Hemos visto anteriormente que todo cuanto se puede decir de los dogmas debe valer igualmente para los medios de gracia, tales como los sacramentos. Si la Eucaristía es un medio de gracia «primordial» y por lo mismo indispensable, es porque ella emana de una Realidad universal de la que extrae toda su propia realidad; pero si ello es así, la Eucaristía, como todo otro medio de gracia correspondiente en otras formas tradicionales, no puede ser única, porque una Realidad universal no puede tener más que una sola manifestación con exclusión de toda otra sin dejar de ser universal. Que no se objete que tal rito concierne a toda la humanidad por la simple razón de que, según la expresión evangélica, debía ser enseñado a «todos los pueblos»; porque en el estado normal del mundo, al menos a partir de una cierta época cíclica, éste se compone de varias humanidades distintas que se ignoran más o menos, bien que, bajo ciertos aspectos y en ciertos casos, la delimitación exacta de estas humanidades sea una cuestión muy compleja en razón de la intervención de toda clase de condiciones cíclicas excepcionales1.
Ahora, si ocurre que grandes Profetas o Avataras, conociendo la universalidad de la Verdad, han debido negar exteriormente tal o cual forma tradicional, es preciso considerar, por una parte, la razón inmediata de esta actitud y, de otra, su sentido simbólico; sentido éste que, por así decirlo, se sobrepone a aquél. Si Abraham, Moisés y Cristo negaron los «paganismos» con los que respectivamente se las tuvieron que haber es porque se trataba en cada caso de tradiciones que se habían sobrevivido a sí mismas y que, siendo ya formas sin auténtica vida espiritual, y sirviendo a veces de soporte a influencias tenebrosas, habían perdido su razón de ser; ahora bien, quien ha sido «elegido», quien es por sí mismo el tabernáculo vivo de la Verdad, no tiene ciertamente por qué cuidar formas muertas que han llegado ya a no ser aptas para cumplir su primitivo papel. Por otra parte, esta actitud negativa de los que manifiestan la Palabra divina es simbólica, y éste es su sentido más profundo y también el más verdadero; porque si, con toda evidencia, ella no ha podido concernir a los núcleos esotéricos que han podido sobrevivir en medio de civilizaciones agotadas y vacías de su espíritu, esta misma actitud, aplicada a un hecho generalmente humano, es decir, a una degeneración o un «paganismo» difundido entre todos los hombres, será por contra justificada sin ninguna reserva. O bien, para citar un ejemplo análogo: si el Islam debía negar de una cierta manera las formas monoteístas que le habían precedido, para esto había una razón inmediata en las limitaciones formales de estas religiones; así, está fuera de duda que el judaísmo no podía ya servir de base tradicional a la humanidad del Próximo Oriente, porque la forma de esta religión había llegado a un grado de particularización que la volvía inapta para la expansión; y en cuanto al Cristianismo, no solamente se había particularizado rápidamente en un sentido análogo, bajo la influencia del medio occidental, y quizá sobre todo del espíritu romano, sino que también había dado nacimiento, en Arabia y en los países adyacentes, a toda clase de desviaciones que amenazaban con inundar el Próximo Oriente e inclusive la India de una multitud de herejías muy alejadas del Cristianismo primitivo y ortodoxo. La Revelación islámica tenía ciertamente el derecho más sagrado, en virtud de la autoridad divina inherente a toda Revelación, a descartar los dogmas cristianos, visto que éstos daban tanto más fácilmente nacimiento a las desviaciones cuanto que eran verdades iniciáticas vulgarizadas y no verdaderamente adaptadas; pero, por otra parte, los pasajes coránicos concernientes a cristianos, judíos, sabeos y paganos tienen ante todo un sentido simbólico que no hace en modo alguno alusión a la ortodoxia de las tradiciones, y los respectivos nombres de éstos no sirven entonces sino para designar ciertos hechos generalmente humanos. Por ejemplo, cuando en el Corán se dice que Abraham no era ni judío ni cristiano, sino hanîf («ortodoxo» en relación con la tradición primordial), es evidente que las palabras «judío» y «cristiano» no designan sino actitudes espirituales generales de las que las limitaciones formales del Judaísmo y del Cristianismo no son más que manifestaciones particulares, o sea, ejemplos; y nótese que decimos «limitaciones formales» y no nos referimos, bien entendido, al Judaísmo y al Cristianismo en sí mismos, cuya ortodoxia no está en entredicho.
Volviendo a la incompatibilidad relativa de las formas religiosas, y sobre todo de algunas de entre ellas, añadiremos que les es necesario interpretar erróneamente, en un cierto grado, las otras formas, porque la razón de ser de una religión reside, al menos bajo un cierto aspecto, precisamente en lo que la distingue de otras religiones; la Providencia divina no admite ninguna mezcla de las formas reveladas desde que la humanidad se ha dividido en «humanidades» diversas y se ha alejado de la Tradición primordial, que es la sola Tradición «única» posible. Así, por ejemplo, la interpretación errónea por parte de los musulmanes del dogma cristiano de la Trinidad es providencial, porque la doctrina encerrada en este dogma es esencial y exclusivamente esotérica y no es en modo alguno susceptible de una «exoterización» propiamente dicha; el Islamismo debía, pues, limitar la expansión de este dogma, pero esto no causa ningún perjuicio a la presencia, en el Islamismo, de la verdad universal expresada por el dogma en cuestión. Por otra parte, quizá no sea inútil precisar aquí que la divinización de Jesús y de María, atribuida indirectamente a los cristianos por el Corán, da lugar a una «Trinidad» que por lo demás este libro no identifica en ninguna parte con la de la doctrina cristiana, pero que no reposa menos sobre realidades, a saber, en primer lugar, la concepción de la «Corredentora» «Madre de Dios», doctrina no exotérica que como tal no podía encontrar ningún lugar en la perspectiva religiosa del Islam, y seguidamente el marianismo de hecho que, desde el punto de vista islámico, constituye una usurpación parcial del culto debido a Dios; en fin, tuvo lugar la mariolatría de ciertas sectas de Oriente contra la que el Islam tuvo que reaccionar tanto más violentamente cuanto que ella estaba muy próxima al paganismo árabe. Pero de otro lado, según el Sufí Abd el-Karim el-Jill, la «Trinidad» mencionada en el Corán es susceptible de una interpretación esotérica — los gnósticos concebían, en efecto, al Espíritu Santo como «Madre divina»- , y no es entonces sino la exoterización o la alteración de este sentido el que es reprochado, respectivamente, a los cristianos ortodoxos y a los heréticos adoradores de la Virgen; desde otro punto de vista aún, se puede decir — y la misma existencia de los heréticos mencionados lo atestigua — que la «Trinidad coránica» corresponde en el fondo a aquello en que los dogmas cristianos se habían convertido, por un inevitable error de adaptación, entre los árabes para quienes no habían sido hechos. Ahora, para lo que es el dogma de la Trinidad tal como lo entiende la ortodoxia cristiana, su rechazo por el Islam está motivado, aparte las razones de oportunidad tradicional, por una razón de orden metafísico: es que la teología cristiana entiende por Espíritu Santo no solamente una realidad puramente de principio, metacósmica, divina, sino también el reflejo directo de esta Realidad en el orden manifestado, cósmico, creado; en efecto, el Espíritu Santo, según la definición que de El da la teología, comprende, fuera del orden de los principios o divino, la cima o el centro luminoso de la creación total, o, en otros términos, comprende la manifestación informal; ésta es, para hablar en términos hindúes, el reflejo directo y central del Principio creador, Purusha, en la substancia cósmica, Prakriti; este reflejo, que es la Inteligencia divina manifestada, buddhi — en sufismo, Er-Rûh y El-Aql, o aun los cuatro arcángeles que, análogos a los Devas y a sus shaktis, representan otros tantos aspectos o funciones de esta Inteligencia -, este reflejo, decimos, es el Espíritu Santo en tanto que El ilumina, inspira y santifica al hombre. Cuando la teología identifica este reflejó con Dios tiene razón en el sentido de que buddhi o Er-Rûh — el Metraton de la Kabala — «es» Dios bajo la relación esencial, «vertical», es decir, en el sentido en que un reflejo es «esencialmente» idéntico a su causa. Cuando, por contra, la misma teología distingue a los Arcángeles de Dios-Espíritu-Santo y no ve en ellos más que criaturas, tiene también razón, en el sentido de que distingue entonces al Espíritu Santo reflejado en la creación de Su Prototipo principial y divino; pero es inconsecuente, por la fuerza de las cosas, cuando parece perder de vista que los Arcángeles son aspectos o funciones de esta porción central o suprema de la creación que es el Espíritu Santo en tanto que Paráclito. Desde el punto de vista teológico o religioso, no es posible admitir, de una parte, la diferencia entre el Espíritu Santo divino, principial, metacósmico, y el Espíritu Santo manifestado o cósmico, «creado», y de otra parte la identidad de este último con los Arcángeles; el punto de vista teológico no puede efectivamente jamás acumular dos perspectivas diferentes en un solo dogma, de ahí la divergencia entre el Cristianismo y el Islam. Para este último, la «divinización» cristiana del Intelecto cósmico constituye una «asociación» (shirk) de algo «creado» a Dios, aunque sea ello la manifestación informal, angélica, paradisíaca, paraclética. Aparte esta cuestión del Espíritu Santo, el Islam no se opondría en absoluto a la idea de que en la Unidad divina hay un aspecto ternario; lo que rechaza es únicamente la idea de que Dios es exclusiva y absolutamente Trinidad, porque esto significa, desde el punto de vista musulmán, atribuir a Dios una relatividad o atribuirle un aspecto relativo de una manera absoluta.
Cuando decimos que una forma religiosa está hecha, si no para tal «raza», al menos para una colectividad humana determinada por tales condiciones particulares — condiciones que pueden ser, como es el caso del mundo musulmán, de naturaleza muy compleja — se nos podría objetar válidamente la presencia de cristianos entre casi todos los pueblos o cualquier otro argumento de este género; para comprender la necesidad de una forma tradicional no se trata de saber si, en el seno de la colectividad para la cual esta forma está hecha, hay o no individuos o grupos susceptibles de adaptarse a otra forma — cosa que nunca se podría discutir -, sino únicamente de saber si la colectividad total podría adaptarse a ella; por ejemplo, para poner en duda la legitimidad del Islam, no basta con constatar que hay árabes cristianos, porque la única cuestión que se plantea es la de saber lo que llegaría a ser un Cristianismo profesado por la totalidad de la colectividad árabe.
Todas estas cuestiones ayudarán a hacer comprender que la Divinidad manifiesta Su Personalidad mediante tal o cual Revelación, y Su suprema Impersonalidad mediante la diversidad de formas de Su Verbo.
Ciertos pasajes del Nuevo Testamento demuestran que el «mundo», para la tradición cristiana, se identifica con el Imperio romano que representaba el dominio providencial de expansión y de vida para la civilización cristiana; es en este sentido como San Lucas pudo escribir — o, mejor dicho, el Espíritu Santo ha podido hacer escribir a San Lucas — que «en aquellos días fue promulgado un edicto de César Augusto a fin de que fuese empadronado todo el universo», a lo que Dante hace alusión, en su tratado sobre la monarquía, hablando del «empadronamiento del género humano» (in illa singulari generis humani descriptione); y en otro lugar del mismo tratado: «Por estas palabras, podemos comprender claramente que la jurisdicción universal del mundo pertenecía a los romanos.» Y una vez más: «Yo afirmo, pues, que el pueblo romano adquirió… potestad sobre todos los mortales.» ↩