En años recientes han aparecido indicaciones de una nueva orientación en el estudio arqueológico en campos de investigación ampliamente separados. En conexión con el Rig Veda, por ejemplo, se ha comprendido que casi todo lo que puede esperarse de un análisis puramente filológico o antropológico ya se ha llevado a cabo, y que no obstante todavía estamos muy lejos de comprender lo que los Vedas son. Por otra parte, en el juego del puzzle de la pintura ( la historia del arte en los términos del estilo y de la atribución personal ) se está comenzando a comprender que se avecina algo como un final, que puede que no pase mucho tiempo antes de que estemos en posición de etiquetar todos nuestros especímenes de museo con tanta exactitud como puede ser viable, y que sin embargo cuando todo esté dicho y hecho, se haya hecho muy poco progreso hacia el fin humano de ayudar al estudiante a experimentar por sí mismo las instituciones expresadas en el arte antiguo. El estudio del arte medieval es todavía casi enteramente un problema de «influencias» deshilvanadas; sin embargo, a pocas mentes se les ha ocurrido que podría ser iluminador indagar qué valores daban efectivamente al arte aquellos por quienes y para quienes se hizo. Y en lo que concierne al arte contemporáneo, se ha reconocido una y otra vez que su carácter privado y la indiferencia de sus temas han separado tan efectivamente al arte de la vida real, al artista del hombre, que hoy día difícilmente podemos esperar encontrarnos con el trabajador que es a la vez un artista y un hombre. A causa de su irrealidad fundamental el estudio del arte ha comenzado a ser un incordio
Aquí y allí, en los últimos años, un viento desconcertante ha removido los huesos secos, para gran alarma de la erudición ortodoxa, que a nada teme tanto como a un movimiento de vida entre las reliquias que se han catalogado y arrinconado tan asépticamente en nuestros osarios arqueológicos. Ha comenzado a comprenderse que, cualquiera que pueda ser el caso del arte contemporáneo, el arte en todo el mundo no se concibió como un espectáculo para hombres de negocios aburridos, sino como un lenguaje para la comunicación de ideas; y que la figura y el color de un icono, las relaciones de masas en un aforismo penetrante, el cómo de lo que se ha dicho, no ha dependido de vagos e indefinibles «impulsos estéticos», sino directamente de lo que tenía que decirse. Este era el punto de vista medieval, que juzgaba la «verdad» de una obra de arte únicamente según el grado de correspondencia entre la obra misma y su forma esencial como ella existía en el espejo del intelecto del artista. Contra nuestra demanda de novedad se levanta nuevamente el punto de vista medieval, que afirma que la noción de una propiedad en las ideas representa una contradicción en los términos; y nosotros mismos hemos comenzado a ver que si bien no puede haber y nunca ha habido una propiedad privada en las ideas, sólo cuando el individuo ha poseído plenamente una idea puede expresarla bien y verdaderamente, que «para expresarse adecuadamente, una cosa debe proceder desde dentro, movida por su forma», y que, como se sigue de ello, nosotros no podemos juzgar ninguna obra de arte a menos que poseamos también su forma y su razón de ser. Y aunque entre nosotros hoy, ya no es cierto que «lo que importa es la representación», sino más bien la «estrella», de manera que nosotros compramos nombres más bien que cuadros, estamos obligados a admitir que cuanto más retrocedemos hacia los «primitivos» ( a quienes afectamos admirar muchísimo ), tanta menos significación puede atribuirse al «nombre», si es que pueden encontrarse nombres. Sospechamos que nuestro propósito de estudiar la Divina commedia como «literatura», a pesar de que el autor ( que lo sabía mejor ) afirmaba llanamente el motivo puramente práctico de su obra, puede ser un tanto ridículo.
En otras palabras, ha comenzado a entenderse que los problemas de la composición y del color no pueden comprenderse si los abstraemos de sus razones determinantes, a saber, los significados o el contenido que tenía que expresarse. Estudiar las formas del arte en y por sí mismas sólo, y no en conexión con los fines determinantes en relación con los que funcionaban como medios, es simplemente caer en «juegos florales» mentales. La «historia del diseño», por ejemplo, permanece un ejercicio absolutamente estéril cuando se abstrae de la vida intelectual que es la única que puede explicar y dar respuestas a los hechos del diseño. Si nosotros estamos satisfechos sólo con los hechos, y con nuestras «reacciones» a ellos, ello se debe a que hemos llegado a considerar el arte únicamente en los términos de la tapicería ( sólo como «decoración» ); pero, por decir lo menos, es un procedimiento pueril e incientífico convertir una cortedad tal en una disciplina que trata las artes de otras edades mucho menos sentimentales que la nuestra. Si alguien duda de la sentimentalidad de nuestra moderna aproximación a las obras de arte, bastará citar el reciente dicho de un profesor de historia del arte de la universidad de Chicago, «Es inevitable que el artista sea ininteligible debido a que su naturaleza sensitiva, inspirada por la fascinación, el desatino, y la excitación, se expresa a sí misma en los profundos e intuitivos términos de la inefable maravilla». El patrón de arte medieval o asiático habría considerado al trabajador que «perorara así de campos verdes» como un simple idiota.
La nueva tendencia de que hablamos arriba encuentra una expresión clara y definida en la obra de Andrae, que trata el capitel jónico y el desarrollo de la forma de la voluta. La mayor parte del libro se ocupa de una investigación estrictamente arqueológica de los prototipos, cuyo origen asiático-occidental, antes de que el motivo fuera adoptado por el arte griego como una «forma arquitectónica», se establece definitivamente. Toda la vida del motivo pertenece a esta prehistoria, pues la forma misma, como aparece en el arte griego, por muy elegante que sea, ya está muerta; y como aparece en el arte pseudo-griego moderno, a saber, en la construcción pública contemporánea, no está meramente muerta sino que es realmente ofensiva. Hemos mostrado a menudo que lo mismo se aplica al motivo del «huevo y dardo» clásico que es realmente una forma de pétalo de loto ( que representa la base chthónica de la existencia, y que retiene esta significación en el arte indio hasta el presente día ) que, al entrar en el repertorio griego ( probablemente por la misma ruta que el capitel jónico mismo ), devino un mero ornamento, y como tal ha sobrevivido en la tapicería arquitectónica europea hasta ahora.
Más específicamente, Andrae rastrea la prehistoria del capitel de voluta, en sus dos cursos paralelos: por una parte, en el uso como un elemento constructivo en la arquitectura, y por otra, en su aspecto de jeroglífico. En la arquitectura nos encontramos primero con un simple haz de caña, cuya cima se curva pronto para formar una «cabeza» espiral, y entonces a esto se le agrega una «gavilla»; dos de tales formas funcionan como largueros, mientras que la unión arriba de las «gavillas» forma un lintel o arquitrabe; una repetición de la forma establece entonces el uso de la columna proto-jónica en columnatas, igualmente en el arte griego y aqueménida. Paralelamente a este desarrollo tiene lugar el uso del motivo como un símbolo en la escritura y en la iconografía; primero de todo, los montantes emparejados de la puerta se unen para representar «una combinación de los elementos polares, a saber, el macho y la hembra, de la naturaleza humana» ( que corresponden al principium conjunctivum de donde procede la generación y la natividad del Ejemplar, Summa Theologica I.27.2C, y al concepto indio ardhanari en todas sus ramificaciones ); entonces las volutas se doblan o triplican, y finalmente se sobremontan por un único círculo terminal, representándose así cuatro niveles de referencia distintos; entonces este círculo terminal rompe en una flor ( «palmácea» ) que se abre debajo y hacia la imagen alada del Sol Supernal que se muestra como posado en el cenit encima de ella; y en esta última forma, se ve claramente que el pilar de voluta y el Árbol de la Vida asirio, con sus símbolos del Cielo arriba y de la Tierra abajo, son afines en la forma y coincidentes en la referencia. Es muy cierto que desarrollos tales como éstos no se explicarán por la «naturaleza-sensitiva» del artista ni por un «impulso estético» ciego, sino que más bien, como lo expresa la estética escolástica, es por el poder de su intelecto y de su voluntad como el artista deviene la causa del devenir de las cosas que se hacen por arte; puesto que el artista ( ya sea un individuo o una raza ) «opera por una palabra concebida en su intelecto ( per verbum in intellectu conceptum ) y movida por la dirección de su voluntad hacia el objeto específico que ha de hacerse» ( Summa Theologica I.45.6C ).
Así pues, como se indica en el prefacio, la intención del libro no es tanto juntar los hechos ( lo que se hace con toda la erudición requerida, como podía esperarse de un arqueólogo cumplido como Andrae, ya bien conocido por su trabajo en el campo asirio ) como descubrir una clave para su significación, clave sin la que deben permanecer nada más que como una colección de datos, conectados sólo por una secuencia de tiempo observado, más bien que por una lógica inherente. Es en la conclusión donde Andrae expone más plenamente la disposición requerida, y es ciertamente notable con qué penetración ha establecido aquí la idea del símbolo como una cosa viva, que tiene un poder en sí mismo que puede sobrevivir a las vicisitudes sin importar cuales sean; ciertamente, la noción es bastante familiar en la exégesis metafísica, pero nunca antes, hasta donde nosotros sabemos, se había establecido con tanta firmeza por un arqueólogo profesional. Como caso a propósito, podríamos tomar el del Árbol de Isaí, un motivo que ya se encontraba y se usaba en el Rig Veda, y que sobrevive en el ornamento y la iconografía indios hasta ahora, pero que apareció por primera vez en el arte cristiano sólo en el siglo once, donde no necesitamos asumir necesariamente un origen indio, sino que podemos considerarlo más bien como espontáneo; pues, en tales casos, el hecho es que las conexiones efectivas por las que puede transmitirse un motivo, que puentea grandes intervalos de tiempo o de espacio, no pueden devenir nunca el tema de una demostración histórica, por la simple razón de que la transmisión se cumple por medios orales y no por medios publicados. Vamos a citar la tesis del autor en sus propias palabras:
La humanidad…intenta incorporar en una forma tangible o en todo caso perceptible, podemos decir que intenta materializar, lo que es en sí mismo intangible e imperceptible. Hace símbolos, caracteres escritos, e imágenes de culto de substancia terrenal, y ve en ellas y a través de ellas la substancia espiritual y divina que no tiene semejanza y que no podría verse de otro modo. Sólo cuando uno ha adquirido el hábito de esta manera de ver las cosas pueden comprenderse los símbolos y las imágenes; pero no cuando estamos habituados a la estrechez de miras que nos remite siempre a una investigación de los aspectos exteriores y formales de los símbolos e imágenes y que nos hace valorarlos más, cuanto más complicados o plenamente desarrollados son. El método formalista conduce siempre a un vacío. Aquí estamos tratando sólo el fin, no el comienzo, y lo que encontramos en este fin es siempre algo difícil y opaco, que no arroja ya ninguna luz sobre el camino. Sólo por un vislumbre tal de lo espiritual puede alcanzarse la meta última, cualesquiera que sean los medios o métodos de investigación a que se recurra. Cuando sondeamos el arquetipo, entonces encontramos que está anclado en lo más alto, no en lo más bajo. Esto no significa que nosotros, modernos, necesitemos perdernos en una especulación irrelevante, pues cada uno de nosotros puede experimentar microcósmicamente, en su propia vida y cuerpo, el hecho de que ha vagado perdido desde lo más alto, y de que cuanta más hambre y sed del símbolo y de la semejanza aprende a sentir, tanto más profundamente la siente; es decir, con sólo que retenga el poder de guardarse contra el endurecimiento y la petrificación interior, en la que todos estamos en peligro de perdernos.
Ciertamente, el método formalista sólo puede justificarse en proporción a como nosotros nos hemos alejado de los arquetipos hasta el presente día. Las formas sensibles, en las que hubo una vez un equilibrio polar de lo físico y de lo metafísico, se han vaciado cada vez más de contenido en su vía de descenso hasta nosotros. Es así como nosotros decimos, esto es un «ornamento»; y como tal, ciertamente, puede ser tratado e investigado a la manera formalista. Y esto es lo que ha ocurrido constantemente en lo que se refiere a todo ornamento tradicional, sin exceptuar el presunto «ornamento» que se representa en el bello modelo del capitel jónico… Aquel a quien parezca extraño este concepto del origen del ornamento, debería estudiar aunque solo sea una vez las representaciones de los milenios cuarto y tercero a. C. en Egipto y Mesopotamia, contrastándolos con lo que en nuestro sentido moderno se llaman justamente «ornamentos». Se encontrará que difícilmente puede encontrarse allí ni siquiera un solo ejemplo. Todo lo que podría parecer tal, es una forma técnica drásticamente indispensable, o es una forma expresiva, la imagen de una verdad espiritual. Incluso el presunto ornamento de la pintura y el grabado de la alfarería, que se remonta hasta el período neolítico en Mesopotamia y en otras partes, está en su mayor parte controlado por la necesidad técnica y simbólica…
El que se maravilla de que un símbolo formal pueda permanecer vivo, no sólo durante milenios, sino de que, como nosotros todavía aprenderemos, pueda surgir a la vida de nuevo después de una interrupción de miles de años, debería acordarse de que el poder del mundo espiritual, que forma una parte del símbolo, es eterno; ( y que sólo ) la otra parte es material, terrenal, e impermanente… Deviene entonces un problema indiferente si los antiguos, en nuestro caso los primeros jonios, eran conscientes de todo el contenido del antiguo símbolo de la humanidad que el oriente les había dado, o si querían o no poner en obra sólo alguna parte de ese contenido en su fórmula…
Desde el momento en que se olvidó el profundo significado simbólico de la columna jónica, desde el momento en que se cambió en arquitectura y arte, su veracidad tocó a su fin… ¿Estaba muerta entonces la columna jónica, debido a que se había perdido su significado vivo, debido a que se negaba que ella fuera la imagen de una verdad espiritual? Pienso que no… Algún día la humanidad, hambrienta de una expresión concisa e integral de sí misma, aprehenderá nuevamente esta forma inviolada y sagrada, y con ella alcanzará esos poderes de los que está necesitada, la biunidad de su propia superestructura, el perfeccionamiento de lo excesivamente terrenal en la libertad de los mundos espirituales…
¿Cuál es la significación para nuestros días de todas las investigaciones de las nobles formas de la antigüedad y de toda su identificación en nuestros museos, si no es como guías, indispensables para la vida, en la senda a través de nosotros mismos y hacia adelante en el futuro?… Nuevamente se pronuncia la llamada para los hombres formativos en general y para el artista creativo en particular: mantener la transparencia del material, a fin de que pueda saturarse del espíritu. Sólo se puede obedecer este mandato si uno mismo mantiene su propia transparencia — y ésta es la roca sobre la cual la mayor parte de nosotros somos propensos a estrellarnos. Todo el mundo llega a un punto en su vida en que comienza a endurecerse, y — o bien se congela efectivamente, o por un esfuerzo sobrehumano debe recobrar por sí mismo lo que poseía sin mengua en su infancia y que le ha sido quitado cada vez más en su juventud: a fin de que las puertas del mundo espiritual se abran para él, y el espíritu encuentre su camino entre el cuerpo y el alma.
Del mismo modo que hemos hablado de una tendencia en la arqueología, permítasenos aludir como conclusión a algunas otras obras recientes en las que se ha estudiado el significado o la vida interior de algunos motivos formales para encontrar la clave efectiva de su «historia». Mus, por ejemplo, al examinar el origen del tipo del «Buddha Coronado», encontró necesario hacer un estudio intensivo de la ontología del Mahayana, y en un tratamiento magistral del esquema del Barabudur, examinar detenidamente la metafísica tradicional del espacio y la doctrina tradicional del eje del universo . Carl Hentze, Mythes et symboles lunaires ( Anvers, 1932 ), examina los orígenes de la escritura desde un punto de vista similar, observando con respecto a sus símbolos más antiguos que «su significado se ha de encontrar siempre en uno y el mismo ambiente de ideas, el de un culto, y esa es la fuente más remota de la escritura»; y cuando procede a decir «el signo puede considerarse como una traducción de la idea “para evocar la especie y asegurar su multiplicación”», esto es de un grandísimo interés debido a la analogía que presenta con la antigua noción neo-platónica y escolástica de que la forma, especie, o idea son igualmente, en la naturaleza y en el arte, las causa eficiente del devenir de la cosa misma; pues el símbolo prehistórico no es inmediatamente la pintura de la cosa inferida, sino más bien la de la idea de la cosa que es su forma o razón de ser. O considérese el Tripitaka in Chinese, Picture Section, ed. Takakusu and Ono ( Tokyo, 1933 ); cuan poco podríamos decir nosotros de una historia del arte que está tan ricamente representada aquí, en el sentido de la explicación ( ¿y no es la función de la historia «explicar» los acontecimientos ) por no decir nada de las reproducciones «documentadas» con extensos extractos del Shingon y de otros textos budistas que son su contexto trascendente. Nosotros mismos hemos seguido la misma línea en nuestro Elements of buddhist Iconography.
Ciertamente, aquellos que intentan tratar los problemas sin resolver de la arqueología, con un análisis y exégesis de los significados y de los contextos, pueden esperar ser acusados de «leer dentro» de su material significados que no están ahí. Ellos responderán que el arqueólogo o el filólogo que no es también un metafísico, más pronto o más tarde, debe encontrarse inevitablemente ante un muro liso que no puede penetrar; y como Ogden y Richards lo han expresado tan bien, esos «símbolos no pueden estudiarse independientemente de las referencias que simbolizan». Aquí puede darse una palabra de advertencia: el estudio del simbolismo se ha desacreditado, debido precisamente a que, al trabajar desde un punto de vista profano, la interpretación de los símbolos mediante un trabajo de conjetura, ha devenido el oficio del seudoarqueólogo. Así pues, reconozcamos que, como Mâle lo expresó tan bien en conexión con el arte cristiano, el simbolismo es un calculus; el erudito en este campo necesita ser un matemático más bien que un asceta, y sus ecuaciones no pueden exponerse sin las documentaciones más exactas y del máximo alcance, para lo cual puede requerirse un conocimiento de las diversificadísimas formas de la tradición simbólica común.
Si la arqueología se ha considerado como una ciencia seca, y el museo como un mausoleo ( y éstos son sentimientos ampliamente extendidos entre los estudiantes más jóvenes de la historia del arte, cuyo interés a menudo se mantiene vivo debido solamente a una sustitución de la historia del arte por la historia de los artistas, o por masas de verborrea en las que se les da a entender que la apreciación del arte debe ser más bien una reacción funcional que un acto intelectual ), ¿qué más podría haberse esperado? Lo que se requiere es una reanimación intelectual de nuestra disciplina, para que esos cursos académicos sobre la historia del arte que son ahora sistemas de retórica cerrados puedan ser informados con un valor y una significación humanos, y para que pueda darse a los estudiantes, por encima de las tareas mecánicas que son el prerequisito de la erudición, pero que no son el fin último de la erudición, un sentido de las fuerzas vivas que operan en los materiales que tienen delante, y puedan darse cuenta de que el verdadero fin de la erudición no se alcanza con la información, sino que debe cumplirse dentro de sí mismo, en una reintegración de sí mismo en los modos del ritmo. Éste era precisamente el propósito de aquellas antiguas iniciaciones y misterios con los que se originaron todas esas formas de arte simbólico que todavía sobreviven en el «diseño» y el «ornamento», pero que ya no son para nosotros soportes de contemplación y medios de regeneración, sino sólo las chorreras y faralaes de la vida confortable. [AKCFiguras]