Excertos do Capítulo 39 — O Neoplatonismo místico de Ibn Arabi de Múrcia (1165-1240)
Dios y el mundo de la creación
El fundamental principio de la Unidad del ser, connatural tanto al pensamiento neoplatónico como al movimiento sufi, adquiere en Ibn Arabi unos perfiles, si no originales, sí los más definidos dentro del neoplatonismo sufi, más aún cuando la Unidad del Ser (al-wahdat al-wuyud) era ya sinónima, desde hacía siglos, con el concepto alcoránico de la Unidad Divina (al-tawhld) manifestado en la fórmula dogmática de la S abada: Sólo hay un Dios y Mahoma es su Profeta (La Allah ‘illa Allah wa Muhammad rasul Allah). Dios, por tanto, es la Absoluta Realidad, Principio universal y trascendente, no condicionado por nada, cuya única esencia es su radical y unitaria necesidad de ser. Sin embargo, la Unidad Divina la podemos contemplar desde dos perspectivas fundamentales: como estricta Unidad (al-ahadiyya) y como Unicidad (al-wahidiyya). Como Unidad estricta, Dios no puede ser objeto de determinación alguna y su ser no admite ninguna cualificación, al modo como pueden tenerla las cosas concretas y los actos humanos; no existe, pues, en él, ninguna distinción real, material ni formal, ni siquiera la distinción nominal de esencia y existencia. Como Unicidad, por el contrario, es causa de la unidad y determinación de todo lo creado. Dios, por tanto, puede ser considerado tanto en sí mismo como en el Cosmos.
Considerado en sí mismo, de Dios en sentido estricto no se puede predicar nada, salvo su unidad y su unicidad. Pero visto desde el Cosmos, que es como ahora podemos, en la vida terrena, ver a Dios, podemos predicarle en cierto sentido unos atributos que son posibilidades respecto de las cosas creadas. Bien por vía negativa, o por una operación analógica con paso al límite, podemos predicar de Dios la carencia de las limitaciones de las criaturas, o las cualidades positivas de éstas desprovistas de su cuantificación limitativa. Pero el pensamiento sufi neoplatonizado no se limita, como los pensadores más abstractos, a considerar estos atributos o Nombres Divinos, como estrictas ideas respecto de Dios, sino que consideran que tienen una realidad apofántica respecto del mundo creado. En este sentido, aunque Dios no sea sus nombres, tampoco éstos son nada distinto de El. Pudiera decirse — al modo neoplatónico — que los Nombres Divinos son los arquetipos increados y eternos de los entes concretos; pero para que la expresión sea justa, hay que añadir que entre Dios y sus nombres no existe ningún tipo de distinción. Así que lo único que podemos saber — y en esto se ve que Ibn ‘Arab! fue buen discípulo de Ibn Hazm —, son las tipificaciones que Dios ha querido que conozcamos a través de un número concreto y limitado de nombres, los que se contienen en el Alcorán. Estos Nombres Divinos constituyen así, respecto a nuestro saber, las Divinas raíces del cosmos, por medio de las cuales Dios se manifiesta en el mundo creado. Por tanto, son también los caminos que pueden conducirnos a Dios, las vías de ascenso al conocimiento de la Divinidad. En este sentido, los Nombres Divinos son también «respectivos» — en el sentido en que Zubiri emplea este término — en cuanto al hombre, que es quien los descubre y utiliza, constituyendo para éste las formas de manifestación de los misterios de la Divinidad. Y como han existido siempre esas formas — con existencia absoluta, total y radicalmente unitaria —, también las propias existencias concretas existieron siempre como estricta posibilidad, no en cuanto consideradas en sí mismas, sino respecto de Dios. En cambio, respecto al hombre constituyen una estricta potencialidad.
La Unidad y Unicidad de la esencia divina, sin embargo, ha querido manifestarse por un acto radicalmente libre — ya que no existía ninguna necesidad que le forzase a ello, ni siquiera de simple excelencia — para que de Tesoro oculto pasase a ser peculio de lo por El mismo graciosamente creado. La creación, por tanto, es un acto voluntario, libre, temporal y unitario, por el que Dios crea algo así como un eco borroso de su propio Ser. De este modo, Ibn Arabi quiere evitar el peligroso escollo del racionalismo extremo de las teologías neoplatónicas, donde el triple sentido de la Excelsitud, Infinitud y Omnipotencia divinas, acaban por borrar el amor y el sentido paternal de Dios. El neoplatonismo sufi de Ibn Arabi no se manifiesta mediante una teología racionalista, al uso peripatético, ni por medio de una cosmogonía emanentista, sino a través de una auténtica teofania, donde Dios aparece con amorosa ansia de automanifestación, de conocimiento y de amor. Por esto, a la hora de designar el atributo por el que Dios crea, Ibn Arabi recurre a uno de los más bellos nombres que el Alcorán da a Dios y que los musulmanes repiten en todas sus oraciones y aun en las fórmulas sociales: el Clemente (al-Rahman). La creación, por tanto, es fruto, ante todo, de la Clemencia y Misericordia divinas, o sea: de su amor. Precisamente esta concepción teofánica de la creación explica satisfactoriamente la doctrina de Ibn Arabi acerca de la renovación de la creación. Dios crea y lo hace a través de sus principios o arquetipos; pero no de una vez para siempre, dejando tras su creación las cosas sin su cuidado; al contrario, su procura sobre las cosas es tan permanente que la proyección respectiva de los arquetipos respecto de las cosas se renueva constantemente. Así, las cosas creadas no tienen jamás una mera existencia reflejada, que tras la creación subsista por sí misma, sino que ser creado quiere decir estar siempre en estado de permanente creación, lo que sucede también respecto a la totalidad del cosmos. Por esto, como antes se indicó, la sucesión indefinida de mundos es congruente con el sistema de Ibn Arabi y no presupone ninguna intención panteísta, tanto en las cosas concretas como respecto a los sucesivos cosmos, pues el acto de aniquilación no es antecedente, sino que coincide con el acto de recreación.
De acuerdo con estos fundamentos, Ibn Arabi distingue cuatro principios cosmológicos de orden universal: el Intelecto Primero, la Materia Prima, el Alma Universal y la Naturaleza Universal. El Intelecto Primero (al- ‘Aql al-Awival) es el modo primario y original de la manifestación ad extra de la Esencia Divina. Ibn Arabi lo identifica con el Espíritu y otras veces le llama la Pluma Suprema, en tanto que por su mediación Dios «escribe» el destino particular de todos los seres concretos. Por su esencia inmutable es eterno e increado; pero como principio del desarrollo de la creación es creado respecto de Dios. La Materia Prima (al-Hayülà) es el principio receptáculo o pasivo de la manifestación del cosmos; es increado, en cuanto contrapunto del Intelecto Primero; y es creado en cuanto se concretiza en la serie de entes que componen el mundo creado. El Alma Universal (al-Nafs al-kulliyya) es el animador del cosmos tal como se produce en la conjunción del Intelecto Primero y la Materia Prima; en ella están inscritos, por el primero como Pluma Suprema, los destinos de los seres concretos. La Naturaleza Universal (al-Jabl ‘at al-kull) no es otra cosa que el ser mismo del cosmos, no mirado en el acto creador libre de Dios, sino tras de ese acto, siendo en este sentido creada. Estos principios crean cuatro categorías entitativas, que no son otra cosa que cuatro niveles distintos — respecto a nosotros, pero no desde Dios — de la única y universal Realidad Divina: 1) El mundo del estricto Ser o Naturaleza Divina, representado por Dios, Creador y Automanifestador, por lo cual Ibn Arabi le llama el Mundo de la Luz. 2) El mundo de la estricta existencia espiritual, o de los arquetipos. 3) El mundo de la existencia formalizada y abstraída de los lazos materiales, o sea, de las formas en nuestra mente. 4) El mundo de las formas corporales, o sea, el de los entes con composición material.