René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
Mecanicismo y materialismo
El primer producto del racionalismo, en el orden llamado «científico», fue el mecanicismo cartesiano; el materialismo no debía venir sino más tarde, puesto que, como lo hemos explicado en otra parte, la palabra y la cosa no datan propiamente más que del siglo XVIII; por lo demás, cualesquiera que hayan podido ser las intenciones de Descartes mismo (y, de hecho, se han podido sacar de las ideas de éste, llevando hasta el extremo sus consecuencias lógicas, teorías muy contradictorias entre sí), por ello no hay menos, entre el uno y el otro, una filiación directa. A este propósito, no es inútil recordar que, si se pueden calificar de mecanicistas las antiguas concepciones atomistas tales como las de Demócrito y sobre todo de Epicuro, que son sin duda en eso, en la antigüedad, los únicos «precursores» en los que los modernos puedan avalarse con alguna razón, es erróneo que se quiera considerarlos frecuentemente como una primera forma del materialismo, ya que éste implica ante todo la noción de la «materia» de los físicos modernos, noción que, en aquella época, estaba todavía muy lejos de haber tomado nacimiento. La verdad es que el materialismo representa simplemente una de las dos mitades del dualismo cartesiano, precisamente esa a la que su autor había aplicado la concepción mecanicista; bastaba desde entonces desdeñar o negar la otra mitad, o, lo que equivale a lo mismo, pretender reducir a esa mitad la realidad toda entera, para llegar naturalmente al materialismo.
Leibniz ha mostrado muy bien, contra Descartes y sus discípulos, la insuficiencia de una física mecanicista, que, por su naturaleza misma, no puede dar cuenta más que de la apariencia exterior de las cosas y es incapaz de explicar nada de su verdadera esencia; así pues, se podría decir que el mecanicismo no tiene más que un valor únicamente «representativo» y de ningún modo explicativo; y, en el fondo, ¿no es ese exactamente el caso de toda la ciencia moderna? Ello es así incluso en un ejemplo tan simple como el del movimiento, que, no obstante, es lo que se considera como siendo por excelencia susceptible de ser explicado mecánicamente; una tal explicación no vale, dice Leibniz, sino en tanto que no se considere en el movimiento nada más que un cambio de situación, y, a este respecto, cuando la situación respectiva de dos cuerpos cambia, es indiferente decir que el primero se mueve en relación al segundo o el segundo en relación al primero, ya que hay en eso una perfecta reciprocidad; pero ello es muy diferente desde que se toma en consideración la razón del movimiento, y, puesto que esta razón se encuentra en uno de los dos cuerpos, es solo de ése del que se dirá que se mueve, mientras que el otro no desempeña en el cambio intervenido más que un papel puramente pasivo; pero eso es algo que escapa enteramente a las consideraciones de orden mecánico y cuantitativo. Así pues, el mecanicismo se limita en suma a dar una simple descripción del movimiento, tal cual es en sus apariencias exteriores, y es impotente para aprehender su razón, y por consiguiente para expresar ese aspecto esencial o cualitativo del movimiento que es el único que puede dar su explicación real; y con mayor razón será lo mismo para toda otra cosa de un carácter más complejo y en la que la cualidad predomine más sobre la cantidad; así pues, una ciencia constituida así no podrá tener verdaderamente ningún valor de conocimiento efectivo, ni siquiera en lo que concierne al dominio relativo y limitado en el que está encerrada.
No obstante, una concepción tan notoriamente insuficiente es la que Descartes ha querido aplicar a todos los fenómenos del mundo corporal, por eso mismo de que reducía la naturaleza toda entera de los cuerpos a la extensión, y porque, por otra parte, no consideraba a ésta más que bajo un punto de vista puramente cuantitativo; y, lo mismo que los mecanicistas más recientes y los materialistas, ya no hacía a este respecto ninguna diferencia entre los cuerpos dichos «inorgánicos» y los seres vivos. Decimos los seres vivos, y no solo los cuerpos organizados, porque el ser mismo se encuentra aquí efectivamente reducido al cuerpo, en razón de la famosísima teoría cartesiana de los «animales máquinas», que es una de las más sorprendentes absurdidades que el espíritu de sistema haya engendrado nunca; es solo cuando llega a considerar el ser humano cuando Descartes, en su física, se cree obligado a especificar que aquello de lo que está hablando no es más que el «cuerpo del hombre»; ¿y qué vale justamente esta restricción, desde que, por hipótesis, todo lo que ocurre en este cuerpo sería exactamente lo mismo si el «espíritu» estuviera ausente? En efecto, el ser humano, debido al dualismo, se encuentra como cortado en dos partes que ya no llegan a unirse y que no pueden formar un compuesto real, puesto que, al suponérselas absolutamente heterogéneas, no pueden entrar en comunicación por ningún medio, de suerte que toda acción efectiva de la una sobre la otra se hace por eso mismo imposible. Además, se ha pretendido por otra parte explicar mecánicamente todos los fenómenos que se producen en los animales, comprendidas las manifestaciones cuyo carácter es más evidentemente psíquico; así pues, uno puede preguntarse por qué no sería lo mismo en el hombre, y si no es permisible desdeñar el otro lado del dualismo como no concurriendo en nada a la explicación de las cosas; de eso a considerarle como una complicación inútil y a tratarle de hecho como inexistente, y seguidamente a negarle pura y simplemente, no hay mucho trecho, sobre todo para hombres cuya atención está toda vuelta constantemente hacia el dominio sensible, como es el caso de los occidentales modernos; y es así como la física mecanicista de Descartes debía preparar inevitablemente la vía al materialismo.
La reducción a lo cuantitativo estaba ya operada teóricamente para todo lo que pertenece propiamente al orden corporal, en el sentido de que la constitución misma de la física cartesiana implicaba la posibilidad de esta reducción; ya no quedaba más que extender esta concepción al conjunto de la realidad tal como se la comprendía, realidad que, en virtud de los postulados del racionalismo, se encontraba por otra parte restringida únicamente al dominio de la existencia individual. Partiendo del dualismo, esta reducción debía presentarse necesariamente como una reducción del «espíritu» a la «materia», reducción consistente en poner en ésta exclusivamente todo lo que Descartes había puesto en uno y otro de los dos términos, a fin de poder reducirlo todo igualmente a la cantidad; y, después de haber relegado en cierto modo «más allá de las nubes» el aspecto esencial de las cosas, con eso se le suprimía completamente para ya no querer considerar y admitir más que su aspecto substancial, puesto que es a estos dos aspectos a los que corresponden respectivamente el «espíritu» y la «materia», aunque no ofrezcan de ellos a decir verdad más que una imagen muy disminuida y deformada. Descartes había hecho entrar en el dominio cuantitativo la mitad del mundo tal como él le concebía, e incluso sin duda la mitad más importante a sus ojos, ya que, en el fondo de su pensamiento y cualesquiera que fueran las apariencias, él quería ser ante todo un físico; el materialismo, a su vez, pretendió hacer entrar en ese dominio el mundo entero; ya no quedaba entonces más que esforzarse en elaborar efectivamente esta reducción por medio de teorías cada vez más apropiadas a este fin, y es a esta tarea a la que debía aplicarse toda la ciencia moderna, incluso cuando no se declaraba abiertamente materialista.
Además del materialismo explícito y formal, hay en efecto también lo que se puede llamar un materialismo de hecho, cuya influencia se extiende mucho más lejos, ya que muchas gentes que no se creen en modo alguno materialistas se comportan no obstante prácticamente como tales en todas las circunstancias; hay en suma, entre estos dos materialismos, una relación bastante semejante a la que existe, como lo decíamos más atrás, entre el racionalismo filosófico y el racionalismo vulgar, salvo que el simple materialista de hecho no reivindica generalmente esta calidad, y frecuentemente protestaría incluso si se le aplicara, mientras que el racionalista vulgar, aunque sea el hombre más ignorante de toda filosofía, es al contrario el más empeñado en proclamarse tal, al mismo tiempo que se adorna orgullosamente del título más bien irónico de «librepensador», mientras que, en realidad, no es más que el esclavo de todos los prejuicios corrientes de su época. Sea como sea, del mismo modo que el racionalismo vulgar es el producto de la difusión del racionalismo filosófico entre el «gran público», con todo lo que conlleva forzosamente su «puesta al alcance de todo el mundo», así también es el materialismo propiamente dicho el que está en el punto de partida del materialismo de hecho, en el sentido de que ha hecho posible este estado de espíritu general y de que ha contribuido efectivamente a su formación; pero, bien entendido, su totalidad se explica siempre en definitiva por el desarrollo de las mismas tendencias, que constituyen el fondo mismo del espíritu moderno. No hay que decir que un sabio, en el sentido actual de esta palabra, incluso si no hace profesión de materialismo, estará tanto más fuertemente influenciado por él cuanto que toda su educación especial está dirigida en ese sentido; e, incluso si, como sucede a veces, ese sabio cree no estar desprovisto de «espíritu religioso», encontrará el medio de separar tan completamente su religión de su actividad científica que su obra no se distinguirá en nada de la del más aseverado materialista, y es así como desempeñará su papel, tan bien como éste, en la construcción «progresiva» de la ciencia más exclusivamente cuantitativa y más groseramente material que sea posible concebir; y es así como la acción antitradicional logra utilizar en su provecho hasta aquellos que, al contrario, deberían ser lógicamente sus adversarios, si la desviación de la mentalidad moderna no hubiera formado unos seres llenos de contradicciones e incapaces siquiera de apercibirse de ello. En eso también, la tendencia a la uniformidad encuentra su realización, puesto que todos los hombres llegan así prácticamente a pensar y a actuar de la misma manera, y aquello en lo que todavía son diferentes a pesar de todo ya no tiene más que un mínimo de influencia efectiva que no se traduce exteriormente en nada real; es así como, en un tal mundo, y salvo muy raras excepciones, un hombre que se declara cristiano, por ello no deja de comportarse de hecho como si no hubiera ninguna realidad fuera de la única existencia corporal, y un sacerdote que hace «ciencia» no difiere sensiblemente de un universitario materialista; cuando se ha llegado a eso, ¿pueden llegar las cosas aún mucho más lejos antes de que el punto más bajo del «descenso» sea finalmente alcanzado?