René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
Los límites de la historia y de la geografía
Hemos dicho precedentemente que, en razón de las diferencias cualitativas que existen entre los diversos periodos del tiempo, por ejemplo entre las diversas fases de un ciclo tal como nuestro Manvantara (y es evidente que, más allá de los límites de la duración de la presente humanidad, las condiciones deben ser todavía más diferentes), se producen en el medio cósmico en general, y más especialmente en el medio terrestre que nos concierne de una manera más directa, cambios de los que la ciencia profana, con su horizonte limitado únicamente al mundo moderno donde ella ha tomado nacimiento, no puede hacerse ninguna idea, de suerte que, cualquiera que sea la época que quiera considerar, ella se representa siempre un mundo cuyas condiciones habrían sido semejantes a lo que son actualmente. Hemos visto, por otra parte, que los psicólogos se imaginan que el hombre ha sido siempre mentalmente tal cual es hoy día; y lo que es verdad de los psicólogos a este respecto lo es otro tanto de los historiadores, que aprecian las acciones de los hombres de la antigüedad o de la Edad Media exactamente como si apreciaran las de sus contemporáneos, atribuyéndoles los mismos motivos y las mismas intenciones; así pues, ya se trate del hombre o del medio, en eso hay evidentemente una aplicación de esas concepciones simplificadas y «uniformizantes» que corresponden tan bien a las tendencias actuales; en cuanto a saber cómo esta «uniformización del pasado puede conciliarse en otras partes con las teorías «progresistas» y «evolucionistas» admitidas al mismo tiempo por los mismos individuos, es ese un problema que no nos encargaremos de resolver, y sin duda no es sino un ejemplo más de las innumerables contradicciones de la mentalidad moderna.
Cuando hablamos de cambios del medio, no entendemos hacer alusión solo a los cataclismos más o menos extensos que marcan en cierto modo los «puntos críticos» del ciclo; esos son cambios bruscos que corresponden a verdaderas rupturas de equilibrio, e, incluso en el caso en que no se trata por ejemplo más que de la desaparición de un solo continente (casos que son lo que se encontrarían de hecho en el curso de la historia de la presente humanidad), es fácil concebir que todo el conjunto del medio terrestre no debe ser por ello menos afectado por sus repercusiones, y que así la «figura del mundo», si puede decirse, debe ser por eso mismo notablemente cambiada. Pero hay también modificaciones continuas e insensibles que, en el interior de un periodo donde no se produce ningún cataclismo, no obstante acaban poco a poco por tener resultados casi tan considerables; no hay que decir que no se trata de simples modificaciones «geológicas», en el sentido en que lo entiende la ciencia profana, y, por lo demás, es un error no considerar los cataclismos mismos más que desde ese punto de vista exclusivo, que, como siempre, se limita a lo más exterior; tenemos en vista algo de un orden mucho más profundo, que incide sobre las condiciones mismas del medio, de suerte que, incluso si no se toman en consideración los fenómenos geológicos que aquí ya no son más que detalles de importancia secundaria, los seres y las cosas no serían por ello menos verdaderamente cambiados. En cuanto a las modificaciones artificiales producidas por la intervención del hombre, no son en suma más que consecuencias, en el sentido de que, como ya lo hemos explicado, son precisamente las condiciones especiales de tal o de cual época las que las hacen posibles; si el hombre puede actuar no obstante de una manera más profunda sobre el ambiente, es más bien psíquicamente que corporalmente, y lo que hemos dicho de los efectos de la actitud materialista puede ya hacerlo comprender suficientemente.
Por todo lo que hemos expuesto hasta aquí, es fácil darse cuenta ahora del sentido general en el que se efectúan estos cambios: ese sentido es el que hemos caracterizado como la «solidificación» del mundo, que da a todas las cosas un aspecto que responde de una manera cada vez más próxima (aunque no obstante siempre inexacta en realidad) a la manera en que las consideran las concepciones cuantitativas, mecanicistas o materialistas; es por eso, hemos dicho, que la ciencia moderna «triunfa» en sus aplicaciones prácticas, y es por eso también por lo que la realidad ambiente no parece infligirle desmentidos demasiado contundentes. No habría podido ser lo mismo en épocas anteriores, donde el mundo no estaba tan «sólido» como hoy día, y donde la modalidad corporal y las modalidades sutiles del dominio individual no estaban tan completamente separadas (aunque, como lo veremos más adelante, incluso en el estado presente, haya que hacer ciertas reservas en lo que concierne a esta separación). No solo el hombre, debido a que sus facultades estaban mucho menos estrechamente limitadas, no veía el mundo con los mismos ojos que hoy día, y percibía de él muchas cosas que se le escapan ahora enteramente; sino que, correlativamente, el mundo mismo, en tanto que conjunto cósmico, era verdaderamente diferente cualitativamente, porque posibilidades de otro orden se reflejaban en el dominio corporal y le «transfiguraban» en cierto modo; y es así como, cuando algunas «leyendas» dicen por ejemplo que hubo un tiempo en el que las piedras preciosas eran tan comunes como lo son ahora los guijarros más groseros, eso no debe tomarse quizás solo en un sentido completamente simbólico. Bien entendido, ese sentido simbólico existe siempre en parecido caso, pero eso no es decir que sea el único, ya que toda cosa manifestada es necesariamente un símbolo en relación a una realidad superior; por lo demás, no pensamos tener necesidad de insistir en ello, ya que hemos tenido en otras partes suficientes ocasiones de explicarnos sobre eso, ya sea de una manera general, ya sea en lo que concierne a los casos más particulares tales como el valor simbólico de los hechos históricos y geográficos.
Nos adelantaremos sin más tardar a una objeción que podría plantearse sobre el tema de estos cambios cualitativos en la «figura del mundo»: se dirá quizás que, si ello fuera así, los vestigios de las épocas desaparecidas que se descubren a cada instante deberían dar testimonio de ello, y que, sin hablar de las épocas «geológicas» y para atenerse a lo que toca a la historia humana, los arqueólogos e incluso los «prehistoriadores» no encuentran nunca nada de tal, por lejos que los resultados de sus excavaciones se adentren en el pasado. En el fondo, la respuesta es muy simple: en primer lugar, esos vestigios, en el estado en el que se presentan hoy, y en tanto que, por consiguiente, forman parte del medio actual, han participado forzosamente, como todo lo demás, en la «solidificación» del mundo; si no hubieran participado en ella, puesto que su existencia ya no está de acuerdo con las condiciones generales, habrían desaparecido enteramente, y sin duda ha sido así de hecho para muchas cosas de las que ya no se puede encontrar el menor rastro. Seguidamente, los arqueólogos examinan esos vestigios mismos con ojos de modernos, que no aprehenden más que de la modalidad más grosera de la manifestación, de suerte que, incluso si algo más sutil ha permanecido todavía vinculado a ellos a pesar de todo, son ciertamente muy incapaces de apercibirse de ello, y los tratan en suma como los físicos mecanicistas tratan a las cosas de que se ocupan, porque su mentalidad es la misma y porque sus facultades están igualmente limitadas. Se dice que, cuando un tesoro es buscado por alguien a quien, por una razón cualquiera, no está destinado, el oro y las piedras preciosas se cambian para él en carbón y guijarros vulgares; ¡los modernos aficionados a las excavaciones podrían sacar provecho de esta otra «leyenda»!
Sea como sea, es muy cierto que, por el hecho mismo de que los historiadores emprenden todas sus investigaciones colocándose en un punto de vista moderno y profano, encuentran en el tiempo ciertas «barreras» más o menos completamente infranqueables; y como lo hemos dicho en otra parte, la primera de esas «barreras» se encuentra colocada hacia el siglo VI antes de la era cristiana, donde comienza lo que uno puede llamar, con las concepciones actuales, la historia propiamente dicha, de suerte que la antigüedad que ésta considera no es, en suma, sino una antigüedad muy relativa. Se dirá sin duda que las excavaciones recientes han permitido remontar mucho más atrás, sacando a la luz restos de una antigüedad mucho más remota que esa, y eso es verdad hasta un cierto punto; únicamente, lo que es bastante destacable, es que entonces ya no hay ninguna cronología cierta, de suerte que las divergencias en la estimación de las fechas de los objetos y de los acontecimientos varían sobre siglos y a veces incluso sobre milenios enteros; además, nadie llega a hacerse ninguna idea por poco clara que sea de las civilizaciones de aquellas épocas tan lejanas, porque ya no se pueden encontrar, con lo que existe actualmente, los términos de comparación que se encuentran todavía cuando no se trata más que de la antigüedad «clásica», lo que no quiere decir que ésta, del mismo modo que la Edad Media que está no obstante aún más cerca de nosotros en el tiempo, no esté desfiguradísima en las representaciones que dan de ella los historiadores modernos. Por lo demás, la verdad es que todo lo que las excavaciones arqueológicas han hecho conocer de más antiguo hasta aquí no se remonta más que a los alrededores del comienzo del Kali-Yuga, donde se encuentra colocada naturalmente una segunda «barrera»; y, si se pudiera llegar a franquear ésta por un medio cualquiera, habría todavía una tercera que corresponde a la época del último gran cataclismo terrestre, es decir, del que se designa tradicionalmente como la desaparición de la Atlántida; ¡evidentemente sería completamente inútil querer remontar todavía más lejos, ya que, antes de que los historiadores hayan llegado a ese punto, el mundo moderno habrá tenido mucho tiempo de desaparecer a su vez!
Estas pocas indicaciones bastan para hacer comprender cuan vanas son todas las discusiones a las que los profanos (y por esta palabra debemos entender aquí todos aquellos que están afectados del espíritu moderno) pueden intentar librarse sobre lo que se refiere a los primeros periodos del Manvantara, a los tiempos de la «edad de oro» y de la «tradición primordial», e incluso a hechos mucho menos remotos como el «diluvio» bíblico, si uno no toma éste más que en el sentido más inmediatamente literal en el que se refiere al cataclismo de la Atlántida; estas cosas son de las que están y estarán siempre enteramente fuera de su alcance. Por lo demás, es por eso por lo que las niegan, como niegan indistintamente todo lo que les rebasa de una manera cualquiera, ya que todos sus estudios y todas sus investigaciones, emprendidas partiendo de un punto de vista falso y limitado, no pueden desembocar en definitiva más que en la negación de todo lo que no está incluido en ese punto de vista; y, además, esas gentes están tan persuadidas de su «superioridad» que no pueden admitir la existencia o la posibilidad de que nada escape a sus investigaciones; ¡ciertamente, los ciegos estarían igualmente bien fundamentados para negar la existencia de la luz y para sacar pretexto de ello para jactarse de ser superiores a los hombres normales!
Lo que acabamos de decir de los límites de la historia, considerada según la concepción profana, puede aplicarse igualmente a los de la geografía, ya que, ahí también, hay muchas cosas que han desaparecido completamente del horizonte de los modernos; que se comparen las descripciones de los geógrafos antiguos a las de los geógrafos modernos, y se verá llevado frecuentemente a preguntarse si es verdaderamente posible que los unos y los otros se refieran a un mismo país. Sin embargo, los antiguos de que se trata no lo son más que en un sentido muy relativo, e incluso, para constatar cosas de este género, no hay necesidad de remontar más allá de la Edad Media; no ha habido pues, ciertamente, en el intervalo que los separa de nosotros, ningún cataclismo notable; a pesar de eso, ¿ha podido cambiar el mundo de figura hasta tal punto y tan rápidamente? Sabemos bien que los modernos dirán que los antiguos han visto mal, o que han contado mal lo que han visto; pero esta explicación, que equivaldría en suma a suponer que, antes de nuestra época, todos los hombres estaban tocados de trastornos sensoriales o mentales, es verdaderamente demasiado «simplista» y negativa; y si se quiere examinar la cuestión con toda parcialidad, ¿por qué, al contrario, no serían los modernos los que ven mal, y los que ni siquiera ven en absoluto algunas cosas? Proclaman triunfalmente que «la tierra está ahora enteramente descubierta», lo que no es quizás tan verdadero como creen, y se imaginan que, por el contrario, era desconocida para los antiguos en su mayor parte, en lo cual uno se puede preguntar de qué antiguos quieren hablar con exactitud, y si piensan que antes de ellos, no hubo otros hombres que los occidentales de la época «clásica», y que el mundo habitado se reducía entonces a una pequeña porción de Europa y de Asia Menor; agregan que «lo desconocido, porque es desconocido, no podía ser más que misterioso»; pero, ¿dónde han visto que los antiguos hayan dicho que había cosas «misteriosas», y no es simplemente que ellos las declaran tales porque ya no las comprenden? En el comienzo, dicen también, se vieron «maravillas», después, más tarde, hubo solo «curiosidades» o «singularidades», y finalmente «se apercibieron de que esas singularidades se plegaban a unas leyes generales, que los sabios buscaban fijar»; pero lo que describen así mal que bien, ¿no es precisamente la sucesión de las etapas de la limitación de las facultades humanas, etapas de las que la última corresponde a lo que se puede llamar propiamente la manía de las explicaciones racionales, con todo lo que tienen de groseramente insuficiente? De hecho, esta última manera de ver las cosas, de donde procede la geografía moderna, no data verdaderamente más que de los siglos XVII y XVIII, es decir, de la época misma que vio el nacimiento y la difusión de la mentalidad especialmente racionalista, lo que confirma bien nuestra interpretación; a partir de ese momento, las facultades de concepción y de percepción que permitían al hombre alcanzar otra cosa que el modo más grosero y más inferior de la realidad estaban totalmente atrofiadas, al mismo tiempo que el mundo mismo estaba irremediablemente «solidificado».
Al considerar así las cosas, se llega finalmente a esto: o bien se veía antaño lo que ya no se ve ahora, porque ha habido cambios considerables en el medio terrestre o en las facultades humanas, o más bien en los dos a la vez, siendo estos cambios tanto más rápidos cuanto más se acerca uno a nuestra época; o bien lo que se llama la «geografía» tenía antiguamente una significación completamente diferente de la que tiene hoy día. De hecho, los dos términos de esta alternativa no se excluyen, y cada uno de ellos expresa un lado de la verdad, puesto que la concepción que uno se hace de una ciencia depende naturalmente a la vez del punto de vista desde donde se considera su objeto y de la medida en la cual se es capaz de aprehender efectivamente las realidades que están implicadas en él: por estos dos lados a la vez, una ciencia tradicional y una ciencia profana, incluso si llevan el mismo nombre (lo que indica generalmente que la segunda es como un «residuo» de la primera), son tan profundamente diferentes que están realmente separadas por un abismo. Ahora bien, hay realmente una «geografía sagrada» o tradicional, que los modernos ignoran tan completamente como todos los demás conocimientos del mismo género; hay un simbolismo geográfico así como un simbolismo histórico, y es el valor simbólico de las cosas el que les da su significación profunda, porque es por eso por donde es establecida su correspondencia con las realidades de orden superior; pero, para determinar efectivamente esta correspondencia, es menester ser capaz, de una manera o de otra, de percibir en las cosas mismas el reflejo de esas realidades. Es así como hay lugares que son más particularmente aptos para servir de «soporte» a la acción de las «influencias espirituales», y es en esto en lo que se ha basado siempre el establecimiento de algunos «centros» tradicionales principales o secundarios, de los que los «oráculos» de la antigüedad y los lugares de peregrinaje proporcionan los ejemplos más aparentes exteriormente; hay también otros lugares que no son menos particularmente favorables a la manifestación de «influencias» de un carácter enteramente opuesto, pertenecientes a las más bajas regiones del dominio sutil; ¿pero que puede significar para un occidental moderno que haya, por ejemplo, en tal lugar una «puerta de los Cielos» o en tal otro una «boca de los Infiernos», puesto que el «espesor» de su constitución «psicofisiológica» es tal que, ni en el uno ni en el otro, pueden sentir absolutamente nada de especial? Así pues, estas cosas son literalmente inexistentes para él, lo que bien entendido, no quiere decir que hayan cesado de existir realmente; pero es verdad que, al haberse reducido en cierto modo al mínimo las comunicaciones del dominio corporal con el dominio sutil, es menester, para poder constatarlas, un mayor desarrollo de esas mismas facultades de antaño, y son justamente esas facultades las que, bien lejos de desarrollarse, han ido al contrario debilitándose generalmente y han acabado por desaparecer en la «media» de los individuos humanos, de suerte que la dificultad y la rareza de las percepciones de ese orden han sido doblemente acrecentadas con ello, y es eso lo que permite a los modernos tomar a irrisión los relatos de los antiguos.
A este propósito, agregaremos todavía una precisión que concierne a algunas descripciones de seres extraños que se encuentran en esos relatos: como esas descripciones datan naturalmente todo lo más de la antigüedad «clásica», en la que ya se había producido una incontestable degeneración desde el punto de vista tradicional, es muy posible que se hayan introducido ahí confusiones de más de un tipo; así, una parte de esas descripciones pueden provenir en realidad de «supervivencias» de un simbolismo que ya no era comprendido (La Historia natural de Plinio, concretamente, parece ser una «fuente» casi inagotable de ejemplos que se refieren a casos de este género, y es por lo demás una fuente en la que todos los que han venido después de él han bebido abundantemente.), mientras que otra puede referirse a las apariencias revestidas por las manifestaciones de algunas «entidades» o «influencias» pertenecientes al dominio sutil, y alguna otra también, pero que sin duda no es la más importante, puede ser realmente la descripción de seres que hayan tenido una existencia corporal en tiempos más o menos lejanos, pero pertenecientes a especies desaparecidas desde aquel entonces o que no hayan subsistido sino en condiciones excepcionales y por rarísimos representantes, lo que puede encontrarse incluso hoy todavía, piensen lo que piensen al respecto los que se imaginan que ya no hay nada desconocido para ellos en este mundo. Se ve que, para discernir lo que hay en el fondo de todo eso, sería menester un trabajo bastante largo y difícil, tanto más cuanto que las «fuentes» de las que se dispone ya están lejos de representar puros datos tradicionales; es evidentemente más simple y más cómodo rechazarlo todo en bloque como lo hacen los modernos, que por lo demás no comprenderían mejor los verdaderos datos tradicionales mismos y no verían en ellos más que indescifrables enigmas, y que persistirán naturalmente en esta actitud negativa hasta que nuevos cambios en la «figura del mundo» vengan finalmente a destruir su engañosa seguridad.