Guénon Vida Ordinaria

René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
VIDE VERSÃO EM PORTUGUÊS

La ilusión de la «vida ordinaria»
La actitud materialista, ya se trate de materialismo explícito y formal o de simple materialismo «práctico», aporta necesariamente, a toda la constitución «psicofisiológica» del ser humano, una modificación real y muy importante; eso es fácil de comprender, y, de hecho, no hay más que mirar alrededor de sí para constatar que el hombre moderno ha devenido verdaderamente impermeable a toda influencia que no sea la de lo que cae bajo sus sentidos; no solo sus facultades de comprehensión han devenido cada vez más limitadas, sino que el campo mismo de su percepción se ha restringido igualmente. De ello resulta una suerte de reforzamiento del punto de vista profano, puesto que, si este punto de vista ha nacido primero de una falta de comprehensión, y por consiguiente de una limitación de las facultades humanas, esta misma limitación, al acentuarse y al extenderse a todos los dominios, parece justificarla después, al menos a los ojos de los que son afectados por ella; en efecto, ¿qué razón podrían tener aún, para admitir la existencia de lo que ya no pueden ni concebir ni percibir realmente, es decir, de todo lo que podría mostrarles la insuficiencia y la falsedad del punto de vista profano mismo?

De ahí proviene la idea de lo que se designa comúnmente como la «vida ordinaria» o la «vida corriente»; lo que se entiende por eso, en efecto, es, ante todo, algo en lo que, por la exclusión de todo carácter sagrado, ritual o simbólico (ya se considere esto en el sentido especialmente religioso o según toda otra modalidad tradicional, eso importa poco aquí, puesto que de lo que se trata en todos los casos es igualmente de una acción efectiva de las «influencias espirituales»), nada que no sea puramente humano podría intervenir de ninguna manera; y estas designaciones mismas implican además que todo lo que rebasa una tal concepción, aunque todavía no se niegue expresamente, está al menos relegado a un dominio «extraordinario», considerado como excepcional, extraño y desacostumbrado; así pues, hablando propiamente, hay en eso una inversión del orden normal, tal como está representado por las civilizaciones integralmente tradicionales donde el punto de vista profano no existe de ninguna manera, y esta inversión no puede desembocar lógicamente más que en la ignorancia o en la negación completa de lo «suprahumano». Así, algunos llegan hasta emplear igualmente, en el mismo sentido, la expresión de «vida real», lo que, en el fondo, es de una singular ironía, ya que la verdad es que lo que ellos nombran así no es, al contrario, más que la peor de las ilusiones; no queremos decir con esto que las cosas de que se trata estén en sí mismas desprovistas de toda realidad, aunque esta realidad, que es en suma la misma del orden sensible, esté en el grado más bajo de todos, y aunque por debajo de ella no haya más que lo que está propiamente por debajo mismo de toda existencia manifestada; sino que es la manera en que las cosas son consideradas la que es enteramente falsa, y la que, al separarlas de todo principio superior, les niega precisamente lo que constituye toda su realidad; por eso es por lo que, en todo rigor, no existe realmente dominio profano, sino solo un punto de vista profano, que se hace siempre cada vez más invasor, hasta englobar finalmente a la existencia humana toda entera.

Se ve fácilmente por eso cómo, en esta concepción de la «vida ordinaria», se pasa casi insensiblemente de un estadio a otro, donde la degeneración va acentuándose progresivamente: se comienza por admitir que algunas cosas sean sustraídas a toda influencia tradicional, y después son esas cosas las que llegan a considerarse como normales; desde ahí, se llega muy fácilmente a considerarlas como las únicas «reales», lo que equivale a descartar como «irreal» todo lo «suprahumano», e incluso, al ser el dominio humano concebido de una manera cada vez más estrechamente limitada, hasta reducirle únicamente a la modalidad corporal, todo lo que es simplemente de orden suprasensible; no hay más que observar cómo nuestros contemporáneos emplean constantemente, y sin siquiera pensar en ello, la palabra «real» como sinónimo de «sensible», para darse cuenta de que es en este último punto donde están efectivamente, y que esta manera de ver está tan incorporada a su naturaleza misma, si se puede decir, que ha devenido en ellos como instintiva. La filosofía moderna, que no es en suma primeramente más que una expresión «sistematizada» de la mentalidad general, antes de actuar a su vez sobre ésta en una cierta medida, ha seguido una marcha paralela a esa: eso ha comenzado con el elogio cartesiano del «buen sentido» del que hablábamos más atrás, y que es muy característico a este respecto, ya que la «vida ordinaria» es ciertamente, por excelencia, el dominio de ese supuesto «buen sentido», llamado también «sentido común», tan limitado como ella y de la misma manera; después, desde el racionalismo, que no es en el fondo más que un aspecto más especialmente filosófico del «humanismo», es decir, de la reducción de todas las cosas a un punto de vista exclusivamente humano, se llega poco a poco al materialismo o al positivismo: que uno niegue expresamente, como el primero, todo lo que está más allá del mundo sensible, o que uno se contente, como el segundo (que por esta razón ama llamarse también «agnosticismo», haciéndose así un título de gloria de lo que no es en realidad más que la confesión de una incurable ignorancia), con negarse a ocuparse de ello declarándolo «inaccesible» o «incognoscible», el resultado, de hecho, es exactamente el mismo en los dos casos, y es eso mismo lo que acabamos de describir.

Aquí, volvemos a decir también que, en la mayoría, no se trata naturalmente más que de lo que se puede llamar un materialismo o un positivismo «práctico», independiente de toda teoría filosófica, que es en efecto y que será siempre algo muy extraño a la mayoría; pero eso mismo es lo más grave del asunto, no solo porque un tal estado de espíritu adquiere con ello una difusión incomparablemente mayor, sino también porque es tanto más irremediable cuanto más irreflexivo y menos claramente consciente es, ya que eso prueba que ha penetrado verdaderamente y como impregnado toda la naturaleza del individuo. Lo que hemos dicho ya del materialismo de hecho y de la manera en que se acomodan a él gentes que se creen no obstante «religiosas» lo muestra bastante bien; y, al mismo tiempo, se ve por este ejemplo que, en el fondo, la filosofía propiamente dicha no tiene toda la importancia que algunos querrían atribuirle, o que al menos la tiene sobre todo en tanto que puede ser considerada como «representativa» de una cierta mentalidad, más bien que como actuando efectiva y directamente sobre ésta; por lo demás, ¿podría tener el menor éxito una concepción filosófica cualquiera si no respondiera a algunas de las tendencias predominantes de la época en que está formulada? No queremos decir con esto que los filósofos no desempeñan, como otros, su papel en la desviación moderna, lo que sería ciertamente exagerado, sino solo que ese papel es más restringido de hecho de lo que se estaría tentado a suponer a primera vista, y bastante diferente de lo que puede parecer exteriormente; por lo demás, de una manera completamente general, lo que es más visible es siempre, según las leyes mismas que rigen la manifestación, una consecuencia más bien que una causa, una conclusión más bien que un punto de partida (Se podría decir también, si se quiere, que es un «fruto» más bien que un «germen»; el hecho de que el fruto mismo contiene nuevos gérmenes indica que la consecuencia puede desempeñar a su vez el papel de causa a otro nivel, conformemente al carácter cíclico de la manifestación; pero para eso es menester que pase en cierto modo de lo «aparente» a lo «oculto».), y, en todo caso, no es nunca ahí donde es menester buscar lo que actúa de manera verdaderamente eficaz en un orden más profundo, ya se trate en eso de una acción que se ejerce en un sentido normal y legítimo, o bien de lo contrario como en el caso del que hablamos al presente.

El mecanicismo y el materialismo mismos no han podido adquirir una influencia generalizada más que al pasar del dominio filosófico al dominio científico; lo que se refiere a éste ultimo, o lo que se presenta con razón o sin ella como revestido de este carácter «científico», tiene en efecto muy ciertamente, por razones diversas, mucha más acción que las teorías filosóficas sobre la mentalidad común, en la que hay siempre una creencia más o menos implícita en la verdad de una «ciencia» cuyo carácter hipotético se le escapa inevitablemente, mientras que todo lo que se califica de «filosofía» la deja más o menos indiferente; la existencia de aplicaciones prácticas y utilitarias en un caso, y su ausencia en el otro, sin duda no es enteramente ajena a ello. Esto nos lleva justamente otra vez a la idea de la «vida ordinaria», en la que entra efectivamente una dosis bastante fuerte de «pragmatismo»; y, bien entendido, lo que decimos aquí es también completamente independiente del hecho de que algunos de nuestros contemporáneos han querido erigir el «pragmatismo» en sistema filosófico, lo que no se ha hecho posible más que en razón misma del giro utilitario que es inherente a la mentalidad moderna y profana en general, y también porque, en el estado presente de decadencia intelectual, se ha llegado a perder completamente de vista la noción misma de verdad, de suerte que la de utilidad o de comodidad ha acabado por substituirla enteramente. Sea como sea, desde que se ha convenido que la «realidad» consiste exclusivamente en lo que cae bajo los sentidos, es completamente natural que el valor que se atribuye a una cosa cualquiera tenga en cierto modo como medida su capacidad de producir efectos de orden sensible; ahora bien, es evidente que la «ciencia», considerada a la manera moderna, como esencialmente solidaria de la industria, si no incluso confundida más o menos completamente con ésta, debe ocupar a este respecto el primer rango, y que por eso se encuentra mezclada tan estrechamente como es posible a esta «vida ordinaria» de la que deviene así incluso uno de los principales factores; como repercusión de esto, las hipótesis sobre las que pretende fundarse, por gratuitas y por injustificadas que puedan ser, se beneficiarán ellas mismas de esta situación privilegiada a los ojos del vulgo. No hay que decir que, en realidad, las aplicaciones prácticas no dependen en nada de la verdad de esas hipótesis, y uno puede preguntarse por lo demás qué devendría una tal ciencia, tan nula en tanto que conocimiento propiamente dicho, si se la separara de las aplicaciones a las que da lugar; pero, tal cual es, es un hecho que esta ciencia «triunfa», y, para el espíritu instintivamente utilitarista del «público» moderno, el «triunfo» o el «éxito» deviene como una suerte de «criterio de verdad», si es que todavía se puede hablar aquí de verdad en un sentido cualquiera.

Por lo demás, ya se trate de no importa cuál punto de vista, filosófico, científico o simplemente «práctico», es evidente que todo eso, en el fondo, no representa más que otros tantos aspectos diversos de una sola y misma tendencia, y también que esta tendencia, como todas las que, al mismo título, son constitutivas del espíritu moderno, no ha podido desarrollarse ciertamente espontáneamente; ya hemos tenido con bastante frecuencia la ocasión de explicarnos sobre éste último punto, pero se trata de cosas sobre las cuales nunca se podría insistir demasiado, y todavía tendremos que volver después sobre el lugar más preciso que ocupa el materialismo en el conjunto del «plan» según el cual se efectúa la desviación del mundo moderno. Bien entendido, los materialistas mismos son, en mayor grado que cualquiera, perfectamente incapaces de darse cuenta de estas cosas y ni siquiera de concebir su posibilidad, cegados como están por sus ideas preconcebidas, que les cierran toda salida fuera del dominio estrecho en el que están acostumbrados a moverse; y sin duda que se sentirían enormemente sorprendidos de saber que han existido y que existen todavía hombres para los cuales lo que ellos llaman la «vida ordinaria» sería la cosa más extraordinaria que se pueda imaginar, puesto que no corresponde a nada de lo que se produce realmente en su existencia. No obstante, ello es así, y, lo que es más, son estos hombres los que deben ser considerados como verdaderamente «normales», mientras que los materialistas, con todo su «buen sentido» tan alabado y todo el «progreso» del cual se consideran orgullosamente como los productos más acabados y los representantes más «avanzados», no son, en el fondo, más que seres en los que algunas facultades se han atrofiado hasta el punto de estar completamente abolidas. Por lo demás, es con esta condición solamente como el mundo sensible puede aparecérseles como un «sistema cerrado», en el interior del cual se sienten en perfecta seguridad; nos queda ver cómo esta ilusión, en un cierto sentido y en una cierta medida, puede ser «realizada» por el hecho del materialismo mismo; pero, más adelante, veremos también cómo, a pesar de eso, ella no representa en cierto modo más que un estado de equilibrio eminentemente inestable, y cómo, en el punto mismo en el que las cosas están actualmente, esta seguridad de la «vida ordinaria», sobre la que se ha basado hasta aquí toda la organización exterior del mundo moderno, corre mucho riesgo de ser perturbada por «interferencias» inesperadas.


René Guénon