René Guénon: HERMETISMO
Otro punto sobre el que hay lugar a insistir, es la naturaleza puramente «interior» de la verdadera alquimia, que es propiamente de orden psíquico cuando se la toma en su aplicación más inmediata, y de orden espiritual cuando se la transpone a su sentido superior; y, en realidad, eso es lo que constituye todo su valor desde el punto de vista iniciático. Por consiguiente, esta alquimia no tiene nada que ver con las operaciones materiales de una «química» cualquiera, en el sentido actual de esta palabra; casi todos los modernos se han equivocado extrañamente sobre esto, tanto aquellos que han querido constituirse en defensores de la alquimia como aquellos que, por el contrario, se han hecho sus detractores; y esta equivocación es todavía menos excusable en los primeros que en los segundos que, al menos, nunca han pretendido, ciertamente, la posesión de un conocimiento tradicional cualquiera. No obstante, es muy fácil ver en qué términos los antiguos hermetistas hablan de los «sopladores» y «quemadores de carbón», en los que es menester reconocer a los verdaderos precursores de los químicos actuales, por poco halagador que sea para estos últimos; e, inclusive en el siglo XVIII todavía, un alquimista como Pernety no deja de subrayar en toda ocasión la diferencia entre la «filosofía hermética» y la «química vulgar». Así pues, como ya lo hemos dicho en muchas ocasiones al mostrar el carácter de «residuo» que tienen las ciencias profanas en relación a las ciencias tradicionales (pero éstas son cosas tan completamente extrañas a la mentalidad actual que nunca se podría insistir demasiado en ello), lo que ha dado nacimiento a la química moderna, no es la alquimia, con la que no tiene en suma ninguna relación real (como tampoco la tiene, por lo demás, con la «hiperquímica» imaginada por algunos ocultistas contemporáneos)1; la química moderna no es más que una deformación o una desviación suya, salida de la incomprehensión de aquellos que, profanos desprovistos de toda cualificación iniciática e incapaces de penetrar en una medida cualquiera el verdadero sentido de los símbolos, tomaron todo al pie de la letra, según la acepción más exterior y más vulgar de los términos empleados, y, creyendo así que no se trataba en todo eso más que de operaciones materiales, se lanzaron a una experimentación más o menos desordenada, y en todo caso bastante poco digna de interés bajo más de un aspecto2. En el mundo árabe igualmente, la alquimia material ha sido siempre muy poco considerada, y a veces asimilada incluso a una suerte de brujería, mientras que, por el contrario, se tenía en un honor muy elevado a la alquimia «interior» y espiritual, designada frecuentemente bajo el nombre de kimyâ es-saâdah o «alquimia de la felicidad»3.
Por lo demás, eso no quiere decir que sea menester negar la posibilidad de las transmutaciones metálicas, que representan la alquimia a los ojos del vulgo; pero es menester reducirlas a su justa importancia, que no es mayor en suma que la de experiencias «científicas» cualesquiera, y no confundir cosas que son de un orden totalmente diferente; a priori, no se ve por qué no podría ocurrir que tales transmutaciones sean realizadas por procedimientos que dependen simplemente de la química profana (y, en el fondo, la «hiperquímica» a la que hacíamos alusión hace un momento no es otra cosa que una tentativa de este género)4. No obstante, hay otro aspecto de la cuestión: el ser que ha llegado a la realización de algunos estados interiores, puede, en virtud de la relación analógica del «microcosmo» y del «macrocosmo», producir exteriormente efectos correspondientes; así pues, es perfectamente admisible que aquel que ha llegado a un cierto grado en la práctica de la alquimia «interior» sea capaz, por eso mismo, de efectuar transmutaciones metálicas u otras cosas del mismo orden, pero eso a título de consecuencia completamente accidental, y sin recurrir a ninguno de los procedimientos de la pseudoalquimia material, sino únicamente por una suerte de proyección al exterior de las energías que lleva en sí mismo. Por lo demás, aquí hay que hacer todavía una distinción esencial: en eso no puede tratarse más que de una acción de orden psíquico, es decir, de la puesta en obra de influencias sutiles pertenecientes al dominio de la individualidad humana, y entonces todavía se trata de alquimia material, si se quiere, pero operando por medios completamente diferentes a los de la pseudoalquimia, que se refieren exclusivamente al dominio corporal; o bien, para un ser que ha alcanzado un grado de realización más elevado, puede tratarse de una acción exterior de verdaderas influencias espirituales, como la que se produce en los «milagros» de las religiones, de los cuales ya hemos dicho algunas palabras precedentemente. Entre estos casos, hay una diferencia comparable a la que separa la «teúrgia» de la magia (aunque, lo repetimos todavía, no sea de magia de lo que se trata propiamente aquí, de suerte que no indicamos esto más que a título de similitud), puesto que, en suma, esta diferencia es la misma que hay entre el orden espiritual y el orden psíquico; si los efectos aparentes son a veces los mismos por una parte y por otra, las causas que los producen no son por eso menos total y profundamente diferentes. Por lo demás, agregaremos que aquellos que poseen realmente tales poderes5 se abstienen cuidadosamente de hacer exhibición de ellos para impresionar al gentío, e incluso no hacen generalmente ningún uso de ellos, al menos fuera de ciertas circunstancias particulares donde su ejercicio se encuentra legitimado por otras consideraciones6.
Sea como sea, lo que es menester no perder de vista nunca, y lo que está en la base misma de toda enseñanza verdaderamente iniciática, es que toda realización digna de este nombre es de orden esencialmente interior, incluso si es susceptible de tener en el exterior repercusiones de cualquier género que sea. El hombre no puede encontrar sus principios más que en sí mismo, y puede encontrarlos porque lleva en sí mismo la correspondencia de todo lo que existe, ya que es menester no olvidar que, según una fórmula del esoterismo islámico, «El hombre es el símbolo de la Existencia universal» (El-insânu ramzul-wujûd.); y, si llega a penetrar hasta el centro de su propio ser, alcanza por eso mismo el conocimiento total, con todo lo que implica por añadidura: «El que se conoce a Sí mismo, conoce a su Señor»7, y conoce entonces todas las cosas en la suprema unidad del Principio mismo, en el que está contenida «eminentemente» toda realidad.
En relación a la alquimia, esta «hiperquímica» es casi lo que es la astrología moderna, llamada «científica», en relación a la verdadera astrología tradicional (cf. EL REINO DE LA CANTIDAD Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS, cap. X). ↩
Existen todavía acá y allá pseudoalquimistas de todo tipo, y hemos conocido a algunos, tanto en oriente como en occidente; ¡pero podemos asegurar que nunca hemos encontrado a ninguno que haya obtenido resultados cualesquiera, por pocos que fueran, en relación con la suma prodigiosa de esfuerzos dispensados en investigaciones que acababan por absorber toda su vida! ↩
Existe concretamente un tratado de El-Ghazâli que lleva este título. ↩
A este propósito, recordamos que los resultados prácticos obtenidos por las ciencias profanas no justifican ni legitiman de ninguna manera el punto de vista mismo de estas ciencias, como tampoco prueban el valor de las teorías formuladas por éstas, con las que no tienen en realidad más que una relación puramente «ocasional». ↩
Aquí se puede emplear sin abuso esta palabra de «poderes», porque se trata de consecuencias de un estado interior adquirido por el ser. ↩
Se encuentran en la tradición islámica ejemplos muy claros de lo que indicamos aquí: así, Seyidnâ Alî tenía, se dice, un conocimiento perfecto de la alquimia bajo todos sus aspectos, comprendido el que se refiere a la producción de efectos exteriores tales como las transmutaciones metálicas, pero rehusó siempre a hacer el menor uso de ellos. Por otra parte, se cuenta que Seyidi Abul-Hassan Esh-Shâdili, durante su estancia en Alejandría, transmutó en oro, a petición del sultán de Egipto que tenía entonces una urgente necesidad de él, una gran cantidad de metales vulgares; pero lo hizo sin tener que recurrir a ninguna operación de alquimia material ni a ningún medio de orden psíquico, y únicamente por el efecto de su barakak o influencia espiritual. ↩
Es el hadîth que ya hemos citado precedentemente: Man arafa nafsahu faqad arafa Rabbahu. ↩