Desde el Siglo de las Luces, la alquimia ha sido considerada como precursora de la química moderna y, por tanto, casi todos los investigadores que se han ocupado de ella se han limitado a buscar en sus escritos el punto de arranque de los posteriores descubrimientos de la Química. Este enfoque unilateral ha permitido, por lo menos, sacar a la luz un cúmulo de antiguas prácticas artesanas para la preparación de metales, colorantes y vidrio, escogidas de entre unos procesos aparentemente absurdos que, sin embargo, desempeñaban el papel más importante en la alquimia propiamente dicha. El que tal legado fuera en realidad copioso hacía más inexplicable aún aquel tenaz apego de los alquimistas a las fórmulas de su «magisterio» que, desde el punto de vista químico, eran del todo insensatas. La única explicación consistía en suponer que el irresistible deseo de obtener oro ha tentado una y otra vez a los hombres a creer en fórmulas fantásticas que, si bien se mira, no son sino la aplicación práctica de la antigua filosofía natural, entreverada de supersticiones; algo así como si se hubiera tratado de infundir en el cuerpo la «materia prima» aristotélica de todas las cosas mediante una combinación de toscas operaciones manuales y mágicos conjuros.
A nadie le pareció inverosímil que, del engaño en el error y del error en el engaño, un «arte» semejante pudiera extenderse y prosperar en las más diversas civilizaciones de Oriente y de Occidente durante cientos e incluso miles de años.
Y es que existía el convencimiento de que, hasta unos doscientos años atrás, la Humanidad había estado aletargada y hasta aquel momento no había despertado al claro entendimiento. Como si el entendimiento pudiera experimentar una especie de desarrollo biológico.
Este concepto de la alquimia queda desmentido por el carácter unitario del «arte», pues la descripción que se hace de la «Gran Obra» en los textos alquímicos de los siglos y ámbitos culturales más distintos presenta unos rasgos fundamentales constantes, que no pueden calificarse de empíricos. La alquimia india tiene la misma esencia que la de Occidente, y la china, aunque dentro de un marco espiritual completamente distinto, guarda cierta similitud con ambas. Si la alquimia fuese pura fantasmagoría, su lenguaje llevaría el sello de la arbitrariedad y la insensatez; mas, por el contrario, tiene todos los rasgos de una auténtica tradición, es decir, de una enseñanza orgánicamente coordinada, aunque en modo alguno esquemática, y unas reglas invariables, confirmadas una y otra vez por sus maestros. Por tanto, no puede ser una hibridación ni una especie de casualidad en la historia de la Humanidad, sino que debe de anunciar una fe profundamente arraigada en las posibilidades del espíritu y del alma.
A esta conclusión ha llegado también la llamada «psicología profunda», la cual cree encontrar en las imágenes alquímicas la confirmación de su tesis del «inconsciente colectivo». Según esta apreciación, el alquimista, en su búsqueda quimérica, expone ante sí mismo, en imágenes, el insospechado contenido de su alma realizando de esta forma, sin proponérselo, una especie de reconciliación entre su visión superficial e individual y la fuerza amorfa, que pugna por configurarse, del «inconsciente colectivo». Esta reconciliación determina, a su juicio, una experiencia de gran riqueza interior, impregnada de un aire intemporal que, al sublimar y transmutar los valores de la obra alquímica externa, sustituye al apetecido magisterio. También esta opinión se funda en la suposición de que el alquimista buscaba, ante todo, fabricar oro, es decir, estaba dominado por un delirio y, por tanto, pensaba y actuaba como un iluso. Esta explicación es un tanto capciosa, ya que, en cierto aspecto, se acerca a la verdad, mientras que en otros se aleja de ella más que ninguna otra. No cabe duda de que el motivo espiritual de la obra alquímica es, en principio, más o menos inconsciente, y parece estar escondido en lo más recóndito del alma. Pero este recato no puede en modo alguno equipararse al caos del llamado «inconsciente colectivo», al menos por lo que respecta al aparente significado de este concepto elástico: el «manantial» del alquimista no brota de ignotas regiones del alma, sino, más bien, del mismo terreno que el espíritu, y si su origen está oculto, no es porque se halle por debajo del conocimiento racional sino porque se encuentra por encima de él.
La citada tesis psicológica se desmorona en cuanto se observa que los verdaderos alquimistas no eran esclavos del afán de fabricar oro ni perseguían sus fines como sonámbulos ni mediante pasivas «proyecciones» de ignoradas facultades del alma, sino que seguían un método perfectamente lógico cuya alegoría metalúrgica -por el arte de convertir los metales corrientes en oro y plata-, si bien ha confundido a muchos profanos, resulta en sí del todo razonable, más aún, verdaderamente profunda. [TBAlquimia]