René Guénon — [?Paul_Deussen]
Los europeos tienen una opinión tan alta de su ciencia que creen en su prestigio irresistible, y se imaginan que los demás pueblos deben caer presa de admiración ante sus descubrimientos más insignificantes; este estado de espíritu, que les conduce a veces a singulares errores, no es completamente nuevo, y hemos encontrado en Leibniz un ejemplo de él bastante divertido. Se sabe que este filósofo había concebido el proyecto de establecer lo que él llamaba una «característica universal», es decir, una suerte de álgebra generalizada, aplicable a las nociones de todo orden, en lugar de estar restringida únicamente a las cuantitativas; por lo demás, esta idea le había sido inspirada por algunos autores de la edad media, concretamente Raimond Lull y Trithemo. Ahora bien, en el curso de los estudios que hizo para intentar realizar este proyecto, Leibniz fue llevado a preocuparse de la significación de los caracteres ideográficos que constituyen la escritura china, y más particularmente de las figuras simbólicas que forman la base del Yi-King; vamos a ver cómo comprendió estos últimos: «Leibniz, dice L. Couturat, creía haber encontrado por su numeración binaria (numeración que no emplea más que los signos y, y en la que él veía una imagen de la creación ex nihilo) la interpretación de los caracteres de Fo-hi, símbolos chinos misteriosos y de una alta antigüedad, cuyo sentido no conocían ni los misioneros europeos ni los chinos mismos… Proponía emplear esa interpretación, para la propagación de la fe en China, teniendo en cuenta que era apropiada para dar a los chinos una elevada idea de la ciencia europea, y para mostrar el acuerdo de ésta con las tradiciones venerables y sagradas de la sabiduría china. Juntó esta interpretación a la exposición de su aritmética binaria que envió a la Academia de las Ciencias de París» (La Logique de Leibniz, pp.-475.). He aquí, en efecto, lo que leemos textualmente en la memoria de que se trata: «Lo que hay de sorprendente en este cálculo (de la aritmética binaria), es que esta aritmética por y se encuentra que contiene el misterio de las líneas de un antiguo rey y filósofo llamado Fohy, que se cree que vivió hace más de cuatro mil años (La fecha exacta es antes de la era Cristiana, según una cronología basada sobre la descripción precisa del estado del cielo en aquella época; agregaremos que el nombre de Fo-hi sirve en realidad de designación a todo un periodo de la historia china.), y que los chinos consideran como el fundador de su imperio y de sus ciencias. Hay varias figuras lineales que se le atribuyen, y que equivalen todas a esta aritmética; pero basta poner aquí la Figura de los ocho Cova (Koua es el nombre chino de los «trigramas», es decir, de las figuras que se obtienen juntando tres a tres, de todas las maneras posibles, trazos plenos y quebrados, que son efectivamente en número de ocho.), como se la llama, que pasa por fundamental, y adjuntarle la explicación que es manifiesta, siempre que se observe primeramente que una línea recta entera significa la unidad ó, y en segundo lugar que una línea quebrada significa el cero ó. Los chinos han perdido la significación de los Cova o Lineaciones de Fohy, quizás desde hace más de mil años, y han hecho comentarios al respecto, donde han buscado no se sabe muy bien qué sentidos lejanos, de suerte que ha sido menester que la verdadera explicación les venga ahora de los europeos. He aquí como: apenas hace más de dos años que envié a R. P. Bouvet, jesuita francés célebre, que reside en Pekín, mi manera de contar por y, y no ha hecho falta más para hacerle reconocer que tal es la clave de las figuras de Fohy. Así, al escribirme el de noviembre de, me envió la gran figura de ese Príncipe Filósofo que va a (Se trata aquí de los sesenta y cuatro «hexagramas» de Wen-wang, es decir, de las figuras de seis trazos formadas combinando los ocho «trigramas» dos a dos. Anotamos de pasada que la explicación de Leibniz es completamente incapaz de explicar, entre otras cosas, por qué estos «hexagramas», así como los «trigramas» de los que se derivan, se disponen siempre en un tablero de forma circular.), y que ya no deja dudas de la verdad de nuestra interpretación, de suerte que se puede decir que ese padre ha descifrado el enigma de Fohy, con la ayuda de lo que yo le había comunicado. Y como estas figuras son quizás el monumento de ciencia más antiguo que haya en el mundo, esta restitución de su sentido, después de un intervalo de tiempo tan grande, parecerá tanto más curiosa… Y este acuerdo me da una gran opinión de la profundidad de las meditaciones de Fohy. Ya que lo que nos parece fácil ahora, no lo era en absoluto en aquellos tiempos lejanos… Ahora bien, como se cree en la China que Fohy es también autor de los caracteres chinos, aunque muy alterados por el paso de los tiempos, su ensayo de aritmética hace juzgar que podría encontrarse también en él algo considerable en relación a los números y a las ideas, si se pudiera desentrañar el fundamento de la escritura china, tanto más cuanto que en la China se cree que Fohy tuvo en consideración los números al establecerla. El R. P. Bouvet se siente muy inclinado a impulsar este punto, y es muy capaz de hacerle destacar de muchas maneras. No obstante, yo no sé si ha habido nunca en la escritura china una ventaja que se acerque a lo que debe haber necesariamente en una Característica como la que yo proyecto. Así, todo razonamiento que se puede sacar de las nociones, podría sacarse de sus Caracteres por una manera de cálculo, que sería uno de los medios más importantes de ayudar al espíritu humano» (Explication de l’Arithmétique binaire, qui se sert des seuls caractères et, avec des remarques sur son utilité, et sur ce qu’elle donne le sens des anciennes figures chinoises de Fohy, Mémoires de l’Académio des Sciences,: Ouvres mathématiques de Leibniz, éd. Gerhardt, t. VII, pp.-227. — Ver también De Dyadicis: ibid., t. VII, pp.-234. Ese texto termina así: «Ita mirum accidit, ut res ante ter et amplius (millia) annos nota in extremo nostri continentis oriente, nunc in extremo ejus occidente, sed melioribus ut spero auspiciis resuscitaretur. Nam non apparet, antea usum hujus characterismi ad augendam numerorum scientiam innotuisse. Sinenses vero ipsi ne Arithmeticam quidem rationem intelligentes nescio quos mysticos significatus in characteribus mere numeralibus sibi fingebant».). Hemos tenido que reproducir extensamente este curioso documento, que permite medir hasta dónde podía llegar la comprehensión de aquél que consideramos no obstante como el más «inteligente» de todos los filósofos modernos: Leibniz estaba persuadido de antemano que su «característica», que por lo demás no llegó a constituir nunca (y los «logísticos» de hoy día no están apenas más avanzados), no podría dejar de ser muy superior a la ideografía china; y lo mejor de todo, es que piensa que hace un gran honor a Fo-hi al atribuirle un «ensayo de aritmética» y la primera idea de su pequeño juego de numeración. Nos parece ver aquí la sonrisa de los chinos, si se les hubiera presentado esta interpretación un poco pueril, que habría estado muy lejos de darles «una idea elevada de la ciencia europea», pero que habría sido adecuada para hacerles apreciar muy exactamente su alcance real. La verdad es que los chinos nunca han «perdido la significación», o más bien las significaciones de los símbolos de que se trata; únicamente, no se creían obligados a explicárselos al primero que llega, sobre todo si juzgaban que eso sería un trabajo perdido; y Leibniz, al hablar de «yo no sé qué sentidos lejanos», confiesa en suma que no comprende nada. Son esos sentidos, cuidadosamente conservados por la tradición (a la que los comentarios no hacen más que seguir fielmente) los que constituyen la «verdadera explicación», y por lo demás no tienen nada de «místico»; ¿pero qué mejor prueba de incomprehensión se podría dar que tomar símbolos metafísicos por «caracteres puramente numerales»? Símbolos metafísicos, he aquí en efecto lo que son esencialmente los «trigramas» y los «hexagramas», representación sintética de teorías susceptibles de recibir desarrollos ilimitados, y susceptibles también de adaptaciones múltiples, si, en lugar de quedarse en el dominio de los principios, se quiere hacer aplicación de ellos a tal o cual orden determinado. Leibniz se habría sorprendido mucho si se le hubiera dicho que su interpretación aritmética encontraba lugar también entre esos sentidos que rechazaba sin conocerlos, pero solo en un rango completamente accesorio y subordinado; ya que esa interpretación no es falsa en sí misma, y es perfectamente compatible con todas las demás, pero es completamente incompleta e insuficiente, insignificante incluso cuando se considera aisladamente, y no puede cobrar interés más que en virtud de la correspondencia analógica que liga los sentidos inferiores al sentido superior, conformemente a lo que hemos dicho de la naturaleza de las «ciencias tradicionales». El sentido superior, es el sentido metafísico puro; todo lo demás, no son más que aplicaciones diversas, más o menos importantes, pero siempre contingentes: es así que puede haber una aplicación aritmética como hay una indefinidad de otras, como hay por ejemplo una aplicación lógica, que hubiera podido servir más al proyecto de Leibniz si éste la hubiera conocido, como hay una aplicación social, que es el fundamento del Confucionismo, como hay una aplicación astronómica, la única que los japoneses hayan podido aprehender nunca (La traducción francesa del Yi-King por Philastro (Annales du Musée Guimet, t. VIII y t. XXIII), que por otra parte es una obra extremadamente notable, tiene el defecto de considerar demasiado exclusivamente el sentido astronómico.), como hay incluso una aplicación adivinatoria, que los chinos consideran por lo demás como una de las más inferiores de todas, y cuya practica abandonan a los juglares errantes. Si Leibniz se hubiera encontrado en contacto directo con los chinos, éstos quizás le hubieran explicado (pero, ¿lo habría comprendido?) que incluso las cifras de las que se servía podían simbolizar ideas de un orden mucho más profundo que las ideas matemáticas, y que es en razón de un tal simbolismo como los números desempeñaban un papel en la formación de los ideogramas, no menos que en la expresión de las doctrinas pitagóricas (lo que muestra que estas cosas no eran ignoradas por la antigüedad occidental). Los chinos habrían podido aceptar incluso la notación por y, y tomar estos «caracteres puramente numéricos» para representar simbólicamente las ideas metafísicas del yin y del yang (que, por lo demás, no tienen nada que ver con la concepción de la creación ex nihilo), aun con muy buenas razones para preferir, como más adecuada, la representación proporcionada por las «lineaciones» de Fo-hi, cuyo objeto propio y directo está en el dominio metafísico. Hemos desarrollado este ejemplo porque muestra claramente la diferencia que existe entre el sistematismo filosófico y la síntesis tradicional, entre la ciencia occidental y la sabiduría oriental; con este ejemplo, que tiene para nosotros, él también, un valor de símbolo, no es difícil reconocer de qué lado se encuentran la incomprehensión y la estrechez de miras (Recordaremos aquí lo que hemos dicho de la pluralidad de sentidos de todos los textos tradicionales, y especialmente de los ideogramas chinos: Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes,a parte, cap. IX. — Agregaremos también esta cita tomada de Philastro: «En chino, la palabra (o el carácter) no tiene casi nunca un sentido absolutamente definido y limitado; el sentido resulta muy generalmente de la posición en la frase, pero ante todo de su empleo en tal o cual libro más antiguo y de la interpretación admitida en ese caso… La palabra no tiene valor más que por sus acepciones tradicionales» (Yi-king,a parte, p.).). Leibniz, al pretender comprender los símbolos chinos mejor que los chinos mismos, es un verdadero precursor de los orientalistas, que tienen, los alemanes sobre todo, la misma pretensión respecto a todas las concepciones y a todas las doctrinas orientales, y que se niegan totalmente a tener en cuenta el punto de vista de los representantes autorizados de esas doctrinas: hemos citado en otra parte el caso de Deussen imaginándose explicar Sankara a los hindúes, e interpretándole a través de las ideas de Schopenhauer; éstas son manifestaciones propias de una sola y misma mentalidad. Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA
Esta pretensión inverosímil no hace más que traducir la creencia que tienen los occidentales en su propia superioridad: incluso cuando consienten en tomar en consideración las ideas de los demás, se consideran tan sumamente inteligentes que deben comprender esas ideas mucho mejor que aquellos que las han elaborado, y que les basta mirarlas desde fuera para saber enteramente a qué atenerse a su respecto; cuando se tiene una tal confianza en sí mismo, se pierden generalmente todas las ocasiones que se podrían tener de instruirse realmente. Entre los prejuicios que contribuyen a mantener un tal estado de espíritu, hay uno que hemos llamado el «prejuicio clásico», y al cual ya hemos hecho alusión a propósito de la creencia en la «civilización» única y absoluta, de la que ese prejuicio no es en suma más que una forma particular: debido a que la civilización occidental moderna se considera como la heredera de la civilización grecorromana (lo que no es verdad más que hasta un cierto punto), no se quiere conocer nada fuera de ésta (En un discurso pronunciado en la Cámara de los Diputados por M. Bracke, en el curso del debate sobre la reforma de la enseñanza, hemos reparado en este pasaje característico: «Vivimos en la civilización grecorromana. Para nosotros, no hay otra. La civilización grecorromana es, para nosotros, la civilización sin más». Éstas palabras, y sobre todo los aplausos unánimes que las acogieron, justifican plenamente todo lo que hemos dicho en otra parte sobre el «prejuicio clásico».), y se está persuadido de que todo el resto no tiene interés o no puede ser más que el objeto de una suerte de interés arqueológico; se decreta que no se puede encontrar en otras partes ninguna idea válida, o que al menos, si se encuentran por azar, debían existir también en la antigüedad grecorromana; pero es aún más pintoresco cuando se llega a afirmar que esas ideas no pueden ser más que saqueos hechos a esta última. Aquellos mismos que no piensan expresamente así, por eso no sufren menos la influencia de este prejuicio: hay quienes, aunque proclaman una cierta simpatía por las concepciones orientales, quieren a toda costa hacerlas entrar en los cuadros del pensamiento occidental, lo que equivale a desnaturalizarlas totalmente, y lo que prueba que en el fondo no comprenden nada de ellas; algunos, por ejemplo, no quieren ver en Oriente más que religión y filosofía, es decir, todo lo que allí no se encuentra, y no ven nada de lo que existe en realidad. Nadie ha llevado nunca más lejos estas falsas asimilaciones que los orientalistas alemanes, que son precisamente aquellos cuyas pretensiones son más grandes, y que han llegado hasta monopolizar casi enteramente la interpretación de las doctrinas orientales: con su espíritu estrechamente sistemático, hacen de ellas, no sólo filosofía, sino algo enteramente semejante a su propia filosofía, mientras que se trata de cosas que no tienen ninguna relación con tales concepciones; evidentemente, no pueden resignarse a no comprender, ni evitar reducirlo todo a la medida de su mentalidad, mientras creen hacer un gran honor a aquellos a quienes atribuyen esas ideas «buenas para niños de ocho años». Por lo demás, en Alemania, los filósofos mismos se han mezclado en esto, y Schopenhauer, en particular, tiene ciertamente una buena parte de responsabilidad en la manera en que Oriente es interpretado allí; ¡y cuántas gentes, incluso fuera de Alemania, siguen repitiendo, desde él y su discípulo von Hartmann, frases hechas sobre el «pesimismo búdico», al que suponen incluso gustosamente que constituye el fondo de las doctrinas hindúes! Hay un buen número de europeos que se imaginan que la India es budista, tan grande es su ignorancia, y, como ocurre siempre en parecido caso, no se privan de hablar de ello sin ton ni son; por lo demás, si el público da a las formas desviadas del budismo una importancia desmesurada, la culpa de ello la tienen la cantidad increíble de orientalistas que se han especializado en ellas, y que han encontrado en eso un medio de deformar hasta esas desviaciones del espíritu oriental. La verdad es que ninguna concepción oriental es «pesimista», y que el budismo mismo no lo es; es cierto que tampoco hay en él «optimismo», pero eso prueba simplemente que esas etiquetas y esas clasificaciones no se le aplican, no más que todas aquellas que están hechas igualmente para la filosofía europea, y que no es de esa manera como se les plantean las cuestiones a los orientales; para considerar las cosas en términos de «optimismo» o de «pesimismo», es menester el sentimentalismo occidental (ese mismo sentimentalismo que empujaba a Schopenhauer a buscar «consolaciones» en las Upanishad), y la serenidad profunda que da a los hindúes la pura contemplación intelectual está mucho más allá de esas contingencias. No acabaríamos si quisiéramos reseñar todos los errores del mismo género, errores de los que basta uno solo para probar la incomprehensión total; nuestra intención no es dar aquí un catálogo de los fracasos, germánicos y otros, en los que ha desembocado el estudio de Oriente emprendido sobre bases erróneas y al margen de todo principio verdadero. Hemos mencionado a Schopenhauer porque es un ejemplo muy «representativo»; entre los orientalistas propiamente dichos, ya hemos citado precedentemente a Deussen, que interpreta la India en función de las concepciones de este mismo Schopenhauer; recordaremos también a Max Müller, que se esfuerza en descubrir «los gérmenes del budismo», es decir, al menos según la concepción que él se hacía, de la heterodoxia, hasta en los textos vêdicos, que son los fundamentos esenciales de la ortodoxia tradicional hindú. Podríamos continuar así casi indefinidamente, incluso no anotando más que uno o dos rasgos para cada uno; pero nos limitaremos a agregar un último ejemplo, porque hace aparecer claramente un cierto partidismo que es completamente característico: es el de Oldenberg, que descarta a priori todos los textos donde se cuentan hechos que parecen milagrosos, y que afirma que es menester no ver en ellos más que agregados tardíos, no solo en el nombre de la «crítica histórica», sino bajo pretexto de que los «indogermanos» (sic) no admiten el milagro; que hable, si quiere, en nombre de los alemanes modernos, que por algo son los inventores de la pretendida «ciencia de las religiones»; pero que tenga la pretensión de asociar a los hindúes sus negaciones, que son las del espíritu antitradicional, he ahí lo que rebasa toda medida. Ya hemos dicho en otra parte lo que es menester pensar de la hipótesis del «indogermanismo», que no tiene apenas más que una razón de ser política: el orientalismo de los alemanes, como su filosofía, ha devenido un instrumento al servicio de su ambición nacional, lo que, por lo demás, no quiere decir que sus representantes sean necesariamente de mala fe; no es fácil saber hasta dónde puede llegar la ceguera que tiene como causa la intrusión del sentimiento en los dominios que deberían estar reservados a la inteligencia. En cuanto al espíritu antitradicional que constituye el fondo de la «crítica histórica» y de todo lo que se relaciona con ella más o menos directamente, es puramente occidental y, en Oriente mismo, puramente moderno; nunca insistiremos demasiado en ello, porque esto es lo que repugna más profundamente a los orientales, que son esencialmente tradicionalistas y que no serían nada si no lo fueran, pues todo lo que constituye sus civilizaciones es estrictamente tradicional; así pues, es de este espíritu del que importa deshacerse ante todo si se quiere tener alguna esperanza de entenderse con ellos. Oriente y Occidente TENTATIVAS INFRUCTUOSAS