René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
Los postulados del racionalismo
Acabamos de decir que es en el nombre de una ciencia y de una filosofía calificadas de «racionales» como los modernos pretenden excluir todo «misterio» del mundo tal como se le representan, y, de hecho, se podría decir que cuanto más estrechamente limitada es una concepción, tanto más estrictamente «racional» se la considera; por lo demás, se sabe bastante bien que, desde los «enciclopedistas» del siglo XVIII, los más acérrimos negadores de toda realidad suprasensible aman particularmente invocar la «razón» a todo propósito y proclamarse «racionalistas». No obstante, cualquiera que sea la diferencia que haya entre ese «racionalismo» vulgar y el «racionalismo» propiamente filosófico, no es en suma más que una diferencia de grado; uno y otro corresponden bien a las mismas tendencias, que no han hecho más que ir exagerándose, y al mismo tiempo «vulgarizándose» durante todo el curso de los tiempos modernos. Por lo demás, ya hemos tenido tan frecuentemente la ocasión de hablar del «racionalismo» y de definir sus principales caracteres, que casi podríamos contentarnos con remitir sobre este tema a algunas de nuestras precedentes obras (Ver sobre todo Oriente y Occidente y La Crisis del Mundo moderno.); no obstante, el «racionalismo» está tan ligado a la concepción misma de un ciencia cuantitativa que no podemos dispensarnos de decir todavía a su respecto al menos algunas palabras aquí.
Así pues, recordaremos que el racionalismo propiamente dicho se remonta a Descartes, y hay que notar que, desde su origen, se encuentra asociado así directamente a la idea de una física «mecanicista»; por lo demás, el Protestantismo le había preparado el camino, al introducir en la religión, con el «libre examen», una suerte de racionalismo, aunque entonces la palabra no existía todavía, puesto que no se inventó hasta que la misma tendencia no se afirmó más explícitamente en el dominio filosófico. El racionalismo bajo todas sus formas se define esencialmente por la creencia en la supremacía de la razón, proclamada como un verdadero «dogma», y que implica la negación de todo lo que es de orden supraindividual, concretamente de la intuición intelectual pura, lo que entraña lógicamente la exclusión de todo conocimiento metafísico verdadero; la misma negación tiene también como consecuencia, en otro orden, el rechazo de toda autoridad espiritual, puesto que ésta es necesariamente de fuente «suprahumana»; así pues, el racionalismo y el individualismo son tan estrechamente solidarios que, de hecho, se confunden lo más frecuentemente, salvo, no obstante, en el caso de algunas teorías filosóficas recientes que, aunque no son racionalistas, por ello no son menos exclusivamente individualistas. Podemos destacar desde ahora hasta qué punto concuerda este racionalismo con la tendencia moderna a la simplificación: ésta, que naturalmente procede siempre por reducción de las cosas a sus elementos más inferiores, se afirma en efecto ante todo por la supresión de todo el dominio supraindividual, a la espera de que más tarde se llegue a querer reducir todo lo que queda, es decir, todo lo que es de orden individual, a la modalidad sensible o corporal solo, y finalmente ésta a un simple agregado de determinaciones cuantitativas; se ve sin esfuerzo cuan rigurosamente se encadena todo eso, constituyendo como otras tantas etapas necesarias de una misma «degradación» de las concepciones que el hombre se hace de sí mismo y del mundo.
Hay también otro género de simplificación que es inherente al racionalismo cartesiano, y que se manifiesta primero por la reducción de la naturaleza entera del espíritu al «pensamiento» y de la del cuerpo a la «extensión»; bajo este último aspecto, como ya lo hemos visto, eso es el fundamento mismo de la física «mecanicista», y, se podría decir, el punto de partida de la idea de una ciencia enteramente cuantitativa (En cuanto a la concepción que Descartes se hace de la ciencia, hay que notar también que pretende que se pueden llegar a tener ideas «claras y distintas» de todas las cosas, es decir, semejantes a las ideas matemáticas, y obtener así una «evidencia» que no es igualmente posible más que en las matemáticas solo.). Pero eso no es todo: por el lado del «pensamiento», se opera otra simplificación abusiva debido al hecho mismo de la manera en que Descartes considera la razón, a la que llama también el «buen sentido» (lo que, si se piensa en la acepción corriente de la misma expresión, evoca una noción de un nivel singularmente mediocre), y que declara que es «la cosa mejor compartida del mundo », lo que implica ya una suerte de idea «igualitaria», y lo que, por lo demás, es manifiestamente falso; en eso, confunde pura y simplemente la razón «en acto» con la «racionalidad», en tanto que esta última es propiamente un carácter específico del ser humano como tal (Si se toma la definición clásica del ser humano como «animal racional», la «racionalidad» representa en él la «diferencia específica» por la cual el hombre se distingue de todas las otras especies del género animal; por lo demás, ella no es aplicable más que en el interior de este género, o, en otros términos, no es propiamente más que lo que los escolásticos llamaban una differentia animalis; así pues, no se puede hablar de «racionalidad» en lo que concierne a los seres que pertenecen a otros estados de existencia, concretamente a los estados supraindividuales, como los ángeles por ejemplo; y eso está de acuerdo con el hecho de que la razón es una facultad de orden exclusivamente individual, que no podría rebasar de ninguna manera los límites del dominio humano.). Ciertamente, la naturaleza humana está toda entera en cada individuo, pero se manifiesta de maneras muy diversas en ellos, según las cualidades propias que pertenecen respectivamente a esos individuos, y que se unen en ellos a esta naturaleza específica para constituir la integralidad de su esencia; pensar de otro modo, es pensar que los individuos humanos son todos semejantes entre sí y que no difieren apenas más que solo numero. De eso han venido directamente todas esas consideraciones sobre la «unidad del espíritu humano», que los modernos invocan sin cesar para explicar toda suerte de cosas, de las cuales algunas ni siquiera son de orden «psicológico», como por ejemplo, el hecho de que los mismos símbolos tradicionales se encuentren en todos los tiempos y en todos los lugares; además de que no es del «espíritu» de lo que se trata realmente para ellos, sino simplemente de la «mente», en eso no puede haber más que una falsa unidad, ya que la verdadera unidad no podría pertenecer al dominio individual, que es el único que tienen en vista los que hablan así, y por lo demás también, más generalmente, todos los que creen poder hablar de «espíritu humano», como si el espíritu pudiera estar afectado de un carácter específico; y, en todo caso, la comunidad de naturaleza de los individuos en la especie no puede tener más que manifestaciones de orden muy general, y es perfectamente incapaz de explicar similitudes que recaen al contrario sobre detalles muy precisos; ¿pero cómo hacer comprender a esos modernos que la unidad fundamental de todas las tradiciones no se explica verdaderamente más que por lo que hay en ellas de «suprahumano»? Por otra parte, y para volver a lo que no es efectivamente más que humano, es inspirándose evidentemente en la concepción cartesiana como Locke, el fundador de la psicología moderna, ha creído poder declarar que, para saber lo que han pensado antaño los Griegos y los Romanos (ya que su horizonte no se extendía más allá de la antigüedad «clásica» occidental), no hay más que buscar lo que piensan los Ingleses y Franceses de nuestros días ya que «el hombre es por todas partes y siempre el mismo»; nada podría ser más falso, y no obstante los psicólogos han permanecido siempre en eso, ya que, mientras se imaginan que están hablando del hombre en general, la mayor parte de lo que dicen no se aplica en realidad más que al Europeo moderno; ¿no es eso creer ya realizada esa uniformidad que se tiende en efecto actualmente a imponer a todos los individuos humanos? Es verdad que, en razón misma de los esfuerzos que se hacen en este sentido, las diferencias van atenuándose, y que así la hipótesis de los psicólogos es menos completamente falsa hoy día que en tiempos de Locke (a condición no obstante, bien entendido, de que uno se guarde cuidadosamente de querer referir como él su aplicación al pasado); pero, a pesar de todo, el límite, como ya lo hemos dicho más atrás, no podrá ser alcanzado nunca, y, mientras dure este mundo, siempre habrá diferencias irreductibles; en fin, por añadidura, ¿es el medio de conocer verdaderamente la naturaleza humana tomar como un tipo un «ideal» que, en todo rigor, no podría ser calificado más que de «infrahumano»?
Habiendo dicho eso, queda explicar todavía por qué el racionalismo está ligado a la idea de una ciencia exclusivamente cuantitativa, o, para decirlo mejor, por qué ésta procede de aquél; y, a este respecto, es menester reconocer que hay una parte notable de verdad en las críticas que Bergson dirige a lo que él llama sin razón la «inteligencia», y que no es en realidad más que la razón, e incluso, más precisamente, un cierto uso de la razón basado sobre la concepción cartesiana, ya que es en definitiva de esta concepción de donde han salido todas las formas del racionalismo moderno. Por lo demás, hay que destacar que los filósofos dicen frecuentemente cosas mucho más justas cuando argumentan contra otros filósofos que cuando vienen a exponer sus propios pareceres, y, viendo cada uno generalmente bastante bien los defectos de los otros, se destruyen en cierto modo mutuamente; es así como Bergson, si uno se toma el trabajo de rectificar sus errores de terminología, muestra bien los defectos del racionalismo (que, muy lejos de confundirse con el verdadero «intelectualismo», es al contrario su negación) y las insuficiencias de la razón, pero por ello no está menos equivocado a su vez cuando, para suplir a éstos, busca en lo «infraracional» en lugar de elevarse a lo «supraracional» (y es por eso por lo que su filosofía es igualmente individualista e ignora tan completamente el orden supraindividual como la de sus adversarios). Así pues, cuando reprocha a la razón, a la que vamos a restituir aquí su verdadero nombre, «que recorta artificialmente lo real», no tenemos necesidad de adoptar su propia idea de lo «real», aunque no sea más que a título puramente hipotético y provisorio, para comprender lo que quiere decir en el fondo: se trata manifiestamente de la reducción de todas las cosas a unos elementos supuestos homogéneos o idénticos entre sí, lo que no es nada más que la reducción a lo cuantitativo, ya que no es sino bajo este único punto de vista como tales elementos son concebibles; y ese «recorte» evoca incluso bastante claramente los esfuerzos para introducir una discontinuidad que no pertenece propiamente más que a la cantidad pura o numérica, es decir, en suma a la tendencia, de la cual hemos hablado más atrás, a no querer admitir como «científico» más que lo que es susceptible de ser «cifrado» (Bajo esta relación, se podría decir que, de todos los sentidos que estaban incluidos en la palabra latina ratio, apenas se ha guardado ya más que uno sólo, el de «cálculo», en el uso «científico» que se hace actualmente de la razón.). Del mismo modo, cuando dice que la razón no está cómoda más que cuando se aplica a lo «sólido», que es en cierto modo su dominio propio, parece darse cuenta de la tendencia que tiene inevitablemente, cuando está reducida a sí misma, a «materializarlo» todo, en el sentido ordinario de esta palabra, es decir, a no considerar en todas las cosas más que sus modalidades más groseras, porque son aquellas en las que la cualidad está más disminuida en provecho de la cantidad; únicamente parece considerar más bien la conclusión de esta tendencia que su punto de partida, lo que podría hacerle acusar de una cierta exageración, ya que hay evidentemente grados en esta «materialización»; pero, si se refiere al estado presente de las concepciones científicas (o más bien, como lo veremos en lo que sigue, a un estado ya algo pasado ahora), es cierto en efecto que están tan cerca como es posible de representar su último grado o su grado más bajo, aquel en el que la «solidez» así entendida ha alcanzado su máximo, y eso incluso es un signo particularmente característico del periodo al que hemos llegado. Bien entendido, no pretendemos que Bergson mismo haya comprendido estas cosas de una manera tan clara como la que resulta de esta «traducción» de su lenguaje, y eso parece incluso bastante poco probable, dadas las múltiples confusiones que comete constantemente; pero por ello no es menos verdad que, de hecho, estas opiniones le han sido sugeridas por la constatación de lo que es la ciencia actual, y que, a este título, este testimonio de un hombre que es él mismo un incontestable representante del espíritu moderno no podría ser tenido por desdeñable; en cuanto a lo que representan exactamente sus propias teorías, es en otra parte de este estudio donde encontraremos su significación, y todo lo que podemos decir por el momento, es que corresponden a un aspecto diferente y en cierto modo a otra etapa de esta desviación cuyo conjunto constituye propiamente el mundo moderno.
Para resumir lo que precede, podemos decir todavía esto: puesto que el racionalismo es la negación de todo principio superior a la razón, entraña como consecuencia «práctica» el uso exclusivo de esta misma razón cegada, si se puede decir, por eso mismo de que así está aislada del intelecto puro y transcendente del que, normal y legítimamente, ella no puede más que reflejar la luz en el dominio individual. Desde que ha perdido toda comunicación efectiva con este intelecto supraindividual, la razón ya no puede más que tender hacia abajo, es decir, hacia el polo inferior de la existencia, y hundirse cada vez más en la «materialidad»; en la misma medida, pierde poco a poco hasta la idea misma de la verdad, y llega por eso a no buscar más que la mayor comodidad para su comprehensión limitada, en lo cual encuentra una satisfacción inmediata por el hecho de su tendencia hacia abajo, puesto que ésta la conduce en el sentido de la simplificación y de la uniformización de todas las cosas; así pues, ella obedece tanto más fácil y más rápidamente a esta tendencia cuanto que los efectos de ésta son conformes a sus deseos, y este descenso cada vez más rápido no puede desembocar finalmente más que en lo que hemos llamado el «reino de la cantidad».