Guénon Inversão dos Símbolos

René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos

La inversión de los símbolos
Uno se sorprende a veces de que un mismo símbolo pueda ser tomado en dos sentidos que, aparentemente al menos, son directamente opuestos uno al otro; en eso no se trata simplemente, bien entendido, de la multiplicidad de los sentidos que, de una manera general, puede presentar todo símbolo según el punto de vista o el nivel en el que se le considere, y que hace por lo demás que el simbolismo no pueda ser «sistematizado» nunca de ninguna manera, sino, más especialmente, de dos aspectos que están ligados entre sí por una cierta relación de correlación, que toma la forma de una oposición, de tal suerte que uno de los dos sea por así decir el inverso o el «negativo» del otro. Para comprenderlo, es menester partir de la consideración de la dualidad como presupuesta por toda manifestación, y, por consiguiente, como condicionándola en todos sus modos, donde debe encontrarse siempre bajo una forma o bajo otra (NA: Como hay errores de lenguaje que se producen bastante frecuentemente y que no dejan de tener graves inconvenientes, no es inútil precisar que «dualidad» y «dualismo» son dos cosas completamente diferentes: el dualismo (del que la concepción cartesiana del «espíritu» y de la «materia» es uno de los ejemplos más conocidos) consiste propiamente en considerar una dualidad como irreductible y en no considerar nada más allá, lo que implica la negación del principio común del que, en realidad, los dos términos de esta dualidad proceden por «polarización».); es verdad que esta dualidad es propiamente un complementarismo, y no una oposición; pero dos términos que son en realidad complementarios pueden también, bajo un punto de vista más exterior y más contingente aparecer como opuestos (Ver El Simbolismo de la Cruz, cap. VII.). Toda oposición no existe como tal sino a un cierto nivel, ya que no puede haber ninguna que sea irreductible; a un nivel más elevado, se resuelve en un complementarismo, en el que sus dos términos se encuentran ya conciliados y armonizados, antes de entrar finalmente en la unidad del principio común del que proceden el uno y el otro. Así pues, se podría decir que el punto de vista del complementarismo es, en un cierto sentido, intermediario entre el de la oposición y el de la unificación; y cada uno de estos puntos de vista tiene su razón de ser y su valor propio en el orden al cual se aplica, aunque, evidentemente, no se sitúan en el mismo grado de realidad; así pues, lo que importa es saber poner cada aspecto en su lugar jerárquico, y no pretender transportarle a un dominio donde ya no tendría ninguna significación aceptable.

En estas condiciones, se puede comprender que el hecho de considerar en un símbolo dos aspectos contrarios no tiene, en sí mismo, nada que no sea perfectamente legítimo, y que la consideración de uno de estos aspectos no excluye de ninguna manera el del otro, puesto que cada uno de ellos es igualmente verdadero bajo una cierta relación, y puesto que, por el hecho de su correlación misma, su existencia es en cierto modo solidaria. Así pues, es un error, bastante frecuente por lo demás, pensar que la consideración respectiva del uno y del otro de estos aspectos debe ser atribuida a doctrinas o a escuelas que se encuentran ellas mismas en oposición (NA: Hemos tenido que destacar concretamente un error de este género sobre el tema de la figuración del swastika con los brazos dirigidos de manera que indican dos sentidos de rotación opuestos (El Simbolismo de la Cruz, cap. X).); aquí, todo depende solo del predominio que puede ser atribuido a uno en relación al otro, o a veces también de la intención según la cual puede ser empleado el símbolo, por ejemplo, como elemento que interviene en algunos ritos, o también como medio de reconocimiento para los miembros de algunas organizaciones; pero ese es un punto sobre el que vamos a tener que volver. Lo que muestra bien que los dos aspectos no se excluyen y que son susceptibles de ser considerados simultáneamente, es que pueden encontrarse reunidos en una misma figuración simbólica compleja; a este respecto, conviene destacar, aunque no podemos pensar en desarrollar esto completamente, que una dualidad, que podrá ser oposición o complementarismo según el punto de vista en el que uno se coloque, puede, en cuanto a la situación de sus términos uno en relación al otro, disponerse en un sentido vertical o en un sentido horizontal; esto resulta inmediatamente del esquema crucial del cuaternario, que se puede descomponer en dos dualidades, una vertical y la otra horizontal. La dualidad vertical puede ser referida a las dos extremidades de un eje, o a las dos direcciones contrarias según las cuales este eje puede ser recorrido; la dualidad horizontal es la de dos elementos que se sitúan simétricamente de una parte y de otra de ese mismo eje. Se puede dar como ejemplo del primer caso los dos triángulos del sello de Salomón (y también todos los demás símbolos de la analogía que se disponen según un esquema geométrico similar), y como ejemplo del segundo las dos serpientes del caduceo; y se destacará que es solo en la dualidad vertical donde los dos términos se distinguen claramente uno del otro por su posición inversa, mientras que, en la dualidad horizontal, pueden parecer completamente semejantes o equivalentes cuando se los considera separadamente, aunque, no obstante, su significación no es menos realmente contraria en este caso que en el otro. Se puede decir también que, en el orden espacial, la dualidad vertical es la de arriba y la de abajo, y la dualidad horizontal la de la derecha y de la izquierda; está observación parecerá quizás muy evidente, pero por eso no tiene menos importancia, porque, simbólicamente (y esto nos lleva al valor propiamente cualitativo de las direcciones del espacio), estas dos parejas de términos son, ellas mismas, susceptibles de aplicaciones múltiples, cuyos rastros no serían difíciles de descubrir hasta en el lenguaje corriente, lo que indica bien que se trata de cosas de un alcance muy general.

Una vez planteado todo eso en principio, se podrá deducir de ello sin esfuerzo algunas consecuencias concernientes a lo que se podría llamar el uso práctico de los símbolos; pero, a este respecto, es menester hacer intervenir primero una consideración de carácter más particular, la del caso en el que los dos aspectos contrarios son tomados respectivamente como «benéfico» y como «maléfico». Debemos decir que empleamos estas dos expresiones a falta de algo mejor, como ya lo hemos hecho precedentemente; en efecto, tienen el inconveniente de poder hacer suponer que hay en eso alguna interpretación más o menos «moral», mientras que en realidad no hay nada de tal, y que aquí deben ser entendidas en un sentido puramente «técnico». Además, debe comprenderse bien igualmente que la cualidad «benéfica» o «maléfica» no se vincula de una manera absoluta a uno de los dos aspectos, puesto que no conviene propiamente más que a una aplicación especial, a la que sería imposible reducir indistintamente toda oposición cualquiera que sea, y puesto que, en todo caso, desaparece necesariamente cuando se pasa del punto de vista de la oposición al del complementarismo, al que una tal consideración es totalmente extraña. En estos límites y teniendo en cuenta estas reservas, ese es un punto de vista que tiene normalmente su lugar entre los otros; pero es también de este punto de vista mismo, o más bien de los abusos a los que da lugar, de donde puede resultar, en la interpretación y el uso del simbolismo, la subversión de la que queremos hablar más especialmente aquí, subversión que constituye una de las «marcas» características de lo que, conscientemente o no, depende del dominio de la «contrainiciación» o se encuentra más o menos directamente sometido a su influencia.

Esta subversión puede consistir, ya sea en atribuir al aspecto «maléfico», reconociéndole expresamente como tal, el lugar que debe corresponder normalmente al aspecto «benéfico», reconociéndole incluso una suerte de supremacía sobre éste, ya sea en interpretar los símbolos al revés de sus sentidos legítimos, considerando como «benéfico» el aspecto que es en realidad «maléfico» e inversamente. Por lo demás, es menester destacar que, según lo que hemos dicho hace un momento, una tal subversión puede no aparecer visiblemente en la representación de los símbolos, puesto que hay símbolos para los que los dos aspectos opuestos no están marcados por ninguna diferencia exterior, reconocible a primera vista: así, en las figuraciones que se refieren a lo que se tiene la costumbre de llamar, muy impropiamente por lo demás, el «culto de la serpiente», sería frecuentemente imposible, al menos si no se considera más que la serpiente misma, decir a priori si se trata del Agathodaimôn o del Kakodaimôn; de ahí vienen numerosas equivocaciones, sobre todo por parte de aquellos que, ignorando esta doble significación, están tentados de no ver en ella por todas partes y siempre más que un símbolo «maléfico», lo que es, desde hace mucho tiempo ya, el caso de la generalidad de los occidentales (Es por esta razón por lo que el dragón extremo oriental mismo, que es en realidad un símbolo del Verbo, ha sido frecuentemente interpretado como un símbolo «diabólico» por la ignorancia occidental.); y lo que decimos aquí de la serpiente se podría aplicar igualmente a muchos otros animales simbólicos, para los que se ha tomado comúnmente el hábito, cualesquiera que sean, por lo demás, las razones de ello, de no considerar ya más que uno solo de los dos aspectos opuestos que poseen en realidad. Para los símbolos que son susceptibles de tomar dos posiciones inversas, y especialmente para los que se reducen a formas geométricas, puede parecer que la diferencia deba aparecer mucho más claramente; y sin embargo, de hecho, no es siempre así, puesto que las dos posiciones del mismo símbolo son susceptibles de tener la una y la otra una significación legítima, y puesto que su relación no es forzosamente la de lo «benéfico» y de lo «maléfico», que no es, lo repetimos todavía, más que una simple aplicación particular entre todas las demás. Lo que importa saber en parecido caso, es si hay realmente una voluntad de «inversión», se podría decir, en contradicción formal con el valor legítimo y normal del símbolo; por eso es por lo que, por ejemplo, el empleo del triángulo invertido está muy lejos de ser siempre un signo de «magia negra» como lo creen algunos (¡Hemos visto llegar hasta interpretar así los triángulos que figuran en los símbolos alquímicos de los elementos!), aunque lo sea efectivamente en algunos casos, concretamente en aquellos en los que se le vincula una intención de tomar el contrapié de lo que representa el triángulo cuyo vértice está vuelto hacia arriba; y, notémoslo incidentalmente, una tal «inversión» intencional se ejerce también sobre palabras o fórmulas, para formar suertes de «mantras» al revés, como se puede constatar en algunas prácticas de brujería, incluso en la simple «brujería de los campos» tal como existe todavía en Occidente.

Así pues, se ve que la cuestión de la inversión de los símbolos es bastante compleja, y diríamos de buena gana bastante sutil, ya que lo que es menester examinar para saber de qué se trata verdaderamente en tal o en cual caso, son menos las figuraciones, tomadas en lo que se podría llamar su «materialidad», que las interpretaciones de que se acompañan y por las que se explica la intención que ha presidido en su adopción. Es más, la subversión más hábil y más peligrosa es ciertamente la que no se traiciona por singularidades demasiado manifiestas y que no importa quién puede percibir fácilmente, sino la que deforma el sentido de los símbolos o invierte su valor sin cambiar nada en sus apariencias exteriores. Pero la astucia más diabólica de todas es quizás la que consiste en atribuir al simbolismo ortodoxo mismo, tal como existe en las organizaciones verdaderamente tradicionales, y más particularmente en las organizaciones iniciáticas, que son a las que se apunta sobre todo en parecido caso, la interpretación al revés que es propiamente el hecho de la «contrainiciación»; y ésta no se priva de usar este medio para provocar las confusiones y los equívocos de los que tenga algún provecho que sacar. Ese es, en el fondo, todo el secreto de algunas campañas, también muy significativas en cuanto al carácter de la época contemporánea, dirigidas, ya sea contra el esoterismo en general, ya sea contra tal o cual forma iniciática en particular, con la ayuda inconsciente de gentes cuya mayor parte se sorprenderían muchísimo, e incluso se espantarían, si pudieran darse cuenta de aquello para lo cual se les utiliza: ¡desgraciadamente, a veces ocurre que aquellos que creen combatir al diablo, cualquiera que sea la idea que se hagan de él, se encuentran así simplemente, sin sospecharlo lo más mínimo, transformados en sus mejores servidores!


René Guénon