Guénon — Introdução Geral ao Estudo das Doutrinas Hindus — Questões de cronologia
CAPÍTULO V — Cuestiones de cronología
Las cuestiones relativas a la cronología son de las que embarazan más a los orientalistas, y este embarazo está generalmente bastante justificado; pero se equivocan, por una parte, al conceder a estas cuestiones una importancia excesiva, y, por otra, al creer que podrán llegar, con sus métodos ordinarios, a obtener soluciones definitivas, mientras que, de hecho, no llegan más que a hipótesis más o menos fantasiosas, sobre las que, por lo demás, están muy lejos de ponerse de acuerdo entre sí. No obstante, hay algunos casos que no presentan ninguna dificultad real, al menos en tanto que se quiera consentir no complicarnos, como por gusto, con las sutilezas y las argucias de una «crítica» y de una «hipercrítica» absurdas. Tal es concretamente el caso de los documentos que, como los antiguos anales chinos, contienen una descripción precisa del estado del cielo en la época a la que se refieren; el cálculo de su fecha exacta, que se basa sobre datos astronómicos ciertos, no puede admitir ninguna ambigüedad. Desafortunadamente, este caso no es general, es incluso casi excepcional, y los demás documentos, los documentos hindúes en particular, no ofrecen en su mayor parte nada de tal para guiar las investigaciones, lo que, en el fondo, prueba simplemente que sus autores no han tenido la menor preocupación de «registrar la fecha» en vista de reivindicar una prioridad cualquiera. La pretensión a la originalidad intelectual, que contribuye en una buena medida al nacimiento de los sistemas filosóficos, es, incluso entre los occidentales, algo completamente moderno, que la edad media ignoraba también; las ideas puras y las doctrinas tradicionales no han constituido nunca la propiedad de tal o cual individuo, y las particularidades biográficas de aquellos que las han expuesto e interpretado son de mínima importancia. Por lo demás, incluso para la China, la precisión que hacíamos hace un momento no se aplica apenas, a decir verdad, más que a los escritos históricos; pero, después de todo, esos son los únicos para los que la determinación cronológica presenta un verdadero interés, puesto que esta determinación misma no tiene sentido ni alcance más que desde el punto de vista de la historia únicamente. Es menester señalar, por otra parte, que, para aumentar la dificultad, existe en la India, y sin duda también en algunas civilizaciones extinguidas, una cronología, o más exactamente algo que tiene la apariencia de una cronología, basada sobre números simbólicos, que sería menester no tomar en modo alguno literalmente por números de años; y, ¿no se encuentra algo análogo hasta en la cronología bíblica? Únicamente, esta pretendida cronología se aplica exclusivamente, en realidad, a periodos cósmicos, y no a periodos históricos; entre los unos y los otros, no hay ninguna confusión posible, si no es por efecto de una ignorancia bastante grosera, y, no obstante, uno está bien forzado a reconocer que los orientalistas han dado muchos ejemplos de semejantes equivocaciones.
Una tendencia muy general entre estos mismos orientalistas es la que les lleva a reducir lo más posible, e incluso frecuentemente más allá de toda medida razonable, la antigüedad de las civilizaciones que tratan, como si estuvieran molestos por el hecho que estas civilizaciones hayan podido existir y estar ya en pleno desarrollo en épocas tan lejanas, tan anteriores a los orígenes más remotos que se puedan asignar a la civilización occidental actual, o más bien a aquellas de las que procede directamente; su partidismo a este respecto no parece tener otra excusa que esa, que es verdaderamente muy insuficiente. Por lo demás, este mismo partidismo se ha ejercido también sobre cosas mucho más vecinas de Occidente, bajo todos los aspectos, de lo que lo son las civilizaciones de la China y de la India, e incluso de las de Egipto, de Persia y de Caldea; es así como se esfuerzan, por ejemplo, en «rejuvenecer» la Qabbalah hebraica de manera que pueda suponérsele una influencia alejandrina y neoplatónica, mientras que es muy ciertamente la inversa lo que se ha producido en realidad; y eso siempre por la misma razón, es decir, únicamente porque se ha convenido a priori que todo debe venir de los griegos, que éstos han tenido el monopolio de los conocimientos en la antigüedad, como los europeos se imaginan que le tienen ahora, y que han sido, siempre como estos mismos europeos pretenden serlo actualmente, los educadores y los inspiradores del género humano. Y sin embargo Platón, cuyo testimonio no debería ser sospechoso en la circunstancia, no ha temido contar en el Timeo que los egipcios trataban a los griegos de «niños»; los orientales tendrían, también hoy, muchas razones para decir otro tanto de los occidentales, si los escrúpulos de una cortesía quizás excesiva no les impidieran frecuentemente llegar hasta ahí. No obstante, recordamos que esta misma apreciación fue formulada justamente por un hindú que, al oír por primera vez exponer las concepciones de algunos filósofos europeos, estuvo tan lejos de mostrarse maravillado por ellas que declaró que eran ideas buenas todo lo más para un niño de ocho años.
Aquellos que encuentren que reducimos demasiado el papel desempeñado por los griegos, al hacer de él casi exclusivamente un papel de «adaptadores», podrían objetarnos que no conocemos todas sus ideas, y que hay muchas cosas que no han llegado hasta nosotros. Eso es cierto, sin duda en algunos casos, y concretamente para la enseñanza oral de los filósofos; pero, lo que conocemos de sus ideas, ¿no es ampliamente suficiente para permitirnos juzgar el resto? La analogía, que es lo único que nos proporciona el medio de ir, en una cierta medida, de lo conocido a lo desconocido, puede darnos la razón aquí; y, por lo demás, según la enseñanza escrita que poseemos, hay al menos fuertes presunciones para que la enseñanza oral correspondiente, en lo que tenía precisamente de especial y de «esotérico», es decir, de «más interior», estuviera, como la de los «misterios» con la que debía tener muchas relaciones, más fuertemente teñida aún de inspiración oriental. Por lo demás, la «interioridad» misma de esta enseñanza sólo puede garantizarnos que estaba menos alejada de su fuente y menos deformada que toda otra, porque estaba menos adaptada a la mentalidad general del pueblo griego, sin lo cual su comprehensión no hubiera requerido evidentemente una preparación especial, sobre todo una preparación tan larga y tan difícil como lo era, por ejemplo, la que estaba en uso en las escuelas pitagóricas.
Por lo demás, los arqueólogos y los orientalistas estarían muy desacertados al invocar contra nosotros una enseñanza oral, o incluso obras perdidas, puesto que el «método histórico», que estiman tanto, tiene como carácter esencial no tomar en consideración más que los monumentos que tienen bajo los ojos y los documentos escritos que tienen entre las manos; y es ahí, precisamente, donde se muestra toda la insuficiencia de ese método. En efecto, hay una precisión que se impone, pero que se pierde de vista muy frecuentemente, y que es la siguiente: si se encuentra, para una cierta obra, un manuscrito cuya fecha se puede determinar por un medio cualquiera, eso prueba que la obra de que se trata no es ciertamente posterior a esa fecha, pero eso es todo, y no prueba en modo alguno que no pueda ser muy anterior. Puede ocurrir muy bien que se descubran después otros manuscritos más antiguos de la misma obra, y, por lo demás, incluso si no se descubren, por eso no se tiene el derecho de concluir que no existen, ni con mayor razón que jamás hayan existido. Si, en el caso de una civilización que ha durado hasta nosotros, existen todavía, es al menos verosímil que, lo más frecuentemente, no se dejen al azar de un descubrimiento arqueológico como los que se pueden hacer cuando se trata de una civilización desaparecida, y no hay, por otra parte, ninguna razón para admitir que aquellos que los conservan se crean obligados un día u otro a desprenderse de ellos en beneficio de los eruditos occidentales, tanto más cuando puede darse a su conservación un interés sobre el que no insistiremos, pero, acerca del cual la curiosidad, incluso decorada con el epíteto de «científica», es de muy poco valor. Por otra parte, en lo que concierne a las civilizaciones desaparecidas, estamos obligados a darnos cuenta de que, a pesar de todas las investigaciones y todos los descubrimientos, hay una multitud de documentos que no se encontrarán nunca, por la simple razón de que han sido destruidos accidentalmente; como los accidentes de este género han sido, en muchos de los casos, contemporáneos de las civilizaciones mismas de que se trata, y no forzosamente posteriores a su extinción, y como podemos constatar aún muy frecuentemente tales accidentes alrededor de nosotros, es extremadamente probable que el mismo hecho haya debido producirse también, más o menos, en las demás civilizaciones que se han prolongado hasta nuestra época; hay incluso tantas más posibilidades para que haya sido así cuanto que, desde el origen de esas civilizaciones, ha transcurrido una sucesión de siglos más larga. Pero hay todavía algo más: incluso sin accidente, los manuscritos antiguos pueden desaparecer de una manera completamente natural, normal en cierto modo, por desgaste puro y simple; en este caso, son reemplazados por otros que, necesariamente, son de una fecha más reciente, y los únicos cuya existencia se podrá constatar en adelante. Podemos hacernos una idea de ello, en particular, por lo que pasa de una manera constante en el mundo musulmán: un manuscrito circula y es transportado, según las necesidades, de un centro de enseñanza a otro, y a veces a regiones muy alejadas, hasta que está bastante gravemente dañado por el uso como para estar casi fuera de servicio; se hace entonces una copia suya tan exacta como es posible, copia que tendrá en adelante el lugar del antiguo manuscrito, que se utilizará de la misma manera, y que será ella misma reemplazada por otra cuando esté deteriorada a su vez, y así sucesivamente. Estos reemplazos sucesivos pueden ser ciertamente muy molestos para las investigaciones especiales de los orientalistas; pero aquellos que proceden a ello no se preocupan apenas de este inconveniente, e, incluso si tuvieran conocimiento de él, no consentirían cambiar sus hábitos por tan poco. Todas estas precisiones son tan evidentes en sí mismas que quizás no valdría la pena formularlas siquiera, si el partidismo que hemos señalado en los orientalistas no les cegara hasta el punto de ocultarles enteramente esta evidencia.
Ahora bien, hay otro hecho que apenas pueden tener en cuenta, sin estar en desacuerdo consigo mismos, los partidarios del «método histórico»: es que la enseñanza oral ha precedido casi en todas partes a la enseñanza escrita, y que ha sido la única en uso durante periodos que han podido ser muy largos, aunque su duración exacta sea difícilmente determinable. De una manera general, en la mayoría de los casos, un escrito tradicional no es más que la fijación relativamente reciente de una enseñanza que se había transmitido primero oralmente, y a la que es muy raro que se pueda asignar un autor; así, aún cuando se esté seguro de estar en posesión del manuscrito primitivo, de lo que quizás no hay ningún ejemplo, todavía sería menester saber cuánto tiempo había durado la transmisión oral anterior, y esa es una cuestión que, muy frecuentemente, corre el riesgo de quedar sin respuesta. Esta exclusividad de la enseñanza oral ha podido tener razones múltiples, y no supone necesariamente la ausencia de la escritura, cuyo origen es ciertamente muy remoto, al menos bajo la forma ideográfica, de la que la forma fonética no es más que una degeneración causada por una necesidad de simplificación. Se sabe, por ejemplo, que la enseñanza de los druidas permaneció siempre exclusivamente oral, incluso en una época en la que los celtas conocían ciertamente la escritura, puesto que se servían corrientemente de un alfabeto griego en sus relaciones comerciales; así la enseñanza druídica no ha dejado ningún rastro auténtico, y todo lo más, se puede reconstruir a su respecto, más o menos exactamente, algunos fragmentos muy restringidos. Por lo demás, sería un error creer que la transmisión oral debió alterar la enseñanza a la larga; al contrario, dado el interés que presentaba su conservación integral, hay razones para pensar que se tomaban las precauciones necesarias para que se mantuviera siempre idéntica, no sólo en el fondo, sino incluso en la forma; y se puede constatar que este mantenimiento es perfectamente realizable por lo que tiene lugar hoy en día todavía en todos los pueblos orientales, para los que la fijación por la escritura no ha entrañado nunca la supresión de la tradición oral ni ha sido considerada como capaz de suplirla enteramente. Cosa curiosa, se admite comúnmente que algunas obras no han sido escritas desde su origen; se admite concretamente para los poemas homéricos en la antigüedad clásica, y para las canciones de gesta de la edad media; ¿por qué, pues, no se iba a querer admitir ya la misma cosa cuando se trata de obras que se refieren, no ya al orden simplemente literario, sino al orden de la intelectualidad pura, donde la transmisión oral tiene razones mucho más profundas? Es verdaderamente inútil insistir más sobre esto, y, en cuanto a esas razones profundas a las que acabamos de hacer alusión, éste no es el lugar para desarrollarlas; por lo demás, tendremos la ocasión de decir al respecto algunas palabras después.
Queda un último punto que querríamos indicar en este capítulo: es que, si frecuentemente es muy difícil situar exactamente en el tiempo un cierto periodo de la existencia de un pueblo antiguo, lo es a veces casi otro tanto, por extraño que eso pueda parecer, situarle en el espacio. Queremos decir con eso que algunos pueblos han podido, en diversas épocas, emigrar de una región a otra, y que nada nos prueba que las obras que han dejado los antiguos hindúes o los antiguos persas, por ejemplo, hayan sido compuestas todas en los países donde viven actualmente sus descendientes. Es más, nada nos lo prueba incluso en el caso donde estas obras contienen la designación de algunos lugares, los nombres de ríos o de montañas que conocemos todavía, ya que estos mismos nombres han podido ser aplicados sucesivamente en las diversas regiones donde el pueblo considerado se ha detenido en el curso de sus migraciones. En eso hay algo bastante natural: ¿no tienen los europeos actuales frecuentemente el hábito de dar, a las ciudades que fundan en sus colonias y a los accidentes geográficos que encuentran en ellas, denominaciones tomadas de su país de origen? Se ha discutido a veces la cuestión de saber si la Hélade de los tiempos homéricos era en efecto la Grecia de las épocas más recientes, o si la Palestina bíblica era verdaderamente la región que nosotros designamos todavía por este nombre: las discusiones de este género no son quizás tan vanas como se piensa ordinariamente, y la cuestión da lugar al menos a plantearse, incluso si, en los casos que acabamos de citar, es bastante probable que deba ser resuelta por la afirmativa. Por el contrario, en lo que concierne a la India védica, hay muchas razones para responder negativamente a una cuestión de este género; los antepasados de los hindúes han debido, en una época por lo demás indeterminada, habitar una región muy septentrional, puesto que, según algunos textos, ocurría que el sol hacía allí el curso del horizonte sin ponerse; ¿pero cuando han abandonado está morada primitiva, y al cabo de cuantas etapas han llegado desde allí a la India actual? Son cuestiones interesantes bajo un cierto punto de vista, pero que nos contentamos con señalar sin pretender examinarlas aquí, ya que no entran en nuestro tema. Las consideraciones que hemos tratado hasta aquí no constituyen más que simples preliminares, que nos han parecido necesarios antes de abordar las cuestiones propiamente relativas a la interpretación de las doctrinas orientales; y, para estas últimas cuestiones, que constituyen nuestro objeto principal, nos es menester señalar todavía otro género de dificultades.