René Guénon — APRECIAÇÕES SOBRE O ESOTERISMO ISLÂMICO E O TAOÍSMO
CREACIÓN Y MANIFESTACIÓN
Hemos hecho observar, en diferentes ocasiones, que la idea de «creación», si quiere entenderse en su sentido propio y exacto, y sin darle una extensión más o menos abusiva, no se encuentra en realidad más que en Tradiciones pertenecientes a una línea única, la que se constituye por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo; siendo esta línea la de formas Tradicionales que pueden ser dichas específicamente religiosas, se debe concluir de ahí que existe un lazo directo entre esta idea y el punto de vista religioso mismo. En otras partes, el término de «creación», si se tiene que emplear en algunos casos, no podrá más que explicitar muy inexactamente una idea diferente, para la cual sería bien preferible encontrar otra expresión; por lo demás, este empleo no es lo más frecuente, de hecho, otra cosa que el resultado de una de esas confusiones o de esas falsas asimilaciones que se producen al respecto tanto en occidente para todo lo que concierne a las doctrinas orientales. Sin embargo, no basta evitar esta confusión, es menester guardarse de igual modo de otro error contrario, el que consiste en querer ver una contradicción o una oposición cualquiera entre la idea de creación y esa otra idea a la cual acabamos de hacer alusión, y para la cual el término más justo que tenemos a nuestra disposición es el de «manifestación»; es sobre este último punto que nos proponemos insistir al presente.
En efecto, algunos que reconocen que la idea de creación no se encuentra en las doctrinas orientales (con la excepción del islamismo que, bien entendido, no puede ser puesto en causa bajo esta relación), pretenden sin embargo, y sin intentar ir al fondo de las cosas, que la ausencia de la idea en cuestión es la marca de algo incompleto o defectuoso, para concluir de ello que las doctrinas que se tratan no podrían considerarse como una expresión adecuada de la verdad. Si la cosa es así del lado religioso, donde se afirma demasiado frecuentemente un enojoso «exclusivismo», es menester decir que los hay también que, del lado antireligioso, quieren, de la misma constatación, extraer consecuencias enteramente contrarias: esos, atacando naturalmente la idea de creación como a todas las demás ideas de orden religioso, afectan ver en su ausencia misma una especie de superioridad; evidentemente que no lo hacen, por lo demás, más que por espíritu de negación y de oposición, y no en punto ninguno para tomar realmente la defensa de las doctrinas orientales de las que apenas sí se preocupan. Sea lo que fuere, estos reproches y elogios no valen más y no son más aceptables unos que otros, dado que proceden en suma de un mismo error, explotado solo según intenciones contrarias, en conformidad a las tendencias respectivas de los que le cometen; la verdad es que unos y otros se apoyan enteramente en falso, y que hay en ambos casos una incomprensión casi igual.
Hechas estas precisiones, diremos claramente que la idea de manifestación, tal como las doctrinas orientales la consideran de una manera puramente metafísica, no se opone de ningún modo a la idea de creación; se refieren solo a niveles y a puntos de vista diferentes, de tal suerte que basta saber situar a cada una de ellas en su verdadero lugar para darse cuenta de que no hay entre ellas ninguna incompatibilidad. La diferencia, en esto como sobre muchos otros puntos, no es en suma sino la misma del punto de vista metafísico y del punto de vista religioso; ahora bien, si es verdad que el primero es de orden más elevado y más profundo que el segundo, por ello no lo es menos que no podría de ningún modo anular o contradecir a éste, lo que está por lo demás suficientemente probado por el hecho de que uno y otro pueden muy bien coexistir en el interior de una misma forma Tradicional; habremos de volver sobre esto después. En el fondo, no se trata pues más que de una diferencia que, para ser de un grado más acentuado en razón de la distinción muy clara de los dos dominios correspondientes, no es más extraordinaria ni más embarazante que la de los puntos de vista diversos en los cuales puede uno legítimamente colocarse en un mismo dominio, según que se le penetre más o menos profundamente. Pensamos aquí en puntos de vista tales como, por ejemplo, los de Sankara y de Râmânuja al respecto del Vêdânta; es verdad que la incomprensión ha querido encontrar, ahí también, contradicciones que son inexistentes en realidad; pero inclusive eso no hace más que hacer la analogía más exacta y más completa.
Por lo demás, conviene precisar el sentido mismo de la idea de creación, ya que parece dar lugar a veces también a algunos malentendidos: es así, que si «crear» es sinónimo de «hacer de nada», según la definición unánimemente admitida, pero quizás insuficientemente explícita, con seguridad que es menester entender por ello, ante todo, de nada que sea exterior al Principio; en otros términos, éste, para ser «creador» se basta a sí mismo, y no tiene que recurrir a una especie de substancia fuera de él y teniendo una existencia más o menos independiente, lo que, a decir verdad, es por otra parte inconcebible. Se ve inmediatamente que la primera razón de ser de una tal formulación es afirmar expresamente que el Principio no es en punto ninguno un simple «Demiurgo» (y aquí no hay lugar a distinguir según que se trate del Principio supremo o del Ser, ya que eso es igualmente verdad en los dos casos); sin embargo, esto no quiere decir, necesariamente, que toda concepción «demiúrgica» sea radicalmente falsa; pero, en todo caso, no puede encontrar lugar sino a un nivel mucho más bajo y correspondiente a un punto de vista más restringido, que, dado que no se sitúa más que en alguna fase secundaria del proceso cosmogónico, no concierne más al Principio de ninguna manera. Ahora bien, si la cosa se limita a hablar de «hacer de nada» sin precisar más, como se hace de ordinario, hay otro peligro a evitar: es considerar esa «nada» como una especie de principio, negativo sin duda, pero del cual sería extraída sin embargo efectivamente la existencia manifestada; sería eso volver a un error casi semejante a aquel contra el cual se ha querido justamente precaver y que atribuye a la «nada» misma un cierta «substancialidad»; y, en un sentido, este error sería inclusive todavía más grave que el otro, ya que se le agregaría una contradicción formal, la que consiste en suma en dar alguna realidad a la «nada». Si se pretendiera, para escapar a esta contradicción, que la «nada» en cuestión no es la «nada de nada» pura y simple, sino que no es tal más que en relación al Principio, se cometería todavía en eso un doble error: de una parte, se supondría esta vez algo real fuera del Principio, y entonces ya no habría más ninguna diferencia verdadera con la concepción «demiúrgica» misma; por otra parte, se desconocería que los seres de ningún modo son extraídos de esa «nada» relativa por la manifestación, no cesando jamás, como no cesa, lo finito de ser estrictamente nulo frente al Infinito.