Guénon Uniformidade contra Unidade

O Reino da Quantidade e os Sinais do Tempo
La uniformidad contra la unidad
Si consideramos el conjunto de este dominio de manifestación que es nuestro mundo, podemos decir que, a medida que se alejan de la unidad principial, las existencias devienen en él tanto menos cualitativas y tanto más cuantitativas; en efecto, esta unidad, que contiene sintéticamente en sí misma todas las determinaciones cualitativas de las posibilidades de este dominio, es su polo esencial, mientras que su polo substancial, al cual se acercan evidentemente en la medida en que se alejan del otro, está representado por la cantidad pura, con la indefinida multiplicidad «atómica» que ella implica, a exclusión de toda otra distinción que la numérica entre sus elementos. Por lo demás, este alejamiento gradual de la unidad esencial puede ser considerado desde un doble punto de vista, en simultaneidad y en sucesión; queremos decir que se le puede considerar, por una parte, en la constitución de los seres manifestados, donde estos grados determinan, para los elementos que entran en ella o las modalidades que les corresponden, una suerte de jerarquía, y, por otra, en la marcha misma del conjunto de la manifestación desde el comienzo hasta el fin de un ciclo; no hay que decir que, aquí, es al segundo de estos dos puntos de vista al que debemos referirnos más particularmente. En todos los casos, a este respecto, se podría representar geométricamente el dominio de que se trata por un triángulo cuyo vértice es el polo esencial, que es cualidad pura, mientras que la base es el polo substancial, es decir, para lo que concierne a nuestro mundo la cantidad pura, figurada por la multiplicidad de los puntos de esta base, en oposición con el punto único que es el vértice; si se trazan paralelas a la base para representar los diferentes grados del alejamiento de que acabamos de hablar, es evidente que la multiplicidad que simboliza lo cuantitativo estará en ellas tanto más marcada cuanto más se alejen del vértice para aproximarse a la base. Solamente, para que el símbolo sea tan exacto como es posible, sería menester suponer que la base está indefinidamente alejada del vértice, primero porque este dominio de manifestación es él mismo verdaderamente indefinido, y después para que la multiplicidad de los puntos de la base sea llevada por así decir a su máximo; además, con eso se indicaría que esta base, es decir, la cantidad pura, no puede ser alcanzada nunca en el curso del proceso de manifestación, aunque éste tiende sin cesar cada vez más hacia ello, y aunque, a partir de un cierto nivel, el vértice, es decir, la unidad esencial o la cualidad pura, se pierda en cierto modo de vista, lo que corresponde precisamente al estado actual de nuestro mundo.

Decíamos hace un momento que, en la cantidad pura, las «unidades» no se distinguen entre sí más que numéricamente, y en efecto no hay ahí ninguna otra relación bajo la cual puedan distinguirse; pero esto es efectivamente lo que muestra que esta cantidad pura está verdadera y necesariamente por debajo de toda existencia manifestada. Aquí hay lugar a hacer llamada a lo que Leibniz ha llamado el «principio de los indiscernibles», en virtud del cual no pueden existir en ninguna parte dos seres idénticos, es decir, semejantes entre sí bajo todos los aspectos; como lo hemos mostrado en otra parte, eso es una consecuencia inmediata de la ilimitación de la Posibilidad universal, que entraña la ausencia de toda repetición en las posibilidades particulares; y puede decirse también que dos seres que se suponen idénticos no serían verdaderamente dos, sino que, al coincidir en todo, no serían en realidad más que un solo y mismo ser; pero precisamente, para que los seres no sean idénticos o indiscernibles, es menester que haya siempre entre ellos alguna diferencia cualitativa, y por consiguiente, que sus determinaciones no sean nunca puramente cuantitativas. Es lo que Leibniz expresa diciendo que no es nunca verdad que dos seres, cualesquiera que sean, no difieren más que solo numero, y esto, aplicado a los cuerpos, vale contra las concepciones «mecanicistas» tales como la de Descartes; y dice también que, si los seres no difirieran cualitativamente, «no serían siquiera seres», sino algo comparable a las porciones, todas semejantes entre sí, del espacio y del tiempo homogéneos, que no tienen ninguna existencial real, sino que son solo lo que los escolásticos llamaban entia rationis. Por lo demás, a este propósito, destacamos que Leibniz mismo, no parece tener una idea suficiente de la verdadera naturaleza del espacio y del tiempo, ya que, cuando define simplemente el primero como un «orden de coexistencia» y el segundo como un «orden de sucesión», no los considera más que desde un punto de vista puramente lógico, que los reduce precisamente a continentes homogéneos sin ninguna cualidad, y por consiguiente sin ninguna existencia efectiva, y ya que así no da ninguna explicación de su naturaleza ontológica, queremos decir de la naturaleza real del espacio y del tiempo manifestados en nuestro mundo, y por consiguiente verdaderamente existentes, en tanto que condiciones determinantes de este modo especial de existencia que es propiamente la existencia corporal.

La conclusión que se desprende claramente de todo eso, es que la uniformidad, para ser posible, supondría seres desprovistos de todas las cualidades y reducidos a no ser más que simples «unidades» numéricas; y es así como una tal uniformidad no es nunca realizable de hecho, sino que todos los esfuerzos hechos para realizarla, concretamente en el dominio humano, no pueden tener como resultado más que despojar más o menos completamente a los seres de sus cualidades propias, y hacer así de ellos algo que se parezca tanto como sea posible a simples máquinas, ya que la máquina, producto típico del mundo moderno, es efectivamente lo que representa, al grado más alto que se haya podido alcanzar todavía, el predominio de la cantidad sobre la cualidad. Es a eso a lo que tienden, desde el punto de vista propiamente social, las concepciones «democráticas» e «igualitarias», para las que todos los individuos son equivalentes entre sí, lo que implica la suposición absurda de que todos deben ser igualmente aptos para no importa qué; esa «igualdad» es una cosa de la que la naturaleza no ofrece ningún ejemplo, por las razones mismas que acabamos de indicar, puesto que no sería nada más que una completa similitud entre los individuos; pero es evidente que, en el nombre de esta pretendida «igualdad», que es uno de los «ideales» al revés más queridos por el mundo moderno, se hace efectivamente a los individuos tan semejantes entre sí como la naturaleza lo permite, y eso primeramente al pretender imponer a todos una educación uniforme. No hay que decir que, como a pesar de todo no se puede suprimir enteramente la diferencia de las aptitudes, esta educación no dará para todos exactamente los mismos resultados; pero, no obstante, es muy cierto que, si es incapaz de dar a algunos individuos cualidades que no tienen, es al contrario muy susceptible de asfixiar en los otros todas las posibilidades que rebasan el nivel común; es así como la «nivelación» se opera siempre por abajo, y, por lo demás, no puede operarse de otro modo, puesto que ella misma no es más que una expresión de la tendencia hacia abajo, es decir, hacia la cantidad pura que se sitúa más abajo de toda manifestación corporal, no solo por debajo del grado ocupado por los seres vivos más rudimentarios, sino también por debajo de lo que nuestros contemporáneos han convenido llamar la «materia bruta», y que, sin embargo, puesto que se manifiesta a los sentidos, está todavía lejos de estar enteramente desprovista de toda cualidad.

Por lo demás, el occidental moderno no se contenta con imponer en su casa un tal género de educación; quiere también imponerla a los demás, con todo el conjunto de sus hábitos mentales y corporales, a fin de uniformizar al mundo entero, del que, al mismo tiempo, uniformiza también hasta su aspecto exterior por la difusión de los productos de su industria. La consecuencia, paradójica solo en apariencia, es que el mundo está tanto menos «unificado», en el sentido real de esta palabra, cuanto más uniformizado deviene así; eso es completamente natural en el fondo, puesto que, como ya lo hemos dicho, el sentido en el que se le arrastra es ese donde la «separatividad» va acentuándose cada vez más; pero vemos aparecer aquí el carácter «paródico» que se encuentra tan frecuentemente en todo lo que es específicamente moderno. En efecto, al ir directamente contra la verdadera unidad, puesto que tiende a realizar lo que está más alejado de ella, esta uniformización presenta como una suerte de caricatura de ella, y eso en razón de la relación analógica por la que, como lo hemos indicado desde el comienzo, la unidad misma se refleja inversamente en las «unidades» que constituyen la cantidad pura. Es esta inversión misma la que nos permitía hablar hace un momento de «ideal» al revés, y se ve que es menester entenderlo efectivamente en un sentido muy preciso; por lo demás, no se trata de que sintamos lo más mínimo la necesidad de rehabilitar esta palabra de «ideal», que sirve casi indiferentemente para todo en los modernos, y sobre todo para encubrir la ausencia de todo principio verdadero, y de la cual se abusa tanto que ha acabado por estar completamente vacía de sentido; pero al menos no podemos impedirnos destacar que, según su derivación misma, debería marcar una cierta tendencia hacía la «idea» entendida en una acepción más o menos platónica, es decir, en suma hacía la esencia y hacía lo cualitativo, por vagamente que se lo conciba, mientras que lo más frecuentemente, como en el caso de que se trata aquí, se toma de hecho para designar lo que es exactamente su contrario.

Decíamos que hay tendencia a uniformizar no solo a los individuos humanos, sino también a las cosas; si los hombres de la época actual se jactan de modificar el mundo en una medida cada vez más amplia, y si efectivamente todo deviene en él cada vez más «artificial», es sobre todo en este sentido como entienden modificarle, al hacer recaer toda su actividad sobre un dominio tan estrictamente cuantitativo como es posible. Por lo demás, desde que se ha querido constituir una ciencia completamente cuantitativa, es inevitable que las aplicaciones prácticas que se sacan de esta ciencia revistan también el mismo carácter; éstas son esas aplicaciones cuyo conjunto, de una manera general, se designa por el nombre de «industria», y se puede decir en efecto que la industria moderna representa, bajo todos los aspectos, el triunfo de la cantidad, no solo porque sus procedimientos no hacen llamada más que a conocimientos de orden cuantitativo, y porque los instrumentos de los que hace uso, es decir, propiamente las máquinas, están establecidas de tal manera que las consideraciones cualitativas intervienen en ellas tan poco como es posible, y porque los hombres que las manejan están reducidos a una actividad completamente mecánica, sino también porque, en las producciones mismas de esa industria, la cualidad se sacrifica enteramente a la cantidad. Algunas precisiones complementarias sobre este tema no serán sin duda inútiles; pero antes de llegar a eso, formularemos todavía una pregunta sobre la que tendremos que volver después: se piense lo que se piense del valor de los resultados de la acción que el hombre moderno ejerce sobre el mundo, es un hecho, independiente de toda apreciación, que esta acción triunfa y que, al menos en una cierta medida, alcanza los fines que se propone; si los hombres de alguna otra época hubieran actuado de la misma manera (suposición por lo demás completamente «teórica» e inverosímil de hecho, dadas las diferencias mentales que existen entre aquellos hombres y los de hoy día), ¿habrían sido los mismos los resultados obtenidos? En otros términos, para que el medio terrestre se preste a una tal acción, ¿no es menester que esté predispuesto a ello de alguna manera por las condiciones cósmicas del periodo cíclico donde nos encontramos al presente, es decir, que, en relación a las épocas anteriores, haya en la naturaleza de este medio algo cambiado? En el punto en que estamos de nuestra exposición, sería todavía demasiado pronto para precisar la naturaleza de ese cambio, y para caracterizarle de otro modo que como debiendo ser una suerte de disminución cualitativa, que da mayor incentivo a todo lo que pertenece a la cantidad; pero lo que hemos dicho sobre las determinaciones cualitativas del tiempo permite ya concebir al menos su posibilidad, y comprender que las modificaciones artificiales del mundo, para poder realizarse, deben presuponer modificaciones naturales a las que no hacen más que corresponder y conformarse de alguna manera, en virtud misma de la correlación que existe constantemente, en la marcha cíclica del tiempo, entre el orden cósmico y el orden humano.


René Guénon