No hay religión natural… lo mismo que todos los hombres son iguales (aunque infinitamente diversos), así todas las religiones son similares, tienen la misma fuente. — WILLIAM BLAKE.
No hay más que una salvación para toda la humanidad y es la vida de Dios en el alma. WILLIAM LAW
La frecuencia cada vez más creciente de las relaciones mutuas que para los objetivos de este ensayo deben adoptar los cristianos, y los otros hombres que pertenecen a la gran mayoría no cristiana ha hecho más urgente que en ninguna ocasión anterior la necesidad de comprender las religiones que practican. Tal comprensión es al mismo tiempo digna de ser estimada por si misma e indispensable para la solución pacífica de los problemas políticos y económicos por cuya causa los pueblos del mundo están actualmente más divididos que unidos. No podemos establecer relaciones humanas con otros pueblos si estamos convencidos de nuestra superioridad o de nuestra mayor sabiduría y sólo queremos convertirlos a nuestro modo de pensar. El cristiano moderno, que considera al mundo como su parroquia, se enfrenta con la difícil empresa de convertirse a sí mismo en ciudadano del mundo; se le invita a participar en un simposio y en un convivium, no para presidir — para eso hay Otro que preside ocultamente — sino para ser uno de los muchos invitados.
No hace todavía mucho sólo a los misioneros se les exigía un estudio de las religiones diferentes de la propia. Incluso este ensayo, por ejemplo, se funda en una petición hecha a un amplio grupo de profesores para un curso titulado «Cómo enseñar sobre los otros pueblos», patrocinado por el Departamento de Enseñanza de Nueva York y por la Asociación «East and West». Se ha propuesto también que en las escuelas y universidades de la postguerra habría que introducir la enseñanza de los principios fundamentales de las grandes religiones del mundo, como un modo de incrementar la comprensión internacional y promocionar la idea de la ciudadanía del mundo.
La cuestión surge inmediatamente. ¿Quiénes habrían de impartir perfectamente esa enseñanza? Es evidente que no puede haber comprendido, y por tanto estar capacitado para enseñar una religión, el que es hostil a toda religión; por tanto hay que excluir a todo humanista racionalista y científico y en último término a los que conciben la religión en un sentido meramente ético y no teológico. Lo ideal sería que, para las grandes religiones los maestros fueran sus creyentes, pero, este ideal, por ahora sólo puede llevarse a efecto en las universidades más importantes. Se ha propuesto establecer una escuela de esta materia en Oxford.
En la situación actual, una enseñanza sobre religiones distintas que la cristiana se da principalmente en los seminarios y en los centros de formación de misioneros y por hombres persuadidos de que el cristianismo es la única religión verdadera, que aprueban las misiones extranjeras y se dedican a preparar hombres para esa empresa. En tales condiciones el estudio comparativo de las religiones toma necesariamente un carácter diverso del de las demás disciplinas; pero esto no se puede dejar al margen. Es evidente que cuando nos ponemos a enseñar, nuestra intención tendría que ser únicamente el transmitir la verdad; pero cuando se aborda una materia para garantizar que el objeto que se expone es de valor intrínsecamente inferior y se expone la materia no con amore, sino únicamente para instruir al futuro enseñante sobre problemas con los cuales tendrá que enfrentarse, se puede sospechar con fundamento que al menos una parte de la verdad se suprimirá consciente o inconscientemente.
Si hay que abordar el estudio comparado de las religiones lo mismo que las demás disciplinas, el profesor deberá haber reconocido que su propia religión es una de las que van a ser «comparadas»; no puede exponer ningún tipo de «teorías mimadas» de su propia cosecha, sino presentar sin equívocos la verdad, en la medida en que este en su poder. De otro modo: «será necesario reconocer que las instituciones que están basadas en las mismas premisas, digamos sobrenaturales, deben ser consideradas en conjunto, la nuestra con las demás», ya que «aunque exista un problema de imperialismo, o de prejuicios raciales, o de contraste entre la cristiandad y el paganismo, nosotros estamos preocupados con la singularidad… de nuestras propias instituciones y de las realizaciones de nuestra propia civilización (1) Pero uno no puede menos de preguntarse si el cristiano que está absolutamente convencido de que la suya es la única religión verdadera puede permitir en conciencia exponer lo que es otra religión, sabiendo que no puede hacerlo honradamente.
Así, al proponernos enseñar sobre otros pueblos, nos enfrentamos con el problema de la tolerancia. La palabra no es una futilidad. El tolerar es ponerse en lugar de otro, aguantar o sufrir la existencia de lo que es o parece ser un modo de pensar distinto del nuestro y nunca es muy agradable «ponerse en lugar» de nuestros vecinos y demás huéspedes y sentir que las creencias y las instituciones más arraigadas de uno están siendo pacientemente «soportadas». Con todo si el mundo occidental es hoy más tolerante de lo que era hace siglos, o lo ha sido desde el hundimiento del Imperio Romano, lo es en gran parte porque los hombres ya no están seguros de que haya una verdad de la que podamos tener certeza y se inclinan a la idea «democrática» de que la opinión de un hombre es tan buena como la de otro, especialmente en asuntos de política, arte y religión. La tolerancia, entonces es una virtud meramente negativa, que no exige el sacrificio de nuestra soberbia espiritual, ni supone la renuncia de nuestro sentido de superioridad; puede recomendarse sólo en cuanto significa que modera nuestro odio o persecución a quienes difieren o parecen diferir de nosotros en costumbres o creencias. La tolerancia nos lleva a compadecer incluso a los que son diferentes de nosotros. ¡Tienen que ser compadecidos!