Guénon Ideias Eternas

René Guénon — MISCELÂNEA
AS IDEIAS ETERNAS
En el capítulo anterior hemos hecho notar, a propósito de la asimilación entre espíritu e intelecto, que no hay ninguna dificultad en hablar del “Intelecto divino”, lo que evidentemente implica una transposición de este término más allá del dominio de la manifestación; pero este punto merece que nos detengamos en él, pues es aquí donde en definitiva se encuentra el fundamento mismo de la asimilación de que se trata. Observaremos entonces que, incluso a este respecto, uno puede situarse en niveles diferentes, según se detenga en la consideración del Ser o de lo que está más allá del Ser; pero, por otra parte, es evidente que, cuando los teólogos consideran al Intelecto divino o al Verbo como el “lugar de los posibles”, no tienen in mente sino únicamente a las posibilidades de manifestación, que, como tales, están comprendidas en el Ser; la transposición que permite pasar de éste al Principio supremo, ya no depende del dominio de la teología, sino sólo del de la metafísica pura.

Se podría cuestionar si hay identidad entre esta concepción del Intelecto divino y la del “mundo inteligible” de Platón, o, con otras palabras, si las “ideas” entendidas en sentido platónico son lo mismo que aquellas que están eternamente contenidas en el Verbo. En ambos casos, se trata de los “arquetipos” de los seres manifestados; sin embargo, puede parecer que, de manera inmediata al menos, el “mundo inteligible” corresponda al orden de la manifestación informal antes que al del Ser puro, es decir, que, según la terminología hindú, sería Buddhi, considerado en lo Universal, más bien que Atmâ, incluso con la restricción que implica para éste el hecho de sólo atenerse a la consideración del Ser. Está claro que ambos puntos de vista son perfectamente legítimos1; pero si es así, las “ideas” platónicas no pueden ser propiamente llamadas “eternas”, pues este término no podría aplicarse a nada que perteneciera a la manifestación, aunque fuera en su grado más elevado y más próximo al Principio, mientras que las “ideas” contenidas en el Verbo son necesariamente eternas como él, siendo todo lo que es de orden principial absolutamente permanente e inmutable y no admitiendo ninguna clase de sucesión2. A pesar de ello, nos parece muy probable que el paso de uno a otro de estos puntos de vista debía de ser siempre posible para el propio Platón, como lo es en realidad; ya no insistiremos más en ello, prefiriendo dejar a otros el trabajo de examinar más atentamente esta última cuestión, cuyo interés en suma es más histórico que doctrinal.

Lo que es bastante extraño es que algunos parecen considerar a las ideas eternas como simples “virtualidades” con respecto a los seres manifestados de los que son los “arquetipos” principiales; hay aquí una ilusión que sin duda se debe ante todo a la vulgar distinción entre lo “posible” y lo “real”, distinción que, como ya hemos explicado en otro lugar3, no podría poseer el menor valor desde el punto de vista metafísico. Esta ilusión es tanto más grave cuanto que entraña una verdadera contradicción, y es difícil comprender que no se haga evidente; en efecto, no puede haber nada virtual en el Principio, sino, muy al contrario, la permanente actualidad de todo en un “eterno presente”, y es esta misma actualidad lo que constituye el único fundamento real de toda existencia. Sin embargo, hay quienes llevan tan lejos el error que parecen no considerar a las ideas eternas sino como una especie de imágenes (lo que, notémoslo de pasada, implica todavía otra contradicción al pretender introducir algo formal hasta en el Principio), que no tienen ya con los propios seres una relación más efectiva que la que puede tener su imagen reflejada en un espejo; ésa es, propiamente hablando, una completa inversión de las relaciones entre el Principio y la manifestación, y la cosa es demasiado evidente como para tener necesidad de más amplias explicaciones. La verdad está con seguridad muy alejada de todas estas concepciones erróneas: la idea de que se trata es el principio mismo del ser, es decir, lo que conforma toda su realidad, y sin el cual no sería más que una pura nada; sostener lo contrario significa cortar toda unión entre el ser manifestado y el Principio, y, si al mismo tiempo se atribuye a este ser una existencia real, esta existencia, se quiera o no, no podrá sino ser independiente del Principio, de manera que, como ya hemos dicho en otra ocasión4, se desemboca así inevitablemente en el error de la “asociación”. Desde el momento en que se reconoce que la existencia de los seres manifestados, con todo lo que tiene de realidad positiva, no puede ser más que una “participación” del ser principial, no podría subsistir la menor duda acerca de esto; si se admitiera a la vez esta “participación” y la pretendida “virtualidad” de las ideas eternas, aún habría otra contradicción más. De hecho, lo que es virtual no es nuestra realidad en el Principio, sino solamente la conciencia que podemos tener de ella en tanto que seres manifestados, lo que evidentemente es muy distinto; y no es sino por la realización metafísica como puede hacerse efectiva esta conciencia de lo que es nuestro verdadero ser, fuera y más allá de todo “devenir”, es decir, no la conciencia de algo que en cierto modo pasaría por ello de la “potencia” al “acto”, sino más bien de lo que, en el sentido más absolutamente real que pueda haber, somos principial y eternamente.

Ahora, para relacionar lo que acabamos de decir de las ideas eternas con lo que se refiere al intelecto manifestado, es preciso naturalmente volver a la doctrina del sûtrâtmâ, sea cual sea, por otra parte, la forma en la cual se exprese, pues los diferentes simbolismos empleados tradicionalmente a este respecto son en el fondo perfectamente equivalentes. Así, retomando la representación a la cual ya hemos recurrido anteriormente, se podrá decir que el Intelecto divino es el Sol espiritual, mientras que el intelecto manifestado es un rayo del mismo5; no puede haber más discontinuidad entre el Principio y la manifestación que la que hay entre el Sol y sus rayos6. Es entonces por el intelecto como todo ser, en todos sus estados de manifestación, está directamente vinculado con el Principio, y ello porque el Principio, en tanto que contiene eternamente la “verdad” de todos los seres, no es él mismo sino el Intelecto divino7.




  1. Quizá no deje de tener interés observar que la “idea” o el “arquetipo” considerado en el orden de la manifestación informal y en relación con cada ser, se corresponde en el fondo, aunque bajo una forma de expresión diferente, con la concepción católica del “ángel guardián”. 

  2. No establecemos aquí ninguna distinción entre el dominio del Ser y lo que está más allá de éste, pues es evidente que las posibilidades de manifestación consideradas más especialmente en tanto que están comprendidas en el Ser no difieren realmente en nada de estas mismas posibilidades en tanto que están contenidas, con todas las demás, en la Posibilidad total; toda la diferencia está solamente en el punto de vista o en el “nivel” en el cual nos situemos, según se considere o no la relación entre estas posibilidades y la propia manifestación

  3. Ver Les Etats multiples de l’être, cap. II. 

  4. Ver “Las raíces de las plantas”, en Symboles de la Science Sacrée, cap. LXII. 

  5. Este rayo será además, en realidad, único en tanto que Buddhi sea considerado en lo Universal (y entonces es el “pie único del Sol”, del que también se habla en la tradición hindú), pero se multiplicará indefinidamente en apariencia con respecto a los seres particulares (el rayo sushumna por el cual cada ser, en cualquier estado en que esté situado, está unido de manera permanente con el Sol espiritual). 

  6. Son estos rayos los que, según el simbolismo que en otro lugar hemos expuesto, realizan la manifestación al “medirla” con su extensión efectiva a partir del Sol (ver Le Régne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. III). 

  7. En términos de la tradición islámica, el-haqiqah o la “verdad” de cada ser, sea cual sea, reside en el Principio divino en tanto que él mismo es El-Haqq o la “Verdad” en sentido absoluto. 

René Guénon