INMORTALIDAD Y SUPERVIVENCIA
Entre otras pretensiones injustificadas, los espiritistas tienen la de proporcionar la «prueba científica» o la «demostración experimental de la inmortalidad del alma» (NA: Una obra de M. Gabriel Delanne tiene por título L’Ame est inmortelle: Démonstration expérimentale.); esta afirmación implica un cierto número de equívocos, que importa disipar antes incluso de discutir la hipótesis fundamental de la comunicación con los muertos. Primero, puede haber un equívoco tocante a la palabra «inmortalidad» misma, ya que esta palabra no tiene el mismo sentido para todo el mundo: lo que los occidentales llaman así no es lo que los orientales designan por términos que pueden no obstante parecer equivalentes, que lo son incluso a veces exactamente si uno se atiene solo al punto de vista filológico. Así, la palabra sánscrita amrita se traduce bien literalmente por «inmortalidad», pero se aplica exclusivamente a un estado que es superior a todo cambio, ya que la idea de «muerte» se extiende aquí a un cambio cualquiera. Los occidentales, al contrario, tienen el hábito de no llamar «muerte» más que al fin de la existencia terrestre, y por lo demás no conciben apenas los demás cambios análogos, ya que parece que este mundo sea para ellos la mitad del Universo, mientras que, para los orientales, no representa más que una porción infinitesimal de él; hablamos aquí de los occidentales modernos, ya que la influencia del dualismo cartesiano cuenta para algo en esta manera tan restringida de considerar el Universo. Es menester insistir en ello tanto más cuanto que estas cosas se ignoran generalmente, y, además, estas consideraciones facilitarán enormemente la refutación propiamente dicha de la teoría espiritista: desde el punto de vista de la metafísica pura, que es el punto de vista oriental, no hay en realidad dos mundos, este y el «otro», correlativos y por así decir simétricos o paralelos; hay una serie indefinida y jerarquizada de mundos, es decir, de estados de existencia (NA: y no de lugares), en la que éste no es más que un elemento que no tiene ni más ni menos importancia o valor que no importa cuál otro, y que está simplemente en el lugar que debe ocupar en el conjunto, al mismo título que todos los demás. Por consiguiente, la inmortalidad, en el sentido que hemos indicado, no puede ser alcanzada en «el otro mundo» como lo piensan los occidentales, sino solo más allá de todos los mundos, es decir, de todos los estados condicionados; concretamente, está fuera del tiempo y del espacio, y también de todas las condiciones análogas a éstas; puesto que es absolutamente independiente del tiempo y de todo otro modo posible de la duración, se identifica a la eternidad misma. Esto no quiere decir que la inmortalidad tal como la conciben los occidentales no tenga también una significación real, pero es muy distinta: no es en suma más que una prolongación indefinida de la vida, en condiciones modificadas y transpuestas, pero que permanecen siempre comparables a las de la existencia terrestre; el hecho mismo de que se trate de una «vida» lo prueba suficientemente, y hay que precisar que esta idea de «vida» es una de aquellas de las que los occidentales se liberan más difícilmente, incluso cuando no profesan a su respecto el respeto supersticioso que caracteriza a algunos filósofos contemporáneos; es menester agregar que no escapan apenas más fácilmente al tiempo y al espacio, y, si no se escapa de ellos, no hay metafísica posible. La inmortalidad, en el sentido occidental, no está fuera del tiempo, según la concepción ordinaria, e, incluso según una concepción menos «simplista», no está fuera de una cierta duración; es una duración indefinida, que puede llamarse propiamente «perpetuidad», pero que no tiene ninguna relación con la eternidad, como lo indefinido, que procede de lo finito por desarrollo, tampoco tiene nada que ver con el Infinito. Esta concepción corresponde efectivamente a un cierto orden de posibilidades; pero la tradición extremo oriental, que se niega a confundirla con la de la inmortalidad verdadera, le acuerda solo el nombre de «longevidad»; en el fondo, no es más que una extensión de la que son susceptibles las posibilidades del orden humano. Uno se apercibe de ello fácilmente cuando se pregunta lo que es inmortal en uno y otro caso: en el sentido metafísico y oriental, es la personalidad transcendente; en el sentido filosófico-teológico y occidental, es la individualidad humana. No podemos desarrollar aquí la distinción esencial de la personalidad y de la individualidad; pero, sabiendo muy bien cual es el estado de espíritu de muchas gentes, tenemos que decir expresamente que sería vano buscar una oposición entre las dos concepciones de que acabamos de hablar, ya que, al ser de orden totalmente diferente, ni se excluyen ni se confunden. En el Universo, hay lugar para todas las posibilidades, a condición de que se sepa poner cada una de ellas en su rango verdadero; desgraciadamente, no es lo mismo en los sistemas de los filósofos, pero eso es una contingencia en la que sería un gran error inmiscuirse.
Cuando se trata de «probar experimentalmente la inmortalidad», no hay que decir que no podría tratarse de ninguna manera de la inmortalidad metafísica: por definición misma, esa está más allá de toda experiencia posible; por lo demás, los espiritistas no tienen la menor idea de ella, de suerte que no hay lugar a discutir su pretensión más que colocándose únicamente en el punto de vista de la inmortalidad entendida en el sentido occidental. Incluso desde este punto de vista, la «demostración experimental» de que hablan aparece como una imposibilidad, por poco que se quiera reflexionar en ello un instante; no insistiremos sobre el empleo abusivo que se hace de la palabra «demostración»: la experiencia es incapaz de «demostrar» propiamente algo, en el sentido riguroso de este término, el que tiene en matemáticas por ejemplo; pero volvamos a nuestro asunto, y observemos solo que es una extraña ilusión, propia al espíritu moderno, la que consiste en hacer intervenir la ciencia, y especialmente la ciencia experimental, en cosas donde no tiene nada que hacer, y creer que su competencia puede extenderse a todo. Los modernos, ebrios por el desarrollo que han llegado a dar a este dominio muy particular, y habiéndose aplicado a él tan exclusivamente que ya no ven nada fuera, han llegado muy naturalmente a desconocer los límites en el interior de los cuales la experimentación es válida, y más allá de los cuales no puede dar ningún resultado; hablamos aquí de la experimentación en su sentido más general, sin ninguna restricción, y, bien entendido, estos límites serán todavía más estrechos si no se consideran más que las modalidades bastante poco numerosas que constituyen los métodos reconocidos y puestos en uso por los sabios ordinarios. Hay precisamente, en el caso que nos ocupa, un desconocimiento de los límites de la experimentación; encontraremos otro ejemplo a propósito de las pretendidas pruebas de la reencarnación, ejemplo quizás más sobresaliente todavía, o al menos de apariencia más singular, y que nos dará la ocasión de completar estas consideraciones colocándonos en un punto de vista un poco diferente.
La experiencia no incide nunca más que sobre hechos particulares y determinados, que tienen lugar en un punto definido del espacio y en un momento igualmente definido del tiempo; al menos, tales son todos los fenómenos que pueden ser el objeto de una constatación experimental dicha «científica» (NA: y es esto lo que entienden también los espiritistas). Esto se reconoce bastante ordinariamente, pero uno se equivoca quizás más fácilmente sobre la naturaleza y el alcance de las generalizaciones a las que la experiencia puede dar lugar legítimamente (NA: y que por lo demás la rebasan considerablemente): estas generalizaciones no pueden recaer más que sobre clases o conjuntos de hechos, de los que cada uno, tomado aparte, es tan particular y tan determinado como aquel sobre el cual se han hecho las constataciones de las cuales se generalizan así los resultados, de suerte que esos conjuntos no son indefinidos más que numéricamente, en tanto que conjuntos, no en cuanto a sus elementos. Lo que queremos decir, es esto: jamás se está autorizado a concluir que lo que se ha constatado en un cierto lugar de la superficie terrestre se produce semejantemente en todo otro lugar del espacio, ni que un fenómeno que se ha observado en una duración muy limitada es susceptible de prolongarse durante una duración indefinida; naturalmente aquí no tenemos que salir del tiempo y del espacio, ni que considerar otra cosa que fenómenos, es decir, apariencias o manifestaciones exteriores. Es pues menester saber distinguir entre la experiencia y su interpretación: los espiritistas, así como los psiquistas, constatan ciertos fenómenos, y no entendemos discutir la descripción que dan de ellos; es la interpretación de los espiritistas, en cuanto a la causa real de estos fenómenos, la que es radicalmente falsa. Admitamos no obstante, por un instante, que esa explicación sea correcta, y que lo que se manifieste sea verdaderamente un ser humano «desencarnado»; ¿se seguirá necesariamente que ese ser sea inmortal, es decir, que su existencia póstuma tenga una duración realmente indefinida? Se ve sin esfuerzo que hay en eso una extensión ilegítima de la experiencia, consistente en atribuir la indefinidad temporal a un hecho constatado para un tiempo definido; e, incluso aceptando la hipótesis espiritista, eso solo bastaría para reducir su importancia y su interés a proporciones bastante modestas. La actitud de los espiritistas que se imaginan que sus experiencias establecen la inmortalidad no está mejor fundada lógicamente de lo que lo estaría la actitud de un hombre que, no habiendo visto morir jamás a un ser vivo, afirmara que un tal ser debe continuar existiendo indefinidamente en las mismas condiciones, por la sola razón de que habría constatado esa existencia en un cierto intervalo; y esto, lo repetimos, sin prejuzgar nada de la verdad o de la falsedad del espiritismo mismo, puesto que nuestra comparación, por ser enteramente justa, supone implícitamente su verdad.
No obstante, hay espiritistas que se han apercibido más o menos claramente de lo que había en eso de ilusorio, y que, para hacer desaparecer este sofisma inconsciente, han renunciado a hablar de inmortalidad para no hablar más que de «sobrevida» o de «supervivencia»; escapan así, lo reconocemos de buena gana, a las objeciones que acabamos de formular. No queremos decir que estos espiritistas, en general, no están tan persuadidos como los otros de la inmortalidad, que no crean como ellos en la perpetuidad de la «supervivencia»; pero esta creencia tiene entonces el mismo carácter que en los no espiritistas, ya no difiere sensiblemente de lo que puede ser, por ejemplo, para los adherentes de una religión cualquiera, salvo en que, para apoyarla, se agrega a las razones ordinarias el testimonio de los «espíritus»; pero las afirmaciones de éstos están sujetas a caución, ya que, a los ojos de los espiritistas mismos, pueden no ser frecuentemente más que el resultado de las ideas que tenían sobre esta tierra: si un espiritista «inmortalista» explica de esta manera las «comunicaciones» que niegan la inmortalidad (NA: ya que los hay), ¿en virtud de qué principio acordará más autoridad a las que la afirman? En el fondo, es simplemente porque estas últimas están de acuerdo con sus propias convicciones; pero todavía es menester que estas convicciones tengan otra base, que sean establecidas independientemente de su experiencia, y por consiguiente fundadas sobre razones que ya no son más especialmente propias al espiritismo. En todo caso, nos basta constatar que hay espiritistas que sienten la necesidad de renunciar a la pretensión de probar «científicamente» la inmortalidad: es ya un punto adquirido a tener en cuenta, e incluso un punto importante para determinar exactamente el alcance de la hipótesis espiritista.
La actitud que acabamos de definir en último lugar es también la de los filósofos contemporáneos que tienen tendencias más o menos marcadas hacia el espiritismo; la única diferencia es que estos filósofos ponen en condicional lo que los espiritistas afirman categóricamente; en otros términos, los unos se contentan con hablar de la posibilidad de probar experimentalmente la supervivencia, mientras que los otros consideran la prueba como ya hecha. M. Bergson, inmediatamente antes de escribir la frase que hemos reproducido más atrás, y donde considera precisamente esta posibilidad, reconoce que la «inmortalidad misma no podría ser probada experimentalmente»; así pues, su posición es clara a este respecto; y, en lo que concierne a la supervivencia, lleva la prudencia hasta hablar solo de «probabilidad», quizás porque se da cuenta, hasta un cierto punto, de que la experimentación no da verdaderas certezas. Solamente, aunque reduce así el valor de la prueba experimental, encuentra que «sería ya algo», que «sería incluso mucho»; a los ojos de un metafísico, al contrario, e inclusive sin aportar tantas restricciones, eso sería muy poco, por no decir que sería enteramente desdeñable. En efecto, la inmortalidad en el sentido occidental es ya algo completamente relativo, que, como tal, no se refiere al dominio de la metafísica pura; ¿qué decir entonces de una simple supervivencia? Inclusive fuera de toda consideración metafísica, no vemos bien que pueda haber, para el hombre, un interés capital en saber, de manera más o menos probable o incluso cierta, que puede contar con una supervivencia que no es quizás más que «por un tiempo x»; ¿puede esto tener para él mucha más importancia que saber más o menos exactamente lo que durará su vida terrestre, de la cual no le representa así más que una prolongación indeterminada? Se ve cuanto difiere esto del punto de vista propiamente religioso, que contaría como nada una supervivencia que no estuviera asegurada a perpetuidad; y, en la llamada que el espiritismo hace a la experiencia en este orden de cosas, se puede ver, dadas las consecuencias que resultan de ello, una de las razones (NA: y está lejos de ser la única) por las cuales jamás será más que una pseudoreligión.
Vamos a señalar todavía otro lado de la cuestión: para los espiritistas, cualquiera que sea el fundamento de su creencia en la inmortalidad, todo lo que sobrevive en el hombre es inmortal; lo que sobrevive, es, lo recordamos, el conjunto constituido por el «espíritu» propiamente dicho y por el «periespíritu» que es inseparable de él. Para los ocultistas, lo que sobrevive, es igualmente el conjunto del «espíritu» y del «cuerpo astral»; pero, en este conjunto, sólo el «espíritu» es inmortal, y el «cuerpo astral» es perecedero (NA: Papus, Traité méthodique de Science occulte, p. 371.); y no obstante ocultistas y espiritistas pretenden igualmente basar sus afirmaciones sobre la experiencia, que mostraría así a unos la disolución del «organismo invisible» del hombre, mientras que los otros no habrían tenido jamás la ocasión de constatar nada semejante. Según la teoría ocultista, habría una «segunda muerte», que sería sobre el «plano astral» lo que la muerte en el sentido ordinario es sobre el «plano físico»; y los ocultistas están bien forzados a reconocer que los fenómenos psíquicos no podrían probar en todo caso la supervivencia más allá del «plano astral». Estas divergencias mostrarían la poca solidez de las pretendidas pruebas experimentales, al menos en lo que concierne a la inmortalidad, si hubiera todavía necesidad de ellas después de las demás razones que hemos dado, y que por lo demás son mucho más decisivas a nuestros ojos, puesto que establecen su completa inanidad; a pesar de todo, no carece de interés constatar que, en dos escuelas de experimentadores que se colocan en la misma hipótesis, lo que es inmortal para la una no lo es para la otra. Es menester agregar, además, que la cuestión se encuentra todavía complicada, tanto para los espiritistas como para los ocultistas, por la introducción de la hipótesis de la reencarnación: la «supervivencia» considerada, y cuyas condiciones son diversamente descritas por las diferentes escuelas, no representa naturalmente más que el periodo intermediario entre dos vidas terrestres sucesivas, puesto que, a cada nueva «encarnación», las cosas deben evidentemente reencontrarse en el mismo estado que en la precedente. Por consiguiente, es siempre, en resumidas cuentas, de una «supervivencia» provisoria de lo que se trata, y, en definitiva, la cuestión permanece sin resolver: en efecto, no puede decirse que esa alternancia regular de existencias terrestres y ultraterrestres deba continuarse indefinidamente; las diferentes escuelas podrán discutir sobre esto, pero no es la experiencia la que vendrá nunca a desempatarlas. Así, si la cuestión es retrasada, no por eso está resuelta, y la misma duda subsiste siempre en cuanto al destino final del ser humano; al menos, esto es lo que debería confesar un reencarnacionista que quisiera permanecer consecuente consigo mismo, ya que su teoría es más incapaz que toda otra de aportar aquí una solución, sobre todo si pretende atenerse al terreno de la experiencia; los hay que creen en efecto haber encontrado pruebas experimentales de la reencarnación, pero eso es otro asunto, que examinaremos más adelante.
Lo que hay que retener, es que lo que los espiritistas dicen de la «sobrevida» o de la «supervivencia» se aplica esencialmente, para ellos, al intervalo comprendido entre dos «encarnaciones»; ésta es la condición de los «espíritus» cuyas manifestaciones creen observar; es lo que llaman la «erraticidad», o también la vida «en el espacio», ¡como si no fuera también en el espacio donde se desarrolla la existencia terrestre! Un término como el de «sobrevida» es muy apropiado para designar su concepción, ya que es literalmente la de una vida continuada, y en condiciones tan próximas como es posible a las de la vida terrestre. En ellos, no hay esa transposición que permite a otros concebir la «vida futura» e incluso perpetua de una manera que responde a una posibilidad, cualquiera que sea por lo demás el lugar que ocupe esa posibilidad en el orden total; al contrario, la «sobrevida», tal como se la representan, no es más que una imposibilidad, porque, al transportar tal cuales a un estado las condiciones de otro estado, implica un conjunto de elementos incompatibles entre ellos. Esta suposición imposible es por lo demás absolutamente necesaria al espiritismo, porque, sin ella, las comunicaciones con los muertos no serían ni siquiera concebibles; para poder manifestarse como se supone que lo hacen, es menester que los «desencarnados» estén muy cerca de los vivos bajo todas las relaciones, y que la existencia de los unos se parezca singularmente a la de los otros. Esta similitud es llevada a un grado apenas creíble, y que muestra hasta la evidencia que las descripciones de esa «sobrevida» no son más que un simple reflejo de las ideas terrestres, un producto de la imaginación «subconsciente» de los espiritistas mismos; pensamos que es bueno detenernos algunos instantes sobre este lado del espiritismo, que no es uno de los menos ridículos.