Guénon — Símbolos fundamentais da ciência sagrada — A reforma da mentalidade moderna
La civilización moderna aparece en la historia como una verdadera anomalía: de todas las que conocemos, es la única que se haya desarrollado en un sentido puramente material, la única también que no se apoye en ningún principio de orden superior. Este desarrollo material, que continúa desde hace ya varios siglos y que va acelerándose de más en más, ha sido acompañado de una regresión intelectual, que ese desarrollo es harto incapaz de compensar. Se trata, entiéndase bien, de la verdadera y pura intelectualidad, que podría igualmente llamarse espiritualidad, y nos negamos a dar tal nombre a aquello a que los modernos se han aplicado sobre todo: el cultivo de las ciencias experimentales con vistas a las aplicaciones prácticas a que ellas pueden dar lugar. Un solo ejemplo permitiría medir la amplitud de esa regresión: la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino era, en su tiempo, un manual para uso de estudiantes; ¿dónde están hoy los estudiantes capaces de profundizarla y asimilársela?
La decadencia no se ha producido de súbito; podrían seguirse sus etapas a través de toda la filosofía moderna. Es la pérdida o el olvido de la verdadera intelectualidad lo que ha hecho posibles esos dos errores que no se oponen sino en apariencia, que son en realidad correlativos y complementarios: racionalismo y sentimentalismo. Desde que se negaba o ignoraba todo conocimiento puramente intelectual, como se ha hecho desde Descartes, debía lógicamente desembocarse, por una parte, en el positivismo, el agnosticismo y todas las aberraciones “cientificistas”, y, por otra, en todas las teorías contemporáneas que, no contentándose con lo que la razón puede dar, buscan otra cosa, pero la buscan por el lado del sentimiento y del instinto, es decir, por debajo y no por encima de la razón, y llegan, con William. James por ejemplo, a ver en la subconsciencia el medio por el cual el hombre puede entrar en comunicación con lo Divino. La noción de la verdad, después de haber sido rebajada a mera representación de la realidad sensible, es finalmente identificada por el pragmatismo con la utilidad, lo que equivale a suprimirla pura y simplemente; en efecto, ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones son únicamente materiales y sentimentales?
No es posible desarrollar aquí todas las consecuencias de semejante estado de cosas; limitémonos a indicar algunas, entre ellas las que se refieren más particularmente al punto de vista religioso. Ante todo, es de notar que el desprecio y la repulsión experimentados por los demás pueblos, los orientales sobre todo, con respecto a los occidentales, provienen en gran parte de que éstos se les aparecen en general como hombres sin tradición, sin religión, lo que es a sus ojos una verdadera monstruosidad. Un oriental no puede admitir una organización social que no descanse sobre principios tradicionales; para un musulmán, por ejemplo, la legislación íntegra no es sino una simple dependencia de la religión. Otrora, ha sido lo mismo en Occidente; piénsese en lo que era la Cristiandad en la Edad Media; pero hoy las relaciones se han invertido. En efecto, se encara ahora la religión como un simple hecho social; en vez de que el orden social íntegro esté vinculado a la religión, ésta, al contrario, cuando aún se consiente en otorgarle un sitio, no se ve ya sino como uno cualquiera de los elementos constituyentes del orden social; Y ¡cuántos católicos, ay, admiten sin la menor dificultad este modo de ver! Es tiempo de reaccionar contra esta tendencia y, a este respecto, la afirmación del Reino social de Cristo es una manifestación particularmente oportuna; pero, para hacer de ella una realidad, es preciso reformar toda la mentalidad moderna.
No hay que disimulárselo: aquellos mismos que se creen sinceramente religiosos, en su mayor parte no tienen de la religión sino una idea harto disminuida; ella no ejerce apenas influjo efectivo sobre su pensamiento ni su modo de obrar; está como separada de todo el resto de su existencia. Prácticamente, creyentes e incrédulos se comportan aproximadamente de la misma manera; para muchos católicos, la afirmación de lo sobrenatural no tiene sino un valor puramente teórico, y se sentirían harto incómodos de haber de verificar un hecho milagroso. Esto es lo que podría llamarse un materialismo práctico, un materialismo de hecho; ¿no es más peligroso aún que el materialismo confesado, precisamente porque aquellos a quienes afecta no tienen siquiera conciencia de ello?
Por otra parte, para la gran mayoría, la religión no es sino asunto del sentimiento, sin ningún alcance intelectual; se confunde la religión con una vaga religiosidad, se la reduce a una moral; se disminuye lo más posible el lugar de la doctrina, que es empero lo absolutamente esencial, aquello de lo cual todo el resto no debe lógicamente ser sino consecuencia. En este respecto, el protestantismo, que termina siendo un puro y simple “moralismo”, es muy representativo de las tendencias del espíritu moderno; pero sería gran error creer que el propio catolicismo no esté afectado por las mismas tendencias, no en su principio, ciertamente, pero sí en la manera en que se presenta de ordinario: so pretexto de hacerlo aceptable a la mentalidad actual, se entra en las concesiones más fastidiosas, y se alienta así lo que debería, al contrario, combatirse enérgicamente. No insistiremos sobre la ceguera de quienes, so pretexto de “tolerancia”, se tornan cómplices inconscientes de verdaderas falsificaciones de la religión, cuya intención oculta están lejos de suponer. Señalemos solamente de paso, a este propósito, el abuso deplorable que harto frecuentemente se hace de la palabra “religión” misma: ¿no se emplean a cada momento expresiones como “religión de la patria”, “religión de la ciencia”, “religión del deber”? No son simples negligencias de lenguaje: son síntomas de la confusión que reina por doquier en el mundo moderno, pues el lenguaje no hace, en suma, sino representar fielmente el estado de las mentes; y tales expresiones son incompatibles con el verdadero sentido religioso.
Pero procedamos a lo que hay de más esencial, queremos referirnos al debilitamiento de la enseñanza doctrinal, casi totalmente reemplazada por vagas consideraciones morales y sentimentales, que quizá complazcan más a algunos, pero que, al mismo tiempo, no pueden sino repeler y alejar a quienes tienen aspiraciones de orden intelectual; y, pese a todo, los hay todavía en nuestra época. Lo prueba el que algunos, más numerosos aún de lo que podría creerse, deploran esa falta de doctrina; y vemos un signo favorable, pese a las apariencias, en el hecho de que, desde diversas direcciones, se toma más conciencia de ello hoy que algunos años atrás. Ciertamente, es erróneo pretender, según lo hemos oído con frecuencia, que nadie comprendería una exposición de pura doctrina; en primer lugar, ¿por qué querer siempre atenerse al nivel más bajo, so pretexto de que es el de la mayoría, como si hubiese de considerarse la cantidad más bien que la calidad? ¿No es ello una consecuencia de ese espíritu democrático que constituye uno de los aspectos característicos de la mentalidad moderna? Y, por otra parte, ¿se cree que tanta gente sería realmente incapaz de comprender, si se la hubiera habituado a una enseñanza doctrinal? ¿No ha de pensarse, incluso, que quienes no comprendieran todo obtendrían empero cierto beneficio, quizá mayor de lo que se supone?
Pero sin duda el obstáculo más grave es esa especie de desconfianza de que se da muestras, en demasiados medios católicos, y aun eclesiásticos, con respecto a la intelectualidad en general; decimos el más grave, porque es una señal de incomprensión hasta entre aquellos mismos a quienes incumbe la tarea de enseñanza. Han sido tocados por el espíritu moderno hasta el punto de no saber ya, lo mismo que los filósofos a los cuales antes aludíamos, lo que es la intelectualidad verdadera, hasta el punto de confundir a veces intelectualismo con racionalismo, facilitando así involuntariamente el juego a los adversarios. Nosotros pensamos, precisamente, que lo que importa ante todo es restaurar esa verdadera intelectualidad, y con ella el sentido de la doctrina y de la tradición; es hora de mostrar que hay en la religión otra cosa que un asunto de devoción sentimental, otra cosa también que preceptos morales o consolaciones para uso de espíritus debilitados por el sufrimiento; que puede encontrarse en ella el “sólido alimento” de que habla san Pablo en la Epístola a los Hebreos.
Bien sabemos que esto tiene el inconveniente de ir contra ciertos hábitos adquiridos y de que es difícil liberarse; y empero, no se trata de innovar: lejos de ello, se trata al contrario de retornar a la tradición de que se han apartado, de recobrar lo que se ha dejado perder. ¿No valdría esto más que hacer al espíritu moderno las concesiones más injustificadas, por ejemplo las que se encuentran en tanto tratado de apologética, donde el autor se esfuerza por conciliar el dogma con todo lo que de más hipotético y menos fundado hay en la ciencia actual, para volver a poner en cuestión todo, cada vez que esas teorías sedicentes científicas vienen a ser reemplazadas por otras? Sería muy fácil, empero, mostrar que la religión y la ciencia no pueden entrar realmente en conflicto, por la sencilla razón de que no se refieren al mismo dominio. ¿Cómo no se advierte el peligro que existe en parecer buscar, para la doctrina que concierne a las verdades inmutables y eternas, un punto de apoyo en lo que hay de más cambiante e incierto? ¿Y qué pensar de ciertos teólogos católicos afectados por el espíritu “cientificista” hasta el punto de creerse obligados a tener en cuenta, en mayor o menor medida, los resultados de la exégesis moderna y de la “crítica textual”, cuando seria tan fácil, a condición de poseer una base doctrinal un poco segura, poner en evidencia la inanidad de todo ello? ¿Cómo no se echa de ver que la pretendida “ciencia de las religiones”, tal como se la enseña en los medios universitarios, no ha sido jamás en realidad otra cosa que una máquina de guerra dirigida contra la religión y, más en general, contra todo lo que pueda subsistir aún de espíritu tradicional, al cual quieren, naturalmente, destruir aquellos que dirigen al mundo moderno en un sentido que no puede sino desembocar en una catástrofe?
Mucho habría que decir sobre todo esto, pero no hemos querido sino indicar muy someramente algunos de los puntos en los cuales una reforma sería necesaria y urgente; y, para terminar con una cuestión que nos interesa muy especialmente aquí, ¿por qué se encuentra tanta hostilidad, más o menos confesa, para con el simbolismo? Seguramente, porque es ése un mundo de expresión que. se ha hecho enteramente ajeno a la mentalidad moderna, y porque el hombre se inclina naturalmente a desconfiar de lo que no comprende. El simbolismo es el medio mejor adaptado a la enseñanza de las verdades de orden superior, religiosas y metafísicas, es decir, de todo lo que el espíritu moderno desdeña o rechaza; es todo. lo contrario de lo que conviene al racionalismo, y sus adversarios todos se comportan, algunos sin saberlo, como verdaderos racionalistas. En cuanto a nosotros, consideramos que, si el simbolismo, es hoy incomprendido, es ésta una razón más para insistir en él, exponiendo lo más completamente posible la significación real. de los símbolos tradicionales y restituyéndoles todo su alcance intelectual, en vez de utilizarlo simplemente como tema de exhortaciones sentimentales, para las cuales, por lo demás, el empleo del simbolismo es bien inútil.
Esta reforma de la mentalidad moderna, con todo lo que implica: restauración de la intelectualidad verdadera y de la tradición doctrinal, que para nosotros no se separan una de otra, es, ciertamente, tarea considerable; pero, ¿constituye. esto una razón para no emprenderla? Nos parece, al contrario, que tarea tal constituye una de las finalidades más altas e importantes que pueda proponerse a la actividad de una sociedad como la de la Irradiación intelectual del Sagrado Corazón, tanto más cuanto que todos los esfuerzos realizados en ese sentido estarán necesariamente. orientados hacia el Corazón del Verbo Encarnado, Sol espiritual y Centro del mundo “en el cual se ocultan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” no de esa vana ciencia profana, única conocida por la mayoría de nuestros contemporáneos, sino de la verdadera ciencia sagrada, que abre, a quienes la estudian como conviene, horizontes insospechados y verdaderamente ilimitados.