René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
La confusión de lo psíquico y de lo espiritual
Lo que hemos dicho sobre el tema de algunas explicaciones psicológicas de las doctrinas tradicionales representa un caso particular de una confusión muy extendida en el mundo moderno, la de los dominios psíquico y espiritual; y esta confusión, incluso cuando no llega hasta una subversión como la del psicoanálisis, que asimila lo espiritual a que hay de más inferior en el orden psíquico, por ello no es menos extremadamente grave en todos los casos. Por lo demás, en cierto modo, en eso hay una consecuencia natural del hecho de que los occidentales, desde hace mucho tiempo ya, no saben distinguir el «alma» y el «espíritu» (y el dualismo cartesiano ha contribuido ciertamente mucho a eso, puesto que confunde en una sola y misma cosa todo lo que no es el cuerpo, y puesto que esta cosa vaga y mal definida es designada en él indiferentemente por uno y otro nombre); así pues, esta confusión se manifiesta a cada instante hasta en el lenguaje corriente; el nombre de «espíritus» dado vulgarmente a «entidades» psíquicas que no tienen ciertamente nada de «espiritual», y la denominación misma del «espiritismo» que se deriva de ello, sin hablar de ese otro error que hace llamar también «espíritu» a lo que no es en realidad más que la «mente», serán aquí ejemplos suficientes de ello. Es muy fácil ver las consecuencias enojosas que pueden resultar de semejante estado de cosas: propagar esta confusión, sobre todo en las condiciones actuales, es, se quiera o no, arrastrar a los seres a perderse irremediablemente en el caos del «mundo intermediario», y, por eso mismo, es hacer, con frecuencia inconscientemente por lo demás, el juego de las fuerzas «satánicas» que rigen lo que hemos llamado la «contrainiciación».
Aquí, importa precisar bien a fin de evitar todo malentendido: no se puede decir que un desarrollo cualquiera de las posibilidades de un ser, incluso en un orden poco elevado como el que representa el dominio psíquico, sea esencialmente «maléfico» en sí mismo; pero es menester no olvidar que este dominio es por excelencia el de las ilusiones, y es menester saber situar siempre cada cosa en el sitio que le pertenece normalmente; en suma, todo depende del uso que se hace de un tal desarrollo, y, ante todo, es necesario considerar si se toma como un fin en sí mismo, o al contrario como un simple medio en vista de alcanzar un propósito de orden superior. En efecto, no importa qué, puede, según las circunstancias de cada caso particular, servir de ocasión o de «soporte» a aquel que se compromete en la vía que debe conducirle a una «realización» espiritual; eso es verdad sobre todo al comienzo, en razón de la diversidad de las naturalezas individuales cuya influencia está entonces en su máximo, pero la cosa es todavía así, hasta un cierto punto, en tanto que los límites de la individualidad no estén enteramente rebasados. Pero, por otro lado, no importa qué puede también ser un obstáculo más que un «soporte», si el ser se detiene en eso y se deja ilusionar y extraviar por algunas apariencias de «realización» que no tienen ningún valor propio y que no son más que resultados completamente accidentales y contingentes, si es que se les puede considerar como resultados desde un punto de vista cualquiera; y este peligro de extravío existe siempre, precisamente, mientras se esté todavía en el orden de las posibilidades individuales; por lo demás, es en lo que concierne a las posibilidades psíquicas donde el peligro es incontestablemente más grande, y eso tanto más, naturalmente, cuanto de un orden más inferior sean esas posibilidades.
El peligro es ciertamente mucho menos grave cuando no se trata más que de posibilidades de orden simplemente corporal y fisiológico; podemos citar aquí como ejemplo el error de algunos occidentales que, como lo decíamos más atrás, toman el yoga, al menos lo poco que conocen de sus procedimientos preparatorios, por una suerte de método de «cultura física»; en un caso parecido, apenas se corre el riesgo de obtener, por esas «prácticas» realizadas desconsideradamente y sin control, un resultado completamente opuesto a aquel que se busca, y de arruinar su salud creyendo mejorarla. Esto no nos interesa en nada, excepto en que hay en ello una grosera desviación en el empleo de esas «prácticas» que, en realidad, están hechas para un uso completamente diferente, tan alejado como es posible de ese dominio fisiológico, y cuyas repercusiones naturales en éste no constituyen más que un simple «accidente» al que no conviene dar la menor importancia. No obstante, es menester agregar que esas mismas «prácticas» pueden tener también, sin saberlo el ignorante que se libra a ellas como a una «gimnasia» cualquiera, repercusiones en las modalidades sutiles del individuo, lo que, de hecho, aumenta considerablemente su peligro: uno puede así, sin sospecharlo siquiera de ninguna manera, abrir la puerta a influencias de todo tipo (y, bien entendido, son siempre las de la cualidad más baja las que se aprovechan de ello en primer lugar), contra las cuales se está tanto menos prevenido cuanto que a veces no se sospecha su existencia, y cuanto que con mayor razón se es incapaz de discernir su verdadera naturaleza; pero, en eso al menos, no hay ninguna pretensión «espiritual».
La cosa es muy diferente en algunos casos donde entra en juego la confusión de lo psíquico propiamente dicho y de lo espiritual, confusión que, por lo demás, se presenta bajo dos formas inversas: en la primera, lo espiritual es reducido a lo psíquico, y es lo que sucede concretamente en el género de explicaciones psicológicas de las que hemos hablado; en la segunda, lo psíquico es tomado al contrario por lo espiritual, y el ejemplo más vulgar de ello es el espiritismo, pero las demás formas más complejas del «neoespiritualismo» proceden todas igualmente de este mismo error. En los dos casos, es siempre, en definitiva, lo espiritual lo que es desconocido; pero el primero concierne a aquellos que lo niegan pura y simplemente, al menos de hecho, si no siempre de una manera explícita, mientras que el segundo concierne a los que tienen la ilusión de una falsa espiritualidad, y es éste último caso el que tenemos más particularmente en vista al presente. La razón por la que tantas gentes se dejan extraviar por esta ilusión es bastante simple en el fondo: algunos buscan ante todo pretendidos «poderes», es decir, en suma, bajo una forma o bajo otra, la producción de «fenómenos» más o menos extraordinarios; otros se esfuerzan en «centrar» su consciencia sobre algunos «prolongamientos» inferiores de la individualidad humana, tomándolos equivocadamente por estados superiores, simplemente porque están fuera del cuadro donde se encierra generalmente la actividad del hombre «medio», cuadro que, en el estado que corresponde al punto de vista profano de la época actual, es el que se ha convenido en llamar la «vida ordinaria», en la que no interviene ninguna posibilidad de orden extracorporal. Por lo demás, para estos últimos también, es el atractivo del «fenómeno», es decir, en el fondo, la tendencia «experimental» inherente al espíritu moderno, la que está más frecuentemente en la raíz del error: lo que quieren obtener en efecto, son siempre resultados que sean en cierto modo «sensibles», y es eso lo que creen que es una «realización»; pero eso equivale a decir justamente que todo lo que es verdaderamente de orden espiritual se les escapa enteramente, que ni siquiera lo conciben, por lejanamente que sea, y que, al carecer totalmente de «cualificación» a este respecto, sería mejor para ellos que se contentaran con permanecer encerrados en la banal y mediocre seguridad de la «vida ordinaria». Bien entendido, aquí no se trata de negar de ninguna manera la realidad de los «fenómenos» en cuestión como tales; son incluso muy reales, podríamos decir, y por ello son más peligrosos; lo que contestamos formalmente, es su valor y su interés, sobre todo desde el punto de vista de un desarrollo espiritual, y es precisamente en eso donde recae la ilusión. Si todavía no hubiera en eso más que una simple pérdida de tiempo y de esfuerzos, el mal no sería muy grande después de todo; pero, en general, el ser que se dedica a estas cosas deviene después incapaz de librarse de ellas y de ir más allá, y es así irremediablemente desviado; en todas las tradiciones orientales, se conoce bien el caso de esos individuos que, devenidos simples productores de «fenómenos», no alcanzaron nunca la menor espiritualidad. Pero hay todavía más: puede haber en eso una suerte de desarrollo «al revés», que no solo no aporta ninguna adquisición válida, sino que aleja siempre más de la «realización» espiritual, hasta que el ser esté definitivamente extraviado en esos «prolongamientos» inferiores de su individualidad a los que hacíamos alusión hace un momento, y por los que no puede entrar en contacto más que con lo «infrahumano»; su situación no tiene entonces salida, o al menos no tiene más que una, que es una «desintegración» total del ser consciente; para el individuo, eso es propiamente el equivalente de lo que es la disolución final para el conjunto del «cosmos» manifestado.
No se podría pues desconfiar demasiado, a este respecto todavía más quizás que desde cualquier otro punto de vista, de toda llamada al «subconsciente», al «instinto», a la «intuición» infraracional, o incluso a una «fuerza vital» más o menos mal definida, en una palabra a todas esas cosas vagas y obscuras que tienden a exaltar la filosofía y la psicología nuevas, y que conducen más o menos directamente a una toma de contacto con los estados inferiores. Con mayor razón se debe uno guardar con una extrema vigilancia (ya que aquello de lo que se trata sabe muy bien tomar los disfraces más insidiosos) de todo lo que induce al ser a «fundirse», y diríamos más gustosamente y más exactamente a «confundirse» o incluso a «disolverse», en una suerte de «consciencia cósmica» exclusiva de toda «transcendencia», y, por consiguiente, de toda espiritualidad efectiva; esa es la última consecuencia de todos los errores antimetafísicos que designan, bajo su aspecto más especialmente filosófico, términos como los de «panteísmo», de «inmanentismo» y de «naturalismo», cosas todas, por lo demás, estrechamente conexas, consecuencia ante la cual algunos retrocederían ciertamente si pudieran saber verdaderamente de lo que hablan. En efecto, eso es tomar literalmente la espiritualidad «al revés», substituirla por lo que es verdaderamente lo inverso de la misma, puesto que conduce inevitablemente a su pérdida definitiva, y es eso en lo que consiste el «satanismo» propiamente dicho; por lo demás, ya sea consciente o inconsciente, según los casos, eso cambia bastante poco los resultados; y es menester no olvidar que el «satanismo inconsciente» de algunos, más numerosos que nunca en nuestra época de desorden extendido a todos los dominios, no es verdaderamente, en el fondo, más que un instrumento al servicio del «satanismo consciente» de los representantes de la «contratradición».
Hemos tenido en otra parte la ocasión de señalar el simbolismo iniciático de una «navegación» que se cumple a través del Océano que representa el dominio psíquico, y que se trata de franquear, evitando todos sus peligros, para llegar a la meta (Ver El Rey del Mundo, pp. 120-121 de la ed. francesa, y Autoridad espiritual y poder temporal, pp. 140-144 de la ed. francesa.); ¿pero qué decir del que se arrojara en plena mitad de ese Océano y no tuviera otra aspiración que la de ahogarse en él? Es eso, muy exactamente, lo que significa esta supuesta «fusión» con una «consciencia cósmica» que no es en realidad nada más que el conjunto confuso e indistinto de todas las influencias psíquicas, las cuales, imaginen lo que imaginen algunos, no tienen ciertamente absolutamente nada en común con las influencias espirituales, incluso si ocurre que las imiten más o menos en algunas de sus manifestaciones exteriores (ya que ese es el dominio donde la «contrahechura» se ejerce en toda su amplitud, y es por eso por lo que esas manifestaciones «fenoménicas» no prueban nunca nada por sí mismas, pudiendo ser completamente semejantes en un santo y en un brujo). Aquellos que cometen esta fatal equivocación olvidan o ignoran simplemente la distinción de las «Aguas superiores» y de las «Aguas inferiores»; en lugar de elevarse hacia el Océano de arriba, se hunden en los abismos del Océano de abajo; en lugar de concentrar todas sus potencias para dirigirlas hacia el mundo informal, que es el único que puede llamarse «espiritual», las dispersan en la diversidad indefinidamente cambiante y huidiza de las formas de la manifestación sutil (que es lo que corresponde tan exactamente como es posible a la concepción de la «realidad» bergsoniana), sin sospechar que lo que toman así por una plenitud de «vida» no es efectivamente más que el reino de la muerte y de la disolución sin retorno.