mentalidad (IGEDH)

Muchas dificultades se oponen, en Occidente, a un estudio serio y profundo de las doctrinas orientales en general, y de las doctrinas hindúes en particular; y los mayores obstáculos, a este respecto, no son quizás aquellos que pueden provenir de los orientales mismos. En efecto, la primera condición requerida para un tal estudio, la más esencial de todas, es evidentemente tener la MENTALIDAD adecuada para comprender las doctrinas de que se trata, queremos decir para comprenderlas verdadera y profundamente; ahora bien, ésta es una aptitud que, salvo muy raras excepciones, falta totalmente a los occidentales. Por otra parte, esta condición necesaria podría considerarse al mismo tiempo como suficiente, ya que, cuando se cumple, los orientales no tienen la menor repugnancia en comunicar su pensamiento tan completamente como es posible hacerlo. IGEDH: PREFACIO

Todavía no lo hemos dicho todo, y no hemos tocado siquiera el lado más grave de la cuestión: en la producción de los orientalistas, los trabajos de pura erudición son la parte más tediosa, cierto, pero no la más nefasta; y, al decir que no había nada más, queríamos decir nada que tenga algún valor, incluso de un alcance restringido. Algunos, en Alemania concretamente, han querido ir más lejos y, siempre por los mismos métodos, que ya no pueden dar nada aquí, hacer obra de interpretación, aportando por añadidura todo el conjunto de ideas preconcebidas que constituye su MENTALIDAD propia, y con el partidismo manifiesto de hacer entrar las concepciones de que se ocupan en los cuadros habituales del pensamiento europeo. En suma, el error capital de esos orientalistas, puesta aparte la cuestión de método, es verlo todo desde su punto de vista occidental y a través de su MENTALIDAD propia, mientras que la primera condición para poder interpretar correctamente una doctrina cualquiera es naturalmente hacer un esfuerzo para asimilársela y para colocarse, tanto como sea posible, en el punto de vista de aquellos mismos que la han concebido. Decimos tanto como sea posible, ya que no todos pueden llegar a ello igualmente, pero al menos todos pueden intentarlo; ahora bien, lejos de eso, el exclusivismo de los orientalistas de los que hablamos y su espíritu de sistema llegan hasta llevarles, por una increíble aberración, a creerse capaces de comprender las doctrinas orientales mejor que los orientales mismos: pretensión que sólo sería risible si no se aliara a una voluntad bien determinada de «monopolizar» en cierto modo los estudios en cuestión. Y, de hecho, en Europa, fuera de estos «especialistas», no hay apenas para ocuparse de ellos más que una cierta categoría de soñadores extravagantes y de audaces charlatanes que se podrían considerar como cantidad desdeñable, si no ejercieran, ellos también, una influencia deplorable en diversos aspectos, así como tendremos que exponerlo en su lugar de una manera más precisa. IGEDH: PREFACIO

Por otra parte, es menester decir también que los orientales, que tienen, con razón, una idea más bien penosa de la intelectualidad europea, se preocupan muy poco de lo que los occidentales, de una manera general, pueden pensar o no pensar a su respecto; así pues, no buscan de ninguna manera sacarlos de su error, y, al contrario, por efecto de una cortesía algo desdeñosa, se encierran en un silencio que la vanidad occidental toma sin esfuerzo por una aprobación. El «proselitismo» es totalmente desconocido en Oriente, donde, por lo demás, carecería de objeto y no podría ser considerado sino como una prueba de ignorancia y de incomprehensión pura y simple; lo que diremos a continuación mostrará las razones de ello. A este silencio que algunos reprochan a los orientales, y que no obstante es tan legítimo, no puede haber sino raras excepciones, en favor de alguna individualidad aislada que presenta las cualificaciones requeridas y las aptitudes intelectuales adecuadas. En cuanto a aquellos que salen de su reserva fuera de este caso determinado, no se puede decir más que una cosa: es que representan en general elementos bastante poco interesantes, y que, por una razón o por otra, no exponen apenas más que doctrinas deformadas bajo pretexto de adecuarlas a Occidente; tendremos la ocasión de decir algunas palabras acerca de ellos. Lo que queremos hacer comprender por el momento, y lo que hemos indicado desde el comienzo, es que la MENTALIDAD occidental es la única responsable de esta situación, que hace muy difícil el papel de ese mismo que, habiéndose encontrado en condiciones excepcionales y habiendo llegado a asimilarse algunas ideas, quiere expresarlas de manera más inteligible, pero no obstante sin desnaturalizarlas: debe limitarse a exponer lo que ha comprendido, en la medida en que eso puede hacerse, absteniéndose cuidadosamente de toda preocupación de «vulgarización», y sin aportar siquiera la menor preocupación de convencer a nadie. IGEDH: PREFACIO

Cuando hablamos, por ejemplo, de la MENTALIDAD occidental o europea, empleando indiferentemente una u otra de estas dos palabras, con ello entendemos la MENTALIDAD propia de la raza europea tomada en su conjunto. Así pues, llamaremos europeo a todo lo que se refiere a esta raza, y aplicaremos esta denominación común a todos los individuos que han salido de ella, en cualquier parte del mundo donde se encuentren: así, los americanos y los australianos, para no citar más que a éstos, son para nosotros europeos, exactamente del mismo modo que los hombres de la misma raza que han continuado habitando en Europa. Es muy evidente, en efecto, que el hecho de haberse trasladado a otra región, o incluso de haber nacido en ella, no podría modificar por sí mismo la raza, ni por consecuencia, la MENTALIDAD que es inherente a ésta, e incluso si el cambio de medio es susceptible de determinar más pronto o más tarde algunas modificaciones, no serán sino modificaciones bastante secundarias, que no afectan a los caracteres verdaderamente esenciales de la raza, sino que, al contrario, a veces hacen resaltar más claramente algunos de entre ellos. Es así como se puede constatar sin esfuerzo, en los americanos, el desarrollo llevado al extremo de algunas de las tendencias que son constitutivas de la MENTALIDAD europea moderna. IGEDH: Oriente y Occidente

No obstante, aquí se plantea una cuestión que no podemos dispensarnos de indicar brevemente: hemos hablado de la raza europea y de su MENTALIDAD propia; ¿pero hay verdaderamente una raza europea? Si se quiere entender con eso una raza primitiva, con una unidad original y una perfecta homogeneidad, es menester responder negativamente, ya que nadie puede contestar que la población actual de Europa se ha formado por una mezcla de elementos pertenecientes a razas muy diversas, y que hay diferencias étnicas bastante acentuadas, no solo de un país a otro, sino incluso en el interior de cada agrupamiento nacional. No obstante, por eso no es menos cierto que los pueblos europeos presentan bastantes caracteres comunes para que se les pueda distinguir claramente de todos los demás; su unidad, incluso si es más bien adquirida que primitiva, es suficiente para que se pueda hablar, como lo hacemos, de raza europea. Únicamente, esta raza es naturalmente menos fija y menos estable que una raza pura; los elementos europeos, al mezclarse a otras razas, serán absorbidos más fácilmente, y sus caracteres étnicos desaparecerán rápidamente; pero esto no se aplica más que al caso donde hay mezcla, y, cuando hay solo yuxtaposición, ocurre al contrario que los caracteres mentales, que son los que más nos interesan, aparecen en cierto modo con más relieve. Por lo demás, estos caracteres mentales son aquellos para los que la unidad europea es más clara: cualesquiera que hayan podido ser las diferencias originales en este aspecto como en otros, se ha formado poco a poco, en el curso de la historia, una MENTALIDAD común a todos los pueblos de Europa. Eso no quiere decir que no haya una MENTALIDAD especial de cada uno de estos pueblos; pero las particularidades que los distinguen no son más que secundarias en relación a un fondo común al que parecen superponerse: son en suma como especies de un mismo género. Nadie, incluso entre aquellos que dudan que se pueda hablar de una raza europea, vacilará en admitir la existencia de una civilización europea; y una civilización no es otra cosa que el producto y la expresión de una cierta MENTALIDAD. IGEDH: Oriente y Occidente

No buscaremos precisar ahora los rasgos distintivos de la MENTALIDAD europea, ya que sobresaldrán suficientemente en la continuación de este estudio; indicaremos simplemente que varias influencias han contribuido a su formación: la que ha jugado el papel preponderante es incontestablemente la influencia griega, o, si se quiere, grecorromana. La influencia griega es casi exclusiva en lo que concierne a los puntos de vista filosófico y científico, a pesar de la aparición de algunas tendencias especiales, y propiamente modernas, de las que hablaremos más adelante. En cuanto a la influencia romana, es menos intelectual que social, y se afirma sobre todo en las concepciones del Estado, del derecho y de las instituciones; por lo demás, intelectualmente, los romanos lo habían tomado casi todo de los griegos, de suerte que, a través de ellos, no es sino la influencia de estos últimos la que ha podido ejercerse también indirectamente. Es menester señalar también la importancia, desde el punto de vista religioso especialmente, de la influencia judaica, que, por lo demás, encontraremos igualmente en una cierta parte de Oriente; en eso hay un elemento extraeuropeo en su origen, pero que por eso no es menos constitutivo, en parte, de la MENTALIDAD occidental actual. IGEDH: Oriente y Occidente

Si consideramos ahora Oriente, no es posible hablar de una raza oriental, o de una raza asiática, incluso con todas las restricciones que hemos aportado a la consideración de una raza europea. Aquí se trata de un conjunto mucho más extenso, que comprende poblaciones mucho más numerosas y con diferencias étnicas mucho más grandes; en este conjunto pueden distinguirse varias razas más o menos puras, pero que ofrecen características muy claras, y de las cuales cada una tiene una civilización propia, muy diferente de las otras: no hay una civilización oriental como hay una civilización occidental, hay en realidad civilizaciones orientales. Por consiguiente, habrá lugar a decir cosas especiales para cada una de estas civilizaciones, e indicaremos también cuáles son las grandes divisiones generales que se pueden establecer bajo este aspecto; pero, a pesar de todo, encontraremos, si nos atenemos menos a la forma que al fondo, bastantes elementos o más bien principios comunes para que sea posible hablar de una MENTALIDAD oriental, por oposición a la MENTALIDAD occidental. IGEDH: Oriente y Occidente

Cuando decimos que cada una de las razas de Oriente tiene una civilización propia, eso no es absolutamente exacto; no es siquiera rigurosamente verdadero más que para la raza china sólo, cuya civilización tiene precisamente su base esencial en la unidad étnica. Para las demás civilizaciones asiáticas, los principios de unidad sobre los que reposan son de una naturaleza completamente diferente, como tendremos que explicarlo más tarde, y es lo que les permite abarcar en esta unidad elementos pertenecientes a razas extremadamente diversas. Decimos civilizaciones asiáticas, ya que las que tenemos en vista lo son todas por su origen, incluso cuando se han extendido por otras regiones, como lo ha hecho sobre todo la civilización musulmana. Por lo demás, no hay que decir que aparte de los elementos musulmanes, no consideramos como orientales a los pueblos que habitan el este de Europa e incluso algunas regiones vecinas de Europa: sería menester no confundir a un oriental con un levantino, que es más bien todo lo contrario de él, y que, en cuanto a la MENTALIDAD al menos, tiene los caracteres esenciales de un verdadero occidental. IGEDH: Oriente y Occidente

Si se quisiera figurar esquemáticamente la divergencia de la que hablamos, no habría que trazar dos líneas que irían alejándose por una parte y otra de un eje; sino que Oriente debería ser representado por el eje mismo, y Occidente por una línea que parte de ese eje y que se aleja de él a la manera de una rama que se separa del tronco, así como lo decíamos precedentemente. Este símbolo sería tanto más justo cuanto que, en el fondo, desde los tiempos llamados históricos al menos, Occidente no ha vivido nunca intelectualmente, en la medida en la que no ha tenido una intelectualidad más que de préstamos hechos por Oriente, directa o indirectamente. La civilización griega misma está bien lejos de haber tenido esa originalidad que se complacen en proclamar aquellos que son incapaces de ver nada más allá, y que llegarían hasta pretender gustosamente que los griegos se han calumniado cuando se les ocurrió reconocer lo que debían a Egipto, a Fenicia, a Caldea, a Persia, e incluso a la India. Por más que todas estas civilizaciones sean incomparablemente más antiguas que la de los griegos, algunos, cegados por lo que podemos llamar el «prejuicio clásico», están completamente dispuestos a sostener, contra toda evidencia, que son ellas las que han tomado préstamos de esta última y las que han sufrido su influencia, y es muy difícil discutir con ellos, precisamente porque su opinión no se apoya más que en prejuicios; pero volveremos más ampliamente sobre esta cuestión. No obstante, es cierto que los griegos han tenido una cierta originalidad, pero que no es lo que se cree ordinariamente, y no consiste apenas más que en la forma bajo la que han presentado y expuesto lo que tomaban, modificándolo de manera más o menos afortunada para adaptarlo a su propia MENTALIDAD, completamente diferente de la de los orientales, e incluso opuesta ya a ésta por más de un lado. IGEDH: La divergencia

No obstante, es menester tener bien presente que el pensamiento griego es a pesar de todo, en su esencia, un pensamiento occidental, y que ya se encuentran en él, entre algunas otras tendencias, el origen y como el germen de la mayor parte de aquellas que se han desarrollado, mucho tiempo después, en los occidentales modernos. Así pues, sería menester no llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida en unos justos límites, puede rendir todavía servicios considerables a aquellos que quieren comprender verdaderamente la antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética posible y, por lo demás, todo peligro será evitado si se tiene cuidado de tener en cuenta todo lo que sabemos perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la MENTALIDAD helénica. En el fondo, las tendencias nuevas que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de suerte que las reservas que hay que aportar en una comparación con Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor a atribuir a los antiguos de Occidente más de lo que han pensado verdaderamente: cuando se constata que han tomado algo de Oriente, sería menester no creer que lo hayan asimilado completamente, ni apresurarse a concluir de ello que haya identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes que no tienen equivalente en lo que concierne al Occidente moderno; pero por eso no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento oriental son completamente diferentes, y que, al no salir de los cuadros de la MENTALIDAD occidental, aunque sea antigua, uno se condena fatalmente a desdeñar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos. Como es evidente que lo «más» no puede salir de lo «menos», esta única diferencia debería bastar, a falta de toda otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha tomado préstamos de las otras. IGEDH: La divergencia

Para volver al esquema que indicábamos más atrás, debemos decir que su principal defecto, por lo demás inevitable en todo esquema, es simplificar demasiado las cosas, al representar la divergencia como habiendo ido creciendo de una manera continua desde la antigüedad hasta nuestros días. En realidad, hubo tiempos de detención en esta divergencia, hubo incluso épocas menos remotas en las que Occidente ha recibido de nuevo la influencia directa de Oriente: queremos hablar sobre todo del periodo alejandrino, y también de lo que los árabes han aportado a la Europa de la edad media, de lo que una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto estaba sacado de la India; su influencia es bien conocida en cuanto al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia se reactivó en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas cosas, incluso desde el punto de vista de las artes, pero sobre todo desde el punto de vista intelectual; es difícil para un moderno aprehender toda la extensión y el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la antigüedad clásica tuvo como efecto un empequeñecimiento de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar antaño en los griegos mismos, pero con la diferencia capital de que ahora se manifestaba en el curso de la existencia de una misma raza, y ya no en el paso de algunas ideas de un pueblo a otro; es como si aquellos griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente se hubieran vengado de su propia incomprehensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia vino a agregarse la de la Reforma, que por lo demás no fue quizás enteramente independiente de ella, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron claramente; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios, y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no vamos a entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que correría el riesgo de llevarnos muy lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la MENTALIDAD occidental, sino solamente de decir lo que es menester para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que vamos a decir de los modernos a este respecto, nos es menester todavía volver de nuevo a los griegos, para precisar lo que hasta aquí sólo hemos indicado de una manera insuficiente, y para despejar el terreno, en cierto modo, explicándonos con suficiente claridad como para atajar algunas objeciones que son muy fáciles de prever. IGEDH: La divergencia

Quizás no hay lugar, después de todo, a reprochar más de lo debido a los griegos haber disminuido el campo del pensamiento humano como lo han hecho; por una parte, eso era una consecuencia inevitable de su constitución mental, de la cual no podrían ser tenidos por responsables, y, por otra, han puesto al menos de esta manera al alcance de una parte de la humanidad algunos conocimientos que, de otro modo, habrían corrido mucho riesgo de permanecerles completamente extraños. Es fácil darse cuenta de ello viendo de lo que son capaces, en nuestros días, los occidentales que se encuentran directamente en presencia de algunas concepciones orientales, y que intentan interpretarlas conformemente a su propia MENTALIDAD: todo lo que no pueden reducir a formas «clásicas» se les escapa totalmente, y todo lo que reducen a esas formas, mal que bien, es, por eso mismo, desfigurado hasta el punto de hacerlo irreconocible. IGEDH: El prejuicio clásico

Si se considera el orden intelectual, el único esencial para las civilizaciones orientales, hay al menos dos razones para que los griegos, bajo está aspecto, hayan tomado todo de éstas, es decir, todo lo que hay realmente válido en sus concepciones; una de estas razones, esa sobre la que hemos insistido más hasta aquí, está sacada de la inaptitud relativa de la MENTALIDAD griega a este respecto; la otra es que la civilización helénica es de fecha mucho más reciente que las principales civilizaciones orientales. Eso es verdad en particular para la India, aunque, allí donde hay algunas relaciones entre las dos civilizaciones, algunos llevan el «prejuicio clásico» hasta afirmar a priori que eso es la prueba de una influencia griega. Sin embargo, si una tal influencia ha intervenido realmente en la civilización hindú, no ha podido ser sino muy tardía, y ha debido permanecer necesariamente completamente superficial. Podríamos admitir que haya habido, por ejemplo, una influencia de orden artístico, aunque, incluso bajo este punto de vista especial, las concepciones de los hindúes hayan permanecido siempre, en todas las épocas, extremadamente diferentes de las de los griegos; por lo demás, no se encuentran rastros ciertos de una influencia de este género más que en una cierta porción, muy restringida a la vez en el espacio y en el tiempo, de la civilización búdica, que no podría ser confundida con la civilización hindú propiamente dicha. Pero esto nos obliga a decir al menos algunas palabras sobre lo que, en la antigüedad, podrían ser las relaciones entre pueblos diferentes y más o menos alejados, y seguidamente sobre las dificultades que plantean, de una manera general, las cuestiones de cronología, tan importantes a los ojos de los partidarios más o menos exclusivos del famoso «método histórico». IGEDH: El prejuicio clásico

Para precisar el alcance conviene reconocer el hecho que hemos indicado, aunque no lo hemos tomado más que a título de ejemplo, es menester agregar que los intercambios comerciales no han debido producirse nunca de una manera sostenida sin ser acompañados más pronto o más tarde por intercambios de un orden diferente, y concretamente por intercambios intelectuales; e incluso puede ser que, en algunos casos, las relaciones económicas, lejos de tener el primer rango como lo tienen en los pueblos modernos, no hayan tenido más que una importancia más o menos secundaria. La tendencia a reducirlo todo al punto de vista económico, ya sea en la vida interior de un país, ya sea en las relaciones internacionales, es en efecto una tendencia completamente moderna; los antiguos, incluidos los occidentales, a excepción quizás de los fenicios únicamente, no consideraban las cosas de esta manera, y los orientales, incluso actualmente, no los consideran así tampoco. Ésta es la ocasión de repetir cuan peligroso es siempre querer formular una apreciación desde el propio punto de vista, en lo que concierne a hombres que, al encontrarse en otras circunstancias, con una MENTALIDAD diferente, situados de modo diferente en el tiempo y en el espacio, no se han colocado nunca, ciertamente, en ese mismo punto de vista, y ni siquiera tenían ninguna razón para concebirle; sin embargo, este error es el que cometen muy frecuentemente aquellos que estudian la antigüedad, y es también, como lo decíamos desde el comienzo, el que nunca dejan de cometer los orientalistas. IGEDH: Las relaciones de los pueblos antiguos

Después de Aristóteles, los rastros de una influencia hindú en la filosofía griega devienen cada vez más raros, si no completamente nulos, porque esta filosofía se encierra en un dominio cada vez más limitado y contingente, cada vez más alejado de toda intelectualidad verdadera, y porque este dominio es, en su mayor parte, el de la moral, que se refiere a preocupaciones que han sido siempre completamente ajenas a los orientales. Es únicamente en los neoplatónicos donde se verán reaparecer las influencias orientales, y es inclusive ahí donde se encontraran por primera vez, en los griegos, algunas ideas metafísicas, como la del Infinito. Hasta entonces, en efecto, los griegos no habían tenido más que la noción de lo indefinido, y, rasgo eminentemente característico de su MENTALIDAD, acabado y perfecto eran para ellos términos sinónimos; para los orientales, al contrario, es el Infinito el que es idéntico a la Perfección. Tal es la diferencia profunda que existe entre un pensamiento filosófico, en el sentido europeo de la palabra, y un pensamiento metafísico; pero tendremos la ocasión de volver de nuevo sobre ello más ampliamente a continuación, y estas pocas indicaciones bastan por el momento, ya que nuestra intención no es establecer aquí una comparación detallada entre las concepciones respectivas de la India y de Grecia, comparación que, por lo demás, encontraría muchas dificultades en las que no piensan apenas aquellos que la consideran demasiado superficialmente. IGEDH: Las relaciones de los pueblos antiguos

Aquellos que encuentren que reducimos demasiado el papel desempeñado por los griegos, al hacer de él casi exclusivamente un papel de «adaptadores», podrían objetarnos que no conocemos todas sus ideas, y que hay muchas cosas que no han llegado hasta nosotros. Eso es cierto, sin duda en algunos casos, y concretamente para la enseñanza oral de los filósofos; pero, lo que conocemos de sus ideas, ¿no es ampliamente suficiente para permitirnos juzgar el resto? La analogía, que es lo único que nos proporciona el medio de ir, en una cierta medida, de lo conocido a lo desconocido, puede darnos la razón aquí; y, por lo demás, según la enseñanza escrita que poseemos, hay al menos fuertes presunciones para que la enseñanza oral correspondiente, en lo que tenía precisamente de especial y de «esotérico», es decir, de «más interior», estuviera, como la de los «misterios» con la que debía tener muchas relaciones, más fuertemente teñida aún de inspiración oriental. Por lo demás, la «interioridad» misma de esta enseñanza sólo puede garantizarnos que estaba menos alejada de su fuente y menos deformada que toda otra, porque estaba menos adaptada a la MENTALIDAD general del pueblo griego, sin lo cual su comprehensión no hubiera requerido evidentemente una preparación especial, sobre todo una preparación tan larga y tan difícil como lo era, por ejemplo, la que estaba en uso en las escuelas pitagóricas. IGEDH: Cuestiones de cronología

La dificultad más grave, para la interpretación correcta de las doctrinas orientales, es la que proviene, como ya lo hemos indicado y como entendemos exponerlo sobre todo en lo que seguirá, de la diferencia esencial que existe entre los modos del pensamiento oriental y los del pensamiento occidental. Esta diferencia se traduce naturalmente por una diferencia correspondiente en las lenguas que están destinadas a expresar respectivamente estos modos, de donde una segunda dificultad, que deriva de las primeras, cuando se trata de traducir algunas ideas a las lenguas de Occidente, que carecen de términos apropiados, y que, sobre todo, son muy poco metafísicas. Por lo demás, eso no es en suma más que una agravación de las dificultades inherentes a toda traducción, y que se encuentran incluso, a un grado menor, para pasar de una lengua a otra que es muy vecina de ella tanto filológica como geográficamente; en este último caso todavía, los términos que se consideran como correspondientes, y que tienen frecuentemente el mismo origen o la misma derivación, están a veces muy lejos, a pesar de eso, de ofrecer para el sentido un equivalente exacto. Eso se comprende fácilmente, ya que es evidente que cada lengua debe de estar particularmente adaptada a la MENTALIDAD del pueblo que hace uso de ella, y cada pueblo tiene su MENTALIDAD propia, más o menos ampliamente diferente de la de los demás; esta diversidad de las MENTALIDADes étnicas es únicamente mucho menor cuando se consideran pueblos pertenecientes a una misma raza o que se vinculan a una misma civilización. En este caso, los caracteres mentales comunes son ciertamente los más fundamentales, pero los caracteres secundarios que se superponen a ellos pueden dar lugar a variaciones que son aún muy apreciables; y uno podría preguntarse incluso si, entre los individuos que hablan una misma lengua, en los límites de una nación que comprende elementos étnicos diversos, el sentido de las palabras de esta lengua no se matiza más o menos de una región a otra, tanto más cuanto que la unificación nacional y lingüística es frecuentemente reciente y un poco artificial: no habría nada de qué sorprendente, por ejemplo, en que la lengua común herede en cada provincia, tanto para el fondo como para la forma, algunas particularidades del antiguo dialecto al que ha venido a superponerse y al que ha reemplazado más o menos completamente. Sea como sea, las diferencias de las que hablamos son naturalmente mucho más sensibles de un pueblo a otro: si puede haber varias maneras de hablar una lengua, es decir, en el fondo, de pensar sirviéndose de esta lengua, hay ciertamente una manera de pensar especial que se expresa normalmente en cada lengua distinta; y la diferencia alcanza en cierto modo su máximo para lenguas muy diferentes entre sí a todos los respectos, o inclusive para lenguas emparentadas filológicamente, pero adaptadas a MENTALIDADes y a civilizaciones muy diversas, ya que las aproximaciones filológicas permiten con mucha menos seguridad que las aproximaciones mentales el establecimiento de equivalencias verdaderas. Es por estas razones por lo que, como lo decíamos desde el comienzo, la traducción más literal no es siempre la más exacta desde el punto de vista de las ideas, muy lejos de eso, y es también por lo que el conocimiento puramente gramatical de una lengua es completamente insuficiente para dar la comprehensión de ella. IGEDH: Dificultades lingüísticas

Cuando hablamos del alejamiento de los pueblos y, por consiguiente, de sus lenguas, es menester destacar que éste puede ser un alejamiento tanto en el tiempo como en el espacio, de suerte que lo que acabamos de decir se aplica igualmente a la comprehensión de las lenguas antiguas. Es más, para un mismo pueblo, si ocurre que su MENTALIDAD sufre en el curso de su existencia notables modificaciones, no sólo términos nuevos que vienen a sustituir en su lengua a términos antiguos, sino que también el sentido de los términos que se mantienen varía correlativamente a los cambios mentales, hasta el punto de que, en una lengua que ha permanecido casi idéntica en su forma exterior, las mismas palabras llegan a no responder ya en realidad a las mismas concepciones, y que sería menester entonces, para restablecer su sentido, una verdadera traducción, que reemplace palabras que están no obstante todavía en uso por otras palabras completamente diferentes; la comparación de la lengua francesa del siglo XVII y la de nuestros días proporciona numerosos ejemplos de ello. Debemos agregar que eso es verdad sobre todo para los pueblos occidentales, cuya MENTALIDAD, así como lo indicábamos precedentemente, es extremadamente inestable y cambiante; y, por lo demás, hay todavía una razón decisiva para que un tal inconveniente no se presente en Oriente, o al menos para que se reduzca allí a su estricto mínimo: es que en Oriente hay una demarcación muy clara establecida entre las lenguas vulgares, que varían forzosamente en una cierta medida para responder a las necesidades del uso corriente, y las lenguas que sirven para la exposición de las doctrinas, lenguas que están fijadas inmutablemente, y a las que su destino pone al abrigo de todas las variaciones contingentes, lo que, por lo demás, disminuye aún más la importancia de las consideraciones cronológicas. Hasta un cierto punto, se habría podido encontrar algo análogo en Europa en la época donde el latín se empleaba generalmente para la enseñanza y para los intercambios intelectuales; una lengua que sirve para un tal uso no puede ser llamada propiamente una lengua muerta, sino que es una lengua fijada, y es precisamente eso lo que constituye su gran ventaja, sin hablar de su comodidad para las relaciones internacionales, donde las «lenguas auxiliares» artificiales que preconizan los modernos fracasarán siempre fatalmente. Si podemos hablar de una fijeza inmutable, sobre todo en Oriente, y para la exposición de doctrinas cuya esencia es puramente metafísica, es porque, en efecto, estas doctrinas no «evolucionan» en el sentido occidental de esta palabra, lo que hace perfectamente inaplicable para ellas el empleo de todo «método histórico»; por extraño y por incomprehensible incluso que eso pueda parecer a los occidentales modernos, que querrían creer a toda costa en el «progreso» en todos los dominios, no obstante es así, y, a falta de reconocerlo, uno se condena a no comprender nunca nada del Oriente. Las doctrinas metafísicas no tienen que cambiar en su fondo y ni siquiera perfeccionarse; sólo pueden desarrollarse bajo algunos puntos de vista, al recibir expresiones que son más particularmente apropiadas a cada uno de estos puntos de vista, pero que se mantienen siempre en un espíritu rigurosamente tradicional. Si ocurre por excepción que no sea así, y que llegue a producirse una desviación intelectual en un medio más o menos restringido, esa desviación, si es verdaderamente grave, no tarda en tener como consecuencia el abandono de la lengua tradicional en el medio en cuestión, donde es reemplazada por un idioma de origen vulgar, pero que adquiere a su vez una cierta fijeza relativa, porque la doctrina disidente tiende espontáneamente a colocarse como tradición independiente, aunque, evidentemente, desprovista de toda autoridad regular. El oriental, incluso salido de las vías normales de su intelectualidad, no puede vivir sin una tradición o algo que ocupe su lugar, e intentaremos hacer comprender después todo lo que es para él la tradición bajo sus diversos aspectos; por lo demás, esa es una de las causas profundas de su desprecio hacia el occidental, que se presenta muy frecuentemente a él como un ser desprovisto de todo lazo tradicional. IGEDH: Dificultades lingüísticas

Para tomar ahora bajo otro punto de vista, y como en su principio mismo, las dificultades que queremos señalar especialmente en el presente capítulo, podemos decir que toda expresión de un pensamiento cualquiera es imperfecta en sí misma, porque limita y restringe las concepciones para encerrarlas en una forma definida que no puede serle nunca completamente adecuada, puesto que la concepción contiene siempre algo más que su expresión, e incluso inmensamente más cuando se trata de concepciones metafísicas, que deben dejar siempre la parte de lo inexpresable, porque es su esencia misma abrirse sobre posibilidades ilimitadas. El paso de una lengua a otra, forzosamente menos bien adaptada que la primera, no hace en suma más que agravar esta imperfección original e inevitable; pero, cuando se ha llegado a aprehender en cierto modo la concepción misma a través de su expresión primitiva, identificándose tanto como sea posible a la MENTALIDAD de aquel o de aquellos que la han pensado, está claro que siempre se puede remediar en una amplia medida este inconveniente, dando una interpretación que, para ser inteligible, deberá ser un comentario mucho más que una traducción literal pura y simple. Así pues, toda la diferencia real reside, en el fondo, en la identificación mental que se requiere para llegar a este resultado; muy ciertamente, hay quienes son completamente inaptos para ello, y se ve cuanto rebasa eso el alcance de los trabajos de simple erudición. Esa es la única manera de estudiar las doctrinas que pueda ser verdaderamente provechosa; para comprenderlas, es menester, por así decir, estudiarlas «desde dentro», mientras que los orientalistas se han limitado a considerarlas «desde fuera». IGEDH: Dificultades lingüísticas

El género de trabajo de que se trata aquí es relativamente más fácil para las doctrinas que se han trasmitido regularmente hasta nuestra época, y que tienen todavía interpretes autorizados, que para aquellas cuya expresión escrita o figurada es la única que nos ha llegado, sin estar acompañada de la tradición oral desde mucho tiempo extinguida. Es muy penoso que los orientalistas se hayan obstinado en desdeñar, con un partidismo quizás involuntario por una parte, pero por eso mismo más invencible, esta ventaja que se les ofrecía, sobre todo a aquellos que se proponen estudiar civilizaciones que subsisten todavía, a exclusión de aquellos cuyas investigaciones recaen sobre civilizaciones desaparecidas. No obstante, como ya lo indicábamos más atrás, estos últimos mismos, los egiptólogos y los asiriólogos por ejemplo, podrían ciertamente evitarse muchas equivocaciones si tuvieran un conocimiento más extenso de la MENTALIDAD humana y de las diversas modalidades de las que es susceptible; pero un tal conocimiento no sería posible precisamente sino por el estudio verdadero de las doctrinas orientales, que prestaría así, indirectamente al menos, inmensos servicios a todas las ramas del estudio de la antigüedad. Únicamente, incluso para este objeto que esta lejos de ser el más importante a nuestros ojos, sería menester no encerrarse en una erudición que no tiene por sí misma más que un interés muy mediocre, pero que es sin duda el único dominio donde pueda ejercerse sin demasiados inconvenientes la actividad de aquellos que no quieren o no pueden salir de los estrechos límites de la MENTALIDAD occidental moderna. Esa, lo repetimos todavía una vez más, es la razón esencial que hace los trabajos de los orientalistas absolutamente insuficientes para permitir la comprensión de una idea cualquiera, y al mismo tiempo completamente inútiles, cundo no incluso perjudiciales en algunos casos, para un acercamiento intelectual entre Oriente y Occidente. IGEDH: Dificultades lingüísticas

Ya hemos dicho que, aunque se pueda oponer la MENTALIDAD oriental en su conjunto a la MENTALIDAD occidental, no obstante no se puede hablar de una civilización oriental como se habla de una civilización occidental. Hay varias civilizaciones orientales claramente distintas, y de las cuales cada una posee, como lo veremos después, un principio de unidad que le es propio, y que difiere esencialmente de una a otra de estas civilizaciones; pero, por diversas que sean, todas tienen no obstante algunos rasgos comunes, principalmente bajo el aspecto de los modos del pensamiento, y eso es lo que permite decir precisamente que existe, de una manera general, una MENTALIDAD específicamente oriental. IGEDH: Las grandes divisiones de Oriente

El Oriente próximo, que comienza en los confines de Europa, se extiende no sólo sobre la parte de Asia que está más cerca de ésta, sino también, al mismo tiempo, sobre todo el Africa del Norte; así pues, a decir verdad, comprende países que, geográficamente, son tan occidentales como Europa misma. Pero la civilización musulmana, en todas las direcciones que ha tomado su expansión, por eso no ha guardado menos los caracteres esenciales que tiene de su punto de partida oriental; y ha impreso estos caracteres a pueblos extremadamente diversos, formándoles así una MENTALIDAD común, pero no, sin embargo, hasta el punto de quitarles toda originalidad. Las poblaciones beréberes de Africa del Norte no se han confundido nunca con los árabes que viven sobre el mismo suelo, y es fácil distinguirlos, no sólo por las costumbres especiales que han conservado o por su tipo físico, sino también por una suerte de fisonomía mental que les es propia; es muy cierto, por ejemplo, que el kabilo está mucho más cerca del europeo, por algunos lados, de lo que lo está el árabe. Por eso no es menos verdad que, en tanto que tiene una unidad, la civilización de Africa del Norte es, no sólo musulmana, sino incluso árabe en su esencia; y, por lo demás, lo que se puede llamar el grupo árabe es, en el mundo islámico, aquel cuya importancia es verdaderamente primordial, puesto que es en él donde el islam ha tomado nacimiento, y puesto que su lengua propia es la lengua tradicional de todos los pueblos musulmanes, cualquiera que sean su origen y raza. Al lado de este grupo árabe, distinguiremos otros dos grupos principales, que podemos llamar el grupo turco y el grupo persa, aunque estas denominaciones no sean quizás de una exactitud rigurosa. El primero de estos grupos comprende sobre todo pueblos de raza mongol, como los turcos y los tártaros; sus rasgos mentales les diferencian enormemente de los árabes, así como también sus rasgos físicos, pero, al tener poca originalidad intelectual, dependen en el fondo de la intelectualidad árabe; y por lo demás, desde el punto de vista religioso mismo, estos dos grupos árabe y turco, a pesar de algunas diferencias rituales y legales, forman un conjunto único que se opone al grupo persa. Llegamos pues aquí a la separación más profunda que existe en el mundo musulmán, separación que se expresa ordinariamente diciendo que los árabes y los turcos son «sunnitas», mientras que los persas son «shiitas»; estas designaciones harían llamada a algunas reservas, pero aquí no vamos a entrar en estas consideraciones. IGEDH: Las grandes divisiones de Oriente

Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental; se podría decir incluso que su unidad, que reposa siempre naturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una cierta conformidad mental, ya no es verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio como carece de principio esta civilización misma, desde que se ha roto, en la época del Renacimiento y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era precisamente para ella el principio esencial, y que hacía de ella, en la edad media, lo que se llamaba la «Cristiandad». La intelectualidad occidental no podía tener a su disposición, en los límites donde se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de un orden diferente que fuera susceptible de sustituir a ese; entendemos que un tal elemento, fuera de las excepciones incapaces de generalizarse en este medio, no podía ser concebido de otra manera que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, en tanto que raza, es, como lo hemos indicado, demasiado relativa y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización. Así pues, desde entonces, se corría el riesgo de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin ningún lazo efectivo y consciente; y, de hecho, es a partir del momento en que se quebró la unidad fundamental de la «Cristiandad» cuando se vieron constituirse en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades secundarias, fragmentarias y empequeñecidas de las «nacionalidades». Pero, no obstante, hasta su desviación mental, y como a pesar suyo, Europa conservaba la huella de la formación única que había recibido en el curso de los siglos precedentes; las influencias mismas que habían acarreado la desviación se habían ejercido por todas partes de modo semejantemente, aunque a grados diversos; el resultado fue también una MENTALIDAD común, de donde una civilización que seguía siendo común a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuera, por lo demás, iba a estar en adelante, si se puede decir, al servicio de una «ausencia de principio» que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener, ciertamente, que ese era el precio del progreso material hacía el que el mundo occidental ha tendido exclusivamente desde entonces, ya que hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea como sea, era verdaderamente, a nuestro juicio, pagar muy caro ese progreso tan ensalzado. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Considerada así, la tradición puede parecer confundirse con la civilización misma, que, según algunos sociólogos, es «el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a un grupo de hombres durante un cierto tiempo» (NA: E. Dontté, Magie et religion dans l’Afrique du Nord, Introducción p.5); ¿pero qué vale exactamente esta última definición? A decir verdad, no creemos que la civilización sea susceptible de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género, que será siempre demasiado amplia o demasiado restringida por algunos lados, y que corre el riesgo de dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización, y de comprender por el contrario otros elementos que no pertenecen propiamente más que a algunas civilizaciones particulares. Así, la definición precedente no tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización, ya que eso es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llaman las «técnicas», que se nos dice que son «conjuntos de prácticas destinadas especialmente a modificar el medio físico»; por otra parte, cuando se habla de «creencias», agregando que esta palabra debe ser «tomada en su sentido habitual», en eso hay algo que supone manifiestamente la presencia del elemento religioso, el cual es en realidad especial a algunas civilizaciones y no se encuentra en las otras. Es para evitar todo inconveniente de este género, por lo que nos hemos contentado, al comienzo, con decir simplemente que una civilización es el producto y la expresión de una cierta MENTALIDAD común a un grupo de hombres más o menos extenso, reservando para cada caso particular la determinación precisa de sus elementos constitutivos. IGEDH: ¿Qué hay que entender por tradición?

En el islam, hemos dicho, la tradición presenta dos aspectos,?uno de los cuales es religioso, y es ese al que se vincula directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En una cierta medida, hubo algo de este género en la Europa de la edad media, con la doctrina escolástica, donde, por lo demás, la influencia árabe se ejerció bastante fuertemente; pero es menester agregar, para no llevar demasiado lejos las analogías, que en la doctrina escolástica la metafísica no ha estado separada nunca tan claramente como hubiera debido estarlo de la teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en ella de propiamente metafísico no está completo, puesto que permanece sometido a algunas limitaciones que parecen inherentes a toda intelectualidad occidental; sin duda es menester ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble herencia de la MENTALIDAD judaica y de la MENTALIDAD griega. IGEDH: ¿Qué hay que entender por tradición?

Para los romanos, fue casi igual que para los griegos, con la diferencia, no obstante, de que su incomprehensión de las formas simbólicas, que habían tomado de las tradiciones de los etruscos y de otros diversos pueblos, no provenía de una tendencia estética que invadía todos los dominios del pensamiento, incluso los que hubieran debido estarle más cerrados, sino más bien de una incompleta incapacidad para todo lo que es del orden propiamente intelectual. Esta insuficiencia radical de la MENTALIDAD romana, casi exclusivamente dirigida hacia las cosas prácticas, es muy visible y, por lo demás, generalmente muy reconocida para que sea necesario insistir en ella; al ejercerse después la influencia griega, no debía remediarlo más que en una medida bien restringida. Sea como sea, los «dioses de la ciudad» tuvieron también allí el papel preponderante en el culto público, superpuesto a los cultos familiares que subsistieron siempre concurrentemente con él, pero sin ser quizás mucho mejor comprendidos en su razón profunda; y estos «dioses de la ciudad», a consecuencia de las extensiones sucesivas que recibió su dominio, devinieron finalmente los «dioses del Imperio». Es evidente que un culto como el de los emperadores, por ejemplo, no podía tener más que un alcance únicamente social; y se sabe que, si el cristianismo fue perseguido, mientras que tantos otros elementos heterogéneos se incorporaban sin inconveniente a la religión romana, es porque únicamente él entrañaba, prácticamente tanto como teóricamente, un desconocimiento formal de los «dioses del Imperio» esencialmente subversivo de las instituciones establecidas. Por lo demás, este desconocimiento no hubiera sido necesario si el alcance real de los ritos simplemente sociales hubiera estado claramente definido y delimitado; lo fue al contrario, en razón de las múltiples confusiones que se habían producido entre los dominios más diversos, y que, nacidas de los elementos incomprendidos que implicaban estos ritos, algunos de los cuales venían de muy lejos, les daban un carácter «supersticioso» en el sentido riguroso en el que ya nos ha ocurrido emplear esta palabra. IGEDH: Tradición y Religión

Ya que estamos en este tema, aprovecharemos también para señalar que la ausencia total del punto de vista religioso en los chinos ha podido dar lugar a otro error, pero que es inverso al precedente, y que, esta vez, se debe a una incomprehensión recíproca. El chino, que, en cierto modo, tiene por naturaleza el mayor respeto hacia todo lo que es de orden tradicional, adoptará gustosamente, cuando se encuentre trasladado a otro medio, lo que le parezca que constituye su tradición; ahora bien, puesto que en Occidente sólo la religión presenta este carácter, podrá adoptarla así, pero de una manera completamente superficial y pasajera. Vuelto a su país de origen, que jamás ha abandonado de una manera definitiva, ya que la «solidaridad de la raza» es demasiado poderosa para permitírselo, ese mismo chino ya no se preocupará lo más mínimo de la religión cuyos usos había seguido temporalmente; eso se debe a que esa religión, que es tal para los otros, él mismo no la había concebido nunca en modo religioso, puesto que ese modo es extraño a su MENTALIDAD, y, por lo demás, como no ha encontrado en Occidente nada que tenga, por poco que sea, un carácter metafísico, ella no podía ser a sus ojos más que el equivalente más o menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del confucionismo. Así pues, los europeos cometerían un gran error al tachar a una tal actitud de hipócrita, como les ocurre hacerlo; para el chino no es más que una simple cuestión de cortesía, ya que, según la idea que se hacen de ella, la cortesía quiere que uno se conforme tanto como sea posible a las costumbres del país donde se vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su lugar en la jerarquía oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores rituales que se les deben. IGEDH: Tradición y Religión

En el mismo orden de ideas, otro hecho interesante que hay que reseñar es que, en el Japón, el sintoísmo tiene, en una cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el confucionismo en China; aunque tenga también otros aspectos menos claramente definidos, es ante todo una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son «sacerdotes», son enteramente libres de tomar la religión que quieran o de no tomar ninguna. A este propósito, recordamos haber leído, en un manual de historia de las religiones, la reflexión singular de que, «ni en el Japón ni tampoco en China, la fe en las doctrinas de una religión excluye en lo más mínimo la fe en las doctrinas de otra religión» (NA: Christus, cap. V, p. 193.); en realidad, doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y eso debería bastar para probar que aquí no puede tratarse en modo alguno de religión. De hecho, fuera del caso de importaciones extranjeras que no han podido tener una influencia muy profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso les es tan completamente desconocido a los japoneses como a los chinos; se trata incluso de uno de los raros rasgos comunes que se pueden observar en la MENTALIDAD de estos dos pueblos. IGEDH: Tradición y Religión

Se puede comprender ahora por qué decíamos precedentemente que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, lo que confirma la proveniencia específicamente judaica de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Es que, en cualquier otro lugar, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados, por lo demás, por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral esta totalmente ausente, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este mismo punto de vista moral el que falta: si la legislación no es allí religiosa como en el islam, es porque está enteramente desprovista del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ningún rastro tampoco de esa forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la que el vinculamiento de una moral a un principio doctrinal es por lo demás completamente inconcebible. Se puede decir que el punto de vista moral y el punto de vista religioso mismo suponen esencialmente una cierta sentiMENTALIDAD, que está en efecto desarrollada sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Así pues, en eso hay algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que sería menester agregar aquí a los musulmanes, pero sin hablar del aspecto extrarreligioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos, la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existiendo por sí misma; la MENTALIDAD musulmana no podría admitir la idea de una «moral independiente», es decir, filosófica, idea que se encontraba antaño en los griegos y en los romanos, y que está de nuevo muy extendida en Occidente en la época actual. IGEDH: Tradición y Religión

Aquí es indispensable una última observación: no admitimos, como los sociólogos de los que hablábamos más atrás, que la religión sea pura y simplemente un hecho social; decimos solamente que tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que evidentemente, no es la misma cosa, puesto que este elemento es normalmente secundario en relación a la doctrina, que es de un orden completamente diferente, de suerte que la religión, aunque es social por un cierto lado, es al mismo tiempo algo más. Por lo demás, de hecho, hay casos donde todo lo que es del orden social se encuentra vinculado y como suspendido de la religión: es el caso del islamismo, como ya hemos tenido ocasión de decirlo, y también del judaísmo, en el que la legislación no es menos esencialmente religiosa, pero con la particularidad de que no es aplicable más que a un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del cristianismo que podríamos llamar «integral», y que ha tenido antaño una realización efectiva. La opinión sociológica no corresponde más que al estado actual de Europa, y todavía haciendo abstracción de las consideraciones doctrinales, que, no obstante, no han perdido realmente su importancia primordial más que en los pueblos protestantes; cosa bastante curiosa, la opinión sociológica podría servir para justificar la concepción de una «religión de Estado», es decir, en el fondo, de una religión que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como tal, corre mucho riesgo de ser reducida a un papel de instrumento político; concepción que, en algunos aspectos, nos conduce a la religión grecorromana, así como lo indicábamos más atrás. Esta idea aparece como diametralmente opuesta a la de la «Cristiandad»: ésta, anterior a las nacionalidades, no podría subsistir o restablecerse después de su constitución, más que a condición de ser esencialmente «supranacional»; al contrario, la «religión de Estado» se considera siempre de hecho, que no de derecho, como nacional, ya sea enteramente independiente o ya sea que admita un vinculamiento a otras instituciones similares por una suerte de lazo federativo, que no deja en todo caso a la autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La primera de estas dos concepciones, la de la «Cristiandad», es eminentemente la de un «Catolicismo» en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la de una «religión de Estado», encuentra lógicamente su expresión, según los casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o ya sea en el anglicanismo o en algunas formas de la religión protestante, a la que, en general, este rebajamiento no parece repugnar en absoluto. Agregamos para terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la religión, la primera es la única que sea capaz de presentar, con las particularidades propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la concibe, sin ninguna excepción, la MENTALIDAD oriental. IGEDH: Tradición y Religión

Pensamos que ahora hemos caracterizado suficientemente la metafísica, y apenas podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no podría encontrar sitio aquí; por lo demás, estos datos serán completados en los capítulos siguientes, y particularmente cuando hablemos de la distinción entre la metafísica y lo que se llama generalmente por el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extrarreligioso del islamismo. Ahora bien, ¿no hay nada de tal en el mundo occidental? Si no se considera más que lo que existe actualmente, ciertamente no se podría dar a esta pregunta más que una respuesta negativa, ya que lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde a ningún grado a la concepción que hemos expuesto; por lo demás, tendremos que volver de nuevo sobre este punto. No obstante, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, al menos, hubo ahí verdaderamente metafísica en una cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, aquello era algo de lo que la MENTALIDAD moderna no ofrece ya el menor equivalente, y cuya comprehensión parece estarle vedada. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es porque hay, como lo decíamos precedentemente, limitaciones que parecen verdaderamente inherentes a toda la intelectualidad occidental, al menos a partir de la antigüedad clásica; y ya hemos notado, a este respecto, que los griegos no tenían la idea del Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser más que indefinido, y por qué confunden invenciblemente la eternidad, que reside esencialmente en el «no tiempo», si se puede expresar así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, mientras que, a los orientales, no se les ocurren semejantes errores? Es que la MENTALIDAD occidental, vuelta casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, comete una confusión constante entre concebir e imaginar, hasta el punto de que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece verdaderamente impensable por eso mismo; y, ya en los griegos las facultades imaginativas eran preponderantes. Eso es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones, no podría haber intelectualidad en verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si agregamos a estas consideraciones aún otra confusión ordinaria, a saber, la de lo racional y lo intelectual, nos damos cuenta de que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de esas facultades completamente individuales y formales que son la razón y la imaginación; y se puede comprender entonces todo lo que la separa de la intelectualidad oriental, para la que no es conocimiento verdadero y válido más que el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo informal. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

Únicamente el punto de vista metafísico, hemos dicho, es verdaderamente universal, y por lo tanto ilimitado; todo otro punto de vista es, por consiguiente, más o menos especializado y está más o menos sujeto, por su naturaleza propia, a algunas limitaciones. Ya hemos mostrado que ello es así, concretamente, para el punto de vista científico, y mostraremos que ello es así igualmente para otros diversos puntos de vista que se reúnen ordinariamente bajo la denominación común y bastante vaga de «filosóficos», y que, por lo demás, no difieren demasiado profundamente del punto de vista científico propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones más grandes y completamente injustificadas. Ahora bien, esta limitación esencial, que, por lo demás, es evidentemente susceptible de ser más o menos estrecha, existe incluso para el punto de vista teológico; en otros términos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en límites que le asignen un alcance tan restringido; pero, precisamente porque la teología está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, es más delicado distinguirla de ella claramente, y pueden introducirse confusiones aún más fácilmente aquí que en cualquier otra parte. Estas confusiones no han dejado de producirse de hecho, y han podido llegar hasta una inversión de las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la teología, puesto que, incluso en la edad media que fue no obstante la única época donde la civilización occidental recibió un desarrollo verdaderamente intelectual, ocurrió que la metafísica, por lo demás insuficientemente desprendida de diversas consideraciones de orden simplemente filosófico, fue concebida como dependiente respecto a la teología; y, si pudo ser así, no fue sino porque la metafísica, tal como la consideraba la doctrina escolástica, había permanecido incompleta, de suerte que nadie podía darse cuenta plenamente de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de toda limitación, puesto que no se la concebía efectivamente más que en algunos límites, y puesto que no se sospechaba siquiera que hubiera todavía más allá de esos límites una posibilidad de concepción. Esta precisión proporciona una excusa suficiente al error que se cometió entonces, y es cierto que los griegos, incluso en la medida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido equivocarse exactamente de la misma manera, si, no obstante, hubiera habido en ellos algo que correspondiera a lo que es la teología en las religiones judeocristianas; eso equivale en suma a lo que ya hemos dicho, a saber, que los occidentales, incluso aquellos que fueron verdaderamente metafísicos hasta un cierto punto, no han conocido nunca la metafísica total. Quizás hubo, no obstante, excepciones individuales, ya que, así como lo hemos indicado precedentemente, nada se opone en principio a que haya, en todos los tiempos y en todos los países, hombres que puedan alcanzar el conocimiento metafísico completo; y eso sería también posible incluso en el mundo occidental actual, aunque más difícilmente sin duda, en razón de las tendencias generales de la MENTALIDAD que determinan un medio tan desfavorable como es posible bajo este aspecto. En todo caso, conviene agregar que, si hubo tales excepciones, no existe al respecto ningún testimonio escrito, y que no han dejado ningún rastro en lo que se conoce habitualmente, lo que, por lo demás, no prueba nada en el sentido negativo, y lo que no tiene incluso nada de sorprendente, dado que, si se han producido efectivamente casos de este género, eso no ha podido ser nunca sino gracias a circunstancias muy particulares, sobre cuya naturaleza no nos es posible insistir aquí. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología

La influencia del elemento sentimental menoscaba evidentemente la pureza intelectual de la doctrina, y marca en suma, es menester decirlo, una decadencia en relación al pensamiento metafísico, decadencia que, por lo demás, allí donde se ha producido principal y generalmente, es decir, en el mundo occidental, era en cierto modo inevitable e incluso necesaria en un sentido, si la doctrina debía ser adaptada a la MENTALIDAD de los hombres a los que se dirigía especialmente, y en quienes la sentiMENTALIDAD predominaba sobre la inteligencia, predominio que, por lo demás, ha alcanzado su punto más alto en los tiempos modernos. Sea como sea, no es menos verdad por eso que el sentimiento no es más que relatividad y contingencia, y que una doctrina que se dirige a él, y sobre la que él reacciona, no puede ser, ella misma, sino relativa y contingente; y esto puede observarse particularmente al respecto de la necesidad de «consolaciones» a la que responde, en una medida muy amplia, el punto de vista religioso. La verdad, en sí misma, no tiene porque ser consoladora; si alguien la encuentra tal, tanto mejor para él, cierto, pero la consolación que siente no viene de la doctrina, no viene más que de él mismo y de las disposiciones particulares de su propia sentiMENTALIDAD. Al contrario, una doctrina que se adapta a las exigencias del ser sentimental, y que, por consiguiente, debe revestirse ella misma de una forma sentimental, desde entonces ya no puede ser identificada a la verdad absoluta y total; la alteración profunda que produce en ella la entrada de un principio consolador es correlativa de un menoscabo intelectual de la colectividad humana a la que se dirige. Por otro lado, es de eso de donde nace la diversidad profunda de los dogmas religiosos, que entraña su incompatibilidad, ya que, mientras que la inteligencia es una, y mientras que la verdad, en toda la medida en que se comprende, no puede serlo más que de una manera, la sentiMENTALIDAD es diversa, y la religión, que tiende a satisfacerla, deberá esforzarse en adaptarse formalmente lo mejor posible a sus modos múltiples, que son diferentes y variables según las razas y las épocas. Por lo demás, eso no quiere decir que todas las formas religiosas sufran en un grado equivalente, en su parte doctrinal, la acción disolvente del sentimentalismo, ni la necesidad de cambio que le es consecutiva; la comparación entre el catolicismo y el protestantismo, por ejemplo, sería particularmente instructiva a este respecto. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología

El nombre de «simbolismo», en su acepción más general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión verbal tanto como figurada: la palabra no puede tener otra función ni otra razón de ser que simbolizar la idea, es decir, en suma, dar de ella, en la medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás puramente analógica. Así comprendido, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del que el lenguaje es un simple caso particular, es evidentemente natural al espíritu humano, y por tanto necesario y espontáneo. Es también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado, que cristaliza en cierto modo en representaciones figurativas las enseñanzas de la doctrina; y por lo demás, entre uno y otro, no hay, a decir verdad, límites precisos, ya que es muy cierto que la escritura, en su origen, fue por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, incluso en esta segunda acepción, aunque no sea apenas más que en China donde siempre lo ha seguido siendo de una manera exclusiva. Sea como sea, el simbolismo, tal como se entiende más ordinariamente, es de un empleo mucho más constante en la expresión del pensamiento oriental que en la del pensamiento occidental; y eso se comprende fácilmente si se piensa que es un medio de expresión menos estrechamente limitado que el lenguaje usual: puesto que sugiere más de lo que expresa, es el soporte más apropiado para posibilidades de concepciones que las palabras no podrían permitir alcanzar. Así pues, este simbolismo, en el que la indefinidad conceptual no es exclusiva de un rigor completamente matemático, y que concilia así exigencias en apariencia contrarias, es, si se puede decir, el lenguaje metafísico por excelencia; y, por lo demás, símbolos primitivamente metafísicos han podido, por un proceso de adaptación secundaria paralelo al de la doctrina misma, devenir ulteriormente símbolos religiosos. Los ritos, concretamente, tienen un carácter eminentemente simbólico, a cualquier dominio que se vinculen, y la transposición metafísica es siempre posible para la significación de los ritos religiosos, así como para la doctrina teológica a la que están ligados; incluso para los ritos simplemente sociales, si se quiere buscar su razón profunda, es menester remontar del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional, metafísica en su esencia. Por lo demás, no pretendemos decir que los ritos no sean más que puros símbolos; son eso sin duda, y no pueden no serlo, bajo pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero al mismo tiempo debe concebírselos como poseyendo en sí mismos una eficacia propia, en tanto que medios de realización que actúan en vista del fin al que están adaptados y subordinados. Esa es evidentemente, sobre el plano religioso, la concepción católica de la virtud del «sacramento»; es también, metafísicamente, el principio de algunas vías de realización de las que diremos algunas palabras después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos. Además, se podría decir que todo símbolo, en tanto que debe servir esencialmente de soporte a una concepción, tiene también una eficacia muy real; y el sacramento religioso mismo, en tanto que es un signo sensible, tiene precisamente este mismo papel de soporte para la «influencia espiritual» que hará de él el instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de una manera análoga a aquella en la que las potencialidades incluidas en el símbolo pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad receptiva de cada uno. Bajo esta relación, el rito es también un caso particular del símbolo: es, se podría decir, un símbolo «actuado», pero a condición de ver en el símbolo todo lo que es realmente, y no sólo su exterioridad contingente: ahí, como en el estudio de los textos, es menester saber ir más allá de la «letra» para desprender el «espíritu». Ahora bien, es eso precisamente lo que no hacen ordinariamente los occidentales: los errores de interpretación de los orientalistas proporcionan aquí un ejemplo característico, ya que consisten bastante comúnmente en desnaturalizar los símbolos estudiados de la misma manera que la MENTALIDAD occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente a aquellos que encuentra a su alcance. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo

Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de «creación»: esta concepción, que es tan extraña a los orientales, exceptuando los musulmanes, como lo fue también a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la palabra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción que ha recibido con el cristianismo, ya que creare no quería decir primero nada mas que «hacer», sentido que siempre ha permanecido, en sánscrito, el de la raíz verbal kri, que es idéntica a esta palabra; hubo pues ahí un cambio profundo de significación, y este caso es, como ya lo hemos dicho, similar al del término «religión». Es evidentemente del judaísmo de donde la idea de la que se trata ha pasado al cristianismo y al islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, es en el fondo la misma que la de la prohibición de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como «un ser» más o menos análogo a los seres individuales y particularmente a los seres humanos, debe tener como corolario natural, por todas parte donde existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente «demiúrgico», queremos decir, una acción que se ejerce sobre una materia que se supone exterior a él, lo que es el modo de acción propio de los seres individuales. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad, y de la infinitud divina, afirmar expresamente que Dios ha «hecho el mundo de nada», es decir, en suma, de nada que le fuera exterior, la suposición de lo cual tendría por efecto limitarle dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica no es aquí mas que la expresión de un sin-sentido metafísico, lo que, por lo demás, es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, devenía muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, bajo esta forma derivada, ya no aparecía inmediatamente. La concepción teológica de la «creación» es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la «manifestación universal», y la mejor adaptada a la MENTALIDAD de los pueblos occidentales; pero, por lo demás, no se puede establecer ninguna equivalencia entre estas dos concepciones, desde que, necesariamente, hay entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los que se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que hemos expuesto en el capítulo precedente. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo

En cuanto a la moral, al hablar del punto de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos hemos reservado entonces lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en tanto que es claramente diferente de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir verdad, no es ni siquiera un conocimiento de un orden más o menos restringido, sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuya meta y cuyo alcance no podrían ser sino puramente prácticos, aunque algunos se hagan muy frecuentemente ilusiones a este respecto. En efecto, se trata exclusivamente de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón de ser está toda entera en el orden social, ya que estas reglas no tendrían ningún sentido fuera del hecho de que los individuos humanos viven en sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aún se las formula colocándose bajo un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más que social como en los orientales, es el punto de vista específicamente moral, que es extraño a la mayor parte de la humanidad. Hemos visto como este punto de vista podía introducirse en las concepciones religiosas, por el vinculamiento del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos sentimentales; pero, puesto aparte este caso, no se ve demasiado lo que puede servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso que da un sentido a la moral, todo lo que se refiere a este orden debería reducirse lógicamente a un conjunto de convenciones puras y simples, establecidas y observadas únicamente en vista a hacer la vida en sociedad posible y soportable; pero, si se reconociera francamente este carácter convencional y se adoptara como tal, ya no habría moral filosófica. Es también la sentiMENTALIDAD la que interviene aquí, y la que, para encontrar materia con que satisfacer sus necesidades especiales, se esfuerza en tomar y en hacer tomar estas convenciones por lo que no son: de ahí un despliegue de consideraciones diversas, de las que unas siguen siendo claramente sentimentales en su forma tanto como en su fondo, mientras que otras se disfrazan bajo apariencias más o menos racionales. Por lo demás, si la moral como todo lo que pertenece a las contingencias sociales, varía enormemente según los tiempos y los países, las teorías morales que aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se observan comúnmente en ese mismo medio; eso debería bastar para mostrar que esas teorías están desprovistas de todo valor real, y que no son construidas por cada filósofo más que para poner después su conducta y la de sus semejantes, o al menos de aquellos que están más cerca de él, en acuerdo con sus propias ideas y sobre todo con sus propios sentimientos. Hay que destacar que la eclosión de estas teorías morales se produjo sobre todo en las épocas de decadencia intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la expansión del sentimentalismo, y también porque, al entregarse así a especulaciones ilusorias, se conserva al menos la apariencia del pensamiento ausente; este fenómeno tuvo lugar concretamente en los griegos, cuando su intelectualidad hubo dado, con Aristóteles, todo aquello de lo cual era susceptible: para las escuelas filosóficas posteriores, tales como los epicúreos o los estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y es lo que constituyó su éxito entre los romanos, a quienes toda especulación más elevada hubiera sido muy difícilmente accesible. El mismo carácter se encuentra en la época actual, donde el «moralismo» deviene extrañamente invasor, pero sobre todo, esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo muestra bien el caso del protestantismo; es natural, por lo demás, que pueblos de MENTALIDAD puramente práctica, cuya civilización es completamente material, busquen satisfacer sus aspiraciones sentimentales por este falso misticismo que encuentra una de sus expresiones en la moral filosófica. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Esta distinción entre el esoterismo y el exoterismo no se ha mantenido de ninguna manera en la filosofía moderna, que, en el fondo, no es verdaderamente nada más que lo que es exteriormente, y que, para lo que tiene que enseñar, ciertamente no tiene necesidad de un esoterismo cualquiera, puesto que todo lo que es verdaderamente profundo escapa totalmente a su punto de vista limitado. Ahora, se plantea la cuestión de saber si esta concepción de dos aspectos complementarios de una doctrina fue particular a Grecia; a decir verdad, habría algo bastante sorprendente en que una división que puede parecer bastante natural en su principio hubiera permanecido tan excepcional, y de hecho, no hay nada de tal. Primero, se podrían encontrar en Occidente, desde la antigüedad, algunas escuelas generalmente muy cerradas, mejor o peor conocidas por este mismo motivo, y que no eran escuelas filosóficas, cuyas doctrinas no se expresaban al exterior más que bajo el velo de algunos símbolos que debían parecer muy obscuros a aquellos que no tenían la llave de ellos; y esta llave sólo se daba a los adherentes que habían admitido algunos compromisos, y cuya discreción había sido suficientemente probada, al mismo tiempo que se estaba seguro de su capacidad intelectual. Este caso, que implica manifiestamente que debe tratarse de doctrinas lo bastante profundas para ser completamente extrañas a la MENTALIDAD común, parece haber sido sobre todo frecuente en la edad media, y es una de las razones por las que, cuando se habla de la intelectualidad de aquella época, es menester hacer siempre reservas sobre lo que pudo existir allí fuera de lo que nos es conocido de una cierta manera; en efecto, es evidente que, allí como para el esoterismo griego, han debido perderse muchas de las cosas por no haber sido enseñadas nunca más que oralmente, lo que es también, como ya lo hemos indicado, la explicación de la pérdida casi total de la doctrina druídica. Entre esas escuelas a las que acabamos de hacer alusión, podemos mencionar como ejemplo los alquimistas, cuya doctrina era sobre todo de orden cosmológico; pero, por lo demás, la cosmología debe tener siempre como fundamento un cierto conjunto más o menos extenso de concepciones metafísicas. Se podría decir que los símbolos contenidos en los escritos alquimistas constituyen aquí el exoterismo, mientras que su interpretación reservada constituía el esoterismo; pero la parte del exoterismo está entonces muy reducida, e incluso, como no tiene en suma razón de ser verdadera más que en relación al esoterismo y en vista de éste, podemos preguntarnos si conviene todavía aplicar estos dos términos. En efecto, esoterismo y exoterismo son esencialmente correlativos, puesto que estas palabras son de forma comparativa, de suerte que, allí donde no hay exoterismo, ya no hay lugar tampoco a hablar de esoterismo; así pues, si nos atenemos a guardarle su sentido propio, esta última denominación no puede servir para designar indistintamente toda doctrina cerrada, para el uso exclusivo de una elite intelectual. IGEDH: Esoterismo y exoterismo

En un manual de historia de las religiones al que ya hemos hecho alusión, y donde, aunque se distingue por el espíritu en el que está redactado, se encuentran, por lo demás, muchas de las confusiones comunes en este género de obras, sobre todo la que consiste en tratar como religiones cosas que no lo son en modo alguno en realidad, hemos detectado a este propósito la observación siguiente: «Un pensamiento indio encuentra raramente su equivalente exacto fuera de la India; o, para hablar menos ambiciosamente, maneras de considerar las cosas que son en otras partes esotéricas, individuales, extraordinarias, son, en el brâhmanismo y en la India, vulgares, generales, normales» (NA: Christus, cap. VII, p. 359, nota.). Eso es justo en el fondo, pero hace llamada no obstante a algunas reservas, ya que no se podrían calificar de individuales, ni en la India ni en ninguna otra parte, unas concepciones que, al ser de orden metafísico, son al contrario esencialmente supraindividuales; por otra parte, esas concepciones encuentran su equivalente, aunque bajo formas diferentes, por todas partes donde existe una doctrina verdaderamente metafísica, es decir, en todo el Oriente, y no es más que en Occidente donde no hay en efecto nada que se les corresponda, ni siquiera de lejos. Lo que es verdad, es que las concepciones de este orden no están en ninguna parte tan generalmente extendidas como en la India, porque no se encuentra en ninguna otra parte un pueblo que tenga tan generalmente y en el mismo grado las aptitudes requeridas, aunque éstas sean no obstante frecuentes en todos los orientales, y concretamente en los chinos, entre los cuales la tradición metafísica ha guardado a pesar de eso un carácter mucho más cerrado. Lo que, en la India, ha debido contribuir sobre todo al desarrollo de una tal MENTALIDAD, es el carácter puramente tradicional de la unidad hindú: no se puede participar realmente en esta unidad sino en tanto que uno se asimila la tradición, y, como esta tradición es de esencia metafísica, se podría decir que, si todo hindú es naturalmente metafísico, es que debe de serlo en cierto modo por definición. IGEDH: Esoterismo y exoterismo

La conclusión de todo eso puede formularse de la manera siguiente: son hindúes todos aquellos que se adhieren a una misma tradición, a condición, bien entendido, de que estén debidamente cualificados para poder adherirse a ella real y efectivamente, y no de una manera simplemente exterior e ilusoria; al contrario, no son hindúes aquellos que, por la razón que sea, no participan de esa misma tradición. Este caso es concretamente el de los jainas y de los budistas; es también, en los tiempos modernos, el de los sikhs, sobre los que, por lo demás, se ejercieron influencias musulmanas cuya marca es muy visible en su doctrina especial. Tal es la verdadera distinción, y no podría haber otra, aunque esta sea bastante difícilmente comprehensible, es menester reconocerlo, para la MENTALIDAD occidental, habituada a basarse sobre elementos de apreciación muy diferentes, que aquí faltan enteramente. En estas condiciones es un verdadero error hablar, por ejemplo, de «budismo hindú», como se hace muy frecuentemente en Europa y concretamente en Francia; cuando se quiere designar al budismo tal como existió antaño en la India, no hay otra denominación que pueda convenir más que la de «budismo indio», del mismo modo que se puede hablar perfectamente de los «musulmanes indios», es decir, de los musulmanes de la India, que, ciertamente, no son «hindúes». Se ve lo que constituye la gravedad real de un error del género que señalamos, y porque constituye a nuestros ojos mucho más que una simple inexactitud de detalle: porque da testimonio de un profundo desconocimiento del carácter más esencial de la civilización hindú; y lo más sorprendente no es que esta ignorancia sea común en Occidente, sino que sea compartida por orientalistas profesionales. IGEDH: Significación precisa de la palabra «hindú»

La ortodoxia y la heterodoxia pueden ser consideradas, no sólo desde el punto de vista religioso, aunque éste sea el caso más habitual en Occidente, sino también desde el punto de vista mucho más general de la tradición bajo todos sus modos; en lo que concierne a la India, es únicamente de esta manera como se las puede comprender, puesto que allí no hay nada que sea propiamente religioso, mientras que, al contrario, para Occidente no hay nada verdaderamente tradicional fuera de la religión. En lo que concierne a la metafísica y a todo lo que procede de ella más o menos directamente, la heterodoxia de una concepción no es otra cosa, en el fondo, que su falsedad, que resulta de su desacuerdo con los principios fundamentales; y, lo más frecuentemente, esta falsedad es incluso una absurdidad manifiesta, por poco que se quiera reducir la cuestión a la simplicidad de sus datos esenciales: no podría ser de otro modo, desde que la metafísica, como lo hemos dicho, excluye todo lo que presenta un carácter hipotético, para no admitir más que aquello cuya comprehensión implica inmediatamente la verdadera certeza. En estas condiciones, la ortodoxia no es más que uno con el conocimiento verdadero, puesto que reside en un acuerdo constante con los principios; y, como estos principios, para la tradición hindú, están contenidos esencialmente en el Vêda, es evidentemente el acuerdo con el Vêda el que es aquí el criterio de la ortodoxia. Únicamente, lo que es menester comprender bien, es que aquí se trata mucho menos de recurrir a la autoridad de los textos escritos que de observar la perfecta coherencia de la enseñanza tradicional en su conjunto; el acuerdo o el desacuerdo con los textos védicos no es en suma más que un signo exterior de la verdad o de la falsedad intrínseca de una concepción, y ésta es la que constituye realmente su ortodoxia o su heterodoxia. Si ello es así, se objetara quizás, ¿por qué no hablar entonces simplemente de verdad o de falsedad? Es porque la unidad de la doctrina tradicional, con toda la fuerza que le es inherente, proporciona la guía más segura para impedir que las divagaciones individuales tengan curso libre; por lo demás, para eso, basta con la fuerza que tiene la tradición en sí misma, sin que haya necesidad de la obligación ejercida por una autoridad más o menos análoga a la autoridad religiosa: esto resulta de lo que hemos dicho de la verdadera naturaleza de la unidad hindú. Allí donde esta fuerza de la tradición está ausente, y donde no hay siquiera una autoridad exterior que pueda suplirla en una cierta medida, se ve muy claramente, por el ejemplo de la filosofía occidental moderna, a qué confusión lleva el desarrollo y la expansión sin freno de las opiniones más aventuradas y más contradictorias; si las concepciones falsas toman entonces nacimiento tan fácilmente y llegan incluso a imponerse a la MENTALIDAD común, es porque ya no es posible referirse a un acuerdo con los principios, porque ya no hay principios en el verdadero sentido de esta palabra. Al contrario, en una civilización esencialmente tradicional, los principios no se pierden nunca de vista, y no hay más que aplicarlos, directa o indirectamente, en un orden o en otro; así pues, las concepciones que se apartan de ellos se producirán mucho más raramente, serán incluso excepcionales, y, si se producen no obstante a veces, su crédito no será nunca muy grande: esas desviaciones seguirán siendo siempre anomalías como lo han sido en su origen, y, si su gravedad es tal que devienen incompatibles con los principios más esenciales de la tradición, se encontrarán por eso mismo arrojadas fuera de la civilización donde habían tomado nacimiento. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia

El budismo, acabamos de decir, parece más cercano, o más bien menos alejado de las concepciones occidentales que las demás doctrinas de Oriente, y, por consiguiente, parece más fácil de estudiar para los occidentales; es eso sin duda lo que explica la predilección marcada que le testimonian los orientalistas. Éstos, en efecto, piensan encontrar en él algo que entre en los cuadros de su MENTALIDAD, o que al menos no escape completamente de ella; en todo caso, no se encuentran en él, como en las otras doctrinas, molestos por una total imposibilidad de comprehensión que, sin confesárselo a sí mismos, deben sentir no obstante más o menos confusamente. Tal es al menos la impresión que sienten en presencia de algunas formas del budismo, ya que, como lo diremos dentro de un momento, hay que hacer muchas distinciones a este respecto, y, naturalmente, en esas formas que les son más accesibles, quieren ver el budismo verdadero y en cierto modo primitivo, mientras que las otras no serían, según ellos, más que alteraciones más o menos tardías. Pero el budismo, sea como sea, e incluso en los aspectos más «simplistas» que haya podido revestir en algunas de sus ramas, es no obstante todavía oriental a pesar de todo; así pues, los orientalistas llevan demasiado lejos la asimilación con los puntos de vista occidentales, por ejemplo cuando quieren hacer de él el equivalente de una religión en el sentido europeo de la palabra, lo que, por lo demás, los mete a veces en un singular atolladero: ¿no han declarado algunos, que no retroceden ante una contradicción en los términos, que era una «religión atea»? En realidad, el budismo no es más «ateo» que «teísta» o «panteísta»; lo que es menester decir simplemente, es que no se coloca en el punto de vista en relación al que estos diversos términos tienen un sentido; pero, si no se coloca ahí, es precisamente porque no es una religión. Así, aquello mismo que podría parecer menos extraño a su propia MENTALIDAD, los orientalistas encuentran aún el medio de desnaturalizarlo con sus interpretaciones, e incluso de varias maneras ya que, cuando quieren ver en el budismo una filosofía, no le desnaturalizan menos que cuando quieren hacer de él una religión: por ejemplo, si se habla de «pesimismo» como se hace muy frecuentemente, no es el budismo lo que se caracteriza, o al menos no es más que el budismo visto a través de la filosofía de Schopenhauer; el budismo autentico no es ni «pesimista» ni «optimista», ya que, para él, las cuestiones no se plantean precisamente de esta manera; pero es menester creer que es muy molesto para algunos no poder aplicar a una doctrina las etiquetas occidentales. IGEDH: A propósito del budismo

La verdad es que el budismo no es ni una religión ni una filosofía, aunque, sobre todo en aquellas de sus formas que tienen la preferencia de los orientalistas, esté más cerca de una y otra en algunos aspectos, que lo están las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, en eso se trata de escuelas que, habiéndose puesto fuera de la tradición regular, y habiendo perdido por eso mismo de vista la metafísica verdadera, debían ser llevadas inevitablemente a substituir ésta por algo que se parece al punto de vista filosófico en una cierta medida, pero sólo en una cierta medida. Se encuentran en ellas especulaciones que, si no se consideran más que superficialmente, pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, eso no es propiamente psicología, que es algo completamente occidental e, inclusive en Occidente, completamente reciente, puesto que no data realmente más que de Locke; sería menester no atribuir a los budistas una MENTALIDAD que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. El acercamiento, para ser legítimo, no debe de llegar hasta una asimilación y, de modo semejante, en lo que concierne a la religión, el budismo no le es efectivamente comparable más que sobre un punto, importante sin duda, pero insuficiente para hacer concluir en una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, que, por lo demás, puede explicarse en todos los casos por una adaptación a las condiciones particulares del período en el que han tomado nacimiento las doctrinas que están afectadas por él, y que, por consecuencia, está lejos de implicar necesariamente que estás sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser mucho más esencial que una semejanza que, en suma, recae sobre todo sobre la forma de expresión de las doctrinas; eso es lo que desconocen concretamente aquellos que hablan de «moral búdica»: lo que toman por moral, tanto más fácilmente cuanto que su lado sentimental puede prestarse en efecto a esta confusión, se considera en realidad bajo un aspecto completamente diferente y tiene una razón de ser muy diferente, que no es siquiera de un orden equivalente. Un ejemplo bastará para permitir darse cuenta de ello: la fórmula bien conocida: «Que los seres sean felices», concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no únicamente a los seres humanos; esa es una extensión de la que el punto de vista moral, por definición misma, no es susceptible de ninguna manera. La «compasión» búdica no es en modo alguno la «piedad» de Schoppenhauer; sería comparable más bien a la «caridad cósmica» de los musulmanes, que es, por lo demás, perfectamente transponible fuera de todo sentimentalismo. Por eso no es menos cierto que el budismo está incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el «moralismo», constituye no obstante un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que le diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que le hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la «primordialidad» tradicional. IGEDH: A propósito del budismo

Dicho esto, sería menester preguntarse ahora hasta qué punto se puede hablar del budismo en general, como se tiene el hábito de hacerlo, sin exponerse a cometer múltiples confusiones; para evitar éstas, sería menester al contrario tener cuidado de precisar siempre de qué budismo se trata, ya que, de hecho, el budismo ha comprendido y comprende todavía un gran número de ramas o de escuelas diferentes, y no se podría atribuir a todas indistintamente lo que no pertenece en propiedad más que a una o a otra de entre ellas. En su conjunto, estas escuelas pueden colocarse en las dos grandes divisiones que llevan los nombres de Mahâyâna y de Hînayâna, que se traducen ordinariamente por «Gran vehículo» y «Pequeño vehículo», pero que sería quizás más exacto y más claro a la vez traducir por «Gran Vía» y «Pequeña Vía»; vale mucho más guardar estos nombres, que son los que las designan auténticamente, que substituirlos por denominaciones como las de «Budismo del Norte» y de «Budismo del Sur», que no tienen más que un valor puramente geográfico, por lo demás bastante vago, y que no caracterizan de ninguna manera las doctrinas de que se trata. Es únicamente el Mahâyâna el que puede considerarse como representando verdaderamente una doctrina completa, comprendido el lado propiamente metafísico que constituye su parte superior y central; al contrario, el Hînayâna aparece como una doctrina reducida en cierto modo a su aspecto más exterior y que no llega más lejos que lo que es accesible a la generalidad de los hombres, lo que justifica su denominación y, naturalmente, es en esta rama disminuida del budismo, cuyo representante más típico es actualmente el budismo de Ceilán, donde se han producido las desviaciones a las que hemos hecho alusión más atrás. Es aquí donde los orientalistas invierten verdaderamente las relaciones normales, quieren que las escuelas más desviadas, las que llevan más lejos la heterodoxia, sean la expresión más autentica del Hînayâna, y que el Hînayâna mismo sea propiamente el budismo primitivo, o al menos su continuación regular, a exclusión del Mahâyâna que no sería, según ellos, más que el producto de una serie de alteraciones y de adjunciones más o menos tardías. En eso, no hacen en suma más que seguir las tendencias antitradicionales de su propia MENTALIDAD, que les llevan naturalmente a simpatizar con todo lo que es heterodoxo, y se conforman así más particularmente a esa falsa concepción, casi general en los occidentales modernos, según la cual lo que es más simple, diríamos gustosamente lo que es más rudimentario, debe ser por eso mismo lo más antiguo; con tales prejuicios, ni siquiera se les ocurre la idea de que bien podría ser todo lo contrario lo que fuera verdad. En estas condiciones, está permitido preguntarse qué extraña caricatura ha podido ser presentada a los occidentales como siendo el verdadero budismo, tal como su fundador lo habría formulado, y uno no puede evitar sonreír al pensar que es esta caricatura la que ha devenido un objeto de admiración para muchos de entre ellos, y la que los ha seducido hasta tal punto que hay algunos que no han vacilado en proclamar su adhesión, por lo demás completamente teórica e «ideal», a ese budismo que se encuentra que es tan extraordinariamente conforme a su carácter «racionalista» y «positivista». IGEDH: A propósito del budismo

Ahora nos queda todavía que tratar un último punto, al menos sumariamente: ¿por qué el budismo se ha extendido tanto fuera de su país de origen y ha tenido un éxito tan grande, mientras que, en ese país mismo, ha degenerado bastante rápidamente y ha acabado por extinguirse, y no es precisamente en esta difusión hacia fuera donde residiría la verdadera razón de ser del budismo mismo? Lo que queremos decir, es que el budismo aparece como habiendo estado destinado realmente a pueblos no indios; no obstante, era menester que tomara su origen en el hinduismo mismo, a fin de que recibiera de él los elementos que debían ser transmitidos a otras partes después de una adaptación necesaria; pero cumplida esta tarea, era en suma normal que desapareciera de la India donde no tenía su verdadero sitio. A este respecto, se podría hacer bastante justamente una comparación entre la situación del budismo en relación al hinduismo y la del cristianismo en relación al judaísmo, a condición, bien entendido, de tener siempre en cuenta las diferencias de puntos de vista sobre las que hemos insistido. En todo caso, esta consideración es la única que permite reconocer al budismo, sin cometer ilogismo, el carácter de doctrina tradicional que es imposible negar al menos al Mahâyâna, al mismo tiempo que la heterodoxia no menos evidente de las formas últimas y desviadas de Hînayâna; y es ella también la que explica lo que ha podido ser realmente la misión del Buddha. Si éste hubiera enseñado la doctrina heterodoxa que le atribuyen los orientalistas, sería completamente inconcebible que numerosos hindúes ortodoxos no vacilen en considerarle como un Avatâra, es decir, como una «manifestación divina», de la que lo que se cuenta de él presenta, por lo demás, en efecto, todos los caracteres; es cierto que los orientalistas, que entienden descartar partidistamente todo lo que es de orden «no humano», pretenden que eso no es más que «leyenda», es decir, algo desprovisto de todo valor histórico, y que eso también es extraño al budismo primitivo, pero, si se descartan esos rasgos «legendarios», ¿qué queda del fundador del budismo en tanto que individualidad puramente humana? Eso sería ciertamente muy difícil de decir, pero la «crítica» occidental no se detiene por tan poco y, para escribir una vida del Buddha acomodada a sus opiniones, llega hasta establecer como principio, con Oldenberg, que los «Indogermanos no admiten el milagro»; ¿cómo guardar la seriedad ante semejantes afirmaciones? Esa supuesta «reconstitución histórica» de la vida del Buddha vale justamente tanto como la de su «doctrina primitiva», y procede toda entera de los mismos prejuicios; tanto en una como en la otra, se trata ante todo de suprimir todo lo que molesta a la MENTALIDAD moderna, y es por medio de este procedimiento eminentemente «simplista» como esas gentes se imaginan alcanzar la verdad. IGEDH: A propósito del budismo

Es eso, muy exactamente, lo que tiene lugar en la India, y es lo que expresa la palabra sánscrita dharshana, que no significa propiamente nada más que «vista» o «punto de vista», ya que la raíz verbal drish, de la que deriva, tiene como sentido principal el de «ver». Así pues , los darshanas son los puntos de vista de la doctrina, y no son, como se imaginan la mayoría de los orientalistas, «sistemas filosóficos» que se hacen la competencia y que se oponen los unos a los otros; en toda la medida en que estas «vistas» son estrictamente ortodoxas, no podrían entrar naturalmente en conflicto o en contradicción. Hemos mostrado que toda concepción sistemática, fruto del individualismo intelectual tan querido por los occidentales modernos, es la negación de la metafísica, que constituye la esencia misma de la doctrina; hemos dicho también cuál es la distinción profunda entre el pensamiento metafísico y el pensamiento filosófico, y que este último no es más que un modo especial, propio de Occidente, y que no podría aplicarse válidamente al conocimiento de una doctrina tradicional que se ha mantenido en su pureza y en su integralidad. Por consiguiente, no hay «filosofía hindú», como tampoco «filosofía china» por poco que se quiera guardar a esta palabra de «filosofía» una significación un poco clara, significación que se encuentra determinada por la línea de pensamiento que procede de los griegos; y por lo demás, considerando sobre todo lo que ha devenido la filosofía en los tiempos modernos, es menester confesar que la ausencia de este modo de pensamiento en una civilización no tiene nada de particularmente lamentable. Pero los orientalistas no quieren ver en los darshanas más que filosofía y sistemas, a los que, por lo demás, pretenden imponer las etiquetas occidentales: todo eso se debe a que son incapaces de salir de los cuadros «clásicos», y a que ignoran enteramente las diferencias más características de la MENTALIDAD oriental y de la MENTALIDAD occidental. Su actitud, bajo el aspecto de que se trata, es completamente comparable a la de un hombre que, no conociendo nada de la civilización europea actual, y habiendo caído por azar en sus manos los programas de enseñanza de una universidad, sacará de ello la singular conclusión de que los sabios de Europa están divididos en varias escuelas rivales, de las que cada una tiene su sistema filosófico particular, y de las que las principales son las de los matemáticos, los físicos, los químicos, los biólogos, los lógicos y los psicólogos; está equivocación sería ciertamente muy ridícula, pero, no obstante, apenas lo sería más que la concepción corriente de los orientalistas, y éstos no deberían tener siquiera la excusa de la ignorancia, o más bien es su ignorancia misma la que es inexcusable. Por inverosímil que eso pueda parecer, es muy cierto que las cuestiones de principio, que parecen soslayar adrede, no se han presentado nunca a su espíritu, demasiado estrechamente especializado como para poderlas comprender y apreciar su alcance; se trata de un caso extraño de «miopía intelectual» en su último grado, y se puede estar bien seguro de que, con semejantes disposiciones, no llegarán a penetrar nunca el sentido verdadero del menor fragmento de una cualquiera de estas doctrinas orientales que se han atribuido la misión de interpretar a su manera, en conformidad con sus puntos de vista completamente occidentales. IGEDH: Los puntos de vista de la doctrina

Esta última observación requiere algunas explicaciones; y, primeramente, es evidente que concierne, no a la forma exterior del razonamiento, que puede ser casi idéntica en los dos casos, sino al fondo mismo de lo que está implicado en él. Hemos dicho que la separación y la oposición del sujeto y del objeto son siempre especiales de la filosofía moderna; pero, en los griegos, la distinción entre la cosa y su noción iba ya demasiado lejos, en el sentido de que la lógica consideraba exclusivamente las relaciones entre las nociones, como si las cosas no nos fueran conocidas más que a través de éstas. Sin duda, el conocimiento racional es efectivamente un conocimiento indirecto, y es por eso por lo que es susceptible de error; pero, no obstante, si no llegara a las cosas mismas en una cierta medida, sería enteramente ilusorio y no sería verdaderamente un conocimiento a ningún grado; así pues, si, bajo el modo racional, se puede decir que conocemos un objeto por la intermediación de su noción, es porque esa noción es también algo del objeto, porque participa de su naturaleza al expresarla en relación a nosotros. Es por eso por lo que la lógica hindú considera, no sólo la manera en que concebimos las cosas, sino también las cosas en tanto que son concebidas por nosotros, puesto que nuestra concepción es verdaderamente inseparable de su objeto, sin lo cual no sería nada real; y, a este respecto, la definición escolástica de la verdad como adaequatio rei et intellectus, en todos los grados del conocimiento, es, en Occidente lo que se aproxima más a la posición de las doctrinas tradicionales de Oriente, porque es lo más conforme que hay con los datos de la metafísica pura. Por lo demás, la doctrina escolástica, aunque continúa la de Aristóteles en sus grandes líneas, la ha corregido y completado en muchos puntos; es lamentable que no haya llegado a liberarse enteramente de las limitaciones que eran la herencia de la MENTALIDAD helénica, y también que no parece haber penetrado las consecuencias profundas del principio, ya establecido por Aristóteles, de la identificación por el conocimiento. Es precisamente en virtud de este principio que, desde que el sujeto conoce un objeto, por parcial y por superficial incluso que sea este conocimiento, algo del objeto está en el sujeto y ha devenido parte de su ser; cualquiera que sea el aspecto bajo el que consideremos las cosas, son siempre las cosas mismas lo que alcanzamos, al menos bajo un cierto aspecto, que forma en todo caso uno de sus atributos, es decir, uno de los elementos constitutivos de su esencia. Admitimos, si se quiere, que esto sea «realismo»; la verdad es que las cosas son así, y la palabra no importa mucho; pero, en todo rigor, los puntos de vista especiales del «realismo» y del «idealismo», con la oposición sistemática que denota su correlación, no se aplican aquí, donde estamos mucho más allá del dominio limitado del pensamiento filosófico. Por lo demás, es menester no perder de vista que el acto del conocimiento presenta dos caras inseparables: si es identificación del sujeto al objeto, es también, y por eso mismo, asimilación del objeto por el sujeto: al alcanzar las cosas en su esencia, las «realizamos», en toda la fuerza de esta palabra, como estados o modalidades de nuestro ser propio; y, si la idea, según la medida en la que es verdadera y adecuada, participa de la naturaleza de la cosa, es porque, inversamente, la cosa misma participa también de la naturaleza de la idea. En el fondo, no hay dos mundos separados y radicalmente heterogéneos, tales como los supone la filosofía moderna al calificarlos de «subjetivo» y de «objetivo», ni tampoco superpuestos a la manera del «mundo inteligible» y del «mundo sensible» de Platón; sino que, como lo dicen los árabes, «la existencia es única», y todo lo que contiene no es más que la manifestación, bajo modos múltiples, de un único y mismo principio, que es el Ser universal. IGEDH: El Nyâya

En razón de la naturaleza de la Mîmânsâ, es a este darshana al que se refieren más directamente los Vêdângas, ciencias auxiliares del Vêda que hemos definido más atrás; basta remitirse a esas definiciones para darse cuenta del lazo estrecho que presentan con el tema actual. Es así como la Mîmânsâ insiste sobre la importancia que tienen, para la comprehensión de los textos, la ortografía exacta y la pronunciación correcta que enseña la shikshâ, y como distingue las diferentes clases de mantras según los ritmos que les son propios, lo que depende del chandas. Por otra parte, se encuentran en ella consideraciones relativas al vyâkarana, es decir, gramaticales, como la distinción de la acepción regular de las palabras y de sus acepciones dialectales o bárbaras, precisiones sobre algunas formas particulares que se emplean en el Vêda y sobre los términos que tienen en él un sentido diferente de su sentido usual; es menester agregar a eso, en varias ocasiones, las interpretaciones etimológicas y simbólicas que constituyen el objeto del nirukta. En fin, el conocimiento del jyotisha es necesario para determinar el tiempo en que deben cumplirse los ritos, y, en cuanto al Kalpa, hemos visto que resume las prescripciones que conciernen a su cumplimiento mismo. Además, la Mîmânsâ trata un gran número de cuestiones de jurisprudencia, y no hay lugar a sorprenderse de ello, puesto que, en la civilización hindú, toda la legislación es esencialmente tradicional; por lo demás, se puede destacar una cierta analogía en la manera en que son conducidos, por una parte, los debates jurídicos, y, por otra, las discusiones de la Mîmânsâ, y hay incluso identidad en los términos que sirven para designar las fases sucesivas de los unos y de los otros. Esta semejanza no es ciertamente fortuita, pero sería menester no ver en ella más que lo que es en realidad, un signo de la aplicación de un mismo espíritu a dos actividades conexas, aunque distintas; esto basta para reducir a su justo valor las pretensiones de los sociólogos, que, llevados por el error bastante común de reducirlo todo a su especialidad, aprovechan todas las similitudes de vocabulario que pueden observar, particularmente en el dominio de la lógica, para concluir que ha habido plagios de las instituciones sociales, como si las ideas y los modos de razonamiento no pudieran existir independientemente de esas instituciones, que, a decir verdad, no representan no obstante más que una aplicación de algunas ideas necesariamente preexistentes. Algunos han creído salir de esta alternativa y mantener la primordialidad del punto de vista social inventando lo que han llamado la «MENTALIDAD prelógica»; pero esta suposición extravagante, así como su concepción general de los «primitivos», no reposa sobre nada serio, es contradicha incluso por todo lo que sabemos de cierto sobre la antigüedad, y lo mejor sería relegarla al dominio de la fantasía pura, con todos los «mitos» que sus inventores atribuyen gratuitamente a los pueblos cuya verdadera MENTALIDAD ignoran. Hay ya suficientes diferencias reales y profundas entre las maneras de pensar propias a cada raza y a cada época, sin imaginar modalidades inexistentes, que complican las cosas más que las explican, y sin ir a buscar el supuesto tipo primordial de la humanidad en algún poblado degenerado, que ya no sabe muy bien él mismo lo que piensa, pero que jamás ha pensado ciertamente lo que se le atribuye; únicamente, los verdaderos modos del pensamiento humano, distintos de los del Occidente moderno, escapan tan completamente a los sociólogos como a los orientalistas. IGEDH: La Mîmânsâ

Acabamos de decir que los conocimientos prácticos, aunque se vinculan a la tradición y tienen su fuente en ella, no son no obstante mas que conocimientos inferiores; su derivación determina su subordinación, lo que es estrictamente lógico, y, por lo demás, los orientales, que, por temperamento y por convicción profunda, se preocupan bastante poco de las aplicaciones inmediatas, no han pensado nunca llevar al orden del conocimiento puro ninguna preocupación de interés material o sentimental, único elemento susceptible de alterar esta jerarquización natural y normal de los conocimientos. Esta misma causa de trastorno intelectual es también la que, al generalizarse en la MENTALIDAD de una raza o de una época, conduce principalmente al olvido de la metafísica pura, a la que sustituye ilegítimamente por puntos de vista más o menos especiales, al mismo tiempo que da nacimiento a ciencias que no se relacionan ya con ningún principio tradicional. Estas ciencias son legítimas mientras se mantienen en límites justos, pero es menester no tomarlas por otra cosa que lo que son, es decir, conocimientos analíticos, fragmentarios y relativos; y así, al separarse radicalmente de la metafísica, con la que su punto de vista propio no permite en efecto ninguna relación, la ciencia occidental perdió necesariamente en alcance lo que ganaba en independencia, y su desarrollo hacia las aplicaciones prácticas fue compensado por una disminución especulativa inevitable. IGEDH: Precisiones complementarias sobre el conjunto de la doctrina

Estas pocas observaciones completan todo lo que hemos dicho ya sobre lo que separa profundamente los puntos de vista respectivos de Oriente y Occidente: en Oriente, la tradición es verdaderamente toda la civilización, puesto que abarca, por sus consecuencias, todo el ciclo de los conocimientos verdaderos, a cualquier orden que se refieran, y todo el conjunto de las instituciones sociales; todo está incluido en ella en germen desde el origen, por eso mismo de que la tradición establece los principios universales de donde derivan todas las cosas con sus leyes y sus condiciones, y la adaptación necesaria a una época cualquiera no puede consistir más que en un desarrollo adecuado, según un espíritu rigurosamente deductivo y analógico, de las soluciones y las aclaraciones que convienen más especialmente a la MENTALIDAD de esa época. Se concibe que, en estas condiciones, la influencia de la tradición tenga una fuerza a la que nadie podría sustraerse, y que todo cisma, cuando se produce alguno, desemboque inmediatamente en la constitución de una pseudotradición; en cuanto a romper abierta y definitivamente todo lazo tradicional, ningún individuo tiene ese deseo, como tampoco la posibilidad de ello. Esto permite comprender todavía la naturaleza y los caracteres de la enseñanza por la que se trasmite, con los principios, el conjunto de las disciplinas propias para asimilar y para integrar todas las cosas en la intelectualidad de una civilización. IGEDH: Precisiones complementarias sobre el conjunto de la doctrina

Hay aún otro aspecto bajo el que la vía oriental está en antítesis absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente «esotérica», sino más bien «iniciática», se oponen evidentemente a toda difusión desconsiderada, difusión más perjudicial que útil a los ojos de cualquiera que no está engañado por ciertas apariencias. Primeramente, está permitido dudar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo una forma idéntica, a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en cuanto a aptitudes y temperamento, así como se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, ciertamente el más imperfecto de todos, es exigido por la manía igualitaria que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, para gentes en quienes los «hechos» deben ocupar el lugar de todo criterio, según el espíritu de la ciencia experimental moderna, ¿habría, si no estuvieran completamente cegados por sus prejuicios sentimentales, un hecho más visible que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Después, hay otra razón por la que el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer extender a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a toda «vulgarización»: es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la MENTALIDAD común, bajo pretexto de hacérsela accesible; no pertenece a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; pertenece a los individuos elevarse, si pueden, a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral. Esas son las únicas condiciones posibles de formación de una élite intelectual, por una selección apropiada, puesto que cada uno se detiene necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio «horizonte intelectual»; y es también el obstáculo a todos los desórdenes que suscita, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orientales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconvenientes muy reales de la «instrucción obligatoria» que de sus beneficios supuestos, y, a nuestro juicio, tienen mucha razón. IGEDH: La enseñanza tradicional

Esa es la gran diferencia sobre la que no hay acuerdo posible con los especialistas en la erudición: cuando hablamos de la verdad, con esto no entendemos simplemente una verdad de hecho, que tiene sin duda su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina, es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que se expresa en ella. Al contrario, aquellos que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan en modo alguno de la verdad de las ideas; en el fondo, no saben lo que es, ni siquiera si eso existe, y tampoco se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, aparte del caso muy especial donde se trata exclusivamente de la verdad histórica. La misma tendencia se afirma igualmente en los historiadores de la filosofía: lo que les interesa, no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; lo que les interesa es únicamente saber quién ha emitido esa idea, en qué términos la ha formulado, y en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo ha hecho; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba por perder el poco valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por lo demás, no hay que decir que una tal actitud es tan desfavorable como es posible para comprender una doctrina cualquiera: puesto que no se aplica más que a la letra, no puede penetrar el espíritu, y así la meta misma que se propone se le escapa fatalmente; la incomprehensión no puede dar nacimiento más que a interpretaciones fantasiosas y arbitrarias, es decir, a verdaderos errores, incluso si no se trata más que de exactitud histórica. Eso es lo que ocurre, en una medida más amplia que en cualquier otra parte, con el orientalismo, que trata concepciones totalmente extrañas a la MENTALIDAD de aquellos que se ocupan de ellas; es el fracaso del supuesto «método histórico», incluso bajo el aspecto de la simple verdad histórica, cuya investigación es su razón de ser, como lo indica la denominación que se le ha dado. Quienes emplean este método cometen el doble error, por una parte, de no darse cuenta de las hipótesis más o menos aventuradas que implica, y que pueden reducirse principalmente a la hipótesis «evolucionista», y, por otra, de ilusionarse sobre su alcance, creyéndole aplicable a todo; ya hemos dicho por qué no es aplicable en modo alguno al dominio metafísico, de donde está excluida toda idea de evolución. A los ojos de los partidarios de este método, la primera condición para poder estudiar las doctrinas metafísicas es, evidentemente, no ser metafísico; del mismo modo, aquellos que le aplican a la «ciencia de las religiones» pretenden, más o menos abiertamente, que se está descalificado para ese estudio únicamente por el hecho de pertenecer a una religión cualquiera: esto equivale a proclamar la competencia exclusiva, en no importa cuál rama, de aquellos que no tienen más que un conocimiento exterior y superficial de ella, ese mismo que se basta para dar la erudición, y, sin duda, es por eso por lo que, en hecho de doctrinas, el juicio de los orientales se tiene por nulo e inconveniente. En eso hay, ante todo, un temor instintivo de todo lo que rebasa la erudición y amenaza con hacer ver cuan mediocre y pueril es en el fondo; pero este temor se refuerza por su acuerdo con el interés, mucho más consciente, que se vincula al mantenimiento de ese monopolio de hecho que han establecido en su provecho los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizás más completamente todavía que los otros. La voluntad bien decidida de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de buscar desacreditarlo por todos los medios, encuentra, por lo demás, su justificación en los prejuicios mismos que ciegan a esas gentes de miras estrechas, y que les llevan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; aquí también, no incriminamos su buena fe, sino que constatamos simplemente el efecto de su tendencia muy humana, por la que se está tanto más persuadido de una cosa cuanto más interés se tiene en ella. IGEDH: El orientalismo oficial

La pretendida «ciencia de las religiones» reposa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el «naturalismo», en el que, al contrario, no vemos más que una desviación que, por todas partes donde se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones primordiales y regulares; y, a fuerza de torturar textos que no se comprenden, se acaba siempre por hacer salir de ellos alguna interpretación conforme a ese espíritu «naturalista». Es así como se elaboró toda la teoría de los «mitos», y concretamente la del «mito solar», el más famoso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Muller, que ya hemos tenido la ocasión de citar en varias ocasiones porque es muy representativo de la MENTALIDAD de los orientalistas. Esta teoría del «mito solar» no es otra cosa que la teoría astromitológica emitida y sostenida en Francia, hacia finales del siglo XVIII, por Dupuis y Volney (NA: Dupuis, Origine de tous les cultes; Volney, Les Ruines.). Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción tanto al cristianismo como a todas las demás doctrinas, y ya hemos señalado la confusión que implica esencialmente: desde que se observa en el simbolismo una correspondencia con algunos fenómenos astronómicos, se apresuran a concluir de ello que no se trata más que de una representación de esos fenómenos, mientras que los fenómenos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de un orden completamente diferente, y que la correspondencia constatada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar «naturalismo» por todas partes, y sería sorprendente incluso que no se encontrara, desde que el símbolo, que pertenece forzosamente al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los «nominalistas» que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y es así como los eruditos modernos, animados, por lo demás, por el prejuicio que les lleva a imaginarse todas las civilizaciones como edificadas sobre el tipo grecorromano, fabrican ellos mismos los «mitos» por incomprehensión de los símbolos, lo que es la única manera en que pueden tomar nacimiento. IGEDH: La ciencia de las religiones

Si hemos tenido que precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace que ésta juegue un papel considerable en una cierta concepción de la «ciencia de las religiones», que es la de lo que se llama la «escuela sociológica»; después de haber buscado mucho tiempo dar sobre todo una explicación psicológica de los «fenómenos religiosos», ahora se busca más bien, en efecto, dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de ello a propósito de la definición de la religión; a nuestro juicio, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón la tradición en general. Augusto Comte quería comparar la MENTALIDAD de los antiguos a la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que llaman «primitivos», mientras que nosotros los consideramos al contrario como unos degenerados. Si los salvajes hubieran estado siempre en el estado inferior donde los vemos, no se podría explicar que exista en ellos una multitud de usos que ellos mismos ya no comprenden, y que, al ser muy diferentes de lo que se encuentra en cualquier otra parte, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden considerarse más que como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que han debido ser, en una antigüedad muy remota, prehistórica incluso, la de pueblos de los que esos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer sobre el terreno de los hechos, y sin prejuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y demás «observadores» analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite frecuentemente interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las MENTALIDADes humanas, las concepciones a las que se vinculaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fuesen reducidos al estado de «supersticiones»; de la misma manera, la misma unidad permite comprender también, en una amplia medida, las civilizaciones que no nos han dejado mas que monumentos escritos o figurados: es lo que indicábamos desde el comienzo, al hablar de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos aquellos que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que buscan sacar de ello enseñanzas válidas, no contentándose con el punto de vista completamente exterior y superficial de la simple erudición. IGEDH: La ciencia de las religiones

Si, aunque se deplore la ceguera de los orientalistas oficiales, se debe respetar al menos su buena fe, ya no es lo mismo cuando se trata de los autores y propagadores de algunas teorías de las que debemos hablar ahora, y que no pueden tener como efecto más que arrojar descrédito sobre los estudios orientales y alejar de ellos a los espíritus serios, pero mal informados, al presentarles, como expresión auténtica de las doctrinas de la India, un tejido de divagaciones y absurdidades, ciertamente indignas de retener la atención. Por lo demás, la difusión de esos delirios no tiene únicamente el inconveniente negativo, aunque ya grave, que acabamos de decir; como la de muchas otras cosas análogas, es, además, eminentemente propia para desequilibrar a los espíritus más débiles y a las inteligencias menos sólidas que los toman en serio, y, a este respecto, constituye un verdadero peligro para la MENTALIDAD general, peligro cuya realidad está atestiguada ya por ejemplos muy lamentables. Estas empresas son tanto menos inofensivas cuanto que los occidentales actuales tienen una tendencia marcada a dejarse atrapar por todo lo que presenta apariencias extraordinarias y maravillosas; el desarrollo de su civilización en un sentido exclusivamente práctico, al arrebatarles toda dirección intelectual efectiva, abre la vía de todas las extravagancias pseudocientíficas y pseudometafísicas, por poco que parezcan aptas para satisfacer ese sentimentalismo que juega en ellos un papel tan considerable, en razón de la ausencia misma de la intelectualidad verdadera. Además, el hábito de dar la preponderancia a la experimentación en el dominio científico, de dedicarse casi exclusivamente a los hechos y de atribuirles más valor que a las ideas, viene a reforzar aún la posición de todos aquellos que, para edificar las teorías más inverosímiles, pretenden apoyarse sobre fenómenos cualesquiera, verdaderos o supuestos, frecuentemente mal controlados, y en todo caso mal interpretados, y que, por eso mismo, tienen muchas más posibilidades de éxito entre el gran publico que aquellos que, no queriendo enseñar más que doctrinas serias y ciertas, se dirigen únicamente a la pura inteligencia. Esa es la explicación completamente natural de la concordancia, desconcertante a primera vista, que existe, como se puede constatar en Inglaterra y sobre todo en América, entre el desarrollo exagerado del espíritu práctico y un despliegue casi indefinido de toda suerte de locuras pseudorreligiosas, en las que el experimentalismo y el pseudomisticismo de los pueblos anglosajones encuentran a la vez su satisfacción; eso prueba que, a pesar de las apariencias, la MENTALIDAD más práctica no es la mejor equilibrada. IGEDH: El teosofismo

En Francia mismo, el peligro que señalamos, con ser menos visible, no es desdeñable; lo es incluso tanto menos cuanto que el espíritu de imitación de lo extranjero, la influencia de la moda y la necedad mundana se unen para favorecer la expansión de semejantes teorías en algunos medios y para hacerlas encontrar los elementos materiales de una difusión más amplia todavía, por una propaganda que reviste hábilmente formas múltiples para alcanzar a los públicos más diversos. La naturaleza de este peligro y su gravedad no permite tener ningún miramiento hacia aquellos que son su causa; estamos aquí en el dominio del charlatanismo y de la fantasmagoría, y, si es menester compadecer muy sinceramente a los ingenuos que forman la gran mayoría de aquellos que se complacen en eso, las gentes que conducen conscientemente a esta clientela de engañados y les hacen servir a sus intereses, en cualquier orden que sea, no deben inspirar más que el desprecio. Por lo demás, en esta suerte de cosas, hay varias maneras de ser engañado, y la adhesión a las teorías en cuestión está lejos de ser la única; entre aquellos mismos que las combaten por razones diversas, la mayor parte están muy insuficientemente armados y cometen la falta involuntaria, pero no obstante capital, de tomar por ideas verdaderamente orientales lo que no es más que el producto de una aberración puramente occidental; sus ataques, dirigidos frecuentemente con las intenciones más loables, pierden por eso casi todo alcance real. Por otra parte, algunos orientalistas oficiales toman también estas teorías en serio; no queremos decir que las consideren como verdaderas en sí mismas, ya que, dado el punto de vista especial en el que se colocan, no se plantean siquiera la cuestión de su verdad o de su falsedad; pero las consideran erróneamente como representativas de una cierta parte o de un cierto aspecto de la MENTALIDAD oriental, y es en eso en lo que están engañados, puesto que no conocen esta MENTALIDAD, y eso tanto más fácilmente cuanto que no les parece encontrar en ella una competencia muy molesta. A veces, hay incluso extrañas alianzas, concretamente sobre el terreno de la «ciencia de las religiones», donde Burnouf dio el ejemplo de ello; quizás este hecho se explica muy simplemente por la tendencia antirreligiosa y antitradicional de esta pretendida ciencia, tendencia que la pone naturalmente en relaciones de simpatía e inclusive de afinidad con todos los elementos disolventes que, por otros medios, persiguen un trabajo paralelo y concordante. Para quien no quiere quedarse en las apariencias, habría que hacer observaciones muy curiosas y muy instructivas, ahí como en otros dominios, sobre el partido que es posible sacar a veces del desorden y de la incoherencia, o de lo que parece tal, en vista de la realización de un plan bien definido, y sin que lo sepan todos aquellos que no son más que sus instrumentos más o menos inconscientes; son, en cierto modo, medios políticos, pero de una política un poco especial, y por lo demás, contrariamente a lo que algunos podrían creer, la política, incluso en el sentido más estrecho en que se entiende habitualmente, no es completamente ajena a las cosas que consideramos en este momento. IGEDH: El teosofismo

Entre las pseudodoctrinas que ejercen una influencia más o menos nefasta sobre porciones más o menos extensas de la MENTALIDAD occidental, y que, siendo de origen muy reciente, pueden colocarse en su mayor parte bajo la denominación común de «neoespiritualismo», las hay, como el ocultismo y el espiritismo por ejemplo, de las que no diremos nada aquí, ya que no tienen ningún punto de contacto con los estudios orientales; de la que se trata más precisamente, y que, por lo demás, no tiene de oriental más que la forma exterior bajo la que se presenta, es de lo que llamaremos el «teosofismo». El empleo de esta palabra, a pesar de lo que tiene de inusitado, se justifica suficientemente por la preocupación de evitar las confusiones; en efecto, no es posible servirse en este caso de la palabra «teosofía», que existe desde hace mucho tiempo para designar, entre las especulaciones occidentales, algo muy diferente y mucho más respetable, cuyo origen debe referirse a la edad media; aquí, se trata únicamente de las concepciones que pertenecen en propiedad a la organización contemporánea que se intitula «Sociedad Teosófica», cuyos miembros son «teosofistas», expresión que, por lo demás, es de un uso corriente en inglés, y no «teósofos». No podemos ni queremos hacer aquí, siquiera sumariamente, la historia, no obstante interesante a algunos respectos, de esta «Sociedad Teosófica», cuya fundadora supo poner en obra, gracias a la influencia singular que ejercía sobre su entorno, los conocimientos bastante variados que poseía, y que les faltan totalmente a sus sucesores; su pretendida doctrina, formada de elementos tomados a las fuentes más diversas, frecuentemente de valor dudoso, y ensamblados en un sincretismo confuso y poco coherente, se presentó primero bajo la forma de un «budismo esotérico» que, como ya lo hemos indicado, es puramente imaginario; y ha venido a terminar en un supuesto «cristianismo esotérico» que no es menos fantasioso. Nacida en América, esta organización, aunque se presenta como internacional, ha devenido puramente inglesa por su dirección, a excepción de algunas ramas disidentes de una importancia bastante débil; a pesar de todos sus esfuerzos, apoyados por algunas protecciones que le aseguran consideraciones políticas que no precisaremos, no han podido reclutar nunca más que un pequeño número de hindúes desviados, profundamente despreciados por sus compatriotas, pero cuyos nombres pueden imponerse a la ignorancia europea; por lo demás, en la India se cree bastante generalmente que no se trata más que de una secta protestante de un género un poco particular, asimilación que parece justificar a la vez su personal, sus procedimientos de propaganda y sus tendencias «moralistas», sin hablar de su hostilidad, ora disimulada ora violenta, contra todas las instituciones tradicionales. Bajo el aspecto de las producciones intelectuales, se ha visto aparecer sobre todo, después de las indigestas compilaciones del comienzo, una muchedumbre de relatos fantásticos, debidos a la «clarividencia» especial que se obtiene, parece, por el «desarrollo de los poderes latentes del organismo humano»; ha habido también algunas traducciones bastante ridículas de textos sánscritos, acompañadas de comentarios y de interpretaciones más ridículas todavía, y que nadie se atreve a exhibir demasiado públicamente en la India, donde se difunden preferentemente las obras que desnaturalizan la doctrina cristiana bajo pretexto de exponer su pretendido sentido oculto: un secreto como ese, si existiera verdaderamente en el cristianismo, no se explicaría apenas y no tendría ninguna razón de ser válida, ya que es evidente que sería un trabajo perdido buscar profundos misterios en todas esas elucubraciones «teosofistas». IGEDH: El teosofismo

Lo que caracteriza a primera vista al «teosofismo», es el empleo de una terminología sánscrita bastante complicada, cuyas palabras se toman frecuentemente en un sentido muy diferente del que tienen en realidad, lo que no tiene nada de sorprendente, desde que no sirven más que para recubrir unas concepciones esencialmente occidentales, y tan alejadas como es posible de las ideas hindúes. Así para dar un ejemplo, la palabra karma, que significa «acción» como ya la hemos dicho, se emplea constantemente en el sentido de «causalidad», lo que es más que una inexactitud; pero lo que es más grave, es que esta causalidad se concibe de una manera completamente especial, y que, por una falsa interpretación de la teoría del apûrva, que hemos expuesto a propósito de la Mîmânsâ, se la llega a convertir en una sanción moral. Ya nos hemos explicado suficientemente sobre este tema como para darse cuenta de toda la confusión de puntos de vista que supone esta deformación, y todavía, al reducirla a lo esencial, dejamos de lado todas las absurdidades accesorias de las que está rodeada; sea como sea, muestra cuan penetrado está el «teosofismo» de esa sentiMENTALIDAD que es especial de los occidentales, y, por lo demás, para ver hasta dónde lleva el «moralismo» y el pseudomisticismo, no hay más que abrir una cualquiera de las obras donde se expresan sus concepciones; e incluso, cuando se examinan obras cada vez más recientes, uno se apercibe de que esas tendencias van acentuándose también, quizás porque los jefes de la organización tienen una MENTALIDAD cada vez más mediocre, pero quizás también porque esta orientación es verdaderamente la que responde mejor a la meta que se proponen. La única razón de ser de la terminología sánscrita, en el «teosofismo», es dar a lo que hace las veces de una doctrina, ya que no podemos consentir llamar a eso una doctrina, una apariencia propia para ilusionar a los occidentales y para seducir a algunos de entre ellos, a quienes les gusta el exotismo en la forma, pero que, en cuanto al fondo, se sienten muy felices de encontrar ahí unas concepciones y unas aspiraciones conformes a las suyas, y que serían completamente incapaces de comprender nada de las doctrinas auténticamente orientales; este estado de espíritu, frecuente en lo que se llama las «gentes del mundo», es bastante comparable al de los filósofos que sienten la necesidad de emplear palabras extraordinarias y pretenciosas para expresar ideas que, en suma, no difieren muy profundamente de las del vulgo. IGEDH: El teosofismo

Râm Mohum Roy se había dedicado particularmente a interpretar el Vêdânta conformemente a sus propias ideas; aunque insistía con razón sobre la concepción de la «unidad divina», que, por lo demás, ningún hombre competente había contestado nunca, pero que él expresaba en términos mucho más teológicos que metafísicos, desnaturalizaba bajo muchos aspectos la doctrina para acomodarla a los puntos de vista occidentales, que habían devenido los suyos, y hacía de ella algo que acababa por parecerse a una simple filosofía teñida de religiosidad, una suerte de «deismo» revestido de una fraseología oriental. Así pues, en su espíritu mismo, una tal interpretación está tan lejos como es posible de la tradición y de la metafísica pura; no representa más que una teoría individual sin autoridad, e ignora totalmente la realización que es la única meta verdadera de la doctrina toda entera. Tal fue el prototipo de las deformaciones del Vêdânta, ya que debían producirse otras después, y siempre en el sentido de un acercamiento con Occidente, pero de un acercamiento en el que Oriente corría con todos los gastos, en gran detrimento de la verdad doctrinal: empresa verdaderamente insensata, y diametralmente contraria a los intereses intelectuales de las dos civilizaciones, pero en la que la MENTALIDAD oriental, en su generalidad, resulta poco afectada, ya que las cosas de este género le parecen completamente desdeñables. En toda lógica, no pertenece a Oriente acercarse a Occidente siguiéndole en sus desviaciones mentales, como le invitan a hacerlo insidiosamente, pero en vano, los propagandistas de toda categoría que Europa le envía; antes al contrario, pertenece a Occidente volver de nuevo, cuando quiera y pueda, a las fuentes puras de toda intelectualidad verdadera, de las que Oriente, por su parte, no se ha apartado nunca; y, ese día, el entendimiento sobre todos los puntos secundarios, que no dependen más que del orden de las contingencias, se cumplirá por sí mismo y como por añadidura. IGEDH: El Vêdânta occidentalizado

Al hablar de la divergencia de Occidente con relación a Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar así indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que Occidente, por su MENTALIDAD y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre cada vez más de Oriente, como lo hace actualmente, y que no se produzca más pronto o más tarde una reacción que, bajo ciertas condiciones, podría tener los efectos más afortunados; eso nos parece incluso tanto más difícil cuanto que el dominio en el que se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable que es particular a la MENTALIDAD de Occidente permite no desesperar de verle tomar, llegado el caso, una dirección completamente diferente e incluso opuesta, de suerte que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de la inferioridad; pero no sería verdaderamente un remedio, lo repetimos, más que bajo algunas condiciones, fuera de las cuales podría ser, al contrario, un mal mayor aún en comparación con el estado actual. Esto puede parecer demasiado obscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad en hacerlo tan completamente inteligible como sería deseable, incluso colocándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose en hablar su lengua; no obstante, lo intentaremos, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a nuestro pensamiento todo entero. IGEDH: Conclusión

En primer lugar, la MENTALIDAD especial de algunos occidentales nos obliga a declarar expresamente que no entendemos formular aquí nada que se parezca de cerca o de lejos a «profecías»; no es quizás muy difícil dar la ilusión de ellas al exponer, bajo una forma apropiada, los resultados de algunas deducciones; pero eso no se da nunca sin algún charlatanismo, a menos de estar uno mismo en un estado de espíritu que predisponga a una suerte de autosugestión: de los dos términos de esta alternativa, el primero nos inspira una repugnancia invencible, y el segundo representa un caso que no es afortunadamente el nuestro. Así pues, evitaremos las precisiones que no podríamos justificar, por la razón que sea, y que, por lo demás, aunque no fueran arriesgadas, serían al menos inútiles; no somos de aquellos que piensan que un conocimiento detallado del porvenir podría ser ventajoso para el hombre, y estimamos perfectamente legítimo el descrédito que alcanza, en Oriente, a la práctica de las artes adivinatorias. En eso ya habría un motivo suficiente para condenar el ocultismo y las demás especulaciones similares, que atribuyen tanta importancia a esta suerte de cosas, incluso si no hubiera que hacer, en el orden doctrinal, otras consideraciones aún más graves y más decisivas para rechazar absolutamente unas concepciones que son a la vez quiméricas y peligrosas. IGEDH: Conclusión

Admitiremos que no sea posible prever actualmente las circunstancias que podrán determinar un cambio de dirección en el desarrollo de Occidente; pero la posibilidad de un tal cambio no es contestable más que para aquellos que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un «progreso» absoluto. Para nosotros, esa idea de un «progreso» absoluto está desprovista de significación, y ya hemos indicado la incompatibilidad de algunos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado lleva aparejada en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, ya que no se puede hablar de equivalencia entre dos cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha ocurrido para la civilización occidental: las investigaciones hechas únicamente en vista de las aplicaciones prácticas y del progreso material han entrañado, como debían hacerlo necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se perdía así por un lado valía incomparablemente más que lo que se ganaba por el otro; es menester toda la deformación mental de la gran mayoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de otro modo. Sea como sea, con solo que se considere que un desarrollo unilineal está sometido forzosamente a algunas condiciones limitativas, que son más estrechas que en cualquier otro caso cuando este desarrollo se cumple en el orden material, se puede decir casi con seguridad que el cambio de dirección del que acabamos de hablar deberá producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a ello, es posible que se acabe por caer en la cuenta de que las cosas a las que se da al presente una importancia exclusiva son impotentes para dar los resultados que se esperan de ellas; pero eso mismo supondría ya una cierta modificación de la MENTALIDAD común, aunque la decepción pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la constatación de la inexistencia de un «progreso moral» paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otra parte, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la MENTALIDAD sobre la cual tendrán que actuar; pero esta mediocridad sería más bien de mal augurio para lo que resultara de ella. También se puede suponer que las invenciones mecánicas, llevadas cada vez más lejos, llegarán a un grado donde aparezcan tan enormemente peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o ya sea incluso a consecuencia de un cataclismo que dejaremos a cada uno la posibilidad de representarse a su gusto. En este caso también, el móvil del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentiMENTALIDAD que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos destacar, sin insistir demasiado en ello, que ya se han producido síntomas que se refieren a una y otra de las dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una medida débil, debido al hecho de los recientes acontecimientos que han trastornado a Europa, pero que no son todavía suficientemente considerables, se piense lo que se piense sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y duraderos. Por lo demás, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y requerir algunos siglos para cumplirse, como pueden surgir repentinamente de conmociones rápidas e imprevistas; no obstante, incluso en el primer caso, es verosímil que debe llegar un momento donde haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad en relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que sea imposible fijar de antemano, ni siquiera aproximadamente, la fecha de un tal cambio; no obstante, debemos decir que aquellos que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los periodos históricos podrían permitirse al menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas entre algunos límites; pero aquí nos abstendremos enteramente de este género de consideraciones, tanto más cuanto que a veces han sido simuladas por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las que acabamos de hacer alusión, y para quienes era tanto más fácil hablar de estas cosas cuanto más completamente las ignoraban: esta última reflexión no debe tomarse por una paradoja, sino que lo que expresa es literalmente exacto. IGEDH: Conclusión

La cuestión que se plantea ahora es ésta: suponiendo que llegue a producirse una reacción en Occidente en una época indeterminada, y a consecuencia de los acontecimientos que sean, y que provoque el abandono de eso en lo que consiste enteramente la civilización europea actual, ¿qué resultará de ello ulteriormente? Son posibles varios casos, y hay lugar a considerar las diversas hipótesis que se les corresponden: la más desfavorable es aquella donde nada viniera a reemplazar a esta civilización, y donde, al desaparecer ésta, el Occidente, librado a sí mismo, se encontraría sumergido en la peor barbarie. Para comprender esta posibilidad, basta reflexionar que, sin remontar siquiera más allá de los tiempos históricos, se encuentran muchos ejemplos de civilizaciones que han desaparecido enteramente; a veces, eran las de pueblos que se han extinguido igualmente, pero esta suposición apenas es realizable más que para civilizaciones bastante estrechamente localizadas, y, para aquellas que tienen una mayor extensión, es más verosímil que haya pueblos que las sobrevivan encontrándose reducidos a un estado de degeneración más o menos comparable al que representan, como lo hemos dicho precedentemente, los salvajes actuales; no es útil insistir en ello más largamente para que uno se dé cuenta de todo lo que tiene de inquietante está primera hipótesis. El segundo caso sería aquel donde los representantes de otras civilizaciones, es decir, los pueblos orientales, para salvar al mundo occidental de esta decadencia irremediable, se le asimilarían de grado o a la fuerza, suponiendo que la cosa fuera posible, y que, por lo demás, Oriente consintiera en ello, en su totalidad o en alguna de sus partes componentes. Esperamos que nadie estará tan cegado por los prejuicios occidentales como para no reconocer cuan preferible sería esta hipótesis a la precedente: habría ciertamente, en tales circunstancias, un período transitorio ocupado por revoluciones étnicas muy penosas, de las que es difícil hacerse una idea, pero el resultado final sería de tal naturaleza que compensaría los perjuicios causados fatalmente por una semejante catástrofe; únicamente, el Occidente debería renunciar a sus características propias y se encontraría absorbido pura y simplemente. Es por eso por lo que conviene considerar un tercer caso mucho más favorable desde el punto de vista occidental, aunque equivalente, a decir verdad, bajo el punto de vista del conjunto de la humanidad terrestre, puesto que, si llegara a realizarse, su efecto sería hacer desaparecer la anomalía occidental, no por supresión como en la primera hipótesis, sino, como en la segunda, por retorno a la intelectualidad verdadera y normal; pero este retorno, en lugar de ser impuesto y obligado, o todo lo más aceptado y sufrido desde afuera, se efectuaría entonces voluntaria y como espontáneamente. Se ve lo que implica, para ser realizable, esta última posibilidad: sería menester que el Occidente, en el momento mismo en que su desarrollo en el sentido actual tocara a su fin, encontrara en sí mismo los principios de un desarrollo en otro sentido, que podría cumplir desde entonces de una manera completamente natural; y este nuevo desarrollo, al hacer a su civilización comparable a las de Oriente, le permitiría conservar en el mundo, no una preponderancia a la cual no tiene ningún derecho y que no debe más que al empleo de la fuerza bruta, pero sí al menos el lugar que puede ocupar legítimamente como representando a una civilización entre otras, y una civilización que, en esas condiciones, ya no sería un elemento de desequilibrio y de opresión para el resto de los hombres. Es menester no creer, en efecto, que la dominación occidental pueda ser apreciada de otro modo por los pueblos de civilizaciones diferentes sobre los que se ejerce al presente; no hablamos, bien entendido, de algunos poblados degenerados, y todavía, incluso para esos, es quizás más perjudicial que útil, porque no toman de sus conquistadores más que lo peor que tienen. En cuanto a los orientales, ya hemos indicado en diversas ocasiones cuan justificado nos parece su desprecio de Occidente, tanto más cuanto más insistencia pone la raza europea en afirmar su odiosa y ridícula pretensión a una superioridad mental inexistente, y en querer imponer a todos los hombres una asimilación que, en razón de sus caracteres inestables y mal definidos, es afortunadamente incapaz de realizar. Es menester toda la ilusión y toda la ceguera que engendra el más absurdo partidismo para creer que la MENTALIDAD occidental se ganará nunca a Oriente, y que hombres para quienes no es verdadera superioridad más que la de la intelectualidad, llegarán a dejarse seducir por invenciones mecánicas, por las que sienten mucha repugnancia, pero no la menor admiración. Sin duda, puede ocurrir que los orientales acepten o más bien sufran algunas necesidades de la época actual, pero considerándolas como puramente transitorias y como mucho más molestas que ventajosas, y no aspirando en el fondo más que a desembarazarse de todo ese «progreso» material, en el cual nunca se interesan verdaderamente, al margen de algunas excepciones individuales debidas a una educación completamente occidental; de una manera general, las modificaciones en este sentido permanecen mucho más superficiales de lo que algunas apariencias podrían hacer creer a veces a los observadores de afuera, y eso a pesar de todos los esfuerzos del proselitismo occidental más ardiente y más intempestivo. Los orientales tienen todo el interés, intelectualmente, en no cambiar hoy más de lo que han cambiado en el curso de los siglos anteriores; todo lo que hemos dicho aquí es sólo para probarlo, y es una de las razones por las que un acercamiento verdadero y profundo no puede venir, así como no es lógico y normal, más que de un cambio realizado por el lado occidental. IGEDH: Conclusión

Nos es menester volver aún sobre las tres hipótesis que hemos descrito, para marcar más precisamente las condiciones que determinarían la realización de una u otra de ellas; todo depende evidentemente, a este respecto, del estado mental en el que se encuentre el mundo occidental en el momento en que se alcance el punto de detención de su civilización actual. Si ese estado mental fuera entonces tal como es hoy, es la primera hipótesis la que debería realizarse necesariamente, puesto que no habría nada que pudiera reemplazar a aquello a lo que se renunciaría, y puesto que, por otra parte, la asimilación por otras civilizaciones sería imposible, dado que la diferencia de las MENTALIDADes llega hasta la oposición. Esta asimilación, que responde a nuestra segunda hipótesis, supondría, como mínimo de condiciones, la existencia en Occidente de un núcleo intelectual, formado incluso sólo por una elite poco numerosa, pero bastante fuertemente constituida para proporcionar la intermediación indispensable para conducir a la MENTALIDAD general, imprimiéndole una dirección que, por lo demás, no tendría ninguna necesidad de ser consciente para la masa, hacia las fuentes de la intelectualidad verdadera. Así pues, desde que se considera como posible la suposición de una detención de la civilización, la constitución previa de esta elite aparece como la única capaz de salvar a Occidente, en el momento requerido, del caos y de la disolución; y, por lo demás, para interesar en la suerte de Occidente a los detentadores de las tradiciones orientales, sería esencial mostrarles que, si sus apreciaciones más severas no son injustas hacia la intelectualidad occidental tomada en su conjunto, puede haber al menos honorables excepciones, que indiquen que la decadencia de esta intelectualidad no es absolutamente irremediable. Hemos dicho que la realización de la segunda hipótesis no estaría exenta, transitoriamente al menos, de algunos aspectos enojosos, desde que el papel de la elite se reduciría en ella a servir de punto de apoyo a una acción cuya iniciativa no la tendría Occidente; pero este papel sería muy diferente si los acontecimientos le dejaran el tiempo para ejercer una tal acción directamente y por sí misma, lo que correspondería a la posibilidad de la tercera hipótesis. En efecto, se puede concebir que la elite intelectual, una vez constituida, actúe en cierto modo a la manera de un «fermento» en el mundo occidental, para preparar la transformación que, al devenir efectiva, le permitiría tratar, sino de igual a igual, al menos como una potencia autónoma, con los representantes autorizados de las civilizaciones orientales. En este caso, la transformación tendría una apariencia de espontaneidad, tanto más cuanto que podría operarse sin choque, por poco que la elite hubiera adquirido a tiempo una influencia suficiente para dirigir realmente la MENTALIDAD general: y, por lo demás, el apoyo de los orientales no les faltaría en esta tarea, ya que serán siempre favorables, así como es natural, a un acercamiento que se cumpla sobre tales bases, tanto más cuanto que tendrían en ello igualmente un interés que, aunque sea de un orden muy diferente que el que encontrarían los occidentales, no sería en modo alguno desdeñable, pero que sería quizás bastante difícil, y, por lo demás, inútil, buscar definir aquí. Sea como sea, aquello sobre lo que insistimos, es que, para preparar el cambio de que se trata, no es necesario en modo alguno que la masa occidental, limitándose incluso a la masa supuestamente intelectual, tome parte en ello al comienzo; aunque eso no fuera completamente imposible, sería más bien perjudicial en algunos aspectos; así pues, para comenzar, basta que algunas individualidades comprendan la necesidad de un tal cambio, pero a condición, bien entendido, de que la comprendan verdadera y profundamente. IGEDH: Conclusión

Al comienzo, el trabajo que hay que realizar debería atenerse al punto de vista puramente intelectual, que es el más esencial de todos, puesto que es el de los principios, de los que depende todo el resto; es evidente que sus consecuencias se extenderían después, más o menos rápidamente, a todos los demás dominios, por una repercusión completamente natural; modificar la MENTALIDAD de un medio es la única manera de producir en él, incluso socialmente, un cambio profundo y durable, y querer comenzar por las consecuencias es un método eminentemente ilógico, que no es digno más que de la agitación impaciente y estéril de los occidentales actuales. Por lo demás, el punto de vista intelectual es el único que es inmediatamente abordable, porque la universalidad de los principios los hace asimilables a todo hombre, a cualquier raza que pertenezca, bajo la única condición de una capacidad de comprehensión suficiente; puede parecer singular que lo que es más fácilmente aprehensible en una tradición sea precisamente lo más elevado que tiene, pero eso se comprende no obstante sin esfuerzo, puesto que es lo que está despojado de todas las contingencias. Eso es también lo que explica que las ciencias tradicionales secundarias, que no son más que aplicaciones contingentes, no sean, bajo su forma oriental, enteramente asimilables para los occidentales; en cuanto a constituir o a restituir su equivalente en un modo que convenga a la MENTALIDAD occidental, eso es una tarea cuya realización no puede aparecer más que como una posibilidad muy remota, y cuya importancia, por lo demás, aunque muy grande también, no es en suma más que accesoria. IGEDH: Conclusión

Así pues, si nos limitamos a considerar el punto de vista intelectual, es porque, de todas las maneras, es el primero que hay que considerar; pero recordamos que es menester entenderle de tal suerte que las posibilidades que conlleve sean verdaderamente ilimitadas, así como lo hemos explicado al caracterizar el pensamiento metafísico. Es de metafísica de lo que se trata esencialmente, puesto que nada, excepto eso, puede llamarse propia y puramente intelectual; y esto nos lleva a precisar que, para la elite de que hemos hablado, la tradición, en su esencia profunda, no tiene que ser concebida bajo el modo específicamente religioso, que no es, después de todo, más que un asunto de adaptación a las condiciones de la MENTALIDAD general y media. Por otra parte, esta elite, antes incluso de haber realizado una modificación apreciable en la orientación del pensamiento común, podría ya, por su influencia, obtener en el orden de las contingencias algunas ventajas bastante importantes, como hacer desaparecer las dificultades y los malentendidos que, de otro modo, son inevitables en las relaciones con los pueblos orientales; pero, lo repetimos, eso no son más que consecuencias secundarias de la única realización primordialmente indispensable, y ésta, que condiciona todo el resto y que ella misma no está condicionada por nada, es de un orden completamente interior. Así pues, lo que debe jugar el primer papel, es la comprehensión de las cuestiones de principio, cuya verdadera naturaleza hemos intentado indicar aquí, y esta comprehensión implica, en el fondo, la asimilación de los modos esenciales del pensamiento oriental; por lo demás, en tanto que se piense en modos diferentes, y, sobre todo, sin que, por un lado, se tenga consciencia de la diferencia, evidentemente no será posible ningún entendimiento, como no sería posible tampoco si se hablaran lenguas diferentes, y uno de los interlocutores ignorara la lengua del otro. Es por eso por lo que los trabajos de los orientalistas no pueden ser de ninguna ayuda para lo que se trata, cuando no son un obstáculo por las razones que ya hemos dado; es también por eso por lo que, habiendo juzgado útil escribir estas cosas, nos proponemos, además, precisar y desarrollar algunos puntos en una serie de estudios metafísicos, ya sea exponiendo directamente algunos aspectos de las doctrinas orientales, de las de la India en particular, o ya sea adaptando estas mismas doctrinas de la manera que nos parezca más inteligible, cuando estimemos que una tal adaptación es preferible a la exposición pura y simple; en todo caso, lo que presentaremos así será siempre, en el espíritu, si no en la letra, una interpretación tan escrupulosamente exacta y fiel como sea posible de las doctrinas tradicionales, y lo que pondremos como nuestro en eso, serán sobre todo las imperfecciones fatales de la expresión. IGEDH: Conclusión

Guénon – Hinduísmo