VALENTIN WEIGEL — CRISTO
En efecto, para Weigel, como para todos los espiritualistas, por otro lado, resulta difícil concebir el papel y la acción de Cristo según las fórmulas tradicionales de expiación y de justificación. Sería, sin embargo, inexacto oponer, como hizo A. V. Harless, la concepción del Cristo en nosotros a la del Cristo para nosotros y decir que los espiritualistas tratan de suprimir el segundo en beneficio del primero. En realidad, desde el punto de vista espiritualista es imposible separar o incluso oponer el Cristo en nosotros al Cristo para nosotros. Antes bien, es su identidad mística la que permite al hombre participar de la justicia esencial de Dios; el hombre nace en Dios cuando Cristo nace en su alma y es este doble nacimiento el que le hace revivir toda la Historia de Adán y Cristo, el que le reconcilia con Dios. La Historia de Adán y Cristo es una historia simbólica. Pero no es menos una historia real y Weigel no quiere en modo alguno atacar el papel histórico de Jesús. Si no ha reconciliado a Dios con el nombre «pagando» por este último —en efecto, Dios no tiene necesidad de ser aplacado de esta manera—, o expiando su falta —porque Dios, que es la bondad y el amor, no exige expiación— ha reconciliado a los hombres con Dios. Ha revelado la verdadera naturaleza de Dios y mostrado a los hombres el camino que podrá llevarlos al Padre celestial, del que como Adanes se han alejado y que pueden alcanzar mediante Cristo, participando en su vida, encarnándolo y expresándolo. Ahí radica la auténtica «reconciliación». Es evidente: Weigel no niega el papel —ni la importancia— de la Historia de Cristo. Y menos que a Schwenckfeld la noción de la participación mística —a la que se añade la de la participación por la fe en los sacramentos— no le lleva al monofisicismo. El Cristo-Logos es el Hombre-Dios, expresión esencial y perfecta de la naturaleza divina. Como tal, es —como ya Schwenckfeld había enseñado por razones análogas, aunque no idénticas— un ser espiritual y divino, superior a toda «criatura». No es, sin embargo, un espíritu puro, porque posee esta «carne espiritual» y divina que nosotros «comemos» en la eucaristía y de la que «se alimenta» nuestro cuerpo espiritual. Ella es la que proporciona una «participación esencial» en la divinidad, y cuando Weigel defiende el valor del sacramento de la eucaristía, lo hace por razones que, dejando incluso un equívoco subyacente, no le acercan, sino que le alejan de la ortodoxia luterana. Esta será también la actitud de J. Boehme.
Por tanto, para Weigel, Cristo ha sido mucho más que el mensaje divino que trae a la tierra la «buena nueva» de un Dios bueno. En el fondo, no había casi necesidad de un mensaje semejante. Se hubiera podido pasar sin él, como, evidentemente, hacen los paganos y los turcos. Cristo es el Hijo que, desde toda la eternidad, se hallaba revestido de la naturaleza humana. En cierto modo, ya se hallaba incorporado en Adán en el Weibes-Samen, que, como proclama el famoso texto de la Escritura, citado por todos los místicos y todos los espiritualistas, tenía por misión «aplastar la cabeza de la serpiente». Desde toda la eternidad era la imgen cabal y perfecta de Dios, era Dios hecho «hombre» y el lazo necesario entre el hombre y la divinidad. Y nos ha dado la revelación suprema no sólo con su vida y sus enseñanzas, sino también con su muerte.
En efecto, en todas las obras de Weigel hace hincapié en la muerte de Cristo; y en la obra de regeneración, de la conversión y de la salvación, es la muerte espiritual la que le parece, si no el momento principal, al menos la fase de mayor importancia del proceso. Hay que morir en sí mismo, he ahí el contenido de la doctrina religiosa de Weigel. Morir en vosotros mismos, Dios se encargará de lo demás, porque Dios sólo espera esto. Y para señalar el papel de la muerte, preludio necesario e inevitable de la nueva vida, V. Weigel no se limita a repetir las parábolas del grano y de la planta. En su Dialogus es la Muerte la que aparece como representante de Cristo, y la que juzga en última instancia, enviando al Auditor a la luz del Paraíso y sumiendo al Concionator en las tinieblas del Infierno.
Hay que morir en sí mismo, repite Weigel incansablemente, y quiere decir con ello que la Gelassenheit, que ese abandono de sí, en el doble sentido del término, debe ser algo real, una destrucción real del hombre viejo, que es el hombre carnal, o Selbheit. Como dicen Tauler y la Teología germánica hay que hacer el vacío en el alma para que Dios la llene. Sólo entonces estará él en nosotros como nosotros en él. Precisamente por buscar una vida propia e independiente cayeron Lucifer primero y Adán después; además, esa vida que habían conseguido no es en realidad más que la negación y la limitación egoísta de la vida verdadera. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios precisamente para revelarle y representarle. El hombre por tanto ha faltado a su misión al separarse de Dios y sólo apartándose de sí mismo puede, no salvarse, sino dar a Dios la posibilidad de santificarle y salvarle. Y, por supuesto, en esta vida no podemos alcanzar esa justificación esencial que es una purificación y una santificación completa; pero al menos debemos tender hacia ese fin, y toda nuestra vida debe ser una muerte de nosostros mismos para que en el alma purificada por la muerte espiritual pueda encenderse la luz del Cristo-Logos.
Como puede verse, en esta doctrina hay pocos elementos que no sean fácilmente reconocibles como procedentes de la tradición mística. Pero V. Weigel ha adaptado esta tradición a los nuevos datos y cuestiones que la reforma y la teología de la ortodoxia luterana planteaban a la conciencia de un discípulo de Tauler y de la «Teología germánica».