René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
El intuicionismo contemporáneo
En el dominio filosófico y psicológico, las tendencias que corresponden a la segunda fase de la acción antitradicional se traducen naturalmente por la llamada al «subconsciente» bajo todas sus formas, es decir, a los elementos psíquicos más inferiores del ser humano; eso aparece concretamente, en lo que concierne a la filosofía propiamente dicha, en las teorías de William James, así como en el «intuicionismo» bergsoniano. Ya hemos tenido la ocasión de hablar de Bergson, en lo que precede, sobre el tema de las críticas que formula justamente, aunque de una manera poco clara y en términos equívocos, contra el racionalismo y sus consecuencias; pero lo que caracteriza propiamente la parte «positiva» (si se puede decir) de su filosofía, es que, en lugar de buscar por encima de la razón lo que debe remediar sus insuficiencias, lo busca al contrario por debajo de ella; y así, en lugar de dirigirse a la verdadera intuición intelectual que ignora tan completamente como los racionalistas, invoca una pretendida «intuición» de orden únicamente sensitivo y «vital», en la noción extremadamente confusa en la que la intuición sensible propiamente dicha se mezcla a las fuerzas más obscuras del instinto y del sentimiento. Así pues, no es por un encuentro más o menos «fortuito» por lo que este «intuicionismo» tiene afinidades manifiestas, y particularmente marcadas en lo que se podría llamar su «último estado» (lo que se aplica igualmente a la filosofía de William James), con el «neoespiritualismo», sino que es porque, en el fondo, no son más que expresiones diferentes de las mismas tendencias: la actitud de uno en relación al racionalismo es en cierto modo paralela a la del otro en relación al materialismo; uno tiende a lo «infraracional» como el otro tiende a lo «infracorporal» (y sin duda también inconscientemente), de suerte que, en los dos casos, se trata siempre, en definitiva, de una dirección en el sentido de lo «infrahumano».
Éste no es el lugar de examinar esas teorías en detalle, pero nos es menester al menos señalar algunos rasgos de las mismas que tienen una relación más directa con nuestro tema y en primer lugar su carácter tan integralmente «evolucionista» como es posible, puesto que colocan toda realidad en el «devenir» exclusivamente, lo que es la negación formal de todo principio inmutable, y por consecuencia de toda metafísica; de ahí su matiz «huidizo» e inconsistente, que da verdaderamente, en contraste con la «solidificación» racionalista y materialista, como una imagen anticipada de la disolución de todas las cosas en el «caos» final. Se encuentra concretamente un ejemplo significativo de ello en la manera en que se considera en ellas la religión, y que se expone precisamente en una de las obras de Bergson que representan ese «último estado» del que hablábamos hace un momento (Las Dos Fuentes de la moral y de la religión.); a decir verdad, no es que haya en eso algo enteramente nuevo, ya que los orígenes de la tesis que se sostiene ahí son muy simples en el fondo: se sabe que todas las teorías modernas, a este respecto, tienen como rasgo común querer reducir la religión a un hecho puramente humano, lo que equivale a negarla, consciente o inconscientemente, puesto que es negarse a tener en cuenta lo que constituye su esencia misma; y la concepción bergsoniana no es de ninguna manera una excepción bajo este aspecto. Esas teorías sobre la religión, en su conjunto, pueden reducirse a dos tipos principales: uno «psicológico», que pretende explicarla por la naturaleza del individuo humano, y otro «sociológico», que quiere ver en ella un hecho de orden exclusivamente social, el producto de una suerte de «consciencia colectiva» que dominaría a los individuos y se impondría a ellos. La originalidad de Bergson es solo haber buscado combinar estos dos géneros de explicación, y eso de una manera bastante singular: en lugar de considerarlos como más o menos exclusivos el uno del otro, así como lo hacen ordinariamente sus partidarios respectivos, los acepta a ambos a la vez, pero refiriéndolos a cosas diferentes, designadas no obstante por la misma palabra de «religión»; las «dos fuentes» que considera para ésta no son otra cosa que eso en realidad (En lo que concierne a la moral, que no nos interesa especialmente aquí, la explicación propuesta es naturalmente paralela a la de la religión.). Así pues, para él hay dos tipos de religiones, una «estática» y la otra «dinámica», que llama también, más bien extravagantemente, «religión cerrada» y «religión abierta»; la primera es de naturaleza social, la segunda de naturaleza psicológica; y, naturalmente, es a ésta a la que van sus preferencias, es ésta la que considera como la forma superior de la religión; naturalmente, decimos, ya que es muy evidente que, en una «filosofía del devenir» como la suya, ello no podría ser de otro modo, puesto que, para ella, lo que no cambia no responde a nada real, e impide incluso al hombre aprehender lo real tal como ella lo concibe. Pero, se dirá, una tal filosofía, para la que no hay «verdades eternas» (Hay que destacar que Bergson parece evitar incluso emplear la palabra «verdad», y que la ha substituido casi siempre por la de «realidad», que para él no designa más que lo que está sometido a un cambio continuo.), debe negar lógicamente todo valor, no solo a la metafísica, sino también a la religión; es lo que ocurre en efecto, ya que la religión, en el verdadero sentido de esta palabra, es justamente lo que Bergson llama «religión estática», y en la que no quiere ver más que una «fabulación» completamente imaginaria; y, en cuanto a su «religión dinámica», la verdad es que no es en absoluto una religión.
Ésta supuesta «religión dinámica», en efecto, no posee ninguno de los elementos característicos que entran en la definición misma de la religión: no hay dogmas, puesto que eso es algo inmutable y, como dice Bergson, «fijado»; no hay ritos tampoco, bien entendido, por la misma razón, y también a causa de su carácter social; los unos y los otros deben ser dejados a la «religión estática»; y, en lo que se refiere a la moral, Bergson ha comenzado por ponerla aparte, como algo que está fuera de la religión tal como él la entiende. Entonces, ya no queda nada, o al menos no queda más que una vaga «religiosidad», una suerte de aspiración confusa hacia un «ideal» cualquiera, bastante próximo en suma del de los modernistas y de los protestantes liberales, y que recuerda también, bajo muchos aspectos, la «experiencia religiosa» de William James, ya que todo eso se toca evidentemente muy de cerca. Es esta «religiosidad» lo que Bergson toma por una religión superior, creyendo así, como todos aquellos que obedecen a las mismas tendencias, «sublimar» la religión mientras que no ha hecho más que vaciarla de todo su contenido positivo, porque, efectivamente, en éste no hay nada que sea compatible con sus concepciones; y, por lo demás, es eso sin duda todo lo que se puede hacer salir de una teoría psicológica, ya que, de hecho, jamás hemos visto que una teoría tal se haya mostrado capaz de llegar más allá del «sentimiento religioso», que, todavía una vez más, no es la religión. Esta «religión dinámica», a los ojos de Bergson, encuentra su expresión más alta en el «misticismo», por otra parte bastante mal comprendido y visto por su peor lado, ya que no lo exalta así más que por lo que se encuentra en él de «individual», es decir, de vago, de inconsistente, y en cierto modo de «anárquico», y cuyos mejores ejemplos, aunque no los cita, se encontrarían en algunas «enseñanzas» de inspiración ocultista y teosofista; en el fondo, lo que le place en los místicos, es menester decirlo claramente, es la tendencia a la «divagación», en el sentido etimológico de la palabra, que manifiestan muy fácilmente cuando están librados a sí mismos. En cuanto a lo que constituye la base misma del misticismo propiamente dicho, dejando de lado sus desviaciones más o menos anormales o «excéntricas», es decir, se quiera o no, su vinculamiento a una «religión estática», lo tiene visiblemente por desdeñable; por lo demás, en eso se siente que hay algo que le molesta, ya que sus explicaciones sobre este punto son más bien confusas; pero esto, si quisiéramos examinarlo más de cerca, nos alejaría demasiado de lo que es para nos lo esencial de la cuestión.
Si volvemos de nuevo a la «religión estática», vemos que Bergson acepta con confianza, sobre sus pretendidos orígenes, todas las fábulas de la famosísima «escuela sociológica», comprendidas las más sujetas a caución: «Magia», «totemismo», «tabú», «mana», «culto de los animales», «culto de los espíritus», «mentalidad primitiva», aquí no falta nada de toda la jerga convenida y de todo el «batiburrillo» habitual, si es permisible expresarse así (y debe serlo en efecto cuando se trata de cosas de un carácter tan grotesco). Lo que le pertenece quizás en propiedad, es el papel atribuido en todo eso a una supuesta «función fabuladora», que nos parece mucho más verdaderamente «fabulosa» que aquello que pretende explicar; pero, efectivamente, es menester imaginar una teoría cualquiera que permita negar en bloque todo fundamento real a todo lo que se ha convenido tratar de «supersticiones»; ¡un filósofo «civilizado», y que además es «del siglo XX», estima evidentemente que toda otra actitud sería indigna de él! En todo eso, no hay nada verdaderamente interesante para nos excepto un solo punto, el que concierne a la «magia»; ésta es un gran recurso para algunos teóricos, que sin duda no saben apenas lo que es realmente, pero que quieren hacer salir de ella a la vez la religión y la ciencia. Tal no es precisamente la posición de Bergson: al buscar a la magia un «origen psicológico», hace de ella «la exteriorización de un deseo del que el corazón está lleno», y pretende que, «si se reconstituye, por un esfuerzo de introspección, la reacción natural del hombre a su percepción de las cosas, se encuentra que magia y religión se encuentran, y que no hay nada en común entre la magia y la ciencia». Es verdad que hay después alguna fluctuación: si uno se coloca en un cierto punto de vista, «la magia forma evidentemente parte de la religión», pero, bajo otro punto de vista, «la religión se opone a la magia»; lo que está más claro, es la afirmación de que «la magia es la inversa de la ciencia», y que, «muy lejos de preparar la venida de la ciencia, como se ha pretendido, ella ha sido el gran obstáculo contra el que el saber metódico ha tenido que luchar». Todo es casi exactamente al revés de la verdad, ya que la magia no tiene absolutamente nada que ver con la religión, y además, no es, ciertamente, el origen de todas las ciencias, sino simplemente una ciencia particular entre las demás; pero Bergson está sin duda bien convencido de que no podrían existir otras ciencias que las que enumeran las «clasificaciones» modernas, establecidas desde el punto de vista más estrechamente profano que se pueda concebir. Al hablar de las «operaciones mágicas» con la seguridad imperturbable de alguien que no ha visto nunca ninguna (NA:¡Es muy deplorable que Bergson haya estado en malos términos con su hermana Mme. Mac-Gregor (alias «Soror Vestigia Nulla Retrorsum») que habría podido instruirle algo a este respecto!), escribe esta frase sorprendente: «Si la inteligencia primitiva había comenzado aquí por concebir algunos principios, muy pronto se plegó a la experiencia, que le demostró la falsedad de los mismos». Admiramos la intrepidez con la que este filósofo, encerrado en su cuarto, y por lo demás bien garantizado contra los ataques de ciertas influencias que ciertamente no se hubieran guardado de apoderarse de un auxiliar tan precioso como inconsciente, niega a priori todo lo que no entra en el cuadro de sus teorías; ¿cómo puede creer a los hombres tan necios como para haber repetido indefinidamente, incluso sin «principios», «operaciones» que nunca habrían triunfado, y qué diría si se encontrara que, antes al contrario, «la experiencia demuestra la falsedad» de sus propias aserciones? Evidentemente, ni siquiera concibe que una cosa semejante sea posible; tal es la fuerza de las ideas preconcebidas, en él y en sus semejantes, que no dudan un solo instante que el mundo esté estrictamente limitado a la medida de sus concepciones (que es, por lo demás, lo que les permite construir «sistemas»); ¿y cómo podría comprender un filósofo que, como el común de los mortales, debería abstenerse de hablar de lo que no conoce?
Ahora bien, ocurre esto como particularmente destacable, y muy significativo en cuanto a la conexión efectiva del «intuicionismo» bergsoniano con la segunda fase de la acción antitradicional: ¡es que la magia, por un irónico revés de las cosas, se venga cruelmente de las negaciones de nuestro filósofo; reapareciendo en nuestros días, a través de las recientes «fisuras» de este mundo, en su forma más baja y más rudimentaria a la vez, bajo el disfraz de la «ciencia psíquica» (la misma que otros prefieren llamar, bastante desafortunadamente por lo demás, «metapsíquica»), logra hacerse admitir por él, sin que la reconozca, no solo como bien real, sino como debiendo desempeñar un papel capital para el porvenir de su «religión dinámica»! No exageramos nada: habla de «sobrevida» como un vulgar espiritista, y cree en una «profundización experimental» que permita «concluir en la posibilidad e incluso en la probabilidad de una supervivencia del alma» (¿qué es menester entender justamente por eso, y no se trataría más bien de la fantasmagoría de los «cadáveres psíquicos»?), sin que se pueda decir no obstante si es «para un tiempo o para siempre». Pero esta enojosa restricción no le impide proclamar en un tono ditirámbico: «No sería menester más para convertir en realidad viva y activa una creencia en el más allá que parece encontrarse en la mayoría de los hombres, pero que, lo más frecuentemente, es verbal, abstracta, ineficaz… En verdad, si estuviéramos seguros, absolutamente seguros de sobrevivir, ya no podríamos pensar en otra cosa». ¡La magia antigua era más «científica», en el verdadero sentido de esta palabra, y no tenía semejantes pretensiones!; para que algunos de sus fenómenos más elementales den lugar a tales interpretaciones, ha sido menester esperar a la invención del espiritismo, al que solo una fase ya avanzada de la desviación moderna podía dar nacimiento; y es en efecto la teoría espiritista concerniente a esos fenómenos, pura y simplemente, la que tanto Bergson, como William James antes de él, acepta así finalmente con una «alegría» que hace «palidecer a todos los placeres» (citamos textualmente estas palabras increíbles, con las que se acaba su libro) y que nos da testimonio del grado de discernimiento del que este filósofo es capaz, ya que, en lo que concierne a su buena fe, ella no está ciertamente en causa, y los filósofos profanos, en casos de este género, no son generalmente aptos más que para desempeñar un papel de engañados, y para servir así de «intermediarios» inconscientes para engañar a muchos otros; ¡sea como sea, en hechos de «superstición», ciertamente nunca la ha habido mejor, y eso da la idea más justa de lo que vale realmente toda esa «filosofía nueva», como se complacen en llamarla sus partidarios!