René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
Mitología científica y vulgarización
Puesto que hemos sido conducidos a hacer alusión a las «supervivencias» que dejan en la mentalidad común, teorías en las que los sabios mismos ya no creen, y que aún así no continúan ejerciendo menos su influencia sobre la actitud de la generalidad de los hombres, será bueno insistir un poco más en ello, ya que en eso hay algo que puede contribuir también a explicar algunos aspectos de la época actual. A este respecto, conviene recordar primero que uno de los principales caracteres de la ciencia profana, cuando deja el dominio de la simple observación de los hechos y quiere intentar sacar alguna cosa de la acumulación indefinida de detalles particulares que es su único resultado inmediato, es la edificación más o menos laboriosa de teorías puramente hipotéticas, y que necesariamente no pueden ser nada más, dado su punto de partida completamente empírico, ya que los hechos, que en sí mismos son siempre susceptibles de explicaciones diversas, no han podido y no podrán garantizar nunca la verdad de ninguna teoría, y, como lo hemos dicho más atrás, su mayor o menor multiplicidad no supone nada a este respecto; así tales hipótesis, en el fondo, están mucho menos inspiradas por las constataciones de la experiencia que por algunas ideas preconcebidas y por algunas de las tendencias predominantes de la mentalidad moderna. Por lo demás, se sabe con qué rapidez siempre creciente esas hipótesis, en nuestra época, son abandonadas y reemplazadas por otras, y estos cambios continuos bastan muy evidentemente para mostrar su poca solidez y la imposibilidad de reconocerles un valor en tanto que conocimiento real; es así como toman cada vez más, en el pensamiento de los sabios mismos, un carácter convencional, y por consiguiente irreal, y en eso también podemos observar un síntoma del encaminamiento hacia la disolución final. En efecto, esos sabios, y concretamente los físicos, no pueden apenas estar enteramente engañados con semejantes construcciones, cuya fragilidad, hoy día más que nunca, conocen demasiado bien; no solo se «usan» rápidamente, sino que, desde su comienzo, aquellos mismos que las edifican no creen en ellas más que en una cierta medida, sin duda bastante limitada, y a título en cierto modo «provisorio»; y, muy frecuentemente, parecen considerarlas incluso menos como verdaderas tentativas de explicación que como simples «representaciones» y como «maneras de hablar»; es todo lo que son en efecto, y hemos visto que Leibniz había mostrado ya que el mecanicismo cartesiano no podía ser otra cosa que una «representación» de las apariencias exteriores, desprovisto de todo valor propiamente explicativo. En esas condiciones, lo menos que se puede decir de ello es que hay en eso algo bastante vano, y que, seguramente, es una extraña concepción de la ciencia aquella de la que procede semejante trabajo; pero el peligro de esas teorías ilusorias reside sobre todo en la influencia que, solo por eso de que se titulan «científicas», son susceptibles de ejercer sobre el «gran público», que las toma completamente en serio y que las acepta ciegamente como «dogmas», y eso no solo mientras duran (y frecuentemente apenas han tenido el tiempo de llegar a su conocimiento), sino incluso y sobre todo cuando los sabios las han abandonado ya y mucho tiempo después, debido al hecho de su persistencia, de la que hablábamos más atrás, en la enseñanza elemental y en las obras de «vulgarización», donde, por otra parte, son presentadas siempre de una manera «simplista» y resueltamente afirmativa, y no como las simples hipótesis que eran en realidad para aquellos mismos que las elaboraron. No es sin razón como acabamos de hablar de «dogmas», ya que, para el espíritu antitradicional moderno, se trata en efecto de algo que debe oponerse y substituir a los dogmas religiosos; un ejemplo como el de las teorías «evolucionistas», entre otras, no puede dejar ninguna duda a este respecto; y lo que es también muy significativo, es el hábito que tienen la mayoría de los «vulgarizadores» de salpicar sus escritos de declamaciones más o menos violentas contra toda idea tradicional, lo que muestra muy claramente el papel que están encargados de jugar, aunque sea inconscientemente en muchos casos, en la subversión intelectual de nuestra época.
Ha llegado a constituirse así, en la mentalidad «cientificista» que, por las razones de orden en gran parte utilitario que hemos indicado, es, a un grado o a otro, la de la gran mayoría de nuestros contemporáneos, una verdadera «mitología», no ciertamente en el sentido original y transcendente de los verdaderos «mitos» tradicionales, sino simplemente en la acepción «peyorativa» que esta palabra ha tomado en el lenguaje corriente. Se podrían citar innumerables ejemplos de ello; uno de los más llamativos y de los más «actuales», si se puede decir, es el de la «imaginería» de los átomos y de los múltiples elementos de especies variadas en los que han acabado por disociarse éstos en las teorías físicas recientes (lo que hace que ya no sean átomos, es decir, literalmente «indivisibles», aunque se persiste en darles este nombre a pesar de toda lógica); «imaginería» decimos, ya que sin duda no es más que eso en el pensamiento de los físicos; pero el «gran público» cree firmemente que se trata de «entidades» reales, que podrían ser vistas y tocadas por cualquiera cuyos sentidos estuvieran suficientemente desarrollados o que dispusiera de instrumentos de observación bastante poderosos; ¿no es eso «mitología» del tipo más ingenuo? Eso no impide que ese mismo público se mofe a todo propósito de las concepciones de los antiguos, de las que, bien entendido, no comprenden la menor palabra; ¡admitiendo incluso que haya podido haber en todos los tiempos deformaciones «populares» (todavía una expresión que hoy día se ama mucho emplear a diestro y siniestro, sin duda a causa de la importancia creciente acordada a la «masa»), es permisible dudar que hayan sido nunca tan groseramente materiales y al mismo tiempo tan generalizadas como lo son ahora, gracias a la vez a las tendencias inherentes a la mentalidad actual y a la difusión tan elogiada de la «enseñanza obligatoria» profana y rudimentaria!
No queremos extendernos demasiado sobre un tema que se prestaría a unos desarrollos casi indefinidos, pero que se aleja mucho de lo que tenemos principalmente en vista; sería fácil mostrar, por ejemplo, que, en razón de la «supervivencia» de las hipótesis, elementos que pertenecen en realidad a teorías diferentes se superponen y se entremezclan de tal manera en las representaciones vulgares que forman a veces las combinaciones más heteróclitas; por lo demás, a consecuencia del desorden inextricable que reina por todas partes, a la mentalidad contemporánea se le hace que acepte así gustosamente las más extrañas contradicciones. Preferimos insistir todavía solo sobre uno de los aspectos de la cuestión, que, a decir verdad, anticipará un poco sobre las consideraciones que habrán de tomar lugar después, ya que se refiere a cosas que pertenecen más propiamente a otra fase diferente de la que hemos considerado hasta aquí; pero todo eso, de hecho, no puede ser separado enteramente, lo que no daría más que una figuración demasiado «esquemática» de nuestra época, y, al mismo tiempo, ya se podrá entrever por eso cómo las tendencias hacia la «solidificación» y hacia la disolución, aunque aparentemente opuestas bajo ciertos aspectos, se asocian no obstante por el hecho mismo de que actúan simultáneamente para desembocar en definitiva en la catástrofe final. De lo que queremos hablar, es del carácter más particularmente extravagante que revisten las representaciones de que se trata cuando son transportadas a un dominio diferente de aquel al cual estaban destinadas a aplicarse primitivamente; es de ahí de donde derivan, en efecto, la mayor parte de las fantasmagorías de lo que hemos llamado el «neoespiritualismo» bajo sus diferentes formas, y son precisamente estas apropiaciones de concepciones que dependen esencialmente del orden sensible las que explican esa suerte de «materialización» de lo suprasensible que constituye uno de sus rasgos más generales (Es sobre todo en el espiritismo donde las representaciones de este género se presentan bajo las formas más groseras, y hemos tenido la ocasión de dar numerosos ejemplos de ello en El Error Espiritista.). Sin buscar por el momento determinar más exactamente la naturaleza y la cualidad de lo suprasensible a lo cual se hace llamada efectivamente aquí, no es inútil destacar hasta qué punto esos mismos que lo admiten todavía y que piensan en constatar su acción están, en el fondo, penetrados de la influencia materialista: si no niegan toda realidad extracorporal como la mayoría de sus contemporáneos, es porque se hacen de ella una idea que les permite reducirla en cierto modo al tipo de las cosas sensibles, lo que seguramente apenas vale más. Por lo demás, uno no podría sorprenderse de ello cuando se ve hasta qué punto todas las escuelas ocultistas, teosofistas y otras de ese género, aman buscar constantemente puntos de aproximación con las teorías científicas modernas, de las cuales se inspiran frecuentemente más directamente de lo que quieren confesar; el resultado no es en suma más que lo que debe ser lógicamente en tales condiciones; e incluso se podría destacar que, debido al hecho de las variaciones sucesivas de esas teorías científicas, la similitud de las concepciones de tal escuela con tal teoría especial permitiría en cierto modo «fechar» a esa escuela en la ausencia de toda reseña más precisa sobre su historia y sobre sus orígenes.
Este estado de cosas ha comenzado desde que el estudio y el manejo de ciertas influencias psíquicas han caído, si uno puede expresarse así, en el dominio profano, lo que marca en cierto modo el comienzo de la fase más propiamente «disolvente» de la desviación moderna; y se le puede en suma hacer remontar hasta el siglo XVIII, de suerte que se encuentra que es exactamente contemporáneo del materialismo mismo, lo que muestra en efecto que estas dos cosas, contrarias solo en apariencia, debían acompañarse de hecho; no parece que hechos similares se hayan producido anteriormente, sin duda porque la desviación todavía no había alcanzado el grado de desarrollo que debía hacerlos posibles. El rasgo principal de la «mitología» científica de aquella época, es la concepción de los «fluidos» diversos bajo la forma de los cuales se representaba entonces todas las fuerzas psíquicas; y es precisamente esta concepción la que fue transportada del orden corporal al orden sutil con la teoría del «magnetismo animal»; si uno se remite a la idea de la «solidificación» del mundo, se dirá quizás que un «fluido» es, por definición, lo opuesto de un «sólido», pero por ello no es menos verdad que, en este caso, juega exactamente el mismo papel, puesto que esta concepción tiene por efecto el de «corporizar» cosas que dependen en realidad de la manifestación sutil. Los magnetizadores fueron en cierto modo los precursores directos del «neoespiritualismo», si no incluso sus primeros representantes; sus teorías y sus prácticas influenciaron en una medida más o menos amplia a todas las escuelas que tomaron nacimiento después, ya sea que fueran abiertamente profanas como el espiritismo, o ya sea que hayan tenido pretensiones «pseudoiniciáticas» como las múltiples variedades del ocultismo. Esta influencia persistente es incluso tanto más extraña cuanto que parece completamente desproporcionada con la importancia de los fenómenos psíquicos, en suma muy elementales, que constituyen el campo de experiencias del magnetismo; pero lo que es quizás todavía más llamativo, es el papel que jugó ese mismo magnetismo, desde su aparición, para desviar de todo trabajo serio a organizaciones iniciáticas que habían conservado todavía hasta entonces, si no un conocimiento efectivo que llegara muy lejos, al menos la consciencia de lo que habían perdido a este respecto y la voluntad de esforzarse en recuperarlo; y es permisible pensar que no es esa la menor de las razones por las cuales el magnetismo fue «lanzado» en el momento requerido, incluso si, como ocurre casi siempre en parecido caso, sus promotores aparentes no fueron en eso más que instrumentos más o menos inconscientes.
La concepción «fluídica» sobrevivió en la mentalidad general, si no en las teorías de los físicos, al menos hasta la mitad del siglo XIX (se continuó incluso mucho más tiempo empleando comúnmente expresiones como la de «fluido eléctrico», pero de una manera más bien maquinal y sin vincularles ya una representación precisa); el espiritismo, que vio la luz en aquella época, la heredó tanto más naturalmente cuanto que estaba predispuesto a ello por su conexión original con el magnetismo, conexión que es incluso mucho más estrecha de lo que se supondría a primera vista, ya que es muy probable que el espiritismo no hubiera podido tomar nunca un desarrollo tan enorme sin las divagaciones de los sonámbulos, y ya que es la existencia de los «sujetos» magnéticos la que preparó e hizo posible la de los «médiums» espiritistas. Hoy día todavía, la mayor parte de los magnetizadores y de los espiritistas continúan hablando de «fluidos» y, lo que es más, creyendo seriamente en ellos; este «anacronismo» es tanto más curioso cuanto que todas esas gentes, en general, son partidarios fanáticos del «progreso», lo que concuerda mal con una concepción que, excluida desde hace tanto tiempo del dominio científico, debería, a sus ojos, aparecer muy «retrograda». En la «mitología» actual, los «fluidos» han sido reemplazados por las «ondas» y las «radiaciones»; éstas, bien entendido, no dejan por ello de jugar a su vez el mismo papel en las teorías inventadas más recientemente para intentar explicar la acción de ciertas influencias sutiles; nos bastará mencionar la «radiestesia», que es tan «representativa» como es posible a este respecto. No hay que decir que, si no se tratara en eso más que de simples imágenes, de comparaciones fundadas sobre una cierta analogía (y no de una identidad) con los fenómenos de orden sensible, la cosa no tendría inconvenientes muy graves, y podría incluso justificarse hasta un cierto punto; pero ello no es así, y es muy literalmente como los «radiestesistas» creen que las influencias psíquicas de las que se ocupan son «ondas» o «radiaciones» que se propagan en el espacio de una manera tan «corporal» como sea posible imaginarla; el «pensamiento» mismo, por lo demás, no escapa a ese modo de representación. Así pues, es siempre la misma «materialización» la que continua afirmándose bajo una forma nueva, quizás más insidiosa que la de los «fluidos» porque puede parecer menos grosera, aunque, en el fondo, todo eso sea exactamente del mismo orden y no haga en suma más que expresar las limitaciones mismas que son inherentes a la mentalidad moderna, es decir, su incapacidad para concebir nada fuera del dominio de la imaginación sensible (Es en virtud de esta misma incapacidad y de la confusión que resulta de ella por lo que, en el orden filosófico, Kant no vacilaba en declarar «inconcebible» todo lo que es simplemente «inimaginable»; y por lo demás, más generalmente, son siempre las mismas limitaciones las que, en el fondo, dan nacimiento a todas las variedades del «agnosticismo».).
Apenas hay necesidad de notar que los «clarividentes», según las escuelas a las que se vinculan, no dejan de ver «fluidos» o «radiaciones», y es lo mismo también así, concretamente entre los teosofistas, que ven átomos o electrones; en eso como en muchas otras cosas, lo que ven de hecho, son sus propias imágenes mentales, que, naturalmente, son siempre conformes a las teorías particulares en las que creen. Es también así como ven la «cuarta dimensión», e incluso todavía otras dimensiones suplementarias del espacio; y esto nos lleva a decir algunas palabras, para terminar, de otro caso que depende igualmente de la «mitología» científica, y que es lo que llamaríamos de buena gana el «delirio de la cuarta dimensión». Es menester convenir que la «hipergeometría» estaba hecha para sorprender la imaginación de gentes que no poseen conocimientos matemáticos suficientes como para darse cuenta del verdadero carácter de una construcción algebraica expresada en términos de geometría, ya que no se trata de otra cosa en realidad; y, destacámoslo de pasada, eso es también un ejemplo de los peligros de la «vulgarización». Así, mucho antes de que los físicos hayan pensado en hacer intervenir la «cuarta dimensión» en sus hipótesis (devenidas por lo demás mucho más matemáticas que verdaderamente físicas, en razón de su carácter cada vez más cuantitativo y «convencional» a la vez), los «psiquistas» (todavía no se decía los «metapsiquistas» en aquel entonces) se servían ya de ella para explicar los fenómenos en los cuales un cuerpo sólido parece pasar a través de otro; y, también ahí, eso no era para ellos más que una simple imagen que «ilustraba» de una cierta manera lo que se puede llamar las «interferencias» entre dominios o estados diferentes, lo que hubiera sido aceptable; pero es muy realmente, pensaban, como el cuerpo en cuestión había pasado por la «cuarta dimensión». Por lo demás, en eso no se trataba más que de un comienzo, y, en estos últimos años se han visto, bajo la influencia de la física nueva, escuelas ocultistas que han llegado hasta edificar la mayor parte de sus teorías sobre esta misma concepción de la «cuarta dimensión»; por lo demás, a este propósito, se puede destacar que el ocultismo y la ciencia moderna tienden cada vez más a unirse a medida que la «desintegración» avanza poco a poco, porque los dos se dirigen ahí por vías diferentes. Más adelante tendremos que volver a hablar de la «cuarta dimensión» bajo otro punto de vista; pero, por el momento, ya hemos dicho bastante sobre todo eso, y es tiempo de pasar a otras consideraciones que se refieren más directamente a la cuestión de la «solidificación» del mundo.