Las determinaciones cualitativas del tiempo
El tiempo aparece como más alejado todavía que el espacio de la cantidad pura: se puede hablar de magnitudes temporales como de magnitudes espaciales, y tanto las unas como las otras dependen de la cantidad continua (ya que no hay lugar a detenerse en la concepción extravagante de Descartes, según la cual el tiempo estaría constituido por una serie de instantes discontinuos, lo que necesita la suposición de una «creación» constantemente renovada, sin la cual el mundo se desvanecería a cada instante en los intervalos de ese discontinuo); pero, no obstante, hay que hacer una gran distinción entre los dos casos, por el hecho de que, como ya lo hemos indicado, mientras el espacio se puede medir directamente, el tiempo, al contrario, no se puede medir más que reduciéndole por así decir al espacio. Lo que se mide realmente no es nunca una duración, sino el espacio recorrido durante esa duración en un cierto movimiento cuya ley se conoce; al presentarse así esta ley como una relación entre el tiempo y el espacio, se puede, cuando se conoce la magnitud del espacio recorrido, deducir de ello la del tiempo empleado en recorrerle; y, cualesquiera que sean los artificios que se empleen, no hay en definitiva ningún otro medio que ese para determinar las magnitudes temporales.
Otra precisión que tiende también a la misma conclusión es ésta: los fenómenos propiamente corporales son los únicos que se sitúan tanto en el espacio como en el tiempo; los fenómenos de orden mental, los que estudia la «psicología» en el sentido ordinario de esta palabra, no tienen ningún carácter espacial, pero, por el contrario, se desarrollan igualmente en el tiempo; ahora bien, lo mental, que pertenece a la manifestación sutil, está necesariamente, en el dominio individual, más cerca de la esencia que lo corporal; si la naturaleza del tiempo le permite extenderse hasta ahí y condicionar las manifestaciones mentales mismas, es pues porque esta naturaleza debe ser más cualitativa todavía que la del espacio. Puesto que hablamos de los fenómenos mentales, agregaremos que, desde que están del lado de lo que representa la esencia en el individuo, es perfectamente vano buscar en ellos elementos cuantitativos, y con mayor razón, ya que algunos llegan hasta eso, querer reducirlos a la cantidad; lo que los «psicofisiólogos» determinan cuantitativamente, no son en realidad los fenómenos mentales mismos como se imaginan, sino solo algunos de sus concomitantes corporales; y en eso no hay nada que toque de ninguna manera a la naturaleza propia de la mente, ni por consiguiente que pueda servir para explicarla en la menor medida; ¡la idea absurda de una psicología cuantitativa representa verdaderamente el grado más acentuado de la aberración «cientificista» moderna!
Según todo eso, si se puede hablar de espacio «cualificado», se podrá hablar más todavía de tiempo «cualificado»; con esto queremos decir que debe haber en el tiempo menos determinaciones cuantitativas y más determinaciones cualitativas que en el espacio. Por lo demás, el «tiempo vacío» no tiene más existencia efectiva que el «espacio vacío», y a este propósito se podría repetir todo lo que hemos dicho al hablar del espacio; no hay más tiempo que espacio fuera de nuestro mundo, y, en éste, el tiempo realizado contiene siempre acontecimientos, así como el espacio realizado contiene siempre cuerpos. Bajo algunos aspectos, hay como una simetría entre el espacio y el tiempo, de los cuales se puede hablar así frecuentemente de una manera en cierto modo paralela; pero esta simetría, que no se encuentra al respecto de las demás condiciones de la existencia corporal, reside quizás más en su lado cualitativo, que en su lado cuantitativo, como tiende a mostrarlo la diferencia que hemos indicado entre la determinación de las magnitudes espaciales y la de las magnitudes temporales, y también la ausencia, en lo que concierne al tiempo, de una ciencia cuantitativa en el mismo grado que lo es la geometría para el espacio. Por el contrario, en el orden cualitativo, la simetría se traduce de una manera particularmente destacable por la correspondencia que existe entre el simbolismo espacial y el simbolismo temporal, correspondencia de la que, por lo demás, hemos tenido bastante frecuentemente la ocasión de dar ejemplos; en efecto, desde que se trata de simbolismo no hay que decir que es la consideración de la cualidad la que interviene esencialmente, y no la de la cantidad.
Es evidente que las épocas del tiempo están diferenciadas cualitativamente por los acontecimientos que se desarrollan en ellas, del mismo modo que las porciones del espacio lo están por los cuerpos que contienen, y que no se pueden considerar de ninguna manera como realmente equivalentes de las duraciones cuantitativamente iguales, pero llenas de series de acontecimientos completamente diferentes; es incluso de observación corriente que la igualdad cuantitativa, en la apreciación mental de la duración, desaparece completamente ante la diferencia cualitativa. Pero se dirá quizás que esta diferencia no es inherente a la duración misma, sino solo a lo que pasa en ella; es menester pues preguntarse si no hay al contrario, en la determinación cualitativa de los acontecimientos, algo que proviene del tiempo mismo; y, a decir verdad, ¿no se reconoce al menos implícitamente que ello es así cuando se habla por ejemplo, como se hace constantemente incluso en el lenguaje ordinario, de las condiciones particulares de tal o cual época? Eso parece en suma todavía más manifiesto para el tiempo que para el espacio, aunque, como lo hemos explicado, en lo que concierne a la situación de los cuerpos, los elementos cualitativos estén lejos de ser despreciables; e incluso, si se quisiera llegar hasta el fondo de las cosas, se podría decir que un cuerpo cualquiera no puede situarse indiferentemente en no importa cuál lugar en mayor media de la que un acontecimiento cualquiera puede producirse indiferentemente en no importa cuál época; pero, sin embargo, aquí la simetría no es perfecta, porque la situación de un cuerpo en el espacio es susceptible de variar por el hecho del movimiento, mientras que la de un acontecimiento en el tiempo está estrictamente determinada y es propiamente «única», de suerte que la naturaleza esencial de los acontecimientos aparece como mucho más estrictamente ligada al tiempo de lo que lo está la de los cuerpos al espacio, lo que confirma todavía que el tiempo debe tener en sí mismo un carácter más ampliamente cualitativo.
La verdad es que el tiempo no es algo que se desarrolla uniformemente, y, por consiguiente, su representación geométrica por una línea recta, tal como la consideran habitualmente los matemáticos modernos, no da de él más que una idea enteramente falseada por exceso de simplificación; veremos más adelante que la tendencia a la simplificación abusiva es también uno de los caracteres del espíritu moderno, y que, por lo demás, acompaña inevitablemente a la tendencia a reducirlo todo a la cantidad. La verdadera representación del tiempo es la que proporciona la concepción tradicional de los ciclos, concepción que, bien entendido, es esencialmente la de un tiempo «cualificado»; por lo demás, desde que se trata de representación geométrica, ya sea realizada gráficamente o simplemente expresada por la terminología de la que se haga uso, es evidente que se trata de la aplicación del simbolismo espacial, y esto debe dar a pensar que se podrá encontrar en ella la indicación de una cierta correlación entre las determinaciones cualitativas del tiempo y las del espacio. Es lo que ocurre en efecto: para el espacio, estas determinaciones residen esencialmente en las direcciones; ahora bien, la representación cíclica establece precisamente una correspondencia entre las fases de un ciclo temporal y las direcciones del espacio; para convencerse de ello, basta considerar un ejemplo tomado entre los más simples y más inmediatamente accesibles, el del ciclo anual, que juega, como se sabe, un papel muy importante en el simbolismo tradicional (Nos limitaremos a recordar aquí, por una parte, el alcance considerable del simbolismo del Zodiaco, sobre todo bajo el punto de vista propiamente iniciático, y, por otra parte, las aplicaciones directas de orden ritual a las que el desarrollo del ciclo anual da lugar en la mayoría de las formas tradicionales.), y en el cual las cuatro estaciones se ponen en correspondencia respectiva con los cuatro puntos cardinales (NA: Sobre el tema de las determinaciones cualitativas del espacio y del tiempo y de sus correspondencias, tenemos que mencionar un testimonio que no es ciertamente sospechoso, ya que es el de un orientalista «oficial», M. Marcel Granet, que ha consagrado a estas nociones tradicionales toda una parte de su obra titulada La Pensée chinoise; por lo demás, no hay que decir que él no quiere ver en todo eso más que singularidades de las que se esfuerza en dar una explicación únicamente «psicológica» y «sociológica», pero evidentemente no tenemos que preocuparnos de esa interpretación exigida por los prejuicios modernos en general y universitarios en particular, y es la constatación del hecho mismo lo que nos importa solo aquí; desde este punto de vista, se puede encontrar en el libro de que se trata un cuadro sorprendente de la antítesis que una civilización tradicional (y esto sería igualmente verdad para cualquier otra que la civilización china) presenta con la civilización «cuantitativa» que es la del Occidente moderno.).
No vamos a dar aquí una exposición más o menos completa de la doctrina de los ciclos, aunque ésta esté naturalmente implicada en el fondo mismo del presente estudio; para permanecer en los límites que debemos imponernos, nos contentaremos por el momento con formular algunas precisiones que tengan una relación más inmediata con nuestro tema considerado en su conjunto, reservándonos hacer llamada después a otras consideraciones que dependen de la misma doctrina. La primera de estas precisiones, es que no solo cada fase de un ciclo temporal, cualquiera que sea por lo demás, tiene su cualidad propia que influye sobre la determinación de los acontecimientos, sino que incluso la velocidad con la cual se desarrollan estos acontecimientos es algo que depende también de estas fases, y que, por consiguiente, es de orden más cualitativo que realmente cuantitativo. Así, cuando se habla de esta velocidad de los acontecimientos en el tiempo, por analogía con la velocidad de un cuerpo desplazándose en el espacio, es menester efectuar una cierta transposición de esta noción de velocidad, que entonces ya no se deja reducir a una expresión cuantitativa como la que se da de la velocidad propiamente dicha en mecánica. Lo que queremos decir, es que, según las diferentes fases del ciclo, series de acontecimientos comparables entre sí no se cumplen en él en duraciones cuantitativamente iguales; eso aparece sobre todo claramente cuando se trata de los grandes ciclos, de orden a la vez cósmico y humano, y se encuentra uno de los ejemplos más destacables de ello en la proporción decreciente de las duraciones respectivas de los cuatro Yugas cuyo conjunto forma el Manvantara (Se sabe que esta proporción es la de los números 4, 3, 2, 1, cuyo total suma 10 para el conjunto del ciclo; se sabe también que la duración misma de la vida humana se considera como yendo decreciendo de una edad a otra, lo que equivale a decir que esta vida transcurre con una rapidez siempre creciente desde el comienzo del ciclo hasta su fin.). Es precisamente por esta razón por lo que los acontecimientos se desarrollan actualmente con una velocidad de la que las épocas anteriores no ofrecen ejemplo, velocidad que va acelerándose sin cesar y que continuará acelerándose así hasta el final del ciclo; en eso hay como una «contracción» progresiva de la duración, cuyo límite corresponde al «punto de detención» al que ya hemos hecho alusión; tendremos que volver más tarde especialmente sobre estas consideraciones y explicarlas más completamente.
La segunda precisión incide sobre la dirección descendente de la marcha del ciclo, en tanto que éste es considerado como la expresión cronológica de un proceso de manifestación que implica un alejamiento gradual del principio; pero ya hemos hablado con bastante frecuencia de ello como para dispensarnos de insistir al respecto de nuevo. Si mencionamos todavía este punto aquí, es sobre todo porque, en conexión con lo que acaba de decirse, da lugar a una analogía espacial bastante digna de interés: el acrecentamiento de la velocidad de los acontecimientos, a medida que se acerca el fin del ciclo, puede compararse a la aceleración que existe en el movimiento de caída de los cuerpos pesados; la marcha de la humanidad actual parece verdaderamente la de un móvil lanzado sobre una pendiente y que va tanto más deprisa cuanto más cerca está del fondo; incluso si algunas reacciones en sentido contrario, en la medida en que son posibles, hacen las cosas un poco más complejas, por ello no hay menos en eso una imagen muy exacta del movimiento cíclico tomado en su generalidad.
En fin, una tercera precisión es ésta: puesto que la marcha descendente de la manifestación, y por consiguiente del ciclo que es su expresión, se efectúa desde el polo positivo o esencial de la existencia hacia su polo negativo o substancial, de ello resulta que todas las cosas deben tomar un aspecto cada vez menos cualitativo, y cada vez más cuantitativo; y es por eso por lo que el último periodo del ciclo debe tender muy particularmente a afirmarse como el «reino de la cantidad». Por lo demás, cuando decimos que ello debe ser así de todas las cosas, no lo entendemos solo de la manera en que ellas se consideran desde el punto de vista humano, sino también de una modificación real del «medio» mismo; puesto que cada periodo de la historia de la humanidad responde propiamente a un «momento cósmico» determinado, debe haber en él necesariamente una correlación constante entre el estado mismo del mundo, o de lo que se llama la «naturaleza» en el sentido más usual de esta palabra, y más especialmente del conjunto del medio terrestre, y el de la humanidad cuya existencia está evidentemente condicionada por este medio. Agregaremos que la ignorancia total de estas modificaciones de orden cósmico no es una de las menores causas de la incomprehensión de la ciencia profana frente a todo lo que se encuentra fuera de algunos límites; nacida ella misma de las condiciones muy especiales de la época actual, esta ciencia es muy evidentemente incapaz de concebir otras condiciones diferentes de esas, e incluso de admitir simplemente que ellas puedan existir, y así el punto de vista mismo que la define establece en el tiempo «barreras» que le es imposible franquear como le es imposible a un miope ver claramente más allá de una cierta distancia; y, de hecho, la mentalidad moderna y «cientificista» se caracteriza muy efectivamente, bajo todos los aspectos, por una verdadera «miopía intelectual». Los desarrollos a los cuales seremos llevados en lo que sigue permitirán comprender mejor lo que pueden ser estas modificaciones del medio, a la cuales no podemos hacer ahora más que una alusión de orden completamente general; con eso quizás se dará uno cuenta de que muchas cosas que se consideran hoy como «fabulosas» no lo eran de ningún modo para los antiguos, y que incluso siempre pueden no serlo tampoco para aquellos que han guardado, con el depósito de algunos conocimientos tradicionales, las nociones que permiten reconstituir la figura de un «mundo perdido», así como prever lo que será, al menos en sus rasgos generales, la de un mundo futuro, ya que, en razón misma de las leyes cíclicas que rigen la manifestación, el pasado y el porvenir se corresponden analógicamente, de suerte que, piense de ello lo que piense el vulgo, tales previsiones no tienen en realidad el menor carácter «adivinatorio», sino que se basan enteramente sobre lo que hemos llamado las determinaciones cualitativas del tiempo.