; lo que todo ser es de una cierta manera y en un cierto grado, solo el Hombre, y con ello entendemos aquí el «hombre verdadero»2, lo es plenamente y «por excelencia» en nuestro estado de existencia, y solo él es el que tiene, entre sus privilegios, el de poder reconocer efectivamente al Cielo como su «Verdadero Ancestro»3.
Esto resulta, de una manera directa e inmediata, de la situación propiamente «central» que ocupa el hombre en este estado de existencia que es el suyo4, o al menos, sería menester decir para ser más exacto, que debe ocupar en él en principio y normalmente, ya que es aquí donde hay lugar a precisar la diferencia entre el hombre ordinario y el «hombre verdadero». Éste, que desde el punto de vista tradicional, es en efecto el único que debe ser considerado como el hombre realmente normal, se llama así porque posee verdaderamente la plenitud de la naturaleza humana, al haber desarrollado en él la integralidad de las posibilidades que están implícitas en ella; los demás hombres no tienen en suma, se podría decir, más que una potencialidad humana más o menos desarrollada en algunos de sus aspectos (y sobre todo, de una manera general, en el aspecto que corresponde a la simple modalidad corporal de la individualidad), pero en todo caso está muy lejos de estar enteramente «actualizada»; al predominar en ellos este carácter de potencialidad, les hace, en realidad, hijos de la Tierra mucho más que hijos del Cielo, y es eso también lo que les hace yin en relación al Cosmos. Para que el hombre sea verdaderamente el «Hijo del Cielo y de la Tierra», es menester que, en él, el «acto» sea igual a la «potencia», lo que implica la realización integral de su humanidad, es decir, la condición misma del «hombre verdadero»; por eso es por lo que éste está perfectamente equilibrado bajo la relación del yang y del yin, y es por eso también por lo que, al mismo tiempo, al tener la naturaleza celeste necesariamente la preeminencia sobre la naturaleza terrestre allí donde están realizadas en una igual medida, él es yang en relación al Cosmos; solo así puede desempeñar de una manera efectiva el papel «central» que le pertenece en tanto que hombre, pero a condición de ser en efecto hombre en la plenitud de la acepción de esta palabra, y solo así, al respecto de los demás seres manifestados, «él es la imagen del Verdadero Ancestro»5.
Ahora, importa recordar que el «hombre verdadero» es también el «hombre primordial», es decir, que su condición es la que era natural a la humanidad en sus orígenes, condición de la que se ha alejado poco a poco, en el curso de su ciclo terrestre, para llegar hasta el estado donde está actualmente lo que hemos llamado el hombre ordinario, y que no es propiamente más que el hombre caído. Esta decadencia espiritual que entraña al mismo tiempo un desequilibrio bajo la relación del yang y del yin, puede describirse como un alejamiento gradual del centro donde se situaba el «hombre primordial»; un ser es tanto menos yang y tanto más yin cuanto más alejado está del centro, ya que, en la misma medida precisamente, lo «exterior» predomina en él sobre lo «interior»; y es por eso por lo que, así como lo decíamos hace un momento, entonces no es apenas más que un «hijo de la Tierra», que se distingue cada vez menos «en acto», si no «en potencia», de los seres no humanos que pertenecen al mismo grado de existencia. A estos seres, al contrario, el «hombre primordial», en lugar de situarse simplemente entre ellos, los sintetizaba a todos en su humanidad plenamente realizada6; debido a su «interioridad», que envolvía todo su estado de existencia como el Cielo envuelve a toda la manifestación (ya que es en realidad el centro el que contiene todo), los comprendía en cierto modo en sí mismo como posibilidades particulares inclusas en su propia naturaleza7; y es por eso por lo que el Hombre, como tercer término de la Gran Tríada, representa efectivamente el conjunto de todos los seres manifestados.
El «lugar» donde se sitúa este «hombre verdadero», es el punto central donde se unen efectivamente las potencias del Cielo y de la Tierra; así pues, por eso mismo, él es el producto directo y acabado de su unión; y es por eso también por lo que los demás seres, en tanto que producciones secundarias y parciales en cierto modo, no pueden más que proceder de él según una graduación indefinida, determinada por su mayor o menor alejamiento de este mismo punto central. Así pues, como lo indicábamos al comienzo, solo de él se puede decir propiamente y con toda verdad que es el «Hijo del Cielo y de la Tierra»; lo es «por excelencia» y en el grado más eminente que pueda ser, mientras que los demás seres no lo son más que por participación, siendo él mismo, por lo demás, necesariamente el medio de esa participación, puesto que es solo en su naturaleza donde el Cielo y la Tierra están inmediatamente unidos, si no en sí mismos, al menos por sus influencias respectivas en el dominio de existencia al cual pertenece el estado humano8.
Como ya lo hemos explicado en otra parte9, la iniciación, en su primera fase, la que concierne propiamente a las posibilidades del estado humano y que constituye lo que se llama los «misterios menores», tiene precisamente como meta la restauración del «estado primordial»; en otros términos, por esta iniciación, si se realiza efectivamente, el hombre es conducido, de la condición «descentrada» que es al presente la suya, a la situación central que debe pertenecerle normalmente, y es restablecido en todas las prerrogativas inherentes a esa situación central. Así pues, el «hombre verdadero» es el que ha llegado efectivamente al término de los «misterios menores», es decir, a la perfección misma del estado humano; por eso, en adelante está establecido definitivamente en el «Invariable Medio» (Tchoung-young), y escapa desde entonces a las vicisitudes de la «rueda cósmica», puesto que el centro no participa en el movimiento de la rueda, sino que es el punto fijo e inmutable alrededor del cual se efectúa este movimiento10. Así, sin haber alcanzado todavía el grado supremo que es la meta final de la iniciación y el término de los «misterios mayores», el «hombre verdadero», al haber pasado de la circunferencia al centro, de lo «exterior» a lo «interior», desempeña realmente, en relación a este mundo que es el suyo11, la función del «motor inmóvil», cuya «acción de presencia» imita, en su dominio, la actividad «no actuante» del Cielo12.
Su rastro se encuentra incluso hasta en el ritual de una organización tan completamente desviada hacia la acción exterior como es el Carbonarismo; por lo demás, son tales vestigios, naturalmente incomprendidos en parecido caso, los que dan testimonio del origen realmente iniciático de organizaciones llegadas así a un grado de degeneración extremo (ver RGAI, cap. XII). ↩
No hablaremos al presente del «hombre transcendente», que nos reservamos considerar más adelante; es por eso por lo que aquí no puede tratarse todavía más que de nuestro estado de existencia, y no de la Existencia universal en su integralidad. ↩
Esta expresión de «Verdadero Ancestro» es una de las que se encuentran entre las designaciones de la Tien-ti-houei. ↩
Tao-te-king, cap. IV. — Es el hombre «hecho a imagen de Dios», o más exactamente de Elohim, es decir, de las potencias celestes, y que, por lo demás, no puede ser realmente tal más que si es el «Andrógino» constituido por el perfecto equilibrio del yang y del yin, según las palabras mismas del Génesis (1, 27): «Elohim creó al hombre a Su imagen (literalmente «Su sombra», es decir, Su reflejo); a imagen de Elohim Él lo creó; macho y hembra Él los creó», lo que se traduce en el esoterismo islámico por la equivalencia numérica de Adam wa Hawâ con Allah (cf. RGSC, cap. III). ↩
El término chino Jen puede traducirse igualmente, como ya lo hemos indicado, por el «Hombre» y por la «Humanidad», entendiéndose ésta ante todo como la naturaleza humana, y no como la simple colectividad de los hombres; en el caso del «hombre verdadero», «Hombre» y «Humanidad» son plenamente equivalentes, puesto que ha realizado integralmente la naturaleza humana en todas sus posibilidades. ↩
Es por eso por lo que, según el simbolismo del Génesis (II, 19-20), Adam podía «nombrar» verdaderamente a todos los seres de este mundo, es decir, definir, en el sentido más completo de esta palabra (que implica determinación y realización a la vez), la naturaleza propia de cada uno de ellos, que él conocía inmediata e interiormente como una dependencia de su naturaleza misma. — En eso como en todas las cosas, el Soberano, en la tradición extremo oriental, debe desempeñar un papel correspondiente al «hombre primordial»: «Un príncipe sabio da a las cosas los nombres que les convienen, y cada cosa debe ser tratada según la significación del nombre que él le da» (Liun-yu, cap. XIII). ↩
Esta última restricción la necesita la distinción que debe hacerse entre el «hombre verdadero» y el «hombre transcendente», o entre el hombre individual perfecto como tal y el «Hombre Universal». ↩
Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. XXVIII, y Apercepciones sobre la Iniciación, cap. XLVI. ↩
Se podría decir que no pertenece ya a este mundo, sino que es al contrario este mundo el que le pertenece a él. ↩
Es al menos curioso ver, en Occidente y en el siglo XVIII, a Martines de Pasqually reivindicar para sí mismo la cualidad de «hombre verdadero»; que sea con razón o sin ella, uno puede preguntarse en todo caso cómo había tenido conocimiento de este término específicamente taoísta, que, por lo demás, parece ser el único que lo haya empleado. ↩